La fortuna de Matilda Turpin (36 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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Juan no responde nada. Está sentado con ambas piernas estiradas y hace un hoyo con los talones. Angélica se estremece. No obstante sus ropas de invierno, el frío se hace sentir intensamente en esta playa. Y la sensación de frío aumenta al verse rodeados de vegetación espinosa y al oír la monótona rompiente: el sorbido de la marca que crece recuerda una respiración pujante, descomunal y anónima. Angélica vuelve a hablar, aunque en voz muy baja. Están los dos sentados juntos hombro con hombro.

—¿Por qué hemos bajado aquí? Este sitio da miedo, tan cerca del mar y tan abajo...

—No sé por qué. Una venada que me dio.

—No te pega, Juan. Tú no eres de venadas. Y tampoco alpinista que yo sepa.

—Querrás decir espeleólogo... _comenta Juan.

Angélica sonríe y hace un gesto animado con ambas manos, abriéndolas en el aire. Este gesto es como un recordatorio de su habitual personalidad gesticulante y extrovertida. Ahora, sin embargo, al hablar los dos con voz más baja que de costumbre (casi cuchichean, el retumbo marítimo tan próximo, además, diluye sus voces en el aire nocturno), al sentirse Angélica cohibida dentro de esta fría cueva, su gesto aumenta la sensación de extrañeza, en lugar de aliviarla.

—¿Vamos a quedarnos mucho rato aquí? —La voz de Angélica es insegura.

—¿No te gusta? Es un sitio bonito, romántico...

—¡Es un sitio siniestro! ¡Tan abajo, con el mar tan cerca! Y el camino por donde bajamos, ahora casi no se ve ya...

Al decir esto, Angélica se levanta y se acerca a la boca de la cueva; el lugar, en efecto, se ha vuelto inquietante. Y es verdad que no se ve el camino, cuyo tramo final quedaba a menos de diez metros de la cueva grande donde están ahora.

—¡Vámonos, Juan! ¡Vámonos de una vez!

—¿Qué prisa hay?

—¡Que no se ve ya nada, no se ve el camino!

—Seguro que sí: el camino que sube y el camino que baja, uno y el mismo —declara Juan con retintín—. Así que seguro que lo vemos. Si supimos bajar, sabremos subir.

—¡De eso nada, no casi sin luz! ¡Anda, vámonos, Juan!

Juan decide que su compañera está a punto de perder los nervios. Esto hace que, malignamente, Juan se retrase adrede otro poco, echando la espalda hacia atrás apoyando los codosen la arena. Angélica se inclina bruscamente sobre Juan agarrándole por las solapas, tratando de levantarle. Forcejean un instante. Juan, por fin, accede a levantarse. El mar es un perro fosco que gruñe y sisea muy cerca. Ahora, en la oquedad aquí abajo, sólo se oye el mar. Avanzan los dos lentamente, Angélica delante. Dificultosa arena tornadiza donde los pies de Angélica Y Juan se hunden. Juan tiene los zapatos abultados de arena, como plantillas incongruas. El cuerpo de ambos, como un todo, avanza ahora en plena confusión: el primer límite inmóvil de lo circunscriptivo, la masa corporal, les sugiere a los dos sus dóndes grumosos: han llegado al pie del sendero, que recuerda ahora un dosel umbrío, un tálamo impenetrable. El piso del sendero, que les pareció de tierra arcillosa al bajar, les parece pedregoso de pronto. Angélica se ha sentado al pie de la subida a ponerse los zapatos. Una vez calzada, se dispone a subir la primera. Da cuatro pasos y desaparece sepultada entre zarzas. ¡Juan, Juan! —chilla—. Juan, que ni siquiera ha dado un paso, dice fríamente:

—Me parece que no va a poder ser, Angélica. No se ve una mierda.

—¿Qué hacemos entonces? ¡Juan, qué hacemos!

—Por de pronto no chillar, Angélica. No chilles.

Angélica, que ha reaparecido cojeando, saca el móvil del bolsillo de su falda-pantalón. Lo abre, se ilumina: la luz azul como una sonriente cara digital en el seno de la opacidad nocturna: el mar es una loba semoviente que chilla como un murciélago, como un bronco mamífero que brama espumeante contra las rocas de la playa, contra el pedregal de la base del acantilado.

—Buscando red/sin servicio
—lee Angélica. Y añade—:

No tenemos cobertura.

