La fortuna de Matilda Turpin (10 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Ya habíamos terminado, Antonio -dice Emilia—, mejor nos vamos y dejamos tranquilo a Juan...

—¡No os vayáis, estamos bien los tres aquí, a veces me siento un poco solo, echo de menos a Matilda yo también! ¡Quedaros y nos tomamos un whisky!

—¡Estupendo! —exclama Antonio, contento del giro que toma la situación.

No es la primera vez que se reúnen para tomar una copa (también lo hacían en los buenos tiempos con Matilda), después de cenar o en los días festivos. La relación entre ellos no ha perdido flexibilidad tras la muerte de Matilda, siguen comportándose como amigos, desempeñando cada uno su papel asignado en la casa. Lo único, sin embargo, que la ausencia de Matilda implica —y también ahora en este momento de la tarde— es un considerable grado de reserva o prudencia cuando se hallan los tres juntos: no referirse expresamente a Matilda y sobre todo a su muerte. Los tres sobreentienden (o cada uno de los tres supone que los otros dos sobreentienden) que Matilda está en ellos, en su memoria, en su corazón, en sus vidas, pero que su recuerdo debe permanecer en la reserva de cada cual. Sin duda, la reunión de esta tarde puede ser amable y flexible.

—Mejor yo me voy -dice Emilia levantándose—. Estoy un poco cansada, igual no me sienta bien un whisky ahora, mejor otro día...

Los dos hombres se han puesto de pie ahora para acompañar a Emilia. En su fuero interno Juan Campos se alegra de que esta reunión no se celebre: Antonio, en cambio, lamenta entre sí que esta reunión no se celebre. Están los tres mirándose indecisos: de pronto se abre la puerta del despacho. Entra Fernando Campos:

—¿No hay nadie en esta casa, joder? ¿Dónde os metéis todos? —exclama.

Antonio Vega piensa que Fernando ha bebido o está drogado: el taco, el gesto de Fernandito, son, a todas luces, desmesurados. Decide Antonio —como otras veces— hacerse cargo de la situación: al fin y al cabo, Fernandito ha sido siempre su pupilo.

—Estamos todos aquí, Fernando. Nosotros tres estamos siempre más o menos en los mismos sitios, Fernando, lo sabes de sobra.

El tono de Antonio Vega es sosegado, tutorial. Es también un tono afectuoso, nada paternalista. Fernando no le mira. Antonio añade:

—Íbamos a tomarnos un whisky con tu padre.

—Ah, muy bien, eso está muy bien. ¡También yo tomaré un whisky con mi buen padre!

Antonio está convencido ahora, al percibir el tono falso, declamatorio, de esta última frase de Fernandito, de que el chico se halla fuera de sí por alguna razón. Antonio vuelve a pensar en la bebida, o quizá ha fumado unos porros, aunque el porro más bien da sueño. Antonio da un par de pasos hacia Fernando y le empuja suavemente hacia el mueble-bar del despacho de Juan, donde siempre está enchufada una maquinita de hacer hielo y donde hay una jarra de agua y la soda. El despacho es amplio, y este mueble bar está en una esquina, así que a un lado quedan Antonio y Fernando y al otro lado, separados por unos cuantos metros, frente a la chimenea, Juan y Emilia. Antonio Vega les observa de reojo mientras conduce a Fernandito hacia el mueble bar. Al parecer Emilia se reafirma en su idea de retirarse. Juan la acompaña hasta la puerta del despacho, y ahí, Emilia fuera ya de la vista de Antonio, Juan dice:

—Tenemos que volver sobre todo esto más adelante, Emilia. Todo esto es, claro está, un misterio, tú me entiendes. No, no se puede decir que sepamos lo que hay o lo que no hay, ¿me entiendes?, después de la muerte. Todas nuestras conjeturas valen lo mismo. Quisiera hablarte de lo más consolador. Matilda está en nuestras manos ahora, está enterrada en nosotros, en nuestra memoria...

