La fortuna de Matilda Turpin (26 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Allá tú, pero yo no me metería en líos —dijo Juan Campos.

En aquel momento Matilda deseó fulminarlo. Pero se calló. Y pensó: ¿y por qué no meterse en líos, por qué confiar en un administrador, por qué no tomar el mando en un mundo que, además, ella misma conocía muy bien? Había, a mayores, en aquellos años una inverosimilitud agresiva en el hecho de que una mujer casada, guapa y rica, se metiera en negocios. Meterse en negocios era cosa de hombres. Pero, por supuesto, Juan no se opuso frontalmente al proyecto de Matilda: adoptó una actitud complaciente, la apoyó. Y Matilda sintió una punzada de compunción cuando Juan la apoyó en un proyecto que a todas luces no le satisfacía, Juan, de hecho, sin referirse al fondo del asunto, sí lo hizo mediante referencias a los niños y a él mismo: te voy a echar de menos si estás siempre de viaje. Matilda no podía negar eso. A los seis meses de iniciarse en la sociedad de su padre, Matilda empezó a preparar una operación apalancada en una zona de almacenes del sur de Londres: el negocio consistía en comprar todo y pagarlo con una parte de lo que compraba, para luego venderlo con un beneficio. En esa zona se prefiguraba ya el intenso desarrollo inmobiliario que tendría lugar en la década final del siglo XX.

Sí. Juan Campos apoyó definitivamente a su mujer, y a la vez se retrajo. Y ocurrió —y Matilda vivió esta ocurrencia conyugal como un secreto fracaso de su sincero amor por Juan— que mientras que el apoyo le parecía redundante (puesto que su decisión era firme y una oposición violenta por parte de Juan no hubiera quebrantado su voluntad de ocuparse de los negocios paternos), la retracción le dolió mucho. Comparada con el apoyo, la retracción era casi insignificante. Pero no era del todo invisible: venía a ser como un repentino alfilerazo, una piedrita en el zapato. El apoyo era continuo, la retracción discontinua, pero el apoyo era redundante y la retracción era, en cambio, cruel. Aceptar lo inevitable, al fin y al cabo —pensaba Matilda—, formaba parte del esquematismo espiritual de Juan, la resignación. Amar lo inevitable era otro asunto. Matilda descubrió que a la hora de dar el salto proyectante que iba a cambiar su vida conyugal, los negocios (por muy difíciles y arriesgados que le parecieran y que, en efecto, eran) le asustaban menos que esta su propia dolida reacción a la retracción de su marido. Es puro narcisismo, pensaba Matilda acusándose. Mi padre me reía las gracias, incluso las que no tenían gracia, y ahora quiero que Juan haga lo mismo. Siempre he necesitado un público que me admire, ser querida. ¿Y no es esto natural? —se defendía, argumentando todo ello consigo misma—. No podía, por otra parte, fijar del todo los términosde esa sutil retracción de Juan. Lo único que realmente podía hacer era compartimentar su conciencia y no pensar en Juan cuando pensaba en los negocios, cosa que hacía con éxito. Pero una vez en casa, los fines de semana, con las llamadas urgentes que filtraba Emilia, los negocios no se le iban de la cabeza y se entrecruzaban con la retracción de Juan. Y lo curioso es que la parte más hiriente de esa actitud no se manifestaba en las observaciones negativas que Juan hacía del mundo financiero. Juan había empezado muy pronto a recordarle a Matilda que la especulación financiera es una actividad amoral, cuyas acciones se valoran y cuyo acierto se demuestra sólo a través del balance final. Este argumento irritaba a Matilda, que no se sentía del todo aludida por esa crítica, sobre todo teniendo en cuenta que Juan disfrutaba a diario de las ventajas obtenidas por la especulación financiera. Ésos eran, al fin y a cabo, ataques frontales en los que Manda podía contraatacar, ¿en qué consistía entonces la retracción? Era una merma de calidez, como si nada en la nueva actitud de Matilda pudiera satisfacerle por completo. Era una merma de la simpatía. Tenía a veces Matilda la impresión de que fatigaba a Juan sobremanera la vivacidad de la nueva actividad de su esposa. Como si se le obligara a leer algo en un momento en que ya leía otra cosa, como si se le obligara a cambiar de conversación o a interrumpir una cadena de razonamientos. Y ciertamente, las cosas que Matilda contaba, apenas guardaban relación con las elaboradas investigaciones de Juan en torno al idealismo alemán y, últimamente, también en torno a Bradley, el neohegeliano inglés. Y a la vez —dado que Matilda tenía la cabeza ocupada en sus negocios— iba leyendo con menor atención las separatas que Juan publicaba en la
Revista
de Filosofía
del Consejo.

