Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
Fernandito repasa mentalmente todo lo anterior con maligno regocijo, sintiéndose en el fondo cansado. La cena está durando demasiado tiempo. La pareja que forman Andrea y José Luis se ha beneficiado a ojos de Femandito, en el curso de esta cena, de las incidencias de su prole: el niño mayor ha bajado al comedor en pijama, Andrea ha tenido que subirle otra vez, y la pequeña se ha caído de la cama. Andrea ha regresado al comedor y ha relatado estos incidentes, a consecuencia de lo cual José Luis ha subido con una cierta premiosidad de padre concienzudo a comprobar en persona que —no obstante haber asegurado su mujer que los niños están bien y duermen— están bien los niños y duermen. Este tejemaneje de pareja con hijos tiene menos mordiente cómica que la teorización del matrimonio sin hijos de Jacobo y Angélica, quien, por cierto, observando la solicitud de sus cuñados, no ha podido evitar alzar las cejas en beneficio de Jacobo y comentar con Antonio Vega, sentado a su derecha, que la vida de un matrimonio con hijos está dotada de tanta eticidad que alcanza casi el empalago.
—Sinceramente, Antonio, no me veo llegando a casa y teniendo que cambiar pañales o aguantar llantos de niño —ha declarado Angélica con una sonrisa.
—Supongo que es duro, sí —ha respondido Antonio cortésmente—. Yo vengo de una familia numerosa y no adinerada. Mi madre tuvo que cambiar muchos pañales y lavarlos y los mayores nos teníamos que ocupar de los pequeños, a veces a tortazo limpio. Nos queríamos mucho, ya ves, pero comprendo que una familia como la mía pone de los nervios a cualquiera.
Antonio Vega contempla ahora a Emilia. Apenas ha cenado nada. Tras ayudar a distribuir eficazmente los platos y bandejas a la sobrina de Balbanuz, Emilia reposa ahora frente a Antonio, tomando a sorbos una taza de café. Ha encendido un pitillo. De pronto Antonio se ve invadido por la tristeza de Emilia: este intenso sentimiento de culpabilidad que, sin embargo, Antonio, en el fondo de su corazón, no puede atribuirse por completo. ¿No se han privado ellos dos también, Emilia y Antonio, de la alegría bulliciosa, familiar, que Antonio acaba de describirle a Angélica? La tristeza que embarga a Emilia ahora, su delgadez, su palidez, su belleza huesuda y envejecida, ¿no forma parte todo eso de una decisión errónea que Emilia tomó por consejo de Matilda o por amor a Matilda y que Antonio aceptó por amor a Emilia, quizá porque cedió a una pasividad culpable, análoga a la de Juan Campos?
¿Por qué no tuvieron hijos ellos dos? Si hubieran tenido hijos se hubieran criado todos juntos. Los tres de Matilda y los de Emilia. Hubieran sido como los primos pobres y habrían cambiado la vida de la casa. ¿Por qué no fue así? Antonio siente ahora de nuevo su mutante sentimiento de culpa: no hizo lo suficiente, fue cobarde, fue débil, fue blando, fue convencional. ¿Qué es lo que fui, que no quiero ahora decírmelo a mí mismo? Antonio Vega se retira ahora como un caracol, hacia el interior de su concha para hacerse la pregunta más amarga, más informulada, la más viva de todas: Me comporté como un resentido: ¿hubiera debido no transigir, no ceder? Hubiera debido decirle a Emilia, a Matilda, a Juan: Me gustan los críos. Quiero yo mismo tener críos. ¿Por qué no lo dije? Si él se hubiera plantado, Emilia y él hubieran tenido hijos, un par de hijos al menos, que estarían ahora en los colegios, dilatarían el mundo, les darían disgustos. Y la niña querría quitarse una coleta o dejarse una coleta. El niño tal vez suspendería química y matemáticas... Emilia hubiera sacado todo adelante, y no echaría tanto de menos a Matilda. Ahora en esta tierra baldía no hay quien sobreviva. La muerte es lo único que es. Tener hijos hubiera apartado del corazón de Emilia la soledad, el osario, el suicidio. Antonio contempla a su esposa, ahí tan cerca, a la vacilante luz de estas velas, recuerdo de Matilda: Matilda siempre quería que las cenas se celebraran a la luz de las velas, y el fuego de las velas convertía la cera de las abejas en cálidos dedos artríticos: resplandece como entonces la noche a la luz de los candelabros, las grandes emociones retraídas, todo lo que no se cumplió. También esta noche, por fin, cuando Balbanuz y su sobrina se han retirado y parece que, arriba, en los dormitorios de los niños reina la paz, hay como una extensión inteligible, luminosa, irreal, que se extiende al mantel de hilo blanco, a las copas talladas de cristal, a la botella de Oporto que circula alrededor de la mesa. Están ahora alrededor de la mesa ovalada los ocho familiares sentados y el
