Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—¿Decirle qué en concreto, Juan? Que se acabó el duelo, que se acabó Matilda, que queremos tomar nuestra paella en paz, que el muerto al hoyo. ¿Qué es lo que crees tú que hay que decirle a Emilia? Quizá algo todavía más brutal, ¿es eso?
—¡Por favor, chicos, un poco de calma! —exclama Angélica—. Me parece, Antonio, que no has entendido lo que Juan quería decir...
—Quizá no. Perdona —dice Antonio, entre dientes—. Perdona, Juan.
De esto es ésta la primera vez —piensa calmosamente Antonio—. Casi no se reconoce en la brusquedad y aceleración de sus palabras. Antonio Vega no tiene experiencia de la ira, nunca ha reaccionado con ira. Algunas veces Emilia
—y también Matilda— le echaban eso en cara, que nunca reaccionase con ira ni siquiera cuando la ira parecía ser el único sentimiento apropiado ante la injusticia, por ejemplo. En esta ocasión, al oír a Juan, ha palidecido de ira. Acostumbrado como está, sin embargo, a respetar a Juan y a examinar sus propios sentimientos cuando se manifiestan con sospechosa vehemencia, Antonio se siente ahora desconcertado: se siente, de hecho, avergonzado por haberse dejado arrastrar a esa expresión airada que, con seguridad, sólo es una exageración fruto de su malestar ante la situación de Emilia. Lo único, sin embargo, lo más raro, es que lo que Juan
dijo
de acabar de una vez con el duelo por Matilda, lo dijo en el fondo dulcemente: no como alguien dolorido que desea librarse del dolorido sentir, sino como alguien aburrido, que desea cambiar de conversación. Pero el duelo por Matilda, en opinión de Antonio, no es un asunto, o una conversación, que pueda cambiarse a voluntad si nos aburre: a Antonio le parece que ese duelo es parte integrante de la experiencia de la muerte y lo grave de la experiencia de la muerte, de la muerte ajena en especial es que se constituye en nosotros como una responsabilidad ineludible. De un modo que no puede analizar conceptualmente, Antonio siente que todos en esta casa, Juan en primer lugar, pero también los tres hijos de Matilda Y Juan, y por supuesto, Emilia y el propio Antonio, son responsables de la muerte de Matilda. Antonio, por supuesto, comprende que la noción de responsabilidad en este caso está un poco traída por los pelos: nadie, ni siquiera la propia Matilda, fue responsable directo de su muerte: la causa de la muerte de Matilda fue su cáncer mortal y un cáncer es un trastorno cuantitativo, un trastorno fisiológico anónimo, que afecta al individuo en cuanto cantidad individual y que funciona en términos de necesidad biológica. ¿Qué quiere decir entonces Antonio, o qué siente, al sentirse responsable de la muerte de Matilda? Antonio cree que sólo Emilia en su extremado e incluso absurdo dolor por la muerte de su amiga está siendo fiel a esta misteriosa idea de que cada cual es responsable de la muerte de su prójimo, en el sentido, al menos, de que no puede serle indiferente. Antonio vuelve a reformular todo este galimatías una vez más: es como si volviera a reescribir una redacción escolar toda entera otra vez desde el principio: no puede serme indiferente la muerte de Matilda: esto significa que debo permanecer ante esa muerte como ante una herida incurable, así permanece Emilia. Juan, en cambio, el marido de Matilda, el hombre a quien Matilda amó tantísimo, acaba de declarar que es necesario que todos en esta casa seamos programáticamente indiferentes ante esta muerte, ante este duelo: esto no puede ser aceptado. El problema ahora es que Antonio Vega no está en condiciones de analizar esta declaración con calma. Ahora vive inmerso en un mundo afectivo que se centra enteramente en el sufrimiento de Emilia, en ese duelo particular de Emilia y no está en condiciones de operar con conceptos. Sólo siente un intenso, airado rechazo de la recomendación que Juan ha hecho hace un momento, acabar con el duelo.
