Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
Juan Campos recuerda, esta noche interior del Asubio, el estremecimiento de entonces, como si el viento exterior, un turbión cantábrico, hubiese abierto de par en par una contraventana de la sala: ¡el orgullo que sintió de estar casado con aquella criatura exótica, elegante, ingeniosa, mordaz y compasiva al mismo tiempo! La amaba. Cuesta creerlo ahora —piensa Juan Campos—, pero tal vez con ocasión de aquellas cenas de matrimonios académicos, que se celebraban con una periodicidad mensual, sintióque amaba a Matilda sin reservas, que amaba él más, mucho más, de lo que él mismo era amado. No me elegiste tú a mí, sino que te elegí yo a ti, Matilda —pensó entonces—. Y vuelve a rumiar melancólicamente ahora, sabiendo que eso después no fue verdad. Nada fue verdad. Que nada fuera verdad es el fundamento de su presente melancolía, cronificada melancolía de superviviente, de impostor. Soy un impostor, fui un impostor. ¡Qué pobres los conceptos! Si no estuviera agotado —piensa Juan Campos—, si no fuera ahora lo que he llegado a ser: el incapaz de proferir o proferirse, esta simple frase
soy un impostor,
requeriría una explicitación de mil folios. Esta coquetería de los mil folios le entretiene por un instante: porque le cuesta fijar la atención en lo que ocurrió en la Matilda de entonces, sofocada por la Matilda inconvocable de ahora, la fantasmal Matilda omnipresente que rehúsa toda presentación emocional, toda presencia salvo la instantánea presencia cruel de sus lacerantes apariciones y desapariciones. Echa de menos a Antonio Vega. Ahí se detiene y ahí, en Antonio Vega, se tranquiliza durante un buen rato. Mañana le contará todo esto a Antonio Vega. Antonio sabrá terminar esta historia inacabada, este relato de cristales rotos que se clavan en la carne de la conciencia como espejos. Matilda era hermosa. Las esposas de los catedráticos obtusas y perspicaces, garduñas, lo supieron desde el primer momento y la adoraron desde el primer momento con su sencillez de corazón pueblerina Y Juan se contempló en aquel espejo maravilloso de la adoración que su mujer inspiraba en las esposas de los catedráticos Porque sabía inglés y francés, porque sabía qué traje de tarde era el traje de tarde apropiado, porque sus largos dedos de uñas pulimentadas recordaban los guijarros de los veloces regatos de montaña, porque era inaccesible cuanto más accesible. Y que Matilda, al salir, se riera de ellas, era parte de la inocencia afectuosa y maliciosa de Matilda: una combinación perturbadora que hizo que Juan Campos, de joven, creyera que el amante era él y no el amado. Y el caso es que Matilda —incluso con su brillante título de Económicas— sabía mucho menos que las esposas de los catedráticos, que eran todas licenciadas en esto y en aquello.
Sólo catan con inmaturo espíritu mil cosas altas
—Juan recuerda esta noche que cuando hizo esta referencia a Píndaro, Matilda discutió con él furiosamente—: recuerda la furia de Matilda, su ingenuidad furiosa, pero no recuerda el contenido de la discusión. Y, sin embargo, eran incompatibles. El problema fue siempre lo contrario de lo que parecía: no que Matilda no se adaptara a las esposas del claustro, sino que las esposas del claustro no se adaptaban a Matilda: sentían demasiada curiosidad por ella: la encontraban demasiado guapa y demasiado elegante y demasiado inteligente: la admiraban y su admiración era una barrera infranqueable. Y Matilda se dedicó seriamente a sus hijos aquellos años, y también se dedicó a Juan Campos porque le amaba: que sea esto la piedra de escándalo, la contradicción de este relato: Matilda Turpin nunca dejó de amar a Juan Campos. Ni cuando estuvo con él ni cuando se alejó de él: siempre le amó apasionadamente e hizo todas las cosas que los amantes apasionados y hasta suicidas, hacen por el amor de quienes aman. La vida de Matilda durante los primeros dieciocho años de matrimonio fue lisa y llana, clara como un mapa escolar, con todas las provincias en colores y los ríos color agua y los montes color brezo.
