La fortuna de Matilda Turpin (28 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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Campos se ha referido muchas veces a sus libros —física o mentalmente presentes, según los casos— para confirmar o desconfirmar algo de lo que se va diciendo en la conversación. Durante muchos años, esta costumbre le pareció a Antonio interesante: le pareció que formaba parte de ese vasto aunque difuso proyecto de educación intelectual que se supone que Juan lleva a cabo con Antonio. Todo existe para convenirse en libro —ha declarado Juan en alguna ocasión—. Es una cita de un poeta francés cuyo nombre Antonio no recuerda aunque recuerda el invariable comentario de Juan: los libros nos ilustran acerca de todo cuanto existe. Ahora también parece que Juan tiene intención de explicar la situación de Emilia con ayuda del grueso volumen gris que tiene en las rodillas. Se trata del tomo XVI de la
Suma Teológica
que incluye las cuestiones 69-99, más un detallado índice de toda la Suma. Antonio guarda silencio y Juan prosigue:

—Aquí, Antonio, se contienen los novísimos, las
postrimerías,
de nuestros catecismos. Constituyen una parte importante del depósito revelado, de la catequesis y de la teología. Naturalmente, ni tú, ni yo, ni Matilda, ni Emilia, creemos que lo que aquí se dice sea verdadero. No aceptamos su valor intrínseco. Negamos que lo tenga. Pero todos aceptamos su valor social: su valor consolador. Se me ocurre que, tú y yo, Antonio, podríamos usar todo esto como un lenitivo, una especie de morfina verbal para tranquilizar a Emilia...

—¡Pero, Juan...! —Antonio se ha revuelto en su butaca. Ha dejado de mirar a Juan. Ha contemplado el fuego. Ha vuelto a mirar fijamente a Juan, como al principio. Antonio tiene una expresión contraída, un rictus que parecería asombro si no fuera porque el ceño fruncido delata irritación.

—¿Te sorprende? —Juan sujeta ahora su volumen gris Con ambas manos. Parece un celebrante que Sostiene el misal cerrado contra al pecho, una figura rara en esta confortable habitación, iluminada por una sola lámpara de pie y el fuego de leños, crepitaflte en el hermoso hogar de mármol como una escena de un salón de otro tiempo. Un intenso sentimiento de irrealidad estética tranquiliza a Juan ahora. Piensa que Antonio Vega —el más fiable de todos los amigos— no ha entendido su propueSta que ni siquiera llegaba a ser una propueSta que se limitaba a ser, en el fondo, una secuela casi farmacéutica del diagnósticO de la depresión de Emilia.

—No sé si me sorprende porque no sé si te entiendo. Si lo que me propones es contarle a Emilia lo que dice ese libro, esa
Suma Teológica
acerca de la muerte, vas de culo. Vamos todos de culo si es eso lo que te propones.

- ¡Hombre, Antonio, no lo tomes así! No me propongo hacer nada, se me ha ocurrido sólo hojeando este último tomo de la
Suma
,
que las partes más poéticas más consoladoras y poéticas acerca de la Resurrección y el lugar reservado a las almas después de la muerte, podría dar a Emilia un punto de apoyO dar pie a la esperanza. A sabiendas, claro está, que todo lo que aquí se dice es poéticO es ficticio, pero también hermoso, milenario..., poético.

—De verdad crees tú que todo eso, sea lo que sea, serviría para consolar a Emilia? ¿Cómo iba a consolarla si tú mismo no crees ni una palabra?

—Lo que yo crea no hace al caso. Lo que digo es que es consolador pensar en los difuntos como aún vivientes, incluso después de la muerte física. Matilda no ha muerto, podríamos decirle a Emilia: ha ascendido a otra esfera de la existencia. Se encuentra en esa misteriosa situación que es la condición del alma separada en la tradición cristiana. En este libro se examinan detalladamente todas las tradiciones mitopoéticas acerca de la vida después de la muerte. Ya sé que para Emilia hasta la fecha esas tradiciones no han significado nada. Pero quizá pudieran servirle de algo ahora...