Juan Campos cerró la intención. Dio una extraña orden de parada a la vida conyugal que implicaba la aceptación del hecho consumado del despegue de Matilda, más su implícita retracción (quizá ilusoria y debida sólo a un remusgo de culpabilidad en Matilda) y una vuelta de tuerca más en su dedicación exclusiva al idealismo alemán y a Bradley. Esto de Bradley había empezado siendo casi sólo un
hobby:
en parte iniciado para practicar el inglés —que leía ya con relativa facilidad, pero cuya pronunciación le levantaba dolor de cabeza y que, por lo tanto, se negaba obstinadamente a hablar— y en parte como una, en apariencia inocente manera de separarse de sus rudimentarios colegas de la facultad que, uncidos aún en los ochenta a la tradición aristotélico-tomista del franquismo, habían saltado (porque habían aprendido a leer en alemán) al caudaloso Hegel para no volver jamás a ver la luz del sol (en opinión de Juan Campos). A la pálida luz oxoniense del sol neohegeliaflo, se sentía seguro Juan Campos. Y también distinto, en su torre de marfil, cada vez más marfileña. Hasta ahí había llegado Juan con, a su vez, el beneplácito —también redundante de Matilda y una correspondiente retracción analógica de Matilda, relativa a la importancia de la Historia de la Filosofía y su investigación erudita. ¿Estaba cerrado el caso? ¿Qué más había en este asunto que no habían los dos agentes conyugales considerado en detalle? Cualquiera lo sabe: había los niños. Y quien primero descubrió que en la estructura familiar tradicional, además de los cónyuges, hay los críos fue Juan. De pronto Juan descubrió el gran error de Matilda, su talón de Aquiles,
the tragicflaw,
el error trágico: los niños. Desde un punto de vista especulativo los hijos, la prole, son -qué duda cabe— la esencia del matrimonio. ¿Qué es el matrimonio heterosexual sin hijos? Un estéril campo subjetivo sembrado de sal. Cualquier moralista católico hubiera podido decírselo a Matilda. Lástima que Matilda fuera agnóstica. Su agnóstico marido Juan Campos (quién que es no es agnóstico en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid?) descubrió a los niños,
los vio
por vez primera cuando Matilda dejó de verlos a diario y se limitó a verlos una vez por semana o una vez cada quince días, arrebatada por el ángel de la prisa, el ángel de los negocios, las permutas, los apalancamientos, los dividendos, la actualidad bursátil más rabiosa. ¿Y los niños qué?

De los niños —designados así colectivamente, los niños— hizo Juan un argumento que se caracterizaba porque del mismo no se seguía conclusión ninguna. Era un argumento equivalente a una cadena sin fin, equivalente a un diagnóstico supuestamente preciso que no condujera a una curación. Un diagnóstico puesto entre paréntesis, dado que no implicaba que se tomaran medidas para curar la enfermedad diagnosticada que no podía, bien mirado, considerar- se ni siquiera una enfermedad, sino más bien el enunciado de un estado de la cuestión, cuya descripción minuciosa parecía ya, por sí mismo, la curación de un inexistente enfermo: una argumentación circular cuya brillantez y agudeza hacían daño a la vista y subsistía en el mundo intencional común del matrimonio sin aplicación posible:
los niños,
al fin y al cabo, no se encontraban, gracias a Dios, enfermos sino sanos, vivos y coleando. Y
diagnóstico
era una mera metáfora del argumento, que era, a su vez, una mera metáfora de la discusión, que era a su vez una metáfora narrativa de la vida conyugal. ¿Necesitaban los niños una madre en casa? ¿A partir de qué edad es dispensable una madre? ¿Y un padre? Era evidente que Matilda había cumplido con su obligación maternal durante dieciocho años consecutivos, secundada desde una posición paternal, es decir, distante, por Juan: los niños hablaban bien inglés, chapurreaban bien francés, habían hecho cursos de vela y de equitación aquí y allá. Eran guapos los tres y, por añadidura, Fernandito era brillante. ¿Qué más podía pedirse? Era, asimismo, evidente que Andrea y Jacobo, con dieciséis y diecisiete años respectivamente, habían heredado de los Turpin una sensatez mundana que les blindaba contra toda crisis posible. En su momento, terminarían las carreras o, en su defecto, Andrea se pondría de largo, se echaría novio, Jacobo se echaría novia: ambos, desde cualquier punto de vista, serían buenos partidos. Se habían acostumbrado además a los internados europeos a los veraneos ingleses. Eran niños bien nuti-idos y sensatos, ¿qué más podía pedirse? ¡Ah, argumentaba Juan, pero esta misma sensatez, esta
matter-offactfless,
¿no daba, en criaturas tan jóvenes, algo de miedo, incluso mucho miedo? ¿No se estaban volviendo sólