La fortuna de Matilda Turpin (11 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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XIII

Ha dejado de llover. Ahora hace frío, un tiempo nublado, a ratos de gran belleza. El mar resplandece gris-azul. Ahora se oye el mar más que los días de lluvia. Hay un resón cavernoso abajo, un retumbo constante. Al mismo tiempo, una sensación respiratoria. Tras la escena en el despacho, Antonio Vega tiene la sensación de que los habitantes del Asubio se han desbandado. Fernando lleva días sin dar señales de vida. Ni siquiera duerme en la casa. Esto no preocupa a Antonio, que da por supuesto que se queda con Emeterio en casa de sus padres. Emilia ha vuelto a sus rutinas con la misma eficacia y mutismo de siempre. Emilia es la gran preocupación de Antonio ahora. Es evidente que nada se ha resuelto con la conversación que mantuvo con Juan Campos. Y que, incluso, los pensamientos sombríos, el dolor, que la empujaron a ir a visitar a Juan Campos se han agudizado. Antonio Vega desearía poderlo hablar todo con Emilia: entre los dos nada ha cambiado, hay la misma confianza cotidiana de siempre. Pero esa confianza no incluye ahora —ni ha incluido nunca— grandes dosis de comunicación verbal. Nunca han hablado mucho. En los tiempos de Matilda no hacía falta hablar porque la vida transcurría rápidamente y Emilia estaba contenta, discretamente contenta. Durante la enfermedad de Matilda, Antonio y Emilia no hablaban gran cosa porque la atención a la enferma lo ocupaba todo. Tras la muerte de Matilda se inició la fase actual, que no implicó más comunicación pero tampoco menos. Antonio Vega se conformó desde un principio con saber que Emilia estaba tranquila en su compañía —aunque triste—. La tristeza no podía remediarse, pero Antonio contaba con que remitiera con el tiempo. Antonio contaba con una dulcificación del duelo por Matilda que, en el caso de Emilia, pudiera hacerse compatible con un recuerdo muy puro de la difunta que —Antonio confiaba— no incluyera elementos autodestructivos, no incluyera, por ejemplo, desesperación. Esto no parece estarse cumpliendo. La eficacia doméstica de Emilia no ha disminuido, pero su aspecto se ha deteriorado mucho. Apenas come y no duerme nada bien. Antonio Vega piensa que, al menos, mientras permanezca junto a Emilia y la acompañe día tras día, noche tras noche, siempre estará en disposición de evitar lo peor, el agravamiento —porque Antonio Vega ha llegado a temer seriamente por la salud mental de su mujer—: se angustia ante la posibilidad de un intento de suicidio. Y se angustia ante la imposibilidad de hablar de todo ello con Emilia claramente. No sabe por dónde empezar. En alguna ocasión lo ha intentado. Y Emilia siempre, con dulzura, le ha disuadido:

—No te preocupes. Tú nunca te preocupes por mí. No te preocupes más de lo que ya te preocupas. Yo estoy bien aquí contigo y no me pasa nada y me preocupa que te preocupes. No te preocupes. Lo de Matilda fue muy triste para todos. Tú sabes cómo fue. Ya no hay nada que hacer y no hay que preocuparse y tú menos que nadie. Sé que te preocupas y te veo preocupado y me preocupo yo y es peor todavía.

Antonio ha retenido ese
no te preocupes que me preocupas
como una admonición, como una reprimenda, algo que no debe hacerse, que es perturbador, que, aun siendo comprensible e incluso fruto del interés y del cariño, es, sin embargo, en conjunto, tedioso y, a la larga, insufrible. Antonio acepta que Emilia trate amablemente de reconvenirle cuando se ocupa en exceso de unas preocupaciones que la propia Emilia no puede arrojar lejos de sí con facilidad. Antonio decide, pues, no reprochar a Emilia su silencio o su preocupación en lo relativo a Matilda sino acostumbrarse a vivir esa situación taciturna, sombría, en espera de que el tiempo —otra vez el tiempo— suavice todo ello y el dulce olvido nos alcance: oscura la historia y clara la pena —como en el poema de Jorge Guillén.