—Y suponiendo, Juan, que así fuera, ¿quién se encargaría de contárselo? ¿Te encargarías tú de explicarle a Emilia que la muerte de Matilda sólo es una puerta abierta a la vida eterna? Yo no me siento capaz de nada semejante.

—Claro que no, porque tú no lo crees!

—Ni tú tampoco.

—No, yo tampoco lo creo. Pero, sin embargo, puedo hacer como si lo creyera. Practicar una
suspension of disbelief
No lo creo, pero pongo entre paréntesis mi increencia al objeto de entender y hacer entender lo que creían quienes lo creyeron. No se trata de que nosotros lo creamos, sino de servirnos de quienes en su día lo creyeron para hacérselo creer a Emilia ahora.

—Lo que tú tratas es sencillamente de engañarla.

—Con buena intención, por supuesto —se apresura a añadirjuan.

Esto de la buena intención ha sacudido a Antonio Vega más que casi todo lo demás. Es inverosímil esta buena intención. ¿Cómo puede Juan Campos, el respetado intelectual, el sabio, el maestro de Antonio, alegar buena intención en un flagrante ejemplo de mistificación y de engaño? Antonio empleaba años atrás, con los niños, y en especial con Fernandito, una técnica análoga a la propuesta ahora porjuan: los Reyes Magos existen y vienen en camellos desde Oriente cargados de regalos el Día de Reyes. Esto no llegaba a ser mentira, era sencillamente una ficción, un cuento de niños, una ilusión que no duraba más allá de los seis o siete años, como mucho. ¿Es esto lo mismo que lo que propone Juan? Sin atreverse, Antonio se atreve a negar toda validez a la propuesta de su amigo yio dice:

—Eso que propones, Juan, es absurdo. No es ni siquiera buena intención, no digo que tú no la tengas. Digo que es demasiado visible la intención de engañar...

—Engañar para curar...

—No creo que nadie llegue a curarse así. Además, para que funcionara habría que preparar a Emilia concienzudamente, indoctrinarla, persuadirla de que en la muerte de cada uno de nosotros, en la muerte de Matilda, hay algo que no ha muerto, que no muere, que no morirá nunca. ¿Cómo vamos a hacerle creer eso a Emilia, si no lo creemos ninguno de los dos, ni tú ni yo?

—Quizá tengas razón —declara Juan Campos con un suspiro. La conversación le aburre ahora—. Era una simple sugerencia olvídalo.

—Voy a decirte yo, Juan, lo que creo que tendríamos que hacer con Emilia: sacarla de aquí. De esto quisiera hablarte ahora, ya ves. Irme con Emilia fuera de aquí, dejar esta casa y sus recuerdos y su tristeza y la tristeza de este invierno y de esta lluvia.

—Eso no lo dirás en serio, ¿verdad, Antonio?

—Lo he pensado en serio y cada día más en serio desde que llegamos aquí. Esta casa, vivir aquí, está dañando a Emilia. Irnos es lo que hay que hacer...

—Te entiendo correctamente, Antonio? ¿De verdad estás pensando en llevarte a Emilia, en marcharos de esta casa? No te creo, ¡es imposible después de tantos años...!

—Imposible no es. No es imposible, Juan.

No es del todo verdad que Antonio haya estado pensando en dejar la casa. Quizá por primera vez esta tarde ha accedido a su conciencia la comezón inconsciente de huir del Asubio. En esta casi repentina ocurrencia se entrecruza, una vez formulada convoz alta, una auto acusación Antonio comprende ahora que ha sido negligente con Emilia durante todo este último año. La agitación del traslado, la minuciosa instalación de todo el mobiliario, los quehaceres de los dos, disimularon en parte la decadencia física y mental de Emilia. Esta tarde, de pronto al escuchar la amable voz de Juan proponiendo esa insensatez pedante de la
Suma
Teológica
,
se ha sublevado el fiable Antonio, se ha vuelto agresivo. De aquí la brusquedad del despedirse. Como si la ocurrencia y su puesta en práctica fueran una misma cosa. ¡Ojalá quedaran las cosas ahí! Pero Juan, que ha tomado más en serio de lo que parece la ocurrencia de Antonio, di- simula su malestar (que Antonio y Emilia se vayan ahora trastornaría el buen funcionamiento de la casa e incomodaría a Juan) y dice con su acento más tenue:

