La fortuna de Matilda Turpin (21 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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es natural que sea agresivo con su padre: ya lo han hablado, además. Pero es evidente, por otra parte, que en estos días el ensimismamiento de Juan Campos se ha levantado. Tiene un aspecto más soleado, que casa con la bonhomía de la nuera. Antonio los ha visto varias veces paseando por delante de la casa y por los acantilados.

Una enseñanza de Juan Campos fue ésta: piensa bien y acertarás. Veintitantos años atrás, cuando empezaron, esta enseñanza fascinó a Antonio Vega, que procedía de una familia alegre y trabajadora, enemiga de los cuentos. Ser cuentera era lo peor que la madre de Antonio podía decir de cualquier otra mujer. Tú estate a lo tuyo —decía su madre—. Y la frase de Juan Campos tenía el encanto de repetir, amplificada éticamente la idea de su madre. Contradecir el célebre refrán castellano, le pareció un lema ético de primera magnitud. Por eso, pensar mal ahora, o medio mal, por más que las insinuaciones de Fernandito parezcan verse Confirmadas por los paseos pitongos de Angélica y su suegro por el jardín y los acantilados, le parece inverosímil. Inverosímil verse sospechando así, e inverosímil lo sospechado mismo, la absurda atracción entre estos dos. Podría, además, ser una atracción inocente. ¿Por qué pensar en una atracCiÓn erótica? Muy bien podría ocurrir —medita elaboradamente Antonio Vega— que con Angélica se sienta Juan más desahogado a estas alturas que con Fernandito o con Emilia o con Antonio. Al fin y al cabo, Angélica nunca participó en la vida familiar en vida de Matilda. Y este sencillo dato sirve para explicar que ahora Juan y Angélica, al no tener tanto y tan grave en común como los demás, tengan en común el simple futuro inmediato, el placer de hablar del tiempo o de cualquier otra cosa que no evoque ni a Matilda, ni el duelo por Matilda, que se vive en el Asubio. Esta reflexión tranquiliza a Antonio Vega.

En el comedor se toma el café ahora. Éste era un momento divertido en tiempos de Matilda, cuando estaban todos. Los chicos —y a veces los mayores también— cambiaban de asiento, se hacían corros. Se hacían planes para la tarde, para el día siguiente. Ahora todo sucede mucho más despacio. No están todos, faltan los dos mayores, falta Matilda. De hecho, tomar café últimamente es una costumbre que se ha preservado reducida. Emilia sirve el café, excelente café. El poder de la costumbre se apodera una vez más de todos. Antonio detecta sólo la lentificación de este proceso (que, paradójicamente dura mucho más tiempo, abreviado, de lo que duraba, dilatado, años atrás) y también advierte la modificación, estos últimos días, del miniproceso de la relación entre Angélica Y Juan. Parece imposible que aparezcan tantos hiatos en un espacio tan reducido. Entre Juan y Angélica, por un lado, y Fernando, Antonio y Emilia, por otro, hay un vacío, subvaciado a su vez por otro vacío que se extiende entre la pareja de Emilia y Antonio y Fernandito. Pero la distancia que separa a Fernando de ellos dos —piensa Antonio— es más somera y menos profunda que la distancia que les separa a los tres del suegro y la nuera. A su vez, en torno a Emilia, se tiende el descorazonador hueco de la ausencia de Matilda que, no obstante el cariño de Antonio y el correspondido cariño de Emilia, ninguno de los dos parecen ser capaces de cerrar por el momento. Lo más característico de estos sistemas de oquedades es que Juan y Angélica sonríen. Angélica parlotea mucho (tanto como siempre, en esto no hay novedad) y Juan parece entretenerse con lo que Angélica le cuenta o le pregunta. Acaba de preguntarle si cree que un pueblo que pierde su metafísica está más perdido que si pierde sus reservas de oro. Juan Campos ha sonreído casi estrepitosamente, en opinión de Antonio, al responder:

—Qué preguntas antiguas se te ocurren, Angélica! Metafísica y reservas de oro. Son problemas zubirianos, diría yo, son preguntas que no se hacen ya. La metafísica no se lleva ya, ni el oro. ¡Ahora nos conformamos todos con bisuta!