El otro elemento de la situación es Juan Campos y su reacción a partir del encuentro con Emilia y con Fernandito en el despacho. Esta reacción sorprende vivamente a Antonio Vega. Aquí, en el caso de Juan, no hay realmente comunicación verbal ninguna —lo mismo que con Emilia—, pero a diferencia de Emilia, Juan Campos no da la sensación de hallarse entristecido o desesperado. Si acaso, tan ensimismado como siempre. Algo más ausente que de costumbre, aunque Antonio Vega reconoce que es difícil establecer graduaciones en estas ausencias o distracciones o ensimismamientos de Juan: es difícil decir cuándo son más intensos o más largos o más profundos porque, en la medida en que son muy habituales, forman parte de la manera normal de estar Juan Campos en compañía de su familia. No se muestra más desanimado o más animado un día que otro. Hay más bien un descenso de la temperatura general, un enfriamiento o lentificación de las reacciones y de las emociones. Y en esto sí que Antonio Vega puede detectar variaciones respecto de la época en que Matilda vivía. En aquel entonces, la verdad es que Juan no se animaba mucho más con Matilda ausente o presente, pero su modo reservado de ser era, dentro de la reserva general, más animoso: hablaba, por ejemplo, más con Antonio de filosofía: comentaban novelas que leían los dos o, en los paseos que daban en coche o a pie, había una conversación más variada, no muy profunda. Había más
small talk.
Lo que se ha perdido en la conversación de los dos es este gusto que Juan Campos tenía —y que comunicó a Antonio a lo largo de los años— por la conversación intrascendente. Gran parte del encanto de la amistad entre iguales reside en el gusto por las conversaciones sin importancia: no hablar de nada importante es tan importante a veces, e incluso más importante, que hablar de asuntos importantes. No ha perdido, sin embargo, el gusto por la compañía física de Antonio. Antonio Vega es sensible a esta clase de emociones. Y siente que hay un continuo flujo de comprensión que circula entre los dos cuando están juntos, aunque ahora hablen mucho menos de lo que hablaban antaño.

No ha transcurrido ni una semana, cuando Juan Campos dice a la hora del desayuno que Andrea y Jacobo, cada uno por su lado, han anunciado su visita al Asubio. Esto significa que la casa, de pronto, va a estar atestada de gente. Andrea quizá traiga a sus dos hijos pequeños, el niño y la niña, y una o dos personas de servicio, aparte de su marido. Y Jacobo y su mujer Angélica resultan siempre voluminosos, aunque aún no tienen familia. Así que Juan comunica estas noticias especialmente a Emilia porque la presencia inminente el próximo fin de semana de las dos parejas, de los niños y del servicio supone un incremento de unas ocho personas, con los correspondientes cuartos de dormir, lavados de ropa, desayunos, comidas y cenas... Se da por sentado que ese fin de semana largo durante el cual las dos parejas han decidido acudir al Asubio (a lo que parece cada una de ellas ha tomado la decisión con independencia de la otra) se instalarán sin prestar la menor atención a si su presencia resulta complicada o no. La costumbre de la casa ha sido siempre que los invitados, sobre todo de la familia cercana, se instalen con toda comodidad y todo el tiempo que deseen. Así era en tiempos de Matilda. Curiosamente —reflexiona Antonio Vega— este próximo fin de semana será la primera vez desde la muerte de Matilda que los tres hijos del matrimonio se reúnan con su padre en un mismo lugar durante cuatro o cinco días. Ni siquiera después del funeral se produjo una reunión semejante. La insistencia de Matilda en que no deseaba unas exequias estrepitosas cohibió a todo el mundo y casi sólo estuvieron esos días Juan, Antonio y Emilia, con las ocasionales llamadas telefónicas y las visitas salteadas de los hijos. Pero ahora parece que va a producirse por fin la reunión. Antonio Vega tiene una intensa sensación de voluminosidad, de representación teatral, como si esta al fin y al cabo sencilla reunión familiar cobrase de pronto el aspecto de un carnaval.

