La fortuna de Matilda Turpin (2 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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III

Anoche se hizo tarde. Fernando se presentó sin avisar, a la peor hora posible. Antonio repasa las rápidas escenas de la noche anterior: así corregía años atrás las redacciones de Fernando, de Andrea y de Jacobo: la mala ortografía de los tres. De sobra sabe Fernando que su padre se apaga, literalmente, después de su cena, su
high tea
entre siete y siete y media. Se queda leyendo o dormitando ante la chimenea del cuarto de estar. Entre once y doce se va con un libro a la cama. Antonio encuentra esta rutina de Juan tranquilizadora. Él mismo cena también con Juan sobre las siete. Emiha, que solía ser muy de picar, ahora casi no cena: come anacardos y bebe whisky mientras ven la televisión los dos, Emilia y Antonio, en su lado de la casa. Llueve. Ha llovido toda la tarde ayer tarde. El Porsche negro parece haber atraído la intensa lluvia que rebota en los balcones y en las solanas. Se ha levantado el viento hurón que ahueca las tres chimeneas de leña de la casa. Antonio encendió anoche la estufa del dormitorio de Fernando Bonifacio telefoneó desde la casa de abajo para decir que Fernando acababa de llegar. Por eso Juan y Antonio le recibieron en la puerta. ¡Cuántas complicadas emociones se dan cita este mediodía que sigue a la noche de la llegada de Fernando Campo al Asubio! ¡Cuantas emociones entre si se tropiezan y congregan y disgregan este mediodía lluvioso, Cantábrico, de zarzas y de prados verdes llovidos, hundidos en la melancolía de la niebla y el mar, el rezo monótono del mar, la ira pedregosa del mar, la mar, entreverada con la vida y con la muerte! Matilda Turpin nunca tuvo dudas, y contagió su energía a Emilia: sin dudas vivieron las dos hasta la muerte de Matilda. Antonio repasa la noche de ayer y la vida anterior como quien corrige cuadernos escolares a la luz de un flexo un mediodía lluvioso, complicado, emotivo. Es mediodía, sí: un mediodía gris desencantado, que se levantó con niebla y ha seguido destemplado, desencantado.

Fernando Campos se sentía más valiente ayer noche conduciendo el Porsche por las Hoces, que ahora, almorzando frente a su padre en compañía de Emilia y Antonio. Hay algo sencillo, lineal, hermético, en la presencia física de su padre —en los prolongados silencios de su padre— y en su natural amabilidad para con todos, de siempre, para con el propio Fernandito, que hace difícil la agresión, que hace sobre todo difícil creer o mantener una situación tensa donde la agresión crezca como una rápida floración venenosa. Fernando Campos conoce familias en perpetua pelea, cuyos miembros —incluso queriéndose y no pudiendo vivir unos sin otros— parecen hallarse sin embargo en una perpetua excitación agresiva, una perpetua confrontación que a ratos roza el ridículo y a ratos la tragedia, aunque nunca lleguen a las manos y todo se reduzca a engarradas gritonas: ese infantilismo que Fernandito detesta. En ese ambiente, la provocación, la agresión, está agazapada siempre y puede actualizarse con cualquier pretexto. En su familia, en cambio, ya desde los tiempos de Matilda, desde los más tempranos recuerdos de la niñez de Fernando, nunca hubo peleas. Desde un principio, Juan y Matilda vivieron su matrimonio en un ensimismamiento ausente, como si, de alguna manera, las consecuencias de ese matrimonio, la vida familiar, los hijos, no fueran con ellos. ¿Y ahora qué?

