La fortuna de Matilda Turpin (5 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Yo adoro a Juan, éste es el dato más claro de mi vida. Hijos no, marido sí, éste es el lema de mi vida, pero, ¿y tú?

—Para mí todos los hombres son accidentales, no me casaré nunca. Y, por cierto, ¿qué me cuentas de tus hijos?, ¿qué pasa con ellos?

—Nada. ¿Qué va a pasar? Es natural que tenga hijos, ¿no? Es irreprochable. No son una carga.

Y sin embargo Emilia hizo sitio a Antonio Vega, aquel joven guapo que la trataba con admiración y deferencia. Se conocieron en el banco, donde también Antonio era auxiliar administrativo en la sección de créditos documentarios. Charlaban junto a la máquina del café, en los pasillos. Tomaban cañas a la salida. Antonio fue arrastrado por Emilia antes de que ninguno de los dos se diera cuenta. Salieron varias veces juntos Emilia era virgen entonces. Antonio parecía amarla en paz, dejándola tranquila echando hilo a la cometa del alma enérgica de Emilia. Aún no eran ni siquiera novios cuando Emilia presentó a Antonio Vega al matrimonio Campos. Antonio era un muchacho sencillo y perspicaz. Matilda, y quizá más todavía Juan, establecieron entre la joven pareja una relación indisoluble, los casaron por decirlo así. Antonio continuó en el banco un par de años o tres hasta seguir a Emilia a casa de los Campos. Juan Campos se acostumbró a Antonio Vega, por analogía quizá con la relación establecida entre Emilia y Matilda. Una vez establecidas las dos parejas, no volvieron a cuestionarse ninguno de los cuatro el origen de ambos emparejamientos. ¿Y por qué no? Porque formaba parte integrante de la voluntad de coincidir, la voluntad de nunca disentir, la voluntad de no quebrar o quebrantar lo constituido indisolublemente. Es difícil saber a estas alturas si fue el carácter de los cuatro individualmente considerado, los cuatro distintos caracteres, lo que se intercaló entre sí sin fisuras, o si la voluntad de intercalarse indisolublemente precedió a lo intercalado e hizo que velozmente alcanzaran su configuración final, la forma unificada que llegaron a tener en resumidas cuentas.

Antonio Vega está intranquilo. Le intranquiliza la presencia de Fernando en la casa y le intranquiliza la creciente introversión de Juan Campos. Haberse traído consigo tal cantidad de objetos de valor, que tapizan ahora el Asubio, le hace sentirse alerta: como si los objetos, las cosas, se le hubieran vuelto a Juan andaderas para una vida que no sabe cómo continuar. Realmente, no está haciendo nada en el Asubio -piensa Antonio—: es sólo un retiro, un apagamiento del mundo exterior, sale de paseo con regularidad por los acantilados pero no contempla el paisaje, sino que lo recorre cabizbajo, con una lentitud que recuerda los andares de una persona de mucha más edad. La otra intranquilidad de Antonio Vega es Emilia. Transcurrido ya un año largo de la muerte de Matilda, Emilia no ha tomado ninguna iniciativa, o ha vuelto a hablar de ningún proyecto propio: se ha plegado a un imaginario papel de ama de llaves que será casi innecesario en esta casa donde sólo estarán ellos tres la mayor parte del año. Y no resulta fácil para Antonio comunicarse ahora con Emilia. Siempre se aron, en la cercanía y en la lejanía. Los años del despegue de Matilda, sin embargo, la separación física al menos, fue una dificultad. Pero no una dificultad insalvable. Lo Único que realmente cambió con la muerte de Matilda es que ahora, en la casa, apenas hay actividad alguna. Mientras vivieron en el piso de Madrid y Juan tenía aún sus clases, esta inactividad era menos visible, también en una ciudad como Madrid había más recados, incluso más visitas. Juan salía más a la calle. Pero ahora, en el Asubio, está a punto de producirse un efecto de clausura, una mónada sin puertas ni ventanas, porque el campo y el paisaje invernal son galerías que conducen la conciencia hacia sí misma. De pronto Antonio se descubre a sí mismo como bajo los efectos de una anestesia local en la silla del dentista (como quien percibe gigantescas operaciones indoloras efectuadas en sus encías, taladros de un torno implacable que le harían gritar y que apenas son una fuerza sorda próxima al paladar al borde temblón de la lengua): así la intranquilidad de Antonio Vega está hecha en parte de la excesiva tranquilidad que parece envolverles. De pronto ninguno de los tres parece dispuesto a tomar iniciativa alguna. La presencia de Fernandito, a mayores subraya la falta de iniciativa de ellos tres, con repentizadas iniciativas juveniles que consisten en su mayor parte en pasar el día con Emeterio, o dar vueltas con el Porsche por los alrededores o almorzar y cenar en casa de Boni y Balbanuz. Y Fernandito —en opinión de Antonio Vega, una opinión que reconoce en parte viciada— hace las veces de un testigo indeseado, un contemplador frío, un juez extranjero que juzgará lo que sucede en la casa. Fernando Campos hace, en opinión de Antonio, que todo cuanto sucede en la casa, todo cuanto no sucede, resulte más anómalo, más solitario, más intranquilo que si sólo los benevolentes ojos de Antonio Vega lo vieran.

VIII

Esta noche Emilia está sola en su lado de la casa. Está sola y recuerda cómo empezó todo. Es, en realidad, un momento tranquilo, equivalente a la suspensión de un dolor intenso y continuo a consecuencia de un calmante. La emoción rememorada en calma hace las veces de calmante ahora. Tiene Emilia la impresión de que sus recuerdos de lo que sucedió al principio, las personas de entonces, el Antonio de entonces, el Juan de entonces, Matilda misma, se suceden en su conciencia con la precisión, distante y próxima a la vez, de ciertos sueños. Emilia no está muy segura de ser capaz, por sí sola, de calificar esta nítida remembranza de ahora. Tiene la impresión, sin embargo, de que una ordenada sucesión de imágenes alejadas pero también clarificadas, se presentan ante su conciencia: tiene una sensación de transcurso, como se tiene cuando soñamos: tiene la impresión de que asiste mentalmente a una historia que le resulta familiar —no obstante algunas variantes curiosas e incomprensibles— y que equivale más o menos a lo que siempre ha sentido por los primeros tiempos de su relación con Matilda y con la familia Campos. Emilia no es especialmente reflexiva o intelectual y, por lo tanto, su relación con el propio pasado recuerda un poco los relatos de la gente de campo (de hecho, Emilia tiende, en conversaciones con Antonio, a asegurar que sus recuerdos son precisos: lo aseguraba también en vida de Matilda, a veces discutían por eso). Preguntaba Matilda con frecuencia: ¿cómo fue esto o aquello? Por ejemplo ¿qué le regalamos a Andrea cuando cumplió doce años?: Emilia siempre estaba segura de poder decir con toda exactitud en qué consistió ese regalo. Era porfiada en esto de la memoria y propensa a proceder con una cierta terquedad pueblerina si Matilda o Antonio o Juan le discutían la exactitud de su rememoración En una ocasión, Juan declaró: es casi imposible que te acuerdes, Emilia, digas lo que digas... salvo que hayas tomado notas, hayas registrado lo que ocurrió en un diario. La memoria modifica todos sus contenidos constantemente. El olvido es el dato más indiscutible de nuestra memoria. Juan propuso esto con una cierta vivacidad: mantuvo con vehemencia que el pasado personal era esencialmente modificable y la prueba estaba en que, confrontados los recuerdos de cualquiera de nosotros con una hipotética relación cronológica, siempre se descubría que la memoria era infiel. Juan añadió en aquella ocasión que éste era un punto filosófico trivial pero comprobado una y otra vez: los recuerdos son construcciones que se hacen desde el presente hacia atrás y nunca son exactamente fieles. Emilia guardó respetuoso silencio en aquella ocasión, pero tomó esta declaración de Juan muy a mal. Le dijo a Antonio por la noche: Mira, con todo respeto, Juan se equivoca. Dice eso de la mala memoria porque él tiene muchas cosas en la cabeza. Pero nosotros no. Ni mi madre ni mi abuela tenían gran cosa en la cabeza, casi no pasaba nada nunca: lo poco que pasaba lo recordaban palabra por palabra. Yo lo mismo. A Antonio le sorprendió esta declaración sobre todo porque Emilia rara vez hacía referencia a su pueblo un pueblito en los Picos de Europa, en la raya con Asturias, de donde había salido para estudiar mecanografía y contabilidad en Madrid y preparar la oposición al banco. Esta noche, Emilia no está discutiendo ya nada con nadie, y mucho menos con Juan. Se siente como anestesiada, como quien se ha desvelado y vuelve a quedarse dormido Y sueña con nitidez una escena muy punzante y precisa que le recuerda escenas de su vida pasada. Tiene la sensación de que lo representado oníricamente sucede de verdad fuera del sueño. Así Emilia esta noche, durante un largo rato —por algún motivo Antonio, que ha pasado la velada con ella como de costumbre, se ha ausentado, quizá le ha llamado Juan como hace a veces—, está sola, entrecerrados los ojos, recuerda cómo fue al principio. Y lo que recuerda está, por de pronto, dotado de la evidencia imbatible que corresponde a una percepción actual: parece que está volviendo a verlo: Emilia entró en el banco con un contrato temporal de seis meses para una campaña de verano en el departamento de cheques de viaje. Vio el cielo abierto. Fue considerada una chica muy despierta, mucho más que sus otros compañeros y compañeras del mismo contrato temporal: creyó que al final de la campaña le ofrecerían un contrato