—Más vale así, ¿a quién ibas a llamar?

—Iba a llamar a Antonio —confiesa Angélica, desfondada.

Se han sentado los dos en la arena de la cueva grande. Ya no están hombro con hombro sino frente a frente, con los pies recogidos debajo de las piernas, a la india. La arena de la playa en el interior de la cueva es fría y resbaladiza, como si contuviera un animal subcutáneo, una especie de raya cuyas aletas dorsales, como alas carnosas, palpitaran un poco. La arena del suelo de la cueva es tenue por la noche, desacostumbrada al peso de los cuerpos humanos, cede con facilidad a la presión de las dos manos, de los pies calzados, de las nalgas. Es fría, no invita a recostarse: limosa y sin luna, parece que se mueve por su cuenta cada vez que Angélica trata de alisarla en torno suyo. Con esta arena, a esta hora, en esta cueva, no se puede jugar a los cubitos. Es una arena adulta y reservada, que se pega, ligeramente humedecida, a las palmas de las manos, que abulta los zapatos de los dos, entra por los fondillos de los pantalones de Juan, se hace montoncitos repentinos en las bocanas de la falda-pantalón de Angélica: tensa arena remota. La cueva es una concavidad mucosa ahora, un reino epitelial, delicado, recorrido marcha atrás por los presuntos cámbaros verdes de las ocurrencias lunáticas. ¿No brilla la luna por su ausencia esta noche? Así también: Matilda, ¿no brilla por su ausencia esta noche? El duelo ha terminado. ¿Ha terminado el duelo de verdad? ¿Se terminan los duelos
ad libitum
como fiestas procaces?

—Y si, Angélica, querida, se sentara de pronto Matilda con nosotros, no del todo visible ni invisible, no del todo tangible ni intangible, no del todo audible ni inaudible, como las almas de los santos? —recita monótonamente Juan con un sonsonete de
nursery rhyme.
Se siente Juan a gusto en la conclusión de esta su venada, que ahora, como una línea corregida, tachada, reescrita y vuelta a tachar, significa todo lo anterior, todo lo posterior y nada en absoluto, como la muerte misma, la tachada muerte de Matilda, avecindada en las zarzas crujientes que tonifica el viento salobre del mar praeterhumano, posthumano.

—¿Me estás queriendo meter miedo, Juan? No soy tan tonta como tú me crees.

—¡Oh, pero yo no te creo nada tonta! No tienes una inteligencia discursiva tal vez. Tampoco te hace falta, pero tienes prontos, pero tienes pálpitos. Ahora mismo estás teniendo uno, ¿a que sí?

La verdad es que Angélica, ahora mismo, da diente con diente. Es la tiritona que le da.

—Suponte que en el cielo, desde el cielo, Angélica, para ser exactos, se nos viniera encima el Cristo de Dalí, ese viscoso Cristo tan de
póster,
y el Cristo fuese, en vez de Cristo, la descamada Matilda en camisón de sus últimos días, ahuesada, ahuecada, larvada y sin descomponer porque ha ido al cielo. Así que en carne viva todavía, en carne muerta, en cuerpo y alma. ¿Tanto frío tienes, Angélica?

—Sí, estoy helada, sí. Y me horroriza eso que dices.

—It gives you the creeps, I know,
que diría Matilda. Manda siempre al borde de mis ocurrencias de hoy en día. A eso hemos venido: a verla, ¿a qué si no?

—Me gustaría, Juan, que me abrazaras —dice Angélica temblorosa—. Estoy helada y lo que dices suena como un sacrilegio, una mala voluntad, como si quisieras apartarme de ti, dejarme sola.

—¡Exacto! ¡Eso justo es lo que quiero, chata! ¿Ves cómo eres sumamente perceptiva y psíquica? Le hubieras encantado a William James y sobre todo a sus hermanas, tan espiritistas todos ellos. Tan pragmáticos, positivistas y a la vez espiritistas, todo en una.

Angélica se ha puesto de pie de un brinco. De dos zancadas se planta fuera de la cueva. Se dirige hacia las zarzas, donde había un sendero por la tarde y ahora sólo hay una ondulante pesadumbre, un vivero de vacilación y de tormento.

—¡Voy a subir, sea como sea!

Juan se ha puesto de pie él también. Ha seguido a su nuera, que ya está justo donde supuestamente el senderito comenzaba y la ha rodeado con el brazo derecho por el talle.