—Ea, ea, Antonio, vamos a no precipitarnos! No hace aún dos meses, cuando me recogiste en la estación y subimos aquí, hablabas de pasar todo un largo invierno. Entonces, hace nada, no se te había ocurrido semejante cosa. No puede ser, por lo tanto, que lleves pensándolo mucho tiempo. Acaba de ocurrírsete. Es una idea tonta, si me permites expresarlo así...

—¿Una idea tonta? ¡Seguro que sí! Pero a lo mejor es la única buena idea que he tenido en todo este tiempo. Así que tengo que pensarlo, Juan, si me permites... Porque imposible no es. Es factible, Juan, por costoso que sea.

XXVI

—Una casa, Angélica pide, requiere un cuerpo de casa. Así se decía antiguamente y yo aún lo digo: un cuerpo de casa. Yeso son, en esta casa de campo, Emilia y Antonio. Son y han sido siempre muchísimo más, pero sin dejar nunca de también ser eso.

—¿Y?

—Y ahora dicen que se van. ¿Qué te parece?

—¿Se van? ¿A dónde?

—Yo qué sé..., donde sea. Que se van, que se despiden. Que no quieren seguir trabajando aquí.

—No puede ser.

—A ti también te extraña, ¿no? —meliflua ahora la voz de Juan, como quien habla a escuchos.

—¡Cómo no va a extrañarme, Juan!, ¡si los conozco desde que os conozco! Desde la primera vez que entré en tu casa ellos estaban ya. Y luego lo que contáis todos, lo que Jacobo me ha contado, lo que fue para Jacobo y sus hermanos Antonio. Para Matilda, Emilia. ¡Lo que ha sido Antonio para ti!

—Y que lo digas!

—Pero estás seguro de que se quieren ir?

—Me temo que sí.

—Pero por qué?

Juan y Angélica pasean por el acantilado. Es un día gris-azul, una mañana de nordeste. Hoy no lloverá. Hace frío, la Navidad se viene encima. Jacobo también se viene encima, por cierto. Es por la Inmaculada. El día de la madre (Angélica ha subrayado con un tono ligeramente guasón la onerosa significatividad de ese día de diciembre. Sin duda Angélica hubiera apreciado el chiste de Jaimito que contó Fernandito) . Juan ha decidido que es cómodo tener a mano un alma atenta y cándida como Angélica, lo bastante curtida en los análisis de psicología casera para poder pelotear con ella un poco sin comprometerse mucho. Juan ha tomado muy en serio lo de que Antonio va a llevarse a Emilia lejos del Asubio. Y es un contratiempo serio: la viabilidad del Asubio queda amenazada si esos dos se van. Juan, súbitamente, al irse Antonio el otro día, tras decir que quiere alejar a Emilia del Asubio, se ha sentido como Donan Gray, que, en la novela de Wilde, sube al desván donde ha ocultado su célebre retrato, a observar las marcas que en su bello rostro ha dejado impresa la última iniquidad. La comparación, traída por los pelos, le ha ido pareciendo, a medida que pasan los días, más y más adecuada. Hay un Juan Campos hermoseado por la admiración de Antonio, por su respeto, que aún va y viene por los prados que rodean el Asubio, que aún lee frente al fuego en su despacho como siempre lo hizo, con la misma apariencia serena, meditativa, de un hombre mayor, de un filósofo retirado del mundanal ruido, en su asubio frente al mar Cantábrico. El rostro de ese hombre es aún inmaculado: más bello incluso que de joven, porque la edad ha ennoblecido sus rasgos, ha encanecido su cabeza. Pero la insólita declaración de Antonio le ha sacado de quicio. Reconoce que quizá lo de la
Suma Teológica
fue un poco excesivo: reconoce que debió de sonarle al pobre Antonio como una ingeniosidad de escaso gusto ante la sincera preocupación de Antonio por su mujer. Y tiene que reconocer que, desde que se instalaron en el Asubio y la