¿Cuánto tiempo son 18 años? Todo el mundo sabe que el tiempo cronológico y el psicológico no coinciden. Visto desde el final, aquel período matrimonial de Juan y Matilda pareció visto y no visto. De pronto el hijo menor, Fernandito, tenía trece años y galleaba en el patio del colegio y en casa. Visto desde dentro, pareció una eternidad. Pareció la felicidad. Y lo fue. Fueron años felices. Esa felicidad, por supuesto, era o fue una totalidad que, al recontarse, sólo puede verse por lados. Y hubo dos grandes lados: el lado de los niños que crecían y el lado del desarrollo dual de dos proyectos vitales, el de Matilda y el de Juan, que funcionaban al unísono. Es una obviedad decir que una pareja son dos y que, por mucho que se quieran, son estrictamente distintos entre sí. De aquí que, de acuerdo con las costumbres, el proyecto central de la pareja fue el proyecto de Juan: estudiar, escribir y enseñar filosofía. Los intereses profesionales de Matilda, su fascinación por la actividad económica que había heredado, junto con la fortuna de su padre y los amigos de su padre, quedaron en suspensión, aunque no desactivados. Por un tiempo, mientras los niños crecían morosamente (convirtiendo cada festividad y cada tarde de domingo y casi cada tarde de la semana en un laberinto, un verde prado también, de síes y de noes, intensos como amapolas y tan fugaces como las amapolas mismas), Juan Campos, con Matilda en casa, ayudada por Emilia y Antonio y la cocinera y la doncella, pudo cerrarse en el despacho y preparar sus clases, leer sus libros de filosofía alemana, aparecer al final de la tarde, benévolo y tranquilizador y remoto y a salvo del ruido que, a medida que los niños crecían, iba haciéndose más intenso, porque sábados y domingos cada niño aportaba un mínimo de dos o tres compañeros del cole. Juan Campos no fue nunca un Luis Felipe Vivanco: jamás sintió lo equivalente a
con mi niñita nueva entre los brazos salgo
a la primavera, jamás exclamó: ¡Oh tiempo de las niñas jugando a sus casitas / tiempo de los maíces y el camino encharcado! La paternidad no fue un sentimiento claro y distinto para Juan, de la misma manera que la maternidad no lo fue para Matilda. La diferencia consistió en que Matilda tuvo que ocuparse de los niños y Juan pudo eludirlos sin aparente merma del gratuito prestigio paternal que los niños conceden al padre, haga lo que haga. Y los niños, cuya nurtura aburría ligeramente a Matilda, tenían, en lo especulativo, algunas compensaciones para Juan y también para Matilda: cabía discutirlos, en el dormitorio conyugal o a las horas de las siestas, desde la perspectiva de una ideal paideia. Así, las preguntas de los niños resultaban dulcemente inquietantes y agudamente inquisitivas también: ¿la muerte de la tía Manolita y la muerte del vencejo que encontraron el verano pasado al pie de un muro en el Asubio eran muerte lo mismo? Que un difunto vencejo, una vez fallecido y reseco e invadido de hormigas, se hubiera, eso no obstante, ido últimamente al cielo resultaba verosímil, porque parecían los vencejos provenir del cielo y desaparecer por temporadas en el cielo, e irse y venirse constantemente de su agujero del muro al cielo, chillando exaltados, abrazados al aire con el maravilloso semicírculo de sus fuertes alas negras. Pero ¿y la tía Manolita, que no era a todas luces celestial? ¿Cómo iba a irse al cielo después de muerta si, incluso en vida, no se movía del sillón, aquella gotosa hermana mayor del padre de Juan Campos? No parecía el cielo, en modo alguno, un lugar confortable o habitable para las tías-abuelas. ¿Venían los niños de París? ¿Venían de París ya vestidos con sus zapatitos y todo? La inspección y discusión de bebés fue asunto de gran importancia en casa de los Campos hasta los seis años o siete de Fernandito, cuando ya Andrea y Jacobo estaban al cabo de la calle, pero aún Fernandito quería saber si los niños venían al mundo con Dodotis, o cómo. ¿Y los Reyes Magos? ¿Había que mentirles —si es que eran mentiras— a los niños? Había que decirles la verdad. Había que contársela. Y Matilda y Juan descubrieron, fascinados, que el gran contador de verdades, entresacándolas de las mentiras, no era ninguno de ellos dos, sino Antonio Vega, que llegó a inventar un cielo común supracelestial para los vencejos y tía Manolita, un cielo afirmativo, tan fuerte y vehemente, más vehemente que la luz del sol, donde ya en vida habitaban a la par vencejos y personas, el cielo de la alegría de vivir. Esto, por supuesto, incluía un punto fatal, empíricamente verificable por los niños, a saber: que el descarnado vencejo, pasto de las hormigas, hallado al pie del muro en el Asubio, no se alegraba de vivir y no parecía vivir, y estaba muerto. Pero Antonio tenía un arte raquero, de antiguo pícaro, para soslayar las dificultades distrayendo la atención. Antonio Vega, que no tenía principios, tenía en cambio, pedagógicamente hablando, clarísimos fines: había que vivir con entusiasmo y devoción el día a día, y en esto Matilda se parecía más a Antonio que Juan.