De alguna manera el almuerzo ha terminado. Antonio recoge los platos. Juan y Angélica salen a dar un paseo. Hay una fría luz de primeras horas de la tarde en el aire, una claridad neutral, aséptica, sensata. Antonio tiene la sensación de que la realidad entera está a punto de desmoronar- se. Deja los platos en la pila de la cocina sin lavar. Y regresa a su lado de la casa deseando volver a ver a Emilia. Emilia está viendo la televisión con los ojos entrecerrados. Se diría que está dando una cabezada. Pero no está dormida, porque abre los ojos de par en par cuando Antonio se sienta junto a ella. Antonio la acaricia y dice:
—Ya se acabó el almuerzo, ahora tenemos la tarde para nosotros dos.
Juan y Angélica se encaminan cogidos de la mano hacia los acantilados y el mar. Ahí está el mar: ahí está, ahí abajo el reverberante mar Cantábrico, inmerso en su inverniza luz gris acero, gris plomo, como un barco de guerra. El aire es limpio y libre.
Del aire es la soledad
—escribió Jorge Guillén—. Murió en nosotros. Te quiero. Juan Campos ha recordado estos versos de Guillén de pronto, al ver la soledad del aire extendida por el talud oblicuo del vigoroso mar Cantábrico, hacia el norte, hacia el mar del Norte, las islas Británicas, todo el romanticismo marinero del mar, en las yemas de los dedos del aire. Del aire es la soledad. Matilda murió en nosotros —piensa Juan— pero yo no la quiero: este no querer a Matilda se ha vuelto una manera de ser. Y Matilda no me quiere a mí —vuelve a pensar Juan Campos—. Matilda no le quiere a él, porque rehúsa aparecérsele. Mi amante se ha convertido en un fantasma, yo soy el lugar de sus apariciones. Matilda se ha convertido en un fantasma pero yo no soy el lugar de sus apariciones. Matilda me rechaza y no se me aparece aunque la evoque. Luego, la detesto, la aborrezco y no la quiero. Que se vaya, muerta, con la puta Emilia, a quien amó, sin reconocerlo ante sí misma, infinita mente mas que a mi.
Juan Campos no se encuentra esta tarde bien del todo. Se encuentra más agitado que otras veces, casi convulso.
No había vuelto a sentirse así desde su juventud. Cuando irrumpió en su vida, tan abruptamente en el bar de la Facultad de Filosofía de la Complutense, Matilda, tan insigne, tan sin número, tan activamente enamorándole que daba casi hasta vergüenza ajena, desde entonces nunca Juan Campos se ha sentido tan convulso como ahora, nunca había sido amado: había tonteado con las chicas, y las chicas con él: aquella bobería de las semiatracciones, los semirrechazos, medioamores, tan insulso todo, tan insustancial, tan frío: cuando apareció Matilda y se coló en su vida, como dicen que se cuela un virus, la convulsión resultaba insoportable: fue insoportable desear ser deseado por Matilda Turpin, sentirse desnudado, ereccionado como un chaval de dieciséis que se corre solo y no echa luego a lavar el calzoncillo. El delicioso amor, el dulce amor. Ya no se es a los veinticinco un crío, ni a los veinte, sólo si se es un chico listo, un incipiente intelectual, como Juan Campos era, con la concupiscencia de la carne reducida más o menos a un pajote, la experiencia de la convulsión ante el amor se te da como el chorro de una manga de riego en plena cara, que te tira hacia atrás sin refrescarte, duro como un palo en las costillas, como una patada en los cojones, como un insulto merecido... Esta tarde convulsa Juan se aferra a la insulsa mano de su nuera para deshacer la sensación de desequilibrio y de malestar que le embarga. ¿Todo esto a qué viene? Desde el punto de vista de la experiencia del duelo por la muerte de Matilda Turpin cuya cesación ha Juan Campos decretado hace un rato en el almuerzo, esta convulsión renovada es anacrónica. Si amara a Matilda todavía, si Matilda aún le amara, ¿cómo no había de aparecérsele ahora que la invoca? Aprieta sin fijarse la mano derecha de su nuera, acaricia el anillo de oro de su nuera como quien saluda a un fiel partidario en un mitin. Angélica está, sin duda, de su parte. Angélica es la gran frontera entre el más acá y el más allá. Sin saberlo, Angélica expulsará a Matilda de la memoria aérea donde reside ahora como un cuerpo glorioso. ¡Ea, mira por dónde resucita santo Tomás de Aquino!
