Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—¡Bah! Ya lo tenemos todo hablado.
—Sabes que no. Nunca decías eso antes, cuando hablábamos... ¿O no te acuerdas ya?
—¿Qué no decía?
—Que teníamos todo hablado. Eso sólo se dice cuando se deja de hablar casi del todo. Las parejas, los matrimonios..., lo tienen todo hablado y ya no hablan. ¿Nos pasa eso a nosotros, Fernando, a ti y a mí?
—¿Has venido a conmoverme? ¿No habrás venido a decirme que me echas mucho en falta, que echas de menos mi conversación? ¿No lo hablas todo con mi padre ya? No es que mi padre hable gran cosa, ni tampoco tú. Os comunicáis sin hablaros, en silencio, como putos ángeles, de especie a especie.
—¿Esto a qué viene?
Antonio se ha sentado en la silla situada ante la mesa-pupitre de Fernando. Es la misma mesa que tenía de estudiante y que Fernando hizo llevar al Asubio años atrás (Antonio no recuerda el motivo de este absurdo traslado, teniendo en cuenta que Fernando no pasa ya temporadas largas en el Asubio y menos en su cuarto). Sorprendido por el tono agresivo del chico, Antonio desvía la mirada y piensa que la mesa bien podría ser para Fernandito uno de los restos del barco de su juventud echado a pique, que rescata trayendo esta mesa a un lugar seguro, a la acogida del Asubio. Al fin y al cabo —se le ocurre de pronto a Antonio— toda la habitación de Fernandito exhala nostalgia: la Quinta del Buitre, la mesa, la colección completa de Salgan, de Bruguera, los libros de texto del colegio, unas cuantas fotos de fin de curso enmarcadas, las medallas de atletismo en un medallero. La habitación, que no se ha vuelto a pintar desde hace años, conserva el primitivo papel pintado original, los no muy sólidos muebles estivales de bambú, las paredes vacías verdean un poco con la lluvia de afuera. Hace frío en esta habitación. Hace mucho frío.
—¿No sientes frío? —Pregunta Antonio—. Hace muchísimo frío aquí.
—¿Tienes frío tú? Te enciendo la estufa.
Fernando enciende la estufa. Este gesto de encender la estufa cambia el tono tenso. Los dos se relajan. Y la lluvia se abalanza sobre los cristales como una significación repentina, como un impulso repentino, casi como un abrazo, y subraya el silencio interior, la verdeante juventud dejada atrás, la nostalgia como un garabato ilegible.
—¿Qué te van a decir en la oficina? ¡Te van a echar!
—¡Tengo la gripe...!
—Pero, ¿por qué? Es evidente que no tienes la gripe.
—Ah, ¿no?
—No. No sé qué tienes, pero no es la gripe.
—Tenía ganas de pasar unos días en la casa paterna, con mi buen padre. ¿Es eso más verosímil que un gripazo?
—Sería verosímil, estupendo, si no fuera porque...
porque no te parece verosímil, ¿es eso?
—Supongo que sí.
—Entonces te parece inverosímil el pretexto de la gripe para pasar unos días con mi buen padre, que se ha retirado, jubilado anticipadamente... ¿estás diciéndome que no soy un buen hijo?, ¿que resulto inverosímil en el papel del buen hijo?
—Fernando, de sobra sabes que no estoy diciendo nada de eso. He subido a verte porque llueve. Llueve y hace frío y he pensado que estabas solo y sobre todo he pensado que yo estoy solo. Y tu padre está solo y Emilia está sola y se me viene la casa encima. Y también porque estoy inquieto, porque tú y yo ya no hablamos como antes.
—Antes hablábamos más, ¿no? —murmura Fernando.
—Hablábamos mucho.
—Cuando tú viniste, me contabas cuentos. Y luego a Emeterio y a mí nos contabas cuentos a los dos, ¿te acuerdas de eso?
—Claro. Por eso he subido. Viéndote entrar y salir estos días, no parar en casa... No sé. Apenas me hablas. Como si no te acordaras del tiempo que pasamos juntos, Emeterio, tú y yo, y tus hermanos, y también tu padre.
—Emeterio se acuerda más que yo. Yo no tengo corazón. Cada vez tengo menos corazón.
—¡Bah, bobadas!
—Además tú te has puesto del lado de mi padre...
—Pero, ¿qué dices?
—Tú no me quieres ya. Emeterio sí. Por eso voy con él. Tú estás del lado de mi padre, el hijo puta...
—¡Ah, pero qué dices, Fernando!