A Antonio Vega le gustaría tener ahora oportunidad de comparar su reacción ante la inminente visita, con la reacción de Juan Campos ante eso mismo. Ocurre, sin embargo, que si bien la amistad entre Antonio y Juan no ha disminuido en absoluto, sí le parece a Antonio que desde la reunión con Emilia en el despacho, Juan está más taciturno que nunca. O quizá Antonio, poseído por una angustia sin localizar en estos últimos meses, rehúse entrar demasiado abiertamente en ejercicios comparativos. Lo que Antonio desearía comparar, si se atreviera en presencia de Juan, es su sensación de que el súbito incremento de gente en la casa va a producir un correspondiente incremento de la sensación de vacío entre los habitantes habituales. Antonio Vega, que conoce bien y quiere a Jacobo y a Andrea, teme sin embargo que se comporten con gran insensibilidad. En otras circunstancias, una cierta falta de sensibilidad (un no ser, por naturaleza, hipersensibles) resultaría beneficioso, serviría para aliviar la tensión que Antonio percibe en el Asubio. En esa ocasión, sin embargo (teniendo en cuenta que es la primera vez que la familia se reúne tras la muerte de Matilda), quizá no sea suficiente con ser no-emocional, flemático o un poco estúpido, un poco soso, como son los dos hijos mayores del matrimonio, sino que se requeriría alguna cualidad positiva de comprensión —piensa Antonio—. Así que transcurren los días que faltan, para Antonio Vega al menos, en una especie de calma intranquila o de espera intranquila que, en todo caso, Antonio Vega se siente obligado a ocultar para no alarmar a los demás. Y sí, le hubiera gustado saber con detalle cómo está viviendo Juan esta preparación de la visita. Pero Juan Campos, tras haber anunciado a Emilia que llegarían las dos parejas, da la impresión de haber dejado de preocuparse del asunto. Fernando, por su parte, se ha limitado a comentar cáusticamente:

—El regreso de las buenas gentes. Ya los tenemos ahí, con sus kilos de más y su torpor congénito. El retorno de la bienpensancia... ¡menos mal que yo me escaquearé!

—Pero, Fernando! —ha comentado Antonio Vega al oírle—. ¡Si antes los querías! ¡Llorabas cuando se acababan las vacaciones y se iban a los colegios por ahí tus hermanos!

Llegan de pronto. Irrumpen cuantitativos como sus propios bultos, maletas, caimanes mecánicos, bicicletas, una biblioteca entera de cuentos infantiles, una montaña de Dodotis para la pequeña Babi. Entre chicos y grandes se forma un tumulto bullicioso desde el primer día que divierte a Antonio Vega. De hecho, es Antonio quien organiza y reorganiza la vida ahora en lo referente a horarios de comidas, idas y venidas a Lobreña y a Letona. El trajín aleja a Fernandito (quien el día de la llegada observó con curiosidad maliciosa a sus sobrinos), deja casi indiferente a Juan Campos y apenas produce alteración alguna en el eficaz comportamiento de Emilia. Han venido dos asistentas de Lobreña, primas de Emeterio, sobrinas de Balbanuz, que limpian y ordenan la casa, encasquetados los perpetuos auriculares del mp3, como agentes secretas, como marcianas sordas que abren enormes ojos cada vez que Antonio se dirige a ellas para preguntarles cualquier cosa.

XIV

En el comedor, la cena, esta primera noche, se prolonga. Ha vuelto el vendaval aunque sin lluvia, hay un tableteo seco de las contraventanas de madera verde que reniegan del otoño, el invierno. Es la gran mesa oval que Matilda hizo instalar en el Asubio y que apenas se ha usado estos últimos años. Todos están presentes: los dos matrimonios, Emilia y Antonio, Fernando y Juan Campos. Ocho personas en total: los niños ya están acostados, venían cansados del viaje. Las dos chicas que trajo Andrea ven la televisión en el
office.
Ha subido Balbanuz a preparar la gran lubina a la sal que cenan ahora y la mayonesa. Una de sus sobrinas se queda con ella y ayuda a cambiar los platos, con ayuda también de Emilia en los momentos complicados. Realmente es casi autoservicio. Hay la lubina y un par de ensaladas. De postre tomarán ensalada de frutas con un buen kirsch que ha sacado Emilia del aparador que trajeron de Austria en uno de los últimos viajes de Matilda. Y también una tabla de quesos pasiegos y café y copas.

Jacobo y Andrea han perdido la gracia —piensa Fernando Campos mientras los observa sin dar él mismo apenas conversación durante toda la cena—. Hay una desfiguración corporal que acomete a hombres y mujeres una vez casados. A partir de los treinta, lo que antes se denominaba curva de la felicidad —reflexiona Fernandito— se ha convertido ahora, en estos tiempos de dietética, gimnasios y pilates, en una adiposidad de rebaba. Ninguno de sus dos hermanos está realmente gordo, pero la tripa de Jacobo monta el cinturón y se le caen ya un poco las nalgas a Andrea, que se está volviendo culona. Es verdad lo que dijo Antonio el otro día: cuando todos ellos eran jóvenes, niños, amaba a sus hermanos. El giro brusco vino después, al repartirlos Matilda por Europa con la mejor intención. Dejaron de quererse, de admirarse. Se interrumpió, sobre todo, la comunicación entre ellos. Con ocasión de la muerte de Matilda, Jacobo y Andrea, secundados por sus parejas, fingieron —en opinión de Fernando— un dolor que no sentían. Él, por su parte, Fernando, fingió no sentir ninguna emoción en los funerales. La testamentaría, cuyo contenido se conoció desde un principio, dejó satisfechos a los tres, aunque José Luis y Angélica, los cuñados, fruncieron los ceños al saber que él, un solterón, quedaba en igualdad con sus hermanos. ¿Por qué han venido ahora, precisamente ahora? —se pregunta Fernandito.