Buminatos habere oculos cordis vestri: tened iluminados los ojos de vuestro corazón. Juan
Campos tiene iluminados los ojos de su corazón ahora: de aquí se sigue este convulso estado en que se encuentra. ¿Estará a punto de convenirse en el lugar de las apariciones de su esposa? ¿Y por qué está convulso? Nuestras emociones no atinan. Hay que tener esto en cuenta:
que los seres humanos somos esencialmente buscadores y halladores de sustitutos. Ni siquiera en el deseo sexual la especificación por razón del objeto es tan firme y definitiva que no pueda un buen día (por un rato, o por una temporada) cambiar un objeto por otro. Tiene razón Nietzsche:
el hombre es el animal no fijado.
La fijación amorosa de Juan por su mujer fue absoluta: fue un fuerte apego, tuvo que ser apego casi más que acción voluntaria porque Juan en esa relación fue, desde un principio, pasivo. Fue Matilda quien desempeñó el papel activo, quien le reclamó, quien le dejó ir, como se echa hilo a la corneta o como dejan los pescadores irse a los grandes peces una vez tragado el firme anzuelo hasta cansarlos. Matilda fue quien le retuvo, quien hizo que se sintiera como Dios acostándose con ella. Matilda fue quien le sostuvo no sólo física, sino también metafóricamente erecto, a lo largo de sus primeros dieciocho años de vida conyugal continuada. Y luego Matilda le dejó. No le traicionó, no se fue con otro ni con otra, volvió con regularidad a casa, pagó con creces en la segunda parte de su vida de casada el débito conyugal —siguió gustándole hacer el amor con Juan entre negocio y negocio, entre viaje y viaje—. ¿Qué más puede pedirse? Pero hubo en el fondo un punto de traición, ¿o no?, ¡claro, claro que hubo una traición involuntaria de Matilda Turpin! Lo que en una mujer más del montón hubiera podido calificarse de simple aflojamiento, apagamiento por razón de los años o de la costumbre, o de la innata pasividad de la mujer-mujer que se queda en casa con la pata quebrada tan a gusto, no tenía aplicación en el caso de Matilda, que era toda agilidad y lucidez y claridad y acción. Antes incluso de ser cuerpo glorioso (Juan ha decidido aplicarse a sí mismo, aunque, como buen agnóstico sólo a título poético la medicación teológica que recomendó para Emilia), antes incluso de enfermar de cáncer, antes de meterse en los negocios, siempre, desde que Juan Campos alcanza a recordarla, participó Matilda de las condiciones de los bienaventurados resucitados: impasibilidad sutileza, agilidad claridad.