—¡Ahí te duele! ¡Lo ves! Mi padre es intocable, todo lo que hace está bien. Te has puesto de su parte, por eso no hablo contigo, ¿para qué?
Antonio Vega tiene la impresión de estar acercándose a un punto verdadero, a una queja, que puede no ser, sin embargo, un punto de partida. Tiene una sensación de vértigo, como si se viera forzado a resolver un asunto que le desborda. Es verdad que está de parte de Juan Campos, pero no es verdad que eso signifique que está en contra de Fernando Campos. Esta formulación de Fernandito, además, le ha revelado una hostilidad que hasta la fecha sólo imprecisamente percibía.
—No sé de dónde sacas eso: no estáis de un lado tu padre y de otro tú. Es cierto que te encuentro raro últimamente, que me intranquiliza verte intranquilo, no sé, agresivo quizá. Y tampoco entiendo del todo a qué has venido. Entiéndeme: me parece estupendo que estés aquí, pero es como si a la vez no quisieras estar... Y el caso es que esta tarde no he subido a tu cuarto por ti, sino por mí. Me sen tía confuso y melancólico, con toda esta lluvia y esta casa tan solitaria. Y Emilia y tu padre tan apagados. Me gustaría hablar de todo esto contigo... si tú quieres. Además, acuérdate, tú y yo hablamos de los demás desde que eras casi un crío, cuando había dificultades, con tu hermana o con tu padre o tu madre, tú y yo lo hablábamos primero. Así que hoy he venido a hacer lo que siempre hice, lo que tenía costumbre de hacer, discutir estas cosas contigo.
—Ya no soy el que era, ya no tengo gana de hablar de nadie, ya no hay nada que hablar. Está todo acabado.
Ha parado la lluvia, esta lluvia del norte que no cesa, va y viene. Como si nos hablara, se acrecienta y decrece, a su aire, acompasándonos, dejándonos hablar e interrumpiéndonos, silenciándonos cuando es fuerte y volviéndonos elocuentes e íntimos cuando se debilita y parece borrarse. Ahora parece que la lluvia se ha borrado y es ya de noche o parece de noche, y la estufa eléctrica, que es la única luz de la habitación, deja en penumbra a Antonio y a Fernando en esta hora de confesiones y de milagros. Antonio piensa de pronto que hace falta un milagro para esclarecer el corazón y amansarlo, pero Antonio no cree en los milagros. No hay milagros —insiste Juan Campos—: en los milagros se cree porque no existen y a veces invocamos a los cielos, a los dioses, pero una invocación no es un acto de conocimiento y no nos dice nada acerca de lo invocado. Sería preferible
—dijo Juan Campos en una ocasión, cuando la muerte de Matilda era ya inminente— que pudiéramos acogernos a esa enraizada esperanza humana de que lo imposible es posible y sucederá silo invocamos. Por eso lo invocamos y nuestra esperanza se disuelve a cada invocación... Lo mismo que la lluvia —reflexiona ahora Antonio—. Parece haberse disuelto la lluvia, haberse callado para que podamos oírnos mejor Fernandito y yo.
—¡Pero tú eras brillante, Fernando, tan brillante, más listo que todos nosotros! ¡Juan cuánto te amaba! ¡Y yo mismo!...
—Ah! ¿Tú también?
—Claro. Yo también. Yo el que más.
Fernando está contento ahora. Siempre acababa ahí con Antonio, contento al final. La lluvia racheada arrecia y se ensombrece Fernandito de nuevo. La viveza del contraste entre la calidad ingenua del afecto que Antonio siente por él y lo que lleva dentro: su mala baba le hace palidecer y adensarse como la niebla una tarde de niebla ensordecida. [Y el caso es que en ese afecto cree Fernandito, como quien cree en la solidez de la tierra firme al embarcarse y salir a maganos un atardecer estival. Y detenida la motora sobre la sospechada balsa de maganos, el olor a gasolina impregna el aire en el interior de la motora mareándonos un poco.