(Antonio no acaba de dar crédito a sus oídos. Se sorprende ante la irritación que Juan Campos le hace sentir de repente, al oír estas frases que, a pesar de los cinco o seis metros que les separan, son perfectamente inteligibles. Incluso sospecha Antonio que Juan Campos ha elevado deliberadamente la voz un poco, quizá con intención de ser escuchado por Antonio.) La escena [en su claroscuro de Emilia ya yéndose, invisible, al otro lado de la puerta del despacho y Juan Campos en apariencia visiblemente satisfecho del fraseo de su frase final, que cierra suavemente la puerta del despacho, que regresa a su sillón ante la lumbre, no sin antes haber indicado a Antonio y a Fernando que desea un whisky corto de whisky, y largo de agua y hielo] tiene, en su detallada microfísica, una coloratura de alta comedia benaventiana: una suciedad específica, como la brillante suciedad de las imposturas que sobresaltan a los pobres de espíritu, como Antonio Vega. Todo esto lo ha absorbido Fernandito como una sabia esponja. Siente que ésta es su hora malvada. Ha bebido esta tarde. Bajó a Lobreña temprano y almorzó allí un bocata y varios Gin-tonics para ir al encuentro, después, de Emeterio a la salida del taller y pasar los dos una larga hora en el coche, en los acantilados. Le ha gustado como siempre adueñarse de Emeterio. Hacerle olvidar la novieta de Lobreña con quien se aburre o dice que se aburre. Ha sido una tarde ambigua, a partes iguales dividida entre el afecto y el desafecto. Fernandito se da cuenta de que no podría vivir sin el cariño, un tanto inarticulado, de Emeterio. Y la verdad es que siente más celos de la novia de Lobreña de lo que deja ver. No es verdad que Fernandito haya dado vueltas por la casa buscándoles a todos. Acababa de entrar en la casa cuando exclamó esa frase con su
joder
impreso en ella como un escupitajo. Se siente endomingado de odio y bilis negra, colérico y dulzón como la imagen de una larga víbora. Eso no es él, pero lo imita a veces, como imitamos todos de vez en cuando el mal porque el bien ya está hecho o así nos lo parece en nuestras horas bajas. Por eso ahora cuchichea en el cándido oído de Antonio con la lengua empastada del curda vanidoso:

—¡Qué hostias andará diciéndola el cabrón! Miente más que habla, y tú le amas, tú, estúpido, ¿sí, o no? No quiero puto hielo.

—Vete a dormir la mona —le cuchichea a su vez cariñosamente Antonio Vega.

—¡No me iré!

Vaso en mano se acerca a la chimenea Antonio, con el whisky ligero de Juan Campos y el suyo propio. Le sigue Fernandito, que desearía estar incluso más bebido de lo que está. Ha bebido demasiado a lo largo de toda esta tarde, pero el amor de Emeterio y el friacho de la tarde le han barrido la ebriedad y ahora la finge: porque, sin ebriedad, lo que planea difícilmente puede ser llevado a cabo. ¿Y qué es lo que planea? El propio Fernandito no lo sabe, o, mejor dicho, es consciente de que planea causar a su padre un mal mayor que el cual nada pueda pensarse, pero no sabe cómo ejecutarlo o cómo verlo, y además, a poco que su padre, Juan Campos, se empeñara, perdería pie en el amor Fernandito y olvidaría todo el odio y se volvería dulceacuícola y se enternecería de puro amor filial. Pero Juan Campos no está en condiciones esta tarde de ocuparse de ese no muy complejo problema de Fernando Campos. Bastante menos complejo de lo que su hijo cree, porque se trata sólo de un deseo de ser aceptado y amado y no juzgado sino arrullado: una versión paterna y no erótica del amor de Emeterio.