¡Ahora era otra vez igual, sin ella, sin Matilda, sin la madre pero igual, otra vez lo mismo, como si se trazara la raya de una suma de sumandos odiosos! Fernando tiene la sensación de que no puede enfocar con claridad la escena, como si su padre, Antonio y Emilia fueran indefinibles. Y él mismo, que los contempla desde sí mismo, fuera, a su vez, un elemento alterador, un intercambiador que todo lo falsea, un falso, un falsificante
ego cogito
cuyo
cogitatum
fuese, desde la simple aprehensión hasta el juicio enunciativo, incapaz de precisión alguna. Algo parecido a una corriente de humildad le hace permanecer casi en silencio durante todo este almuerzo, por lo demás tan sencillo. Es la presencia de Juan Campos, el padre adorado, el más amado de todos los padres del mundo, el causante de una herida cuyo dolor no prescribe. Fernando Campos no acierta a enfocar con precisión la escena de este sencillo almuerzo en el Asubio porque su humillación, su herido narcisismo infantil no prescribirá nunca. Le amo, éste es el dato que Fernando Campos hace girar en su cabeza como la bola de una ruleta. Y desea dejar al azar de la giratoria ruleta nihilificadora la decisión de herir o amar a su padre. Ahí están Antonio y Emilia, tan iguales entre sí, tan comedidos como siempre, tan neutrales, no obstante haber intervenido tanto en la vida de Fernando cuando era pequeño. De los dos sintió celos Fernandito, de niño y de adolescente. ¿Por qué sus padres guardaron siempre las distancias con los hijos, y sin embargo nunca hubo distancias ni dificultades en su relación con Emilia y Antonio? Este mediodía lluvioso, tan triste, tan plano, tan del corazón desventurado —piensa Fernandito—, tan mío, que he venido aquí para odiar a mi padre y me encuentro, en cambio, asediado por los celos y descubro que le amo, que deseo abrazarle ¿Por qué mi padre no me arrastra consigo al interior de su alma, de su cuarto de estar, frente a su chimenea, frente al duro mar, pedregoso, mortal? ¿Por qué mi padre no me arrastra a su corazón y me acaricia y me ama? Yo entonces sería bueno, sería grandioso. Si mi padre me amara, llegaría a ser yo el que era desde siempre, el que nunca llegaré a ser, porque no me quiere, ni lo contrario.

A su manera lenta, minuciosa —un poco fría aunque afectuosa, delicadamente distanciada de lo que contempla e incluso de lo que desea—, reflexiona Antonio este mediodía lluvioso, una vez más, acerca del almuerzo de los cuatro en este Asubio sin Matilda Turpin. La familiaridad de la cocina casera: la merluza rebozada, la ensalada de lechuga y tomate sin cebolla, el queso de postre, un poco de fruta, un buen rioja, el café que se servirá más adelante frente a la chimenea del cuarto de estar... Lo interesante —piensa Antonio— fue siempre el ritual democrático de estos almuerzos y de estas reuniones. En tiempos de Matilda cada cual bajaba a hacerse su desayuno, su bacon con huevos y tostadas. Se mantenían costumbres inglesas: los
elevenses,
hacia las once de la mañana, tanto en el piso de Madrid como en el Asubio y tanto si Matilda estaba como si no estaba. La organización de todos estos rituales caseros corrió siempre a cargo de Emilia, de acuerdo con un protocolo estricto, aunque muy sencillo, que Matilda había diseñado: las dos parejas tenían que turnarse para guisar y para servirse y para trasladar los platos del aparador a la mesa. Había una cocinera y una doncella en Madrid, pero Matilda prefería no verse rodeada de sirvientes. La idea que Matilda se hacía de la vida, tanto en sus años de vida en casa como después, era desenvuelta: el mínimo servicio indispensable: todo el mundo, incluidos los chiquillos cuando crecieran, tenían que ser capaces de hacer de todo. Las relaciones entre todos ellos eran amistosas, fáciles, claras. Desde los primeros tiempos (cuando llegaron Antonio y Emilia a la casa), la sensación de vida resuelta, clarificada, sensata, presidía todo lo que hacían. Los dos, Emilia y Antonio, aprendieron a la vez, asombrados, divertidos, entusiasmados muy pronto, aquel modo de vivir de la pareja mayor, tan desenredado, tan ultramoderno, tan poco convencional o conservador. Ser una rica heredera parecía limitarse, en el caso de Matilda, a tener a su disposición una gracia más, una habilidad más, una atadura menos. Llegado aquí, Antonio no puede evitar esta tarde la huella insidiosa de la melancolía. Esta tarde de sirimiri, esta tarde sin significación precisa, esta tarde nulificante. Matilda fue el alma de todo esto, el alma de todos nosotros... Han terminado la comida. Los tres hombres paladean su oporto. A través de los cristales contempla Antonio el presuroso cielo invernizo del Asubio. Y no sabe cómo leer la presente situación: sólo sabe deletrear la creciente melancolía de la tarde.

Antonio contempla ahora a Emilia sentada frente a él entre Juan Campos y Fernando Campos, que quedan así, frente a frente, en esta mesa ovalada. Las mesas de todos los comedores de Matilda fueron siempre ovaladas. Detestaba las mesas alargadas, que le parecían provincianas, con su distribución jerárquica y sus dos cabezas. Esta contemplación de su mujer, cada vez más frecuente después de la muerte de Matilda, tiene esta tarde una peculiar agudeza: Emilia parece cansada. Es una mujer morena, muy delgada, elegante, alta, a quien Matilda conoció muy joven y convirtió en su secretaria particular. Emilia acompañaba a Matilda a todas partes. Al morir Matilda con cincuenta y seis, Emilia quedó desolada, y quedó, sobre todo —reflexiona por millonésima vez esta tarde Antonio—, mutilada, sin nada que hacer, sin ningún proyecto personal. Todos los proyectos personales de Emilia en vida de Matilda eran los proyectos de Matilda. Emilia quedó vacía, y sin embargo con una enorme cantidad de impulso todavía, que se ha ido desarrollando hasta la fecha. La verdadera hija de Matilda fue Emilia, no Andrea. La muerte de Matilda fue terrible, su particular muerte propia fue una agonía iracunda. El cáncer, la muerte, agarraron a Matilda muy joven todavía, con muchas ganas de seguir viviendo. Matilda no perdonó al mundo, a los demás, aquella su muerte prematura, que la hacía fracasar, que enturbió los últimos proyectos que tenía entre manos, porque Matilda Turpin se empeñó en seguir llevándolos personalmente cuando ya no podía preparar minuciosamente los negocios.

Emilia es ahora el movimiento residual, el resto de aceleración que dejó impreso en la vida de todos Matilda Turpm. Antonio no es un personaje reflexivo: es un hombre tranquilo que se encuentra a gusto desempeñando tareas secundarias en una familia, siempre que se sienta bien tratado: hizo las veces de chófer, de carpintero, de administrador, hizo sobre todo, durante toda la infancia y primera juventud de los chicos, el papel de tutor Se educó con Juan Campos, quien fue a su vez como un tutor para Antonio. Aún hoy día caracteriza a Antonio Vega una amable aceptación del anonimato, está contento con su vida, y estaría feliz si no fuera porque el deterioro de Emilia es cada día más visible.

Apenas han hablado durante la comida. Juan Campos suspira y se dispone a levantarse. Permanece sentado sin embargo, aún por un momento contemplando con una mirada entornada esta escena final del almuerzo en el Asubio que se incrusta en otros miles de almuerzos parecidos en presencia de Matilda. Las cosas son más fáciles ahora sin Matilda que con ella presente. Éste es ahora un pensamiento desolador. Pero Juan Campos no se enfrenta nunca cara a cara a la desolación, como si la desolación fuese un contorno, un margen difuso de la vida. Juan está a salvo de la desolación porque no la niega y por lo tanto tampoco la afirma. ¿Es entonces preferible esta Matilda ausente, muerta, deshaciéndose en la caediza memoria de todos los presentes, a una Matilda vigorosa, encantadora pero también fría, agresiva, poco atenta a los Pormenores de la vida que no le concernían directamente? Ha habido tensión en este almuerzo, pero no es por culpa de Matilda. Es sólo Fernandito que, quizá, ha venido sólo a pasar el fin de semana —sospecha ahora Juan sonriente —para perturbarme un poco. Emilia retira ahora los platos con ayuda de Antonio. Fernandito, sentado, bebe a sorbos su vaso de agua. Siempre se ha acogido al privilegio de ser el benjamín. Ahora Antonio, como si tratara de recapitular en una línea todo un episodio o toda una vida, piensa: esta casa se acabó con Matilda. Lo que queda ahora es la sombra, la cáscara de lo que fue. Pero se da cuenta Antonio de que decir esto es a la vez una falsedad, un absurdo: para bien o para mal, nosotros estamos aún aquí y nosotros Somos seres sustanciales. ¿Qué va a ser de nosotros ahora?