indefinido. Emilia tenía un poco de pie en aquel banco porque uno de los conserjes era hermano de su madre e iba algunas veces, los domingos, a comer a su casa. Al cabo de los seis meses se acabó el contrato y Emilia se quedó en la calle. Se desconcertó mucho porque no creyó que mereciera ser despedida y también porque había creído que los jefes, el apoderado de cheques de viaje, los otros jefes y oficiales del departamento, la estimaban mucho. Todos, a decir verdad, lamentaron que tuviera que irse. Pero no estaba en su mano hacer nada. Las decisiones relativas al personal contratado venían de personal, de la Central, y eran inapelables. El único consuelo fue que Emilia entró a formar parte de una lista y le aseguraron que estaba una de las primeras (era, al parecer, un listado por puntos). Quitando la familia del conserje, no conocía a nadie en Madrid. Se colocó en uno de los turnos de un Burger King, un mal turno que empezaba a las ocho de la tarde y duraba hasta las dos de la madrugada. Ahí aguantó como pudo. Volvieron a contratarla en el banco al cabo de seis meses. Volvió a ilusionarse. Y el contrato se terminó sin que le hicieran uncontrato indefinido. Entonces conoció a Antonio Vega. Entonces, también, se encontró con Matilda, que hacía sus prácticas en el banco. Dio la casualidad de que pasaron casi un mes en el mismo departamento en créditos documentarios. Matilda recorría los diversos departamentos del banco y todos los compañeros sabían que era una chica rica, que estaba aprendiendo el oficio desde abajo. Matilda y Emilia se cayeron bien. Emilia quedó fascinada: ésta es la sensación de verosimilitud, la sensación de verdad, la impresión de evidencia actual que la remembranza de Emilia ha cobrado de pronto esta noche: nunca había conocido una criatura como Matilda. El
glamour
de Matilda le pareció a Emilia una cualidad mística de su nueva amiga: no dependía de sus bien cortados trajes, de la habilidad con que hablaba en inglés o en francés, indistintamente, del sentido del humor o de la rapidez con que aprendía los intríngulis del negociado todos aquellos créditos de importación y de exportación los Incoterms, el tedioso papeleo. Su habilidad para redactar los teletipos que luego se alineaban como cómicos lacitos por orden de urgencia en una mesa para ir siendo enviados a sus destinos, los célebres
ticker-tapes.
Matilda parecía haber nacido en medio de todo aquello. Estaba de buen humor todo el tiempo. Nunca Emilia había conocido a nadie igual. Pasaron los seis meses y Emilia tuvo que volver a la calle. Matilda continuó en el banco todavía. Se reunían a tomar café algunas tardes. Entonces fue cuando hablaron de Simone de Beauvoir, de los proyectos de Matilda. Fue entonces cuando Emilia manifestó su desesperación ante aquella precariedad laboral, que la reducía a la condición de mano de obra casi sin cualificar, sustituible en cualquier momento por cualquiera a la que podía ilusionarse con promesas laborales que nadie después tenía el poder de cumplir. Siguió saliendo con Antonio que era ya auxiliar administrativo. Cuando Matilda terminó sus prácticas embarazada de Jacobo, su primer hijo, Emilia estaba cesante una vez más. Y Matilda le ofreció un puesto en su casa. Tendrás que ayudarme en todo, hacer de todo. Tendrás que fregar y que lavar y que planchar, más o menos igual que yo. Es un puesto en el servicio doméstico lo que te ofrezco, Emilia, dijo Matilda con toda claridad. No tienes por qué considerarte atada a este empleo. Tómalo como un sustituto ligeramente menos estúpido que el Burger King. Emilia no lo dudó. Y sucedió que aún cuando pasados seis meses esperaba ser llamada de nuevo, cada vez se sentía menos inclinada a cambiar el considerable trabajo de la casa de los Campos por el trabajo temporal en el banco. Sucedió además que en esa tercera ocasión no transcurrieron seis meses sino diez meses. No vale la pena, Matilda, me quedo contigo, dijo. Y las dos se echaron a reír. Transcurrieron así algo más de tres años. Para entonces —e impulsada por Matilda— se creó una especie de noviazgo entre Emilia y Antonio. Matilda no tuvo nunca dudas: estaban hechos el uno para el otro. Y Emilia tenía que reconocer que Antonio era un chaval majo desde todos los puntos de vista. Era guapo, era tranquilo, era muy trabajador y la quería. Pasaban juntos los fines de semana. Emilia se acostumbró a considerar a Antonio su pareja.

