Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
Paran en un recodo de la carretera desde donde se asoman a los acantilados neblinosos. Resplandece apagado el mar plomizo como un espinazo mutante. ¡Cuánto tiempo ha pasado, qué poco tiempo ha pasado! Han salido los dos del coche y se han sentado juntos en el capó contemplando el gran fondo marítimo. Fernando se vuelve y contempla con descaro a su amigo.
—¿Qué miras? —pregunta Emeterio.
—Te miro a ti. Que no me quieres ya.
—Bah. ¿Ya estás con eso?
—Te echaste novia y echarás tripa dentro de nada. Ya sólo te intereso yo por mi coche.
—Ya sabes que no.
Esta última respuesta, tan sosa, agrada a Fernando, le hace sentirse otra vez joven y lleno de energía. Siempre se sentía así con Emeterio cuando salían a pescar en su fueraborda, a bañarse a la Playa del Inglés. Recuerda esas largas tardes festivas, aislados en el verano marítimo, en el extremo de los arenales y las dunas, demasiado alejadas y ásperas para ser visitadas por los turistas al uso. Allí se bañaban desnudos y después, al volver, la cena en casa de Boni y Balbanuz, los padres de Emeterio: un buen filete de vaca con huevo frito y patatas fritas. No verla televisión después, sino subirse al cuarto de Emeterio a contemplar su colección de coches en miniatura. Tienen la misma edad, a los dos les ha simplificado la vida: a Emeterio hacia una cierta inarticulación, a Fernando hacia una excesiva articulación analítica de su existencia y sobre todo hacia una voluntad voluble de venganza, esta voluntad que le ha traído este fin de semana al Asubio y que ahora, sentado frente al acantilado con Emeterio, le resulta de pronto inverosímil. ¡Qué inverosímil querer vengarse de un hombre como Juan Campos!
—Lo bueno se acabó hace mucho tiempo. Lo bueno nuestro —dice entre dientes Fernando.
—Ya.
—¿Sólo eso? ¿Ya? ¿Eso es todo lo que sientes? No te da pena. Te da igual.
—No me da igual.
—Si no te diera igual, se notaría. Yo lo notaría. Si te diera pena, yo me alegraría.
—¿Ah, sí? ¡Qué hijoputa!
—El mismo.
—Has cambiado tú más que yo —dice Emeterio tras una pausa durante la cual Emeterio sonríe. Nunca pudo Fernando no sentirse conmovido ante esta sonrisa tímida de Emeterio.
—¿En qué he cambiado yo? —pregunta Fernando Campos. Este juego de preguntas y respuestas les ha servido a los dos estos últimos años para comunicarse sorteando el sentimentalismo. Es sobre todo Fernando Campos, el mís articulado de los dos, quien impone esta esgrima en ocasiones hiriente, pero también en ocasiones conmovedora y dulce. Emeterio siempre se ha plegado a la vehemencia de su compañero.
—Tienes un coche de la hostia, nueve millones para pagarlo, ¿a que lo has pagado al contado?
—Así es.
—Lo ves, te compras un coche así y no tienes letras. La vida te sonríe. La puta vida te sonríe a ti, no a mí. En eso has cambiado.
—¿Vas a echarme eso en cara?
—Ya sabes que no.
—¡Me lo echas en cara! —repite Fernando porque sabe que la verdad es lo contrario y le gusta oír esta monótona cantinela del sincero amor de Emeterio.
—Ya sabes que no.
—Entonces, ¿por qué te has echado novia?
—¿Qué tiene eso que ver?
—Tiene que ver que no me quieres.
—Sí te quiero.
—No me quieres.
—Bah! Corta el rollo. Y, por cierto, menos nos quieres tú a nosotros. Dice mi madre que has llegado ayer y no has ido ni a verla. ¿Eso qué?
—No quiero encontrarme con tu puta novia... Perdona. No he querido decir eso.
—Sí has querido. Da igual... Mi madre quiere verte. Ahora volvemos y vamos a verla.
Es hora de comer. No han comido. Tienen hambre los dos. Vuelven a casa de Emeterio. La maldita novia no estará, de sobra sabe Fernando que no estará. No han hablado nada más durante todo el viaje de regreso. ¡Balbanuz es tan buena cocinera! Sus ricas albóndigas con patatas fritas. Y la ternura de la casa, que desde niño fue su casa. Frente por frente, a lo lejos, en lo alto, la casona del Asubio, silvestre, montaraz, no civilizada, no familiar en su familiaridad cuadrada cubierta de hiedra, seca ahora, como garras, engarmada en las garras de la hiedra en la alta distancia del acantilado contra el cielo friolento. Por eso no ha querido nunca que el amor fraternal apasionado que le unió a Emeterio desde niños y que le une a él hasta la fecha, se tintara con lo de Madrid, se tiñera del colorete de la nadería madrileña que Fernando Campos conoce tan bien y que odia, sobre todo cuando se deja vencer por ella. Ahora es el resumen. Han visto durante un buen rato la televisión con Boni y con Balbi y como de jóvenes se han subido al cuarto de Emeterio a tumbarse en la cama y a charlar. La cama era grande para los dos de pequeños, la cama en verano era un barco fondeado en el puerto de Lobreña en la noche, con sus luces de posición girando alrededor de su anclaje, con las mareas de todo el día y de la noche. Ahora la cama se les ha quedado pequeña para los dos juntos. Durante un rato los dos, tendido uno al lado del otro, contemplan el techo en silencio. Luego cambian de posición. Fernando se Sienta en la butaquita desvencijada de entonces. Todo lo que es de entonces es de ahora también. Sólo que multiplicado por mil, como el amor de los niños: mil veces mil, un millón.
Es domingo por la tarde ya. Se han hecho casi las seis de la tarde. ¿Y la venganza? ¿Dónde ha quedado la venganza? ¿Va a quedarse Femando Campos otro día más? ¿Dedicará todo un día a vengarse? Caer en la cuenta de que aún no nos hemos vengado, ¿no es en el fondo no querer vengamos? El verdadero vengativo bascula en el líquido amniótico de la venganza, que le nutre. Nunca cae en la cuenta, porque sólo cuenta la venganza constante, ejercitada o no, recordada u olvidada momentáneamente pero siempre tenue y tenaz como un cordón umbilical. Así que es posible que Femando Campos, que piensa en vengarse de su padre, sólo desee ser amado y cualquier gesto de amor paterno le tranquilizaría y eliminaría el infantil sentimiento de abandono. Pero no hay, no ha habido quizá nunca —al menos que Femando recuerde ahora— desdén u hostilidad tampoco por parte de su padre. Sólo una benevolencia blanda, distante, como la que se presta a un asunto menor. No ha habido hostilidad, luego no ha habido ofensa o motivo para la venganza. ¿Qué hace entonces Fernando Campos aquí? ¿A qué ha venido? Han vuelto a tumbarse los dos, uno junto a otro en la cama. Emeterio le empuja bruscamente, amistosamente, como entonces. Casi le tira de la cama. Luchaban así de jóvenes en la cama o en el jardín, empujándose; era una vida hermosa. Esa hermosura le hizo olvidar que sólo había disfrutado en la vida del amor vicario de Boni y Balbi y del amor imposible de Emeterio, y que ahora ni siquiera tiene eso del todo. Piensa que el domingo se ha pasado, que tiene que volver a Madrid, y su padre queda indemne, al asubio, porque Fernando tiene que volver a Madrid.