Todo lo anterior ha acelerado a Juan hasta tal punto que, no obstante la estrechez y anfractuosidad del sendero del acantilado, camina a zancadas, soltándose de la mano de su nuera y dejándola atrás y casi sin resuello. Dice mucho en favor de la devoción con que Angélica acompaña en estos paseos a su suegro el que todo lo largo de la caminata no haya dicho oste ni moste. Ni tampoco ha pensado nada ni sentido nada: se ha sentido y se siente transportada —primero por la mano y luego por la fuerza inmaterial de Juan— a una conclusión que se avecina y a la vez no se avecina, o que como los secos nublados de agosto en Castilla relampaguean pedregosamente como bombas de ruido sin derramar lágrima alguna. Todo es emoción ahora en el alma de Angélica, seca emoción relampagueante que en este ambiente montañés tan semejante a ratos al paisaje de
Cumbres borrascosas
a la fuerza ha de acabar a gritos. Pero no será Angélica quien grite, pase lo que pase ¡no gritará en primer lugar Angélica! Juan se ha detenido ahora, sudoroso. Ahora es hora de bajar bien hacia el valle en dirección a Lobreña, bien verticalmente a una playuca empequeñecida por las oscuras zarzas y los farallones, que no llega a cubrir la marea alta y que ahora, a marea baja, resplandece oscura antesala de cuévanos geotectónicos. Sin saber por qué, Juan, tras su breve pausa y sin volverse en dirección de Angélica, ha comenzado, con torpeza, a descender hacia la playa que resplandece, virginal, abajo, con el recogimiento invernal de los desiertos, iluminada por una luz verdosa como un paisaje de Patinir, real y surreal al mismo tiempo. Con gran agilidad Angélica sigue a su suegro, quien, por cierto, acaba de caerse de culo y resbalar así tres metros. Horrorizada ha exclamado Angélica: ¡Por Dios, Juan! Y Juan se ha vuelto, con esa gallardía difusa de quien acaba de darse una culada, y ha exclamado sin volverse: ¡Tranquila, chica, va todo bien!
Juan está a punto de alcanzar ya la playa de Patinir: acaba de acordarse del siguiente latín (la elefantiásica memoria de Juan Campos nunca jamás le deja mal):
sed hoc interest inter sanctos et damnatos, quod sancti, cum voluerint, apparere possunt viventibus: non autem damnati: mas entre los santos y los condenados hay esta diferencia: que los santos aparecen a los vivos cuando quieren y los condenados no.
Angélica y Juan están ya en la playa. Angélica se descalza, Y Juan dice:
—¿Sabes, Angélica, por qué Matilda no se me aparece? Porque es un alma condenada, por eso no se me aparece.
—Pero, Juan, ¡qué cosas dices! Tú no crees nada de eso
—exclama Angélica.
Es media tarde, aún hay luz. Es un poniente anaranjado, alimonado, entre nimbos azules. El lugar en que se encuentran, bien puede haber inspirado el san Jerónimo de Patinir. Una cueva al pie de grandes masas rocosas color gris y, alrededor, cuevas más pequeñas cubiertas de zarzas. Hace frío ahí abajo. La playa entera —aún a bajamar, aunque está subiendo la marea— tiene un aspecto desolado. Intimo y desolado, como un recuerdo inasimilable. Hay Una nítida sensación de frío y una nítida sensación de relieve, volúmenes confusos y móviles, como una decoración teatral. Y hay el ronco ir y venir del oleaje, cuya espuma blanquea en el atardecer, como una gran lengua. Hay una humedad salitrosa, envolvente. Una vez abajo, los dos han deambulado por la playa, un poco como quien no sabe bien qué hay que hacer en un escenario desconocido. El más indeciso parece ser Juan, quien, sin embargo, fue quien tuvo la ocurrencia de bajar —un tanto incomprensible, en opinión de Angélica—. Ahora los dos avanzan hacia la cueva más grande y se sientan en la fina arena del interior, aparentemente nunca alcanzada por la marea. Ese interior les oculta el cielo y les ocultaría de la mirada de cualquiera que paseara por el sendero del acantilado. Delante tienen el enigmático talud del mar anochecido y la playa circular, como un pequeño anfiteatro.
—Lo que dijiste antes de Matilda, ¿lo dijiste en serio?
—pregunta Angélica.
—No. Estaba bromeando.
—¿Ah, sí? Pues no lo parecía. Lo dijiste muy serio. Como silo creyeses. Yo creo que lo crees, Juan.