Juan Campos ha regresado a su sillón. Antonio ocupa la silla que ocupó Emilia, y Fernandito se queda de pie, deambulando por la habitación. A ratos delante del fuego y a ratos —a fin de resultar ligeramente incómodo— pasea por detrás de los dos hombres sentados. Ahora queda detrás de ellos. Antonio Vega tiene la sensación de que la voz que les llega de un plano algo más alto que el que ellos ocupan es una voz pastosa, ligeramente deformada, como si Fernando hablara mientras mastica algo o tapándose un poco la boca con la mano:

—Aquí estamos los tres, y sobre todo aquí estáis vosotros dos, sentados par a par.
Juntos vuelan par a par,
juntos hablan par a par. Es bonito esto, ¿no?, como un diálogo platónico menor, ¿no dices tú eso, padre? A ti te lo he oído decir, seguro, que la filosofía es ante todo meditatio mortis. ¿Bien bonito, no? Y estás, sin embargo, rodeado de todos los lujos acumulados en ausencia de tu difunta esposa, para paliar su ausencia en primer lugar, y en segundo lugar para negarla. En la medida en que este lujo no es una propiedad de los objetos poseídos, tus elegantes estanterías, las alfombras, estos cuadros de paisajistas ingleses, o tu mesa de caoba con su sillón a juego, sino una cualidad de la posesión, el lujo te revela, te desnuda, en lugar de revestirte como tú quisieras y ocultarte...

—Bravo, Fernando! —exclama sosegadamente Juan Campos—. ¡Bravo! Por cierto, el lujo te descubre a ti también, te desoculta, ¿cuánto ha costado tu Porsche, por ejemplo?, ¿diez millones?

—¡Ajá, con que ésas tenemos! He aquí el vicioso ataque de Su Paternidad. ¿O debería decir de Mi Paternidad o de Tu Paternidad?

—¿A qué viene esto, Fernando? —pregunta Antonio Vega mirando al suelo.

—A nada. Estamos en una situación de luto y duelo, Una
meditatio mortis
donde las haya. Y yo medito acerca de los llenos que ha dejado mi madre al desaparecer, en vez de meditar acerca de los vacíos, que, puesto que no son, no pueden ser objetivados ante el entendimiento.

Ahora Fernando se aleja hacia la esquina del mueble-bar como si después de su rimbombante frase —como quien deja activado un explosivo— quisiera observar el efecto destructor desde una distancia de seguridad. Antonio Vega observa de reojo a Juan Campos, trata de decidir mentalmente si cambiar de conversación (aunque no cree que sea eso posible en el presente estado de Fernando) o retirarse él mismo del campo de batalla. Se trata sin duda de una batalla campal, en opinión de Antonio, que transcurrirá en estos términos abstractos que el propio Juan Campos utiliza con frecuencia y a los que Antonio Vega se ha ido acostumbrando con los años y que ahora Fernandito, con su admirable talento imitativo, imita para zaherir a su padre. No puede negar Antonio Vega que la utilización tan rápida y agresiva de esa semi jerga filosófica imitada del padre ha causado, a la vez que pena, admiración en sus oídos de hombre sencillo.

Que tu ojo sea sencillo,
esta recomendación evangélica se hace precisa aquí para salvar la situación, pero ¿acaso hay que salvar la situación? A su manera sencilla —nunca mejor dicho—, Antonio Vega intuye que, de momento al menos, ni él debe retirarse de la habitación y dejar solos al padre y al hijo, ni debe tampoco lamentar del todo que esta tensa situación se haya producido. No puede saber por supuesto cómo acabará. Es muy probable que se quede en nada, pero también es posible que, apoyados padre e hijo semiconscientemente, en la presencia muda de Antonio como en un firme subsuelo, puedan por fin hablarse cara a cara, confiarse mutuamente en esa dialéctica de la curación por la palabra que subyace en toda discusión familiar profunda, en toda conversación verdadera entre amigos, incluso en todo brusco choque de caracteres.

—Admirablemente bien utilizado este lenguaje filosófico tuyo, Fernando. Lástima que te sirva sobre todo para agredirme. Porque entiendo, por el tono de tu voz, que me hablas en son de guerra, ¿o no?

—Tengamos la fiesta en paz —dice Antonio Vega, que continúa mirando al suelo y sintiéndose inquieto y escalofriado, como si acabara de pescar un catarro.

—¡La fiesta en paz! —exclama Fernando-. ¡El sueño de todos los cobardes: la paz: la más estéril de todas las ilusiones, la paz:
la paz os dejo, mi paz os doy.
No creo que mi madre nos dejara la paz o nos la diera nunca. Nos dio siempre la tabarra, por eso, al final, os aborreció a vosotros dos, los dos cobardes, que sólo esperabais, cohibidos, que desapareciera para recobrar la paz que nunca os dio y que no merecéis!