Esta noche Emilia sonríe sola, entrecerrados los ojos, la viveza de esa casi percepción actual le hace sonreír. Y Emilia recuerda ahora con gran intensidad que el sentimiento Predominante de aquellos años fue la gratitud y la admiración por Matilda. Matilda le pareció una criatura celeste, libre de todas las babosas adherencias de lo celestial o de lo fabuloso de lo ilusorio: Matilda tenía la claridad de las cosas reales, de las personas auténticas, de las amistades duraderas y profundas. Y estos sentimientos de Emilia fueron calando lentamente en Antonio Vega que tenía buena fama en el banco, era un buen auxiliar administrativo, con muy escasas posibilidades de hacer carrera, ni siquiera al más modesto nivel, en el banco. Hacen falta cuatro trienios para ser oficial primero eso son doce años, declaró un día Antonio. Era un domingo por la tarde. Estaban sentados a la mesa de la cocina del piso de Madrid, Emilia, Matilda y el propio Antonio. Juan trabajaba en su despacho. Era esa pausa entre las seis y las siete de la tarde que precedía al momento de bañar y acostar a los niños. El piso de los Campos en Madrid tenía, por aquel entonces, un vigoroso aire de
nursery
y de campamento juvenil. Juan Campos trabajaba en sus cosas y no ayudaba nunca en los trabajos de la casa, Matilda y Emilia lo hacían todo. Emilia consideró que aquellos años fueron los más felices de su vida. Y Antonio fue, poco a poco, viéndose envuelto en el circuito bien humorado de la vida de las dos mujeres y los tres niños. En otra ocasión repitió Antonio como reflexionando en voz alta: con suerte dentro de doce años seré oficial primero. Y los tres se echaron a reír, Antonio el que más. Y exclamó: ¡qué carrerón llevo! Por ahí empezó Antonio a considerar que un destino posible sería emplearse él también en casa de los Campos. ¿Pero para hacer qué? La cosa quedó en suspenso.

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