situación de Emilia se volvió visible por completo, la actitud de Antonio Vega ha cambiado. Juan contaba con que este cambio sería superficial y acabaría engolfándose en la rutina, diluyéndose en las mansas aguas inmóviles de las costumbres de Juan Campos y el Asubio. Y contaba, por supuesto con que el tiempo acabaría aliviando el duelo por Matilda: un alivio del luto, ¿qué menos? Que Antonio salte ahora con esto de irse, le parece indecente, no puede consentirlo, sería una perturbación insoportable. Y a su vez estos sentimientos de incomodidad, con su efecto multiplicador de incomodidades varias, que crece con los días, le incomodan moralmente porque le hacen sentirse egoísta, maculado, sujeto a una corruptibilidad insospechada: corrupto por la comodidad con que Matilda le dejó instalado. Ha sobrevivido a Matilda. ¿Sobrevivirá a un trastorno doméstico del calibre del que sugiere Antonio? En vista de todo esto, se ha acordado de la novela de Wilde, e, imaginariamente ha subido al desván donde mantiene, cubierto por un gran cortinaje de terciopelo, el retrato que, inspirada por el amor, hizo de él Matilda cuando se casaron y rehízo, a su manera, también Antonio inspirado por el afecto y el agradecimiento del hermoso Juan Campos de entonces, y que el Juan Campos de ahora viene viendo sutilmente resquebrajarse, cuartearse, desfigurándole. ¡Pero bueno, esto es una fantasía! Por eso se alegra Juan de la compañía superficial de su nuera. Angélica le ve hermoso aún, fascinante todavía, inmaculado. Desea de prontoJuan saber, a toda costa, cerciorarse, de que Angélica le ve con tanta belleza como Antonio y Matilda le vieron y como él mismo se acostumbró a verse a lo largo de tantos años de comodidad y filosofía.

Juan observa de reojo a su compañera. Angélica camina a paso largo, adelantándose siempre un poco. De hecho, Juan acorta siempre el paso un poco para que Angélica se le adelante y tenga que volver el rostro al hablarle, como una discípula. El magnánimo aristotélico anda despacio. Y Angélica viene a ser un Alcibíades femenino que se conserva delgada y erótica. A juego con el delgado otoño cantábrico, tan luminoso el gris azul, el cabrilleante gris plomo del mar, el filo frío del aire produce un delicioso efecto de Eros suspendido. Angélica acaba de preguntarle por qué se quieren ir Antonio y Emilia después de tantos años. Y Juan decide no contarle del todo la verdad porque la verdad de la preocupación de Antonio por Emilia le incomoda lo que mís. Le incomoda que al cabo de los años y desaparecida Matilda ocupen las secuelas de ese fallecimiento el lugar que le corresponde a él solo, a Juan Campos, en la atención de Antonio. Siente algo parecido a los celos. Siente que, al distraer a Antonio, Emilia le hace sombra y Matilda reaparece diluida en esa sombra como un fantasma agresivo. Y le incomoda, por supuesto, quedarse sin servicio doméstico de buenas a primeras. ¡Ah, he aquí la contestación que dará a Angélica!

—Que por qué se van? ¿Quieres saberlo, Angélica? Se van porque son servicio doméstico. Siempre lo han sido.

Esta respuesta sorprende a Angélica, que acababa de inclinarse para cortar una florecilla morada que descubrió entre la hierba y que, aún semiarrodillada, alza el rostro hacia Juan como una María Magdalena.

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