—Ahora os conformáis todos con historias, ¿no, papá?

—intercala Fernandito velozmente—. ¿Te referías a eso con bisuta? Historias, biografías, autobiografías, diarios, dietarios, memorias públicas y privadas. ¿Estás escribiendo tus memorias tú, papá? Angélica, que es una chica guay, ducha en Internet y en
pecés,
te sería de gran ayuda, ¿a que sí, Angélica?

—Ah, me encantaría!

—Lo ves, papá? ¡Sin moverte de tu Asubio acabo de encontrarte secretaria...!

—No, yo no soy memorialista. Ni me interesa nada mi autobiografía.
The past is past.

—Ah, sí? —Fernandito se ruboriza de placer, piensa Antonio. Ahí está elegantemente sentado de lado en su silla del comedor, un brazo sobre el respaldo, el izquierdo, Sosteniendo un pitillo con la mano derecha, resplandece Oscurecido, ondulante, como el cuerpo de un joven buceador bajo el agua—. Seguro que te acuerdas de lo que Zubiri decía, Javier Zubiri, tu maestro, me refiero.

—No fue mi maestro Zubiri, pero bueno, ¿qué decía?

—Pues decía que el truco, o lo que él llamaba la esencia de las biografias, era hacer ver cómo se las arreglaba alguien para encontrar la manera de ser siempre el mismo no siendo nunca lo mismo... talmente tu caso, ¿a que sí?

Juan Campos sonríe una vez más y contempla, ladeada la cabeza, a Fernando. Antonio, que les observa a los dos, se siente inquieto sin saber por qué. Se siente Antonio ridículo, además. ¿A qué viene este miedo infantil a que un padre y un hijo —cuyo único problema hasta la fecha ha sido no relacionarse o hablar con fluidez de sus cosas— charlen de sus cosas? Al fin y al cabo, todo indica que va a tratarse de una conversación de cierta altura, que no implicará verosímilmente el menor derramamiento de sangre. La verosimilitud no es, sin embargo, un sentimiento de Antonio estos últimos tiempos: tanto por el lado del malestar de Emilia como por el lado de los Campos, un sentimiento de familiaridad irreconocible, de terror familiar, de inverosimilitud agresiva le invade de continuo. Así que observa o, más aún, espía al padre y al hijo en este parloteo filosófico de sobremesa, como silo inverosímil fuera a presentarse de pronto en carne y hueso, irreductible y trágico, en este soleado comedor del Asubio.

—A mí me parece —interviene Angélica— que eso que dices de Zubiri es muy profundo Fernando, muy profundo.

—Angélica ha repetido la expresión «muy profundo» con el gesto de quien saborea una tartaleta de merengue y limón—. Y también me parece que es verdad que talmente a tu padre le refleja, yo diría que al dedillo. Siempre Juan ha sido a la vez la misma persona inteligente y encantadora y siempre en busca de nuevos horizontes, buscando la verdad por todas partes...

—¡Bravo, Angélica! Papá el degustador de la verdad. Espléndido.

Antonio Vega observa una blanda variación en la dirección de la mirada de Juan: contempla a su hijo, entrecelTan do los ojos, como si se hallara muy lejos. Y, al hablar, vuelve ligeramente la cabeza hacia Angélica con el tono de voz de quien hace una confidencia:

—También tú, Angélica, percibes una cierta hostilidad en los comentarios de mi hijo Fernando?

—Cómo también yo? Yo no percibo hostilidad, Juan. No, ninguna —contesta Angélica con viveza.

—Yo en cambio sí percibo una cierta hostilidad en las palabras de mi hijo, un plus de hostilidad inmerecido, un retintín hostil. No sé si por no haber sido yo un Zubiri, o por no haber escrito mi autobiografía, o mis memorias, o quién sabe qué. Quizá mi buen hijo Fernando pone en tela de juicio mi competencia filosófica ahora. Yo mismo he puesto en parte en duda mi competencia filosófica... Siempre.