Ya es lunes. Fernando Campos no ha regresado a Madrid. Ha llamado por teléfono fingiendo una gripe virulenta. Esa llamada telefónica ha tenido lugar a primera hora del lunes, antes de las ocho de la mañana. La noche anterior, tras tomar la decisión de quedarse al volver a última hora al Asubio de casa de Emeterio, habló con un amigo del departamento para que, con independencia de la llamada oficial, hablara con el jefe, muy bien dispuesto por lo demás a hacer la vista gorda en el caso de Fernando. Una gripe son nueve días: tres, seis, nueve. Así que hay tiempo. Ha bajado a desayunar después de la llamada telefónica y se ha encontrado con su padre terminando de desayunar, que escucha las noticias de Radio Nacional. ¿Y ahora, qué? Lo mismo que la tarde de su llegada, ahora la presencia física de Juan Campos es demasiado punzante para que Fernando esté en condiciones de reactivar su deseo de venganza. Así también todo el día de ayer, todo ese domingo en compañía de Emeterio y en casa de los padres de Emeterio, ha dulcificado a Fernando Campos. Emeterio, ahora, con su creciente fortaleza corporal ocupándose de Fernando todo el día, teniéndole en casa de Boni y Balbi, representa para Fernando el bien: una cierta clase de bondad accesible, humana, enternecedora. Y disuelve, por lo tanto, lo opuesto a esto: los sentimientos congelados la rabia sofocada e insepulta el resentimiento como un verdín. Su padre le sonríe, baja aún más el volumen de la radio hasta volverlo casi inaudible, le sirve una taza de café. Emilia entra en el comedor y le pregunta si quiere tomar huevos o bacon o ambas cosas, pero Fernandito no desea tomar nada. Emilia se sienta entre los dos, comenta que bajará al pueblo a hacer las compras de la semana. La rutina enunciada anima el rostro de Juan Campos. Él mismo hace algunos encargos: papelería sobre todo y los periódicos que hayan llegado a Lobreña.
—Fernando va a quedarse con nosotros —dice Juan.
—Ah! Estupendo —responde Emilia, que es amable pero no muy habladora.
Fernando comprende que esta estampa rutinaria es lo que ha de romper si realmente desea vengarse de su padre. Una estampa hogareña, tranquila, a la hora del desayuno, con ese punto (desde siempre un poco desasosegante, por cierto) de Emilia desayunando como una más de la familia entre Fernando y su padre. Pero también este mismo desasosiego, como una corriente de aire, como un escalofrío momentáneo, forma parte de la familiaridad de la casa paterna: Emilia y Antonio siempre han estado ahí, en Madrid o en el Asubio e incluso de viaje cuando los tres hermanos eran adolescentes y viajaban en grupo, con sus padres y con Antonio y con Emilia —un grupo muy divertido, tiene que reconocer Fernando ahora— a ver el arte precolombino de México, o a navegar por la orilla argentina del Río de la Plata, que le recordaba a Matilda el turbio mundo de
El Astillero
de Onetti. Ese perceptible, aunque diminuto, grado de inverosimilitud determinado por la presencia familiar de Antonio y Emilia en su extrañeza de pareja, en medio de la familia propia que siempre sorprendió a Fernandito Campos, presente ahora también este lunes de otoño en el Asubio. Y quizá —rumia Fernandito— fue este sobresalto de la extrañe en la familiaridad, este oír hablar a Emilia y a su padre confeccionando amigablemente la lista de la compra (¿encontrará Emilia pescadilla gorda en el mercado de Lobreña para hacer merluza rebozada este mediodía?), esta rutina benevolente de personas que me aceptan pero que no me aman, fue lo que me arrojó fuera de esta casa y de estas vidas. El asunto, ahora y siempre, es el mismo —decide Fernando Campos—: que aquí estoy de más. El agravante —añade Fernando mentalmente— es que a simple vista no lo estoy, mis padres nunca me lo hicieron sentir así, ni siquiera se dieron cuenta del efecto que en mí causaban: siempre estuve de más en mi propia casa y sólo yo lo supe siempre, ellos mismos, los culpables ni siquiera se enteraron: ¿no es éste el origen del resentimiento?
Juan Campos ha terminado de desayunar hace rato y, con el pretexto de las noticias de la radio, cuyo volumen ha reducido hasta volverlo casi inaudible, observa a su hijo de reojo y piensa a través de Matilda, en sí mismo y en este definitivo retiro en que se halla. ¿Qué hace Fernandito aquí? ¿A qué ha venido? Juan no adivina el deseo de venganza, sólo una oscilación entre el amor y el odio que le desconcierta. Ahora que en esta familia ya ha sucedido todo lo esencial —piensa Juan Campos— ahora que todo está consumado y todo, en cierto modo, dicho, definido y cerrado, ahora que él mismo desea con todas sus fuerzas reducir al mínimo el nivel del dolor y el amor, ahora irrumpe en la conciencia la desazón del hijo pequeño y _por qué no reconocerlo?— también una desazón propia casi informulada, que estos días ha creído ver reflejada en un texto de una carta de Hölderlin, citada por Arturo Leyte en su
Heidegger. Se trata, en conjunto de una auténtica tragedia moderna
(se está refiriendo Hólderlin al
Fernando o
la consagración al arte de Bóhlendorff, de 1802). Este texto se le ha clavado en la memoria y lleva dándole vueltas desde que compró el libro de Leyte en Madrid a finales de septiembre. De inmediato asoció el texto a la muerte de Matilda Turpin. No acaba de saber por qué:
Porque esto sí que es lo trágico entre nosotros, que nos vayamos del reino de los vivos calladamente, metidos dentro de una caja cualquiera, y no que, destrozados por las llamas, paguemos por el fuego que no supimos dominar.