Grandfather Clock
que Matilda trajo de Londres para regalar a Juan en un cumpleaños deja caer sus doce campanadas, que sobresaltan a Antonio. Se siente avergonzado, angustiado. Desearía ser consolado. La dura acusación, su propia memoria, el duro juicio, lo que hubiera podido ser y no fue. Recuerda la frase de un poeta cuyo nombre no recuerda:
Lo que fuimos y lo que no fuimos se refleja en las tazas del té junto a la lumbre
/
Sillones de otras casas, cuadros que no se miran ya y que permanecen agrandados inundando el fondo de la sala de elocuencias inmóviles.
Hay una elocuencia inmóvil que no sabe Antonio si bailotea con el bailoteo de las llamas de las velas fuera de su conciencia, o dentro de su conciencia y con el bailoteo de su sentimiento de culpabilidad y de su angustia.
Sin saber por qué, Antonio se siente esta noche desvinculado de todos: o, quizá, más vinculado a Emilia que nunca, con una vinculación que le separa, de pronto, de Juan Campos y, a través de Juan, del resto de los comensales y de la casa entera. Es un sentimiento nuevo para Antonio. Forma, a todas luces, parte del sentimiento de culpabilidad que lleva sintiendo hace rato al ver a Emilia tan apagada (y este sentimiento, a su vez, no es, en sí mismo, nuevo): lo que es nuevo es este repentino rehusar a valorar sin reservas su vinculación acostumbrada con Juan, su amigo de siempre. De pronto, como el vuelo rasante de una bandada de grajos que chillan y que aletean con sus negras alas de papel metalizado, Antonio se siente aislado y sin recursos. ¿Qué ocurrirá si Emilia empeora? Porque Emilia podría entrar en una depresión profunda —quizá está ya en ella— sin que Antonio se diera cuenta a tiempo: la costumbre de tantos años de centrarse en sus trabajos administrativos y organizativos ha vuelto a Emilia en parte impenetrable, incluso para Antonio. Nunca se pone enferma, nunca padece jaquecas o catarros o gripes. Nunca —desde que Antonio la conoció— ha reclamado Emilia para sí una atención indivi dual
Mientras vivió Matilda había una salud compartida de las dos, un enérgico desdén de ambas mujeres por los tiquismiquis y las peplas que la atención a la fisiología o al estado de ánimo causan en la mayoría de los mortales. Todo lo arreglaba al final de la tarde un baño caliente y un whisky. A diferencia de Matilda, que se mostraba casi agresivamente saludable, Emilia sólo daba la impresión de ser una moza fuerte y sana que no prestaba gran atención a sí misma. En vida de Matilda, su capacidad de arrastre borró toda sombra de malestar físico o mental. Ahora sigue siendo lo mismo: sólo que Emilia se ensombrece progresivamente y ha perdido mucho peso. Ahora, su eficacia de siempre más bien subraya que oculta a ojos de Antonio el malestar interior. En más de una ocasión antes de ahora, Antonio ha propuesto que los dos, él también, se hagan un detenido reconocimiento médico, con la esperanza de que unos buenos análisis clínicos revelen cualquier cosa, una anemia, en Emilia, una carencia vitamínica, algún trastorno ginecológico, y que ése sea, en su objetividad y facticidad médica, un punto de partida para que Emilia se deje cuidar un poco. ¡Ojalá que Antonio pudiera convencerla para hacer los dos juntos un viaje agradable, aunque sólo fuese una visita a la soleada familia de Antonio, dispersa por España! No han hablado de esto, sin embargo. Y ahora, contemplándola mientras Emilia fuma su tercer pitillo, no puede librarse de la preocupación. Angélica le ha dicho algo hace un momento, un comentario jocoso acerca de las parejas sin hijos, algo en inglés y con muy mal acento, sobre