Fernando contempla a su padre guasonamente, encantado del giro que está tomando la conversación. Angélica vuelve el rostro alternativamente a uno y a otro: Antonio piensa que Angélica no sabe de qué hablan. No es una situación agradable. Ninguno de los dos, ni el padre ni el hijo, van a agredirse directamente: se mantendrán en este terreno semineutral de las puntadas hasta que uno de los dos, o los dos a la vez, se cansen y lo dejen. Antonio cree, además, que la circunstancia de haberse puesto en comunicación verbal padre e hijo a esta hora del café y en presencia de todos los demás significa que para ambos cualquier comunicación seria, profunda o privada es ya imposible. Aislados los dos juntos no tienen nada que decirse, pero pueden agredirse en público, batirse en público, desazonadoramente.

—Lo más curioso de mi padre, Angélica —Fernandito habla ahora en la dirección de Angélica pero un poco como si hablara a un público más amplio, compuesto únicamente por Antonio, puesto que Emilia acaba de retirarse—, es que se ha vuelto inaccesible como quien pone el parche antes de la herida. Nadie ha tratado nunca de acceder a él. Pero él se vuelve inaccesible por si acaso. Y esto es curioso. No es como si, agobiado por las demandas de todos, como el protagonista del poema de Kipling:
todos le reclaman, ninguno le precisa,
mi padre se aislara en una torre de marfil agobiado de responsabilidades se ha refugiado en una torre de marfil antes de verse agobiado por ninguna responsabilidad: el aislamiento y la voluntad de encastillamiento precedió a la demanda que se le hacía. No hubo demanda, no tuvo la menor responsabilidad todo el mundo le dejó en paz siempre, pero he aquí que mi padre, por si acaso, se encastilló en una torre de marfil y se volvió, por si acaso, inaccesible. ¿No es esto fascinante?

Juan Campos sonríe. Y Antonio Vega —asombrado por la violencia y malicia de la descripción de Fernandito (que, de pronto por cierto, le parece certera) — aparta la vista de la escena y, sin moverse de su sitio, espera recogido el desenlace de esta situación. ¿Se defenderá Juan? ¿Tendría derecho o sentido que se diera por ofendido? ¿Dejará pasar esta obvia agresión de su hijo para continuar amablemente dando conversación a Angélica? Es evidente, en opinión de Antonio, que Angélica no entiende qué está pasando entre los dos. Pero a la vez es evidente —y esto es una nota cómica— que Angélica se siente llamada a tomar parte en este asunto, este debate, sea el que sea, sea como sea. Y así, en efecto, interviene:

—Yo no creo, Fernando, que Juan se haya encastillado en una torre de marfil o, mejor dicho, creo que sí se ha encastillado en una torre de marfil porque la crisis del siglo veinte no nos da a ninguno ninguna otra alternativa!

—¡Bravo, Angélica! —exclama Fernando batiendo estrepitosamentepalmas.

Juan Campos se levanta de su asiento. Sonríe. Se dirige a Antonio, que aún permanece sentado, con un ademán suave, convaleciente:

—Ya ves, Antonio, cómo están las cosas! ¡Me retiraré ahora mismo a la torre de marfil de mi despacho en vista de lo visto!

Juan Campos se retira. Angélica se levanta y va tras él. Los dos entran en el despacho y cierran la puerta. Fernandito y Antonio se contemplan a través de la mesa en silencio.

—Ya has colocado a tu padre donde querías, ¿verdad que sí? —comenta Antonio.

—Pues, francamente, no lo sé. Es verdad que es inaccesible, pero a fuerza de indiferencia: le da todo lo mismo. Por eso es inaccesible.

—Te has propuesto, quizá, mejorar la vida de tu padre a estas alturas o mejorar vuestra relación a base de tomarle el pelo?

—Ah, tú crees entonces que le estoy tomando el pelo?

—La verdad es que sí, creo que estás resentido contra él y te aprovechas de la ingenuidad de Angélica para tomarles el pelo a los dos. Te divierte que tu padre no pueda no darse por aludido y a la vez que Angélica no sepa de qué hablas. Tendría gracia si no fuera, a estas alturas de la vida de todos nosotros, un juego melancólico.