IV

—¡Qué coche más guapo! —dice Emeterio. Es mediodía del domingo, ha dejado de llover, hace frío, el Porsche negro sobresalta un poco en el paisaje verde oscuro frente a la casa que, construida en dos planos, de cara al mar la parte principal, presenta en esa fachada un solo piso y parece una casita baja, ni siquiera muy grande. Está cubierta de hiedra durante el verano, y en invierno (o como ahora a finales de otoño) tiene el aspecto desolado de las casas recubiertas con enredadera de hoja caediza.

—¡Bah, no está mal! —comenta Fernando Campos, que se estremece de frío en mangas de camisa. Emeterio lleva un buen plumas sin mangas y unas botas Panama Jack sin curtir. Es más o menos de la edad de Fernando, sólo que mucho más fuerte, hombros más anchos, y de pocas palabras. Fernando y él se conocen de toda la vida, jugaban juntos los veranos y las vacaciones de Navidad y de Semana Santa.

—¡No está mal, dices! ¡Te habrá costado ocho kilos o más! ¿Cuánto te ha costado?

—Por ahí.

—Entre una cosa y otra, nueve millones en la calle, cincuenta y cuatro mil euros. Es un coche guapo.

—¿Quieres que demos una vuelta? —pregunta Fernando seguro de que querrá. Se tomarán unas cervezas en Lobreña, harán cien kilómetros antes de comer, ida y vuelta.

Fernando entra en busca de un jersey y regresa en seguida—. ¡Hala, vamos!, ¿quieres conducir?

—No, tío, no hace falta, mucho coche para mí.

Abandonan la finca a buena marcha. Fernando observa de reojo a su fornido acompañante. Es la única relación de la comarca que ha mantenido en estos años después de la muerte de su madre. Emeterio se hospeda en casa de Fernando cuando va a Madrid.

—El ochenta por ciento de las piezas de este Porsche son nuevas —comenta Fernando por decir algo. Y añade—:

¡A ver qué fábrica se puede permitir cambiar tanto de un modelo a otro!

—¡Cómo se pega a la carretera, joder! ¡No se mueve! —murmura Emeterio.

Un error salir. Ahora no tiene arreglo —piensa Fernando mientras acumula detalles acerca del Porsche:

—Tiene 240 caballos y 3.200 centímetros cúbicos.

—Tendrá que tener buen reprís. Al fin y al cabo es un tres litros y pico.

—Ahora lo verás en la subida del Turbón. Ahí lo vas a ver. Pasa de cero a cien en cinco segundos y medio y se pone a 262 kilómetros por hora. ¿Qué te parece?

—Una pasada.

Un error salir —repite mentalmente Fernando Campos mientras acelera cuesta arriba hasta coronar la Peñalbarda y se dispone a descender después para demostrar el reprís de su coche en el ascenso del Turbón—. Un error salir, una vez fuera del Asubio nada es relevante. Por eso hablamos del Porsche. Ni siquiera —piensa Fernandito— nuestro pasado, de Emeterio y mío, tan legible aún para nosotros, es relevante fuera del Asubio. Aquí fuera, en el Porsche, somos insustancialmente iguales, la edad nos iguala, más ancho de hombros él que yo, más guapo, más frágil yo que él, más listo que él, como de críos, a los diez y doce y trece, cuando era verano y en estos mismos parajes montábamos los dos en bicicleta, cuando después me compraron la moto de motocross, tan ruidosa, vehemente como el amor imberbe. Nostalgia revirada.

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