Al otro lado de la mesa ovalada, algo parecido se pregunta Antonio Vega, puesto que ninguna de las dos parejas parece haber venido al Asubio por un motivo definido: se diría que, viéndose acometidos por el largo fin de semana de Difuntos y de Todos los Santos, un gran viento estúpido les ha puesto en movimiento en dirección al Asubio como a hojas de papel de periódico. Pero esto, por supuesto, es inverosímil. No es concebible que se hayan presentado aquí con los automóviles, los niños, las criadas, precisamente en este largo puente, sin querer. Estas reflexiones hacen sonreír a Antonio Vega. Después de tanto tiempo de no aparecer ni por el piso de Madrid ni por la finca, y de telefonear muy de tarde en tarde, ahora, de pronto, eclosionan como cómicamente vomitados por intenciones y motivos que ellos mismos tal vez desconocen. Es posible que tengan alguna motivación que a su vez desconoce Antonio, pero la aparente falta de motivación es cómica de por sí.

A su vez, Fernando se ha situado también en el disparadero del sentimiento de comicidad controlada, que toma (enfriándolo, mecanizándolo bergsonianamente) a sus hermanos y sus parejas, ahí sentados en torno a la mesa ovalada, como objeto puro de contemplación. Lo mismo que Antonio, no acierta Fernandito a dar con una motivación concreta que explique la presencia de sus hermanos en la casa: Antonio Vega, por cierto, mientras amablemente da conversación a Angélica, sentada a su izquierda, ha decidido que, a la manera un poco tarumba de los Campos y de los Turpin, los chicos han vuelto a la casa paterna por amor filial. Es muy posible —decide Antonio— que Andrea y José Luis desearan llevarle los nietos al abuelo ahora que están tan risueños y charlatanes con tres y cinco años. Pero incluso el benevolente Antonio se pregunta: ¿Y los otros dos, Jacobo y Angélica, que no tienen, ni al parecer desean tener hijos nunca? Hay un aéreo entrecruzamiento informulado entre los pensamientos de Antonio Vega y Fernando Campos relativos a Angélica y a Jacobo. Jacobo Campos es, a ojos de su hermano pequeño, ahora, un objeto ridículo. Fernandito devana mentalmente lo ridículo como un sirope inflexible: Jacobito es ahora un padre sin hijos en la misma medida (presuntamente admirativa) en que su esposa, su Angélica, es una esposa conspicuamente yerma. El no-tener hijos por parte de esta pareja se representa en opinión de Fernando, como una vocación original: más aún: como un
touch of class
cuyo
esse
reside en su
percipi.
Sin ser percibida, esa decisión conyugal de no tener hijos carecería de entidad, y el matrimonio mismo, como una insignificante mesa abatible, se colapsaría de continuo a ojos vistas. Para que no se desmorone, ambos cónyuges, de común —y quizá semiconsciente— acuerdo, rechazan públicamente la maternidad/paternidad con la escandalizada energía de quienes rechazan públicamente un vicio. Dado que se trata de una representación cara al público, cuya finalidad es ser vistos como una brillante pareja sin descendencia, tienen que reiterar una y otra vez esta su decisión de permanecer sin hijos. Y lo hacen así porque al parecer, para ellos, no tener hijos es una prioridad con tanto peso específico como para otras parejas el tenerlos: un imperativo categórico en ambos casos, cuyo fundamento es convencional. El no-tener hijos, además —medita burlonamente Fernandito— ha ido, tras la muerte de Matilda (que tuvo hijos, pero omitió en parte su crianza), cobrando una entidad cuasifloral de tributo
post mortem:
en honor de las virtudes no-maternales de su difunta madre se proclaman Jacobo, él mismo y su esposa estériles voluntarios ambos, con la sencillez de un medallista olímpico que, a la vez que omite mencionar sus bronces, sus platas o sus oros, nunca nos permite olvidarlos a los meros mortales.

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