Y el balanceo en mar abierta, la ondulación túrgida de las olas gruesas y redondeadas, profundamente azules como alcores, el chapoteo del choque contra el casco, el vaivén, la tierra firme, el espigón del puerto al regreso, la peligrosidad del mar y la certeza de la tierra firme a lo lejos.] Así que Fernando cree en el afecto profesado por Antonio, pero se le ensombrece el rostro, los ademanes se le ensombrecen al recordar el motivo que le hizo venir despendolado al Asubio la otra noche, el aborrecimiento impulsor que suma y multiplica todos los recuerdos desabridos, toda la negatividad hecha un pelotón, compacta y dura y brillante como las cagarrutas de las ovejas. Y Antonio advierte confusamente lo que sucede en su interlocutor. Y tiene la impresión de que hablar con Fernandito esta tarde es como agitar un pisapapeles nevado, de tal suerte que al invertirlo nieva sobre un pueblecito aterido y una vez retornado a su posición normal y posada la nieve y hundido casi el pueblecito en ella, clarificado el esférico cielo cristalino, puede volverse a pensar en los cálidos hogares y en los pucheretes donde murmura el sabroso cocido de alubias y el tocino reluciente. Por eso, ahora Antonio Vega vuelve a retomar la conversación que interrumpió, el hiato que dejó la lluvia, que dejó la ausencia, rellenar el vacío, el intervalo entre lo dicho y lo no dicho, lo pensado y lo impensable o todavía no pensado:
—Le haría mucho bien a tu padre que le llevaras a dar una vuelta en tu coche, que os bajarais los dos a Lobreña a tomar unas cañas. ¿Te acuerdas cuando bajábamos todos a Lobreña, vosotros erais todavía niños o casi niños y tomabais Fantas de naranja y limón y tú querías probar la cerveza y te dejaba yo beber de la mía un buen sorbo?
—Sí, me acuerdo. Claro que me acuerdo, pero también recuerdo que tú no tenías importancia. Daba igual lo que hicieras tú, que me querías, porque con tu afecto ya contaba y podía descontarlo. En cambio, no podía contar con mi padre.
—¡Pero sí que podías!
—No podía contar con mi padre. Le entretuvo durante un tiempo el que yo fuera vivo y listo y tramposo. ¿Te acuerdas que le divertía que le hiciera trampas jugando al parchís y a la brisca? ¿Te acuerdas de eso?
—Claro. Cómo no voy a acordarme: se reía mucho con tigo.
—Le hacían gracias mis maldades. Recuerdo que decía:
es igual que su madre, y yo era muy pequeño y, cuanto más le oía decirlo, más malo quería ser, más malo que malo...
—Eras un granuja, Guillermo el travieso. Eras Guillermo el travieso.
—Sí, tú nos leías aquellos libros de Richmal Crompton, ¿te acuerdas? Guillermo el conquistador, Guillermo el travieso. Yo hasta quise ser Matón-kikí, la niña traviesa de los cuentos de Celia. Todo porque quería hacer reír a mi padre, que me riera las gracias. Eso se acabó. Todo está acabado, ahora hay que dar a cada uno lo suyo, a eso he venido, a darle su merecido.
Antonio Vega siente un escalofrío. Ha anochecido.
Mane nobiscum Domine quoniam advesperascit.
Quédate con nosotros, Señor, porque atardece. Ya es de noche y la lluvia es ahora la noche retumbante, exigente, vengativa, que no comprende la cálida piel de los topos y de los ratoncitos de campo, que no siente los escalofríos de quienes sienten escalofríos, ni el malestar de quienes calados de agua se meten al asubio y encienden un fuego de encina, o las estufillas o los braseros de las camillas. La lluvia odia el fuego y el calor y la sensatez y el sentido común y corrompe la entereza de los corazones y enferma a los bebés, les acatarra. Y los gatos la odian: la odiosa lluvia virginal, alta y dura y monótona y viva y cruel y resplandeciente y tenaz, terca y tenaz, que cala los pudrideros de las tumbas, pulveriza los rasos de los ataúdes bajo tierra, anega el corazón insignificante y todas las referencias amorosas y el amor...
Fernandito ha contemplado a Antonio en silencio. La lluvia se ha hecho cargo de la habitación y de ellos dos. No han llegado a ninguna conclusión. Y Fernandito no se ha enternecido ni se ha abierto. Ahora dice secamente:
—Como ves, mi buen Antonio, tan pánfilo como siempre, no hay ninguna conclusión que sacar, no puedo ser convertido, transformado, enderezado, persuadido, dulcificado, recobrado, nada es recuperable ya, y el único sentimiento final, el único dato absoluto, es el rencor que siento contra mi padre y casi contra ti, aunque no lo parezca.