Tanto en las reuniones del claustro, como en las cenas o cócteles del lado de Matilda, había las otras parejas coetáneas de Juan y de Matilda, que vacilaban o que fracasaban. Y éste era un punto de vanidad para el joven matrimonio Campos, que hacía que se miraran de reojo o comentaran después: eso a nosotros no nos va a pasar. No iba a pasarles porque ambos estaban decididos —o quizá sólo Matilda, ¿quién es capaz de saberlo a estas alturas?— a aplicar el ingenio al matrimonio. ¡Claro que había divergencias de opinión, y más que eso! ¡Había divergencias de actitud vital entre los dos! Pero todo podía ser hablado, debatido, examinado en el retiro común de los descansos, las siestas, las pausas de los críos: hablarían sin cesar, se expondrían el uno ante el otro con una desnudez más limpia aún que la desnudez preternatural de Adán y Eva: más limpia porque no era ideal, sino real: causada deliberadamente por cada uno de los dos y no incausada o causada por Dios a imagen y semejanza Suya. Y en esa discusión autoconsciente y continua en que ajuicio de ambos se cimentaba la estabilidad del matrimonio, hubo un curioso asunto que fue la actitud ante el error. Matilda había aprendido de los anecdotarios de la formación de los hombres de empresa que había toda una
psicología del criterio equivocado:
Matilda decía —evocando las conversaciones con sus banqueros humanistas— que en el mundo de las inversiones el comportamiento de las gentes era con frecuencia errático o contradictorio o estúpido. Y que las malas decisiones inversoras tenían con frecuencia lugar a espaldas del propio inversor, inconscientemente. De aquí que era imprescindible para entender a fondo las inversiones y los mercados, entender muy seriamente nuestras irracionalidades: tan valioso para el inversor como la capacidad de analizar balances y cuentas de pérdidas y ganancias era examinar la emoción que recarga, positiva y negativamente, nuestra relación con el dinero: un análisis del miedo y la avaricia a la hora de adquirir o de vender acciones era esencial. Ahora bien, proseguía Matilda: ¿qué pasa con los errores intelectuales? ¿No tendríamos que hacer, nosotros los filósofos (Matilda se incluía aquellos años en esta categoría), un pormenorizado análisis práctico de nuestros criterios equivocados? A esto respondía Juan diciendo que el examen del error era, por supuesto, parte integrante de la investigación filosófica desde Platón a nuestros días: la posibilidad del error es parte esencial de la búsqueda de la verdad. Ésta era una respuesta contundente que, sin embargo, no satisfacía a Matilda porque era obvio que los errores filosóficos llenaban páginas y páginas que, una vez cometidos, eran repasados y repensados y vueltos a cometer por sus sucesores. Y es que —pensaba Matilda— los errores filosóficos, a diferencia de los errores de los inversionistas, no parecían tener consecuencias prácticas. Desde ese punto de vista admirablemente absoluto, logomáquico, en que la gran filosofía se ha situado siempre, verdad y error resultan ser perennes datos de una investigación antinómica. En última instancia nada grave sucede si un filósofo yerra. Si un inversionista yerra, se arruina. Había aquí una cierta injusticia que la inteligencia práctica de Matilda hacía a la inteligencia contemplativa y verbal de Juan. Pero había también un punto de buen sentido, de sentido común anglosajón, que impulsaba a Matilda a no contentarse con las verdades y errores de una cadena argumental, sino a desechar lo no productivo. Una tesis doctoral, o todo un libro, sin embargo, podían escribirse y premiarse, tanto si incluían las evidencias confirmadas como las evidencias no confirmadas o incluso absurdas.