—No te pongas así, Angélica, mujer. Estoy hablando tanto porque yo también tengo miedo. Este lugar es espantoso. Mi corazón es espantoso. ¿Te acuerdas del bicho de
Alien Uno,
el primero que se ve, el que revienta el pecho de uno de ellos y les salpica a todos al explotar el tórax? Así es mi corazón, como ese monstruo. Vamos a la cueva, vamos a sentarnos en la arena juntos. Te necesito, Angélica. Te necesito mucho. No sé por qué he bajado aquí. No quiero asustarte, Dios me libre. He bajado aquí porque Matilda no se me aparece.

Han ido caminando los dos de vuelta a la cueva, Juan ha retenido a su nuera todo el tiempo por el talle. Este gesto ha tranquilizado a Angélica. Ahora se sientan juntos, abrazados. Angélica se está tranquilizando mucho, Juan también. Juan tiembla un poco también y se siente, una vez más, convulso, como si sus propias palabras le hubieran conmovido y se le hubieran salido boca afuera, como animales y como verdades, como señales que señalan equívocamente a todas partes a la vez y a ningún sitio. Todos los signosdesignan a Matilda, todas las tachaduras tachan a Matilda, y Matilda no existe. Ha desaparecido de este mundo y no hay nada, más acá o más allá, que la reemplace. No Puede aparecérsele a Juan, ni a Emilia, ni a nadie, porque ha dejado de ser y ya no es.

XXXIV

La conciencia es continua y autoconsciente durante la vigilia, continua durante el sueño. Y en la continuidad de la consciencia despierta hay pausas, que los relatos imitan mediante incisos. Estos incisos reproducen con mayor o menor fortuna, la situación de la conciencia cuando ésta se enfoca directamente a sí misma sin dejar por ello de enfocar, indirectamente también y a la vez, la situación concreta en que se encuentra. Así, Juan Campos ahora está abrazando a su nuera, a Angélica, quien, alternativamente, se asusta y tranquiliza según que el mercurial humor de Juan esta noche se incline a lo inquietante o a lo amable. Angélica se siente, en conjunto, muy asustada y, como es sabido, los asustados se asustan a su vez del propio susto, de tal suerte que el miedo se realimenta constantemente a sí mismo. Pero Angélica también consigue librarse a ratos esta noche del susto que la asusta, apoyándose física y mentalmente en Juan, su suegro. Este segundo momento de Angélica —que es tranquilizador— viene a confirmar, mediante una especie de paradoja cómica, la realzada posición de Angélica ante Juan Campos y, por lo tanto, en la familia Campos. Claro está que es un realzamiento precario puesto que Angélica ha entrado en la familia al casarse con Jacobo: esto significa que hay ciertos límites que Angélica por mucho que profundice su relación con Juan, no podrá traspasar, ni siquiera incestuosamente. Pero Angélica no ha llegado nunca tan lejos, ni siquiera en sus más secretas intenciones. En el fondo Angélica sólo quiere lo mismo que quiso desde un principio al casarse con Jacobo y que Matilda desde un principio le negó: ser alguien especial en la familia y no, como mucho, un apéndice del hijo mayor. Algo de esto ha ido logrando esta última temporada, durante la cual ha sido bien visible, a ojos de Angélica, que Juan se iba inclinando benévolamente hacia ella porque la necesitaba. Angélica ha contado a Juan en varios tonos, con distintas palabras, la situación que su matrimonio con Jacobo atraviesa: se trata de una situación crítica (hay entre ellos una conflictividad más que latente) pero también
light.
No llega ni llegará jamás la sangre al río —ha asegurado repetidamente Angélica—. Pero sin duda la situación, no por llevadera, resulta menos enojosa y, como se dice hoy día, estresante. Todo esto esta noche está presente en Angélica mientras su conciencia salta del susto al alivio y del alivio al susto, como un dolor pulsátil. Juan Campos, a su vez, es consciente ahora de toda esta tumultuosa bobería presente en su nuera, así como también de la halagadora inclinación amorosa que su nuera siente por él. Esta última inclinación es también, en opinión de Juan, una tontería pero es una tontería halagadora. Angélica ha conseguido entretenerle bastante todos estos días. Y ahora Angélica forma parte estructural de la pausa que la despierta conciencia de Juan acaba de abrir en esta cueva esta noche. Nada más abrir la pausa, la conciencia de Juan se ha llenado hasta el borde con Matilda. Matilda llena con su ausencia la conciencia de Juan ahora, como una impedimenta en la espalda de un montañero. La conciencia del peso de Matilda es tan constante e ineludible como la sensación de vaciedad: Matilda no pesa ahora nada en absoluto. Y sin embargo oprime. Es un peso inmaterial. Uno de los efectos que este peso determina en la conciencia de Juan es la variabilidad de su humor: Juan se ha visto llevado en pocas horas durante la última parte de esta noche desde el despropósito, la venada, que le hizo de pronto bajar a esta playa a última hora de la tarde, pasando por la ocurrencia de que Matilda no se le aparece porque es un alma condenada, hasta el deseo de aterrorizar a Angélica, pasando por el deseo de sentirla cerca y de abrazarla para taponar su propio miedo, que es un miedo autoinfligido por la vía de sus propias palabras.