Se abre una pausa. Como silos tres a la vez, y la habitación misma, se quedaran sin aliento y necesitaran recobrar la respiración. En esta pausa, Fernando sólo es capaz de regocijarse por lo que considera el gran efecto desestabilizador de sus palabras: ha colocado un ingenio explosivo, que ha explotado, y ahora tiene ocasión de observar sus efectos, pero no puede del todo observar sus efectos, porque justo al terminar de hablar, se ha sentido a la vez asustado por sus propias palabras. Al fin y al cabo Fernando ama a Juan Campos: si no le amara, no podría odiarle al mismo tiempo. Pero no quiere y no puede retroceder: siente que no debe desdecirse, puesto que cree que ha dicho la verdad. Por otra parte, también siente haber herido de paso a Antonio Vega, en cuya rectitud, al fin y al cabo, se apoya: la vehemencia de Fernandito, todo es vehemencia ahora en Su corazón: a esto ha venido, a hacer explosión, a reventar la paz paterna, el refugio. Pero no puede del todo querer la violencia que quiere. De tal suerte que, sin querer, se vuelve hacia Antonio Vega, que, acurrucado en su asiento, le mira con los ojos muy abiertos, sin reproche y sin aprobación, como nos miraría un animal doméstico que nos viera con sus inteligentes ojos celestes, sin saberse él mismo inteligente o humano. A su vez, Juan Campos ha pasado de la perplejidad a la ironía y a un cierto regocijo —no muy distinto del regocijo de Fernandito— ante la explosiva situación. Casi se siente remozado, reanimado y, por un instante, como recién duchado después de desayunar, un poco en plena forma, si es que cabe aplicar esta imagen a un personaje como Juan Campos:

—Vamos a ver, Fernando, no voy a defenderme de lo que a mí me acusas, aunque por supuesto es muy injusto que acuses de lo mismo a Antonio, que siempre ha sido tu mejor amigo y que siempre nos cuidó a todos, incluida tu madre, como a su familia. Pero sería idiota y trivial no recordar que la enfermedad destruyó el alma de tu madre mucho más y mucho antes que su cuerpo. No, no tuerzas el gesto. La enfermedad transformó a tu madre en una extraña para sí misma. Nada de lo que dijo, pobrecilla, en sus últimos días puede serle tenido en cuenta, porque no era ella la que lo decía: era el temor, el horror, el sufrimiento físico en que vivía. La enfermedad altera a los seres humanos, los vuelve locos. Tienes que recordar que además tu madre estaba totalmente medicada: la quimioterapia por un lado, la morfina por otro, los somníferos... Al final era una pavesa, no un cuerpo humano, no un alma humana, casi no nos reconocía, yo creo...

—¡A ti sí te reconoció según tengo entendido! ¿Te insultó o no te insultó? —exclama Fernandito.

—Sí, me insultó... Nos insultó a todos, pobrecilla.

Fernando Campos, de pronto, gira en redondo y sale del despacho dando un portazo. Juan Campos contempla fijamente el fuego, que resplandece sin significación alguna, como el fuego congelado en una pintura realista, tal vez el fuego de una pseudochimenea americana con imitados troncos iluminados por una oculta bombilla eléctrica, que imita las vacilantes llamas. Antonio Vega una vez más mira al suelo, abrumado por la escena, sin saber qué decir, y también —justo es decirlo— un poco avergonzado por el recurso de su amigo y tutor, el noble Juan Campos, a la locura como una explicación a la actitud de Matilda Turpin. Antonio Vega no se atrevería a censurar en voz alta a Juan, pero teme que recurrir —en su respuesta a Fernando— a la locura o el trastorno mental de una enferma terminal —con ser, en opinión de Antonio, quizá verdadero— sea, no sólo contraproducente e inválido para calmar a Fernandito, cuya angustia, ahora, de pronto, Antonio Vega, entiende claramente y hace suya, sino también una impostura.

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