Durante unos años, muy al principio, Matilda abrigó la idea de convertirse ella misma en estudiosa de la filosofía. Tenía la impresión, leyendo los escritos de Juan o traduciendo textos filosóficos del inglés —que Juan no dominaba—, que los asuntos de los filósofos, con toda su gravedad y relevancia, quedaban como atenazados por una problematicidad que a Matilda le parecía sorprendente: la gracia parecía consistir en filosofar, investigar, a sabiendas de la imposibilidad de reducir nunca el problema a una solución definitiva. Dada la gravedad de los asuntos tratados, la muerte, la existencia de Dios, la naturaleza limitada del conocimiento humano, el bien y el mal, cómo hacer lo uno y evitar lo otro, incluso el análisis del juicio de gusto, que nos permite decidir por qué una cosa es bella o es fea, todo esto permanecía irresoluto, produciendo sin embargo, una gran cantidad de movimiento intelectual: le interesó la definición de idea trascendental en Kant, según la cual una idea es un concepto que da mucho que pensar sin podérsele asignar nunca una intuición correspondiente. No daban, sin embargo, los filósofos la impresión de ser personas atareadas, empeñadas en buscar una solución a los problemas, más bien daban la impresión de estar confortable- mente instalados en la problematicidad de sus asuntos, buceando apaciblemente en el sumidero de miles y miles de páginas y ofreciendo con frecuencia brillantes soluciones, históricamente aceptadas para ser más tarde históricamente rechazadas también. En conjunto, la actividad de Juan producía una impresión quiescente: confortable e incluso
—y aquí es donde entraba el proyecto de Matilda— un poco exclusiva: con frecuencia Matilda se había sentido excluida en una conversación filosófica por no estar del todo al tanto de la terminología. Era un mundo petulante en una línea muy autárquica y autorreferente que alcanzaba en ocasiones gran belleza retórica. Las palabras de los filósofos eran muy poderosas, sonaban como grandes timbales de una gigantomaquia que, de buenas a primeras se acababa al acabarse la clase, al acabarse la tarde, para irse a cenar, para quedarse a chismorrear un poco. Y era un mundo presidido, al menos el mundo académico donde se movía Juan, por unas considerables dosis de rutina: la búsqueda de la verdad era tan ardua y duraba tanto, y la búsqueda y la recopilación de la información necesaria para cualquier trabajo era tan copiosa, que el ánimo individual se destensaba fácilmente al cabo de unas cuantas horas de lectura e investigación. De hecho, decidió Matilda, casi era preferible filosofar con desgana: de ese modo las secuelas del no dar con la verdad ni de un día para otro, ni de un mes para otro, ni de un año para otro, se difuminaban graciosamente. El ocio era el principio de la filosofía. Una cierta actitud espiritual que liberaba a las almas filosóficas del negocio, la negación del ocio, y las ponía en trance de ser iluminadas, beatíficamente, en un futuro bien distante. Una investigación filosófica podía durar veinte años. El estudio de un filósofo como Hegel podía durar catorce años. Una tesis doctoral acerca de, por ejemplo, la teoría de las categorías de Nicolai Hartmann podía durar toda una vida. A medida que los niños crecían y cada vez era menos indispensable que Matilda les organizara las meriendas, una cierta inquietud no localizada se apoderó de Matilda. Juan no parecía del todo satisfecho con la idea de que su mujer se pusiera a estudiar filosofía.