[Al leer esta frase, de inmediato pensó en Matilda. Su muerte, una vez acontecida, puede resumirse así: un callado irse del reino de los vivos metida dentro de una caja cualquiera: Matilda fue estricta en esto, en sus últimos días. No quiso un funeral católico. No quiso familiares ni amistades en casa o en el crematorio. Quiso como mucho los de siempre: Emilia, Antonio, Juan. Ni siquiera los niños. Todo fue interior entonces. Matilda entró en el interior y quedó dentro de dentro. Le horrorizaron siempre los duelos, las afueras del duelo. Le hizo prometer, tan pronto como se sintió enferma, que se atendría a este mandato y Juan Campos se atuvo a este mandato: metida dentro de una caja cualquiera fue trasladada al crematorio e incinerada en presencia de Emilia, de Antonio y del propio Juan Campos. Se creó, por supuesto, entre los parientes y sobre todo entre las acaudaladas amistades de Matilda, banqueros, hombres de negocios, políticos incluso, familiares ingleses de los Turpin, un considerable revuelo: obedecer los deseos de Matilda costó muchas llamadas de teléfono y muchas molestias al viudo. Pero en todo ello se comportó con la sequedad y la discreción con que siempre se había comportado en todo lo relativo a la vida pública y social de su mujer. Finalmente, gracias a su marido, Malucha Turpin tuvo la incineración, el final callado, anónimo, que creía merecerse.] El caso es que Matilda había desaparecido calladamente en una caja cualquiera. Y, sí, como dando la razón a Hölderlin, no había muerto destrozada por las llamas y el fuego de una vida como la Suya que no supo dominar, sino que la mató un vulgar cáncer de mama, diagnosticado demasiado tarde. No fue consumida por las llamas del fuego que Matilda había encendido... ¿qué fuego encendió Matilda? ¿Y es cierto que no supo dominarlo?
Esta mañana de otoño, tensa de pronto con la muda y sombría presencia de este guapo hijo menor, tan brillante, tan indescifrable ahora, Juan Campos se pregunta por el sentido de la vida de su mujer. El fuego que Matilda encendió, ¿no fue su pasión por los negocios su deseo de participar y triunfar en el inmenso escenario global del mundo de las finanzas internacionales? Los negocios de Matilda Turpin, su agilidad negociadora su sexto sentido para las
leverage byouts
ése fue el fuego que encendió, era un fuego ardentísimo, que fascinó, con reservas, al propio Juan Campos. Comparado con su reposada existencia de catedrático de Filosofía moderna, el mundo de Matilda representó el fulgor de la vida, pero también en parte —pensó siempre Juan— la vitalidad banal de los hombres de negocios: Matilda se sometió gustosa a una sistemática negación del ocio y casi del amor y casi del placer o los placeres menores, familiares, para alzarse con el triunfo. ¿Supo o no supo dominar ese fuego? Ésta es una pregunta nueva en la vida de Campos. Mientras vivió Matilda, Juan pensó que su mujer dominaba no sólo su propia vida sino también la vida de Juan y la de sus hijos. El descerrajamiento repentino del cáncer también, al principio al menos, pudo leerse en términos de lucha y de dominación: hasta muy al final, Matilda luchó ferozmente contra su decadencia física y pareció que dominaba la propia muerte organizándose una incineración austera. Y, sin embargo —pensaba Juan— no fue capaz de armonizar del todo los dos lados de su vida, la privada y la pública. Cuando el mayor se acercaba a los diecisiete y Fernandito a los trece, antes incluso de esas fechas, dejó de interesarse por ellos. Dulcemente, por supuesto, sin herirlos, dándoles todas las ventajas económicas y sociales de su posición les dejó atrás.