Algunas veces, en Estados Unidos, lesbianas, se lo preguntaron: ¿sois amantes? Ejecutivas guapas, delgadas, guasonas, con la ternura insólita de Lesbos insepulta en sus lencerías. Siempre lo negó. Nunca la creyeron. Se atormentaban en vano viéndolas juntas. Hubiera sido verosímil: a las agresivas
newyorkers
de Wall Street siempre les pareció inverosímil lo contrario. Y, sin embargo, fue la verdad. Matilda decía: nuestra imagen existe en la acción. Nuestra poética es la acción. Las dos amamos la acción. Como en su día la amaron los hombres, la vida activa, los negocios: ahora nos toca a nosotras. Y la acción es la escapatoria absoluta, la liberación de la mujer más profunda: estamos inventándonos en la acción. Ninguna definición, ninguna foto fija nos atrapará. Ninguna definición de papeles convencionales o no, ningún antecedente determinará lo que venga después. Nosotras inventaremos el después y, por lo tanto, también el antes. No somos nada tú y yo, sólo acción. Nuestra capacidad de actuar, de producir constantemente más y más acciones nuevas, ésas son nuestras seguridades nuestra seguridad nuestros títulos, nuestra cartera de valores. Y añadía Matilda Turpin: y esta imaginería tomada de la bolsa es, y las dos lo sabemos, certera y trivial, superficial claro está que sí. Una instantánea verbal de usar y tirar porque en la acción tú y yo acabamos siempre más allá, renovadas, relanzadas, a salvo de todas las teorías y enternecimientos de nuestras colegas lesbianas, de nuestros colegas machistas. Eran cosas que Matilda Turpin decía deprisa. Mientras hablaba de los asuntos que tenía entre manos, a la vez que calculaba las posibilidades de un negocio, las ventajas e inconvenientes de una inversión o sopesaba la confianza o desconfianza con que había que tratar a determinado individuo, circunstancialmente amigo o enemigo, en un préstamo sindicado, en un contrato a tres o cuatro o cinco bandas. Era una filosofía elemental. Como el pie de una foto, las headlines llamativas de un recorte del Financial Times. Todas las conversaciones entre las dos, que no eran de negocios, cobraban esta tonalidad circunstancial, accidental. Y, aunque Emilia, a lo largo de los años, había ido detectando curiosas repeticiones dentro de la agigantada variación en que llegó a consistir su sistema de vida, nunca se atrevió a ponerlas de relieve o en palabras, nunca le pareció oportuno discutirlas, verbalizadas, con Matilda, ni siquiera en sus momentos más íntimos. Y no había, bien mirado, momentos más y menos íntimos entre ellas: era más bien una intimidad reasegurada, afincada en la coincidencia de las intenciones de las dos. El entendimiento agente común. La ejecutividad profesional, la eficacia admirable. La radiante estela blanca del reactor remotísimo que describía en el firmamento, sobre las ciudades y las inmensas estepas del mundo, un rastro arcangélico. El mundo de Matilda y Emilia se dividía en dos partes: acción y contemplación o, dicho de otro modo, lo actuado y lo contemplado en su resguardado reino allá en España, en Madrid o en el Asubio. La fidelidad no se nutría de la memoria del pasado, sino del futuro continuamente instantáneo, una posesión perfecta tenida toda a la vez ante los ojos de la intención, en la acción. No había, por consiguiente, nunca miedo, temores, reservas o dudas. Matilda Turpin no dudaba nunca. Y Emilia aprendió a no dudar y a detestar las dudas y las vacilaciones. Matilda recordaba [y esto sí que era un recuerdo, que Matilda asociaba siempre con breve ternura a Juan y a los primeros días de su enamoramiento] unos versos de la décima Elegía de Duino [era un recuerdo verbal con comentario incluido —y Matilda siempre subrayaba que el comentario no era original sino literalmente una paráfrasis del comentario que hizo Juan cuando se lo leyó a Matilda por primera vez—]: Vosotras habéis salido del saber sombrío de las mujeres, de los apegos maternales, de los pañales y los gineceos y, sin negarlos, a la salida de este saber sombrío vosotras ascendéis jubilosamente a la altura de los ángeles afirmativos: que de los martillos de tu corazón, Matilda, ningunO golpee cuerdas blandas, dudosas o desgarradas. Éste era el texto, el comentario, el recuerdo de Juan y del exaltado noviazgo de los dos que dio lugar al matrimonio y a los tres hijos y, posteriormente, al gran despegue de Matilda, el gran vuelo aire arriba, firmamento arriba, ángel afirmativo, como un reactor poderoso un entendimiento agente que las incluía a las dos, Matilda y Emilia, y que nada negaba de lo dejado atrás porque no había cuerdas blandas o dudosas o desgarradas.