growing closer and closer apart,
que le ha sobresaltado y que, así, le ha reintegrado al circuito de la conversación general. Antonio hace un esfuerzo por sonreír y ha contestado vagamente algo que ha debido de sonarle a Angélica como una aprobación de lo que acaba de decir, sea lo que sea. Angélica no suele prestar gran atención a las respuestas que le dan los demás, salvo si alguien se le opone frontalmente: si esto último sucede, entonces abre mucho los ojos, levanta las cejas y se encara con su opositor. No está muy interesada en las respuestas, ni tampoco, al cabo de un rato, en la discusión. Así que Antonio sale del paso con sólo sonreír. La reunión se va apagando lentamente. Jacobo se ha levantado y pasea pensativo alrededor de la mesa: acaba de comentar algo acerca de la lluvia o la falta de lluvia. Emilia a su vez se ha levantado en busca de la cafetera que han dejado sobre el aparador. Así que Antonio contempla su lugar vacío. Al hilo de ese momentáneo vacío, observa Antonio ahora el aspecto pensativo de Juan Campos, que permanece sentado a la cabecera de la mesa y da la impresión de asentir a todo lo que se le dice sin prestar atención a nada. Pensar en Emilia, tan desmejorada, ha hecho que Antonio se desvinculara por un momento de la cotidiana vinculación que, a través de los años, ha mantenido con Juan. Antonio es conciente de que ahora, casi sin querer, pensar en Emilia le aparta de Juan. Y el ensimismamiento de Juan ahora de pronto, al pensar en Emilia, le parece obeso, como viscoso. Y éstos son sentimientos extraños para Antonio, que jamás ha cuestionado a Juan Campos.
No está, después de todo, tan ensimismado Juan Campos, como parece estarlo a ojos de Antonio. A ojos de Jacobo y Andrea, y de su yerno y nuera, sólo está distraído y representa, como Juan Campos sabe de sobra, un hombre a punto de «pegar el viejazo», el bajón del jubilata. A beneficio, pues, de estos cuatro, permanece Juan inmóvil, distraído, atendiendo con gesto amable la conversación sin tomar parte en ella. Se sabe seguro Juan Campos en su papel de abuelo retirado, de catedrático de Filosofía retirado, de hombre meditabundo que habla poco. Por otra parte, Juan cuenta con que su tendencia al ensimismamiento va a ser juzgada con respeto y afecto por Antonio. Así que también a beneficio de Antonio Vega representa el ensimismamiento que vive. Lo exagera un poco. Y a su vez, Fernandito... ¿qué pasa con Fernandito? Ahí, Juan Campos no acierta a saber cómo le ve su hijo menor o cómo desearía ser visto por su hijo menor. Un cierto afán de sinceridad paternal ha comenzado a embargarle a la hora del café y el oporto: ha percibido, en estos días, el vaivén de la conciencia de Fernandito desde la hostilidad al afecto en relación con su padre. O ha llegado Juan a pensar en términos de amor-odio: de hecho se inclina hacia una interpretación menos comprometida: imagina un movimiento pendular en Fernando desde la hostilidad al recuerdo del entusiasmo que sintió por su padre. Juan Campos sospecha que su hijo menor tiene aún muy presentes esos recuerdos, que son aún vivos incluso para el propio Juan Campos. La diferencia entre ambos, sin embargo, reside en que Fernandito es consciente de que su discontinua ternura por el padre, está infectada de deseo de venganza: desea hacerle pagar por un desapego que achaca a él sólo y no a su madre. Lo único que Juan Campos no acierta a comprender esta noche es la seriedad del resentimiento, ni tampoco su capacidad de frenarlo, incluso ahora si se lo propusiera. Juan no está acostumbrado a frenar nada o a corregir nada. No cree que sea posible, no se siente con energía suficiente. Antonio, en cambio, tras la conversación en el despacho los tres, barrunta con mucha claridad lo que de verdad pasa en el corazón de Fernando. Pero Juan se detiene ahí. Seguir adelante supondría entrar en evaluaciones de Juan para las cuales Antonio no está aún preparado.