—Bueno, Antonio, acepto lo que tú quieras decirme. Lo que viene de ti lo acepto siempre. Pero es un hecho que esos dos, mi padre y Angélica, se viven como un roto para un descosido ahora mismo. A saber quién de los dos se considera descosido o roto. En cualquier caso son tal para cual. Y se han enamorado, o creen que se han enamorado. ¡Yyo he decidido darles caña, porque se la merecen y también porque no tengo mejor cosa que hacer...!

—Has dejado tu empleo?

—Y por qué no? No necesito vivir de un sueldo. Y hay una deuda que pagar aquí. ¿No crees que hay una deuda que pagar aquí, Antonio?

—No lo sé. ¿Qué deuda? ¿Quién tiene que pagar una deuda y a quién?

—Mi padre está en deuda con todos nosotros. Con vosotros dos para empezar, con Emilia y contigo. Y después conmigo. Es una deuda, la mía al menos, con la que mi padre no contaba, porque se ha considerado siempre un hombre perfecto, un santo laico, un impostor que cree su propia impostura. Pero yo demostraré, se lo demostraré a él mismo, que su vida es una gran mentira...

—Y valdrá la pena, Fernandito? ¿Crees tú que vale la pena a estas alturas enfrentarte a tu padre para descubrir que es un impostor? ¿Y si estás confundido? ¿Y si, por lo que sea, te has puesto contra él y es contra ti mismo contra quien te enfrentas?

—Dará igual, Antonio. La verdad nos hará libres. Una cierta verdad, al menos, que no se ha dicho nunca en esta casa.

Ya es de noche. Emeterio ha ido a buscar a Fernando y se han ido juntos en el coche. Antonio se ha retirado temprano a su lado de la casa. Ha pasado la tarde viendo la televisión sin enterarse de nada. Emilia, con ayuda de las chicas, ha recogido la casa, el comedor, la cocina, y se ha sentado junto a él. Está como dormida. Hacia las ocho de la tarde, Antonio ha hecho una tortilla a la francesa y calentado un poco de caldo. Emilia ha tomado algo de caldo. Lo desolador no es nada que suceda entre ellos, están bien juntos. Emilia sonríe con frecuencia cuando está a solas con Antonio, aunque a Antonio le parece que es una sonrisa triste, más preocupante incluso que la seriedad. Es de suponer que allá en el despacho, al otro lado de la casa, hablan de filosofía y de la vida animadamente Angélica y Juan. Antonio ha decidido considerar esa relación como un
flirt
insustancial, una distracción que aliviará, quizá, la murria crónica de Juan Campos. Cuando por fin se acuestan, Antonio se queda en seguida dormido. Se despierta sobresaltado al cabo de una hora. Encuentra a Emilia a su lado, sentada en la cama, con los ojos abiertos. Habla en voz muy baja, como han hablado tantas veces, en la cama, por las noches, a lo largo de los años:

—Sabes, Antonio? Matilda quería que les cuidáramos a todos. A Juan, a los niños. Quería que nosotros, tú y yo, ocupáramos su lugar cuando faltara ella. Y yo dije:
Pero es que no vamos a poder ¿Cómo vamos a ocupar tu lugar nosotros dos? Aunque queramos no podremos.
Y Matilda dijo: Si queréis, podéis. Y estoy segura de que queréis. Porque yo no hice las cosas bien. Me equivoqué Yo no la entendía y le dije: ¿En qué te equivocaste? No te equivocaste. Yo contaba con vivir, Contestó Matilda, mucho tiempo, muchísimo más tiempo, tanto como Juan y entonces arreglarlo. Ocuparme de todos entonces. Pero no me dio tiempo. Y ahora ya no puedo. Estaba tan contenta al principio, eso dijo. Que estaba muy contenta cuando nos pusimos las dos a los negocios. Yo también estaba muy contenta. Ya no se podía pensar después en otra cosa. Entonces se declaró la enfermedad de golpe. Y ahora ya no hay tiempo porque Matilda ya no está...

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