Juan Campos está seguro de que esta absurda noche en esta cueva transcurrirá sin incidentes: mañana temprano, con la primera claridad del alba, reemprenderán los dos el ascenso del sendero del acantilado y de ahí el camino de regreso al Asubio. Cuestión de resistir entre seis y siete horas, quizá menos tiempo. Y esto suponiendo que en el Asubio no se hayan alarmado y no hayan iniciado ya su búsqueda. En este segundo supuesto el tiempo de la sombría cueva podría reducirse a la mitad o menos. El único inconveniente de este segundo supuesto sería —decide Juan Campos— el sentimiento de ridículo que habría de embargarle. Suponiendo que Antonio Vega, acompañado quizá de Fernandito y Emeterio, decidiesen salir en su búsqueda provistos de cuerdas y que vocearan sus nombres según caminan por la cima del acantilado, y suponiendo que los de abajo respondieran y así, con la ayuda de las cuerdas y la luz de las linternas, fueran rescatados, ¿qué explicación podría dar Juan? ¿Qué cara pondría? La explicación más sencilla sería decir: bajamos aquí porque quería enseñarle a Angélica la cueva que tanto recuerda a un paisaje de Patinir, y se nos hizo tarde y no encontramos el camino de vuelta. Nada más sensato que esta explicación: sólo que no salva a Juan Campos del ridículo. ¿Cómo puede alguien distraerse tanto en una vulgar cueva al pie del acantilado como para no consultar el reloj, o darse cuenta simplemente de que en invierno la luz se va en seguida? La razón profunda de esa distracción fue Matilda: fue Matilda quien, con su negativa a aparecérsele provocó la decisión inusual de echarse acantilado abajo a última hora de la tarde. Juan decide que esta explicación es más profunda, pero no menos ridícula que la anterior. Es como si dijera: bajé a la cueva porque veo visiones. Pero Juan Campos no ve visiones: lo característico de su
tempo
biológico y mental es la repetición identificante de lo mismo con distintos nombres o en distintas versiones. Viene a ser como un chusco retorno de lo mismo sin emotividad ni tragedia: lo mismo que padece nombre, nombre, nombre —como dice César Vallejo—. La repetición chusca de lo mismo una y otra vez es, en cuanto teoría, la sabiduría filosófica que Juan Campos cultiva. Yen la práctica, su confortable vida de viudo rico ahora. Y antes su vida de profesor acomodado. Esta tarde, sin embargo, Juan se sintió convulso y puso automáticamente en relación su estado convulso, su agitación, con el recuerdo de su enamoramiento de Matilda con veinticinco años. Matilda, pues, reapareció esta tarde, aunque no en sí misma o por sí misma sino, como quien dice, por persona interpuesta, por mediación de una convulsión personificada. De la misma manera que uno no llega a percibir directamente los acontecimientos de la microfísica, sino que tiene noticia mediata de ellos, con ayuda de sensores y medidores instrumentales, así Matilda no puede ser percibida en sí misma, pero puede llegar a ser notada en la denotación que registra un convulso Juan Campos. Si así fuera podría decirse que, mediatamente al menos, Juan Campos se ha constituido en el lugar de las notaciones o apariciones denotativas de su amada. Sólo que Matilda no es su amada. ¿Fue alguna vez Matilda la amada de Juan? Lo cierto es que Juan fue el amado de Matilda, pero ¿y al revés?

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