Una de las razones que impide a Juan Campos darse cuenta de la hostilidad que su hijo siente por él procede de una como vanidad residual, subliminal, de hombre acostumbrado a parecer comprensivo y bueno a los ojos de los demás, empezando por la propia Matilda tiempo atrás. Esa imagen de hombre bueno y comprensivo, tan favorecedora, le encanta a Juan Campos. Viene a ser como una de esas fotografías en las que nos vemos tal como nos gustaría vernos siempre. Le agrada esa instantánea fotográfica, fotogénica, de sí mismo, como un hombre bueno y sabio, entristecido por la muerte de la esposa, silencioso, que se reserva pero a la vez se entrega en la conversación y en la compañía de sus amigos. Es una fotografía sin deformidades, es lo contrario de una caricatura: Juan Campos odia las caricaturas de sí mismo y ha temido desde siempre la habilidad caricaturizante de Fernando. Teme verse feo, teme verse malo, teme aparecer ante sí mismo iluminado por una luz desfavorable. ¿Y qué luz hay más desfavorecedora que la mirada vengativa de un hijo? Por eso, no sólo en los tiempos de Matilda, sino también con ocasión de la duración del fallecimiento de Matilda, esos meses terribles, y sobre todo después de esa muerte y hasta ahora mismo, Juan Campos ha atesorado la favorecedora instantánea tan continua, sólida, humana, misericordiosa, con que la mirada de Antonio Vega le ilumina siempre. Es una mirada afectuosa, pero con una clase de afecto que, en ocasiones y para su capote, Juan Campos se ha atrevido a calificar de infantil: que un hombre maduro como Antonio le vea tan favorecido, tan ensimismado, tan noble, le agrada sin cesar a Juan Campos. Y se regocija pensando —con un retorcimiento cínico— que no se lo merece, pero que no está dispuesto a prescindir del efecto gratificante que le causa. Incluso así, sin embargo, no puede ignorar por completo las señales de desazón y de crítica y de censura que Antonio Vega a veces emite. Por eso se esfuerza Juan Campos, cuando Antonio está presente, en parecerse a esa imagen del buen Juan Campos, noble y ensimismado, que Antonio Vega, como un niño, ha tenido siempre de su amigo mayor.
Fernandito ha resuelto quedarse hasta el final de la cena, de la velada, dure lo que dure. Esta decisión se ha ido formando en su conciencia a lo largo de toda la noche. Al principio sintió curiosidad por ver cómo reaccionarían sus hermanos. Les observó con malevolencia a ellos y a sus cónyuges. Se regocijó con el incordio de los niños y con los comentarios pseudointeligentes de Angélica y con su mal inglés. Ha observado también el mal aspecto de Emilia. Se ha sentido conmovido esta noche ante el visible desconsuelo de Antonio, ante su impotencia. Quizá esta percepción de la aflicción de un hombre bueno y bienintencionado es lo que le ha impedido largarse nada más terminar la cena o agredir verbalmente a su padre y a sus hermanos. Antonio Vega —ha decidido Fernandito— debe ser respetado, ante todo y sobre todo por mí mismo. Esta consideración hace que la hostilidad hacia su padre se haya diluido y, ahora que es casi la una de la noche, Fernando se siente cansado y sin ganas de pelea. Mañana será otro día. Contempla a su padre antes de levantarse, ya todos se levantan, y le invade una tristeza abstracta, como si lamentara en general la fragilidad de la existencia: la nihilización inevitable de toda existencia incluida la propia. Por eso la última imagen de su padre es tenue y no particularmente hostil: contempla la imagen de su padre atenuado, nihilizado, como en una fotografía antigua, como en un recuerdo borroso: un poco como de jóvenes apreciábamos sin grandes ironías el gesto estudioso de ciertas figuras sedentarias que, en resumidas Cuentas, al final, cuarenta años más tarde, han escrito o publicado poco y no dan la impresión de haber estudiado tanto como parecía.