Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
Sorprendido por el texto de Hölderlin, Juan Campos ha seguido dando vueltas a la carta entera. Los párrafos siguientes son sumamente piadosos:
Yen verdad que lo primero
(el destino vulgar de Matilda)
conmueve tanto al alma más íntima como lo último. No es un destino tan imponente, pero sí más profundo, y un alma noble acompaña también a un moribundo semejante entre el miedo y la compasión y mantiene su espíritu levantado por la rabia.
Ciertamente, el espíritu de Juan Campos había permanecido durante toda la enfermedad y muerte de su mujer alzado por la rabia (pero también había rabia contra su mujer porque al acrecentarse la enfermedad, cada vez le rechazaba más). Osciló Juan entre el miedo al dolor y la compasión por su mujer: había sentido rabia contra el destino, la mala suerte, el azar amargo de los padecimientos cancerosos que se precipitan sobre nosotros inopinadamente: que no nos dan, en ocasiones, ni siquiera la posibilidad de presentar una lucha que nos ennoblezca: acogotados por la enfermedad como Matilda, nuestra muerte nos sobreviene, callada y oscura, desbaratando todos los horizontes y todos nuestros brillantes proyectos —desbaratando, sobre todo, en opinión de Juan Campos, la posibilidad de un retiro reposado, de un final feliz para una existencia laboriosa como fue la de Matilda y la suya propia—. La prematura muerte de su mujer había alterado toda la vida de Juan Campos y también, quizá irremediablemente, la vida de Emilia y de Antonio. El peso de estas reflexiones esta mañana inverniza se ha hecho de pronto demasiado fuerte. Juan Campos se levanta, apaga la radio, anuncia que saldrá a dar un paseo. Emilia les ha dejado ya hace un rato. Desde el comedor han oído en la grava el ruido de los neumáticos de su monovolumen, saliendo del jardín, alejándose en dirección a Lobreña.
Fernando Campos ha terminado también su desayuno hace rato. Ha permanecido inmóvil en su asiento, contemplando a su padre, que de pronto le parece bañado en la luz inverniza como un caracol que se recluye en su interior, como un animal introvertido, como un gato que da vueltas sobre sí mismo hasta que encuentra una posición adecuada en un sillón o en el lugar más estrafalario. Fernando ama a los gatos y ahora en estos momentos ama también a su padre al contemplarle aislado frente a una taza de café vacía en el comedor de esta casa de campo, tan inhóspita y a la vez tan acogedora, tan espaciosa, tan bella y tan antigua a la vez. Fernando siente el peso de toda esta casa que su madre nunca quiso acondicionar con las comodidades de la vida moderna, que carece de calefacción central y cuya instalación eléctrica retiembla y se cortocircuita los días de tormenta. Una casa de estufas y mesas camilla y fuegos en las chimeneas de los cuartos. A Fernando le ha sorprendido gratamente esta mañana —no puede negarlo— la transfiguración de su padre que, a medida que bajaba el volumen de la radio y hojeaba un grueso volumen que tenía entre las manos, iba como diluyéndose o achicándose, sumiéndose, como un galápago, dentro de su grueso jersey de lana: así, durante un largo instante su padre contempló fijamente la taza del desayuno, los platos, la cafetera. Da la impresión de estar en otro ámbito, hipnotizado. Y esto es lo que Fernando Campos más teme: que se le escape su padre por esa vereda ensimismada, ahí no sólo es inaccesible, sino que le desarma por completo. Se siente pequeño ante la figura ensimismada del padre, siempre un poco ausente.
—No te acompaño, estoy un poco acatarrado. Tengo la gripe —anuncia Fernando.
—¿De verdad tienes la gripe, Fernandito, hijo? Creí que habías puesto un pretexto para quedarte unos días más, cosa que celebro...
—Vale, ha sido un pretexto, pero también tengo algo de gripe. No te acompaño por eso. Me enfrié ayer en casa de Emeterio. Estuvimos por los acantilados. A Emeterio le encanta mi Porsche nuevo.
—¡Qué bien! Me encanta que estés con Emeterio. En fin, hasta luego...
Sale Juan Campos a la terraza y al jardín. Desde la ventana de la sala, antes de subir a su cuarto que da al otro lado de la casa, Fernando observa a su padre inhibirse, cohibirse, arroparse, alzar las solapas de su chaquetón marinero, calarse la gorra de visera hasta las orejas y perderse en dirección a la entrada del jardín, en dirección a la casa de Boni y Balbanuz, dispuesto quizá a darse un largo paseo por los acantilados que rodean el Asubio.
La violencia del tiempo. La lectura de la carta de Hólderlin le ha llevado a la frialdad heideggeriana que hace desaparecer el yo sustancial. El
dasein
es existencia y es experimentado por cada cual individualmente, cada cual experimenta el suyo. Y, sin embargo, no designa nada individual, sólo la existencia pura, que no es individual y que no es sustancia ni es cosa. ¡Qué poco heideggariano soy! —se dice Juan Campos—. Ha comenzado a llover, el sirimiri: paseará de todos modos hasta que la humedad cale el forro de su gorra de visera. Quizá una media hora en línea recta, en dirección a Lobreña, cuesta abajo. Quizá llegue a Lobreña y telefonee desde el bar, para que le recoja Antonio. Todo gira ahora alrededor de Matilda y su muerte y el sentido de la vida de los dos. Matilda era más heideggeriana que yo piensa no amaba los objetos de uso cotidiano. Existía con una energía de la que Campos nunca fue capaz. No dejó que nadie la detuviese, que nadie la cosificase. Matilda se desmaterializó. No amaba los objetos de uso ni el lujo, ni los elegantes bibelots que, sin embargo, Juan Campos secretamente atesoraba en nombre de Matilda para su propio deleite. Juan sí amaba este mundo sustancial, vulgarizado, del tiempo sucesivo, indefinido. Las cosas, los fugitivos cielos enramados de febrero en Madrid y de marzo. Amaba los cuadros barrocos que representaban jirones de Cielo, e incluso Watteau, con su irrealidad microscópica de vidas galantes en paisajes imaginarios. Pero también los paisajes de Patinir que revelan el mundo. Y amaba el Asubio, la casa de verano que Matilda heredó de su padre. La falta de comodidades del Asubio venía de su condición de finca de verano, como mucho estancia de fin de semana, refugio, asubio de los dos. Y también, cuando se hicieron mayores de los hijos (si bien procurando no coincidir nunca padres e hijos el mismo fin de semana). Fernandito es, quizá, quien más ama esta casa, este jardín. No se le oculta nada a Juan Campos en punto a su hijo pequeño (aunque ha sido incapaz de detectar su ambiguo deseo de venganza). Con tantas posibilidades económicas como llegaron a tener, lo lógico —en opinión de Matilda—, lo poético, lo contrario al sentido común, lo anti-común, fue no arreglar la casa, conservarla en invierno tan fría y vacía como en verano, soleada y nevada al mismo tiempo: que la lluvia del norte y los variables cielos grisazules entraran y salieran por las ventanas y cristaleras abiertas de las dobles puertas, sin visillos, con cortinas de cretona raídas ya con los años que no debían recambiarse nunca, ni siquiera lavarse o plancharse: así formaba parte de la emoción, de la apasionada vida de cosa entre las cosas, de cosa al alcance de la mano, toda la casa entera. El sirimiri se adensa y Juan Campos se acobarda un poco: ha caminado lentamente sin darse cuenta y ahora de pronto el adensado sirimiri le cala el cuero cabelludo, los bajos de los pantalones. No ha llegado aún, le falta la mitad, unos tres kilómetros para llegar a Lobreña y otros tres cuesta arriba luego, para regresar al Asubio. ¿No se le ocurrirá a Fernandito salir a buscarme? Me ha visto salir sin paraguas ni gabardina. ¿No se le ocurrirá venir a buscarme?
Fernando Campos no ha abandonado el cuarto de estar, ha observado el acrecentamiento de la lluvia, la ferocidad de pronto del sirimiri tupido como un prado de hierba fresca, como un campo de alfalfa, como un nutrido bosque de símbolos que le observan enemistados. El corazón enemistado. Mi corazón amargado. Odio a mi padre: iré a buscarle, no iré a buscarle. Y, de pronto de la parte de la cocina se oye el ruido de las puertas que se abren y cierran y entran Emeterio y Antonio: sonriente Antonio:
—Tienes visita, Fernando. Emeterio que se ha escaqueado del taller para venir a verte.
Y desaparece Antonio y ahí está Emeterio frente a él, calado de agua: su cuerpo poderoso quizá algo más carnoso en los últimos años. Huele a sudor y a grasa consistente. Fernandito se olvida de su padre. Suben los dos al dormitorio de Fernandito en el piso alto del Asubio. Al cabo de media hora Juan Campos regresa calado hasta los huesos a casa. Antonio _sabiendo de sobra que había salido de paseo sin gabardina ni paraguas y que se calaría hasta los huesos— no ha querido ir a buscarle. Es parte de la compleja vida en común que Antonio proteja a Juan Campos sin nunca protegerle.
El ser es lo más fiable
y
al mismo tiempo el abismo.
Antonio ha vuelto a su lado de la casa. En comparación con la cantidad de trastos valiosos que Juan Campos ha traído consigo del piso de Madrid, el lado de Antonio y Emilia resulta ascético. Al principio, la decoración (la no-decoración, que era el concepto que Matilda tenía de la decoración) era idéntica. Se repartieron los dos matrimonios el mobiliario estival del padre de Matilda a partes iguales. Ahora el lado de Matilda Y Juan ha cobrado una gran belleza histórica, casi museística, que incomoda un poco a Antonio Vega. Emilia introdujo a Antonio Vega en casa de los Campos. Antes, Emilia y Matilda se habían conocido en un gran banco madrileño, en la sección de créditos documentarios, donde Matilda hizo sus prácticas y donde Emilia trabajaba como auxiliar administrativo, con un contrato temporal. La diferencia de clase no fue un obstáculo entre ellas. Matilda estaba ya casada, intimaron de inmediato. Fascinó Matilda a aquella Emilia de veintiún años, tan oscura y tan inteligente a la vez. La sorprendía a Emilia que Matilda tuviese ya un hijo y que estuviese dispuesta a llevar adelante aquellas dos vocaciones, la familiar y la profesional.
—No podrás, te cansarás, lo dejarás.
—¡No lo creo —decía Matilda.
Emilia era ya de joven de pocas palabras, pero la amistad de Matilda la complació infinitamente: se sentía, no sólo valorada Como una competente empleada de banco, sino sobre todo admirada como mujer. Matilda la animó a arreglarse mejor, a vestirse mejor. Con Matilda se sintió por primera vez Emilia reconocida en un mundo en que las mujeres todavía tenían que luchar por su reconocimiento profesional lo que incluía su reconocimiento como figuras públicas en pie de igualdad con los hombres. La discusión que inicialmente las unió —aparte de encontrarse ambas mutuamente elegantes y guapas— fue la gran discusión del momento acerca del papel de la mujer profesionalmente competente que se ve desgarrada entre lo que Emilia llamaba
las babosas exigencias de la maternidad
y la afirmación de sí misma, la propia realización.
—Desengáñate, que serás siempre menos tú, casada que soltera. Serás media Matilda.
—Pero ya estoy casada —contestaba entre agresiva y divertida Matilda Turpin.
—Y te hundirás por ello. Jodiéndote viva acabará el matrimonio, como ha jodido a todas.
Este pintoresco lenguaje de chica macho, que salpicaba la conversación de la primera Emilia, cambió a medida que Matilda y Emilia intimaron. Matilda acababa de leer
El segundo sexo
de la Beauvoir en la edición inglesa, y las dos juntas discutieron apasionadamente los asuntos de ese libro admirable. A partir de ahí, Emilia se convirtió en un satélite de Matilda, una compañera inseparable. Emilia conoció por entonces a Juan y a Jacobito y asistió al embarazo y nacimiento de Andrea. Y dejó el banco. Fue una decisión repentina, arriesgada, apoyada enteramente en la confianza que Matilda le inspiró: «Quédate conmigo y me ayudas con los niños. Yo te doy un sueldo...» Pareció una insensatez, y Emilia, sin embargo, nunca vivió aquella arriesgada decisión suya como una insensatez, sino como una liberación. Matilda no tenía dudas y Emilia tampoco las tuvo. Emilia se volvió indispensable ¿Cómo aparece Antonio Vega? Ésta era una pregunta graciosa en opinión de Matilda. Matilda fingía, o quizá no fingía, no acordarse: quizá, en efecto, dada su disposición a sobrevolar la particularidad de los entes de este mundo (la economía que le gustaba a Matilda Turpin de joven era la macroeconomía, un saber abstracto donde los haya) no se acordaba de lo que nunca reconoció como existente hasta que lo tuvo encima, así que tal vez era sincera cada vez que se preguntaba cuándo diablos y cómo apareció Antonio Vega entre ellos. Emilia, por su parte, solía seguirle la corriente a su amiga y mentora en estos asuntos menores —un caso curioso de acomodación libre, sumisión libre si se quiere, de una voluntad firme a otra voluntad firme (porque Emilia era una joven de gran firmeza personal) sin merma de ninguna de las dos y sin esfuerzo y sin enfrentamientos—. Las dos, Emilia y Matilda, mantuvieron siempre que no había asuntos mayores o menores entre ellas, porque todo era siempre mayor, desmesurado, exaltante, y a la vez al alcance de la mano. No empequeñecido, sino ajustado a la voluntad de poder de aquellas dos mujeres que habían puesto su voluntad en la identidad, en la identificación mutua y noen la diferencia. Eran, pues, como un único entendimiento agente, una ejecutividad bimembre, una doble Voluntad única. Hasta la aparición de Emilia, todo esto había sido un irrealizable, un transvisible, para Matilda Turpin. Algo de esto había, sin duda, comprendido en la estrecha relación que mantuvo siempre con su padre: la identificación voluntaria, resuelta, el atrevimiento, la lucidez intensa, la unificación de la intención paterna y filial. Todo esto fascinaba a Matilda Turpin de adolescente y de joven, cuando acompañaba a su padre a lo largo del mundo, cuando pasaba horas y horas con él en el despacho de su finca andaluza ¡Os fines de semana invernales, o los veranos del Asubio!
Hombre sin embargo, Mr. Turpin, distraído por consiguiente, impreciso, dejaba insatisfactoriamente en fárfula una parte, la más enérgica, de esta unificación. Un hombre práctico, un hombre de negocios que se divertía con el talento natural para los negocios con la astucia, la mano izquierda con el maquiavelismo adolescente de la hija, y no llegaba a entender lo serio, lo deliberado, lo artificiosamente estricto de la intención filial. Así que las cosas quedaban siempre ablandadas al final, sin resolver del todo. Los afectos firmes sin cuajar del todo, la voluntad de identidad y de fusión de la hija. Con Emilia, en cambio, la gran empatía de las dos mujeres aún jóvenes se formó mutuamente, se tradujo simultáneamente a una sola voluntad desde las dos voluntades en acto. Así que, ¿qué papel cumplían ahí los hombres, Juan Campos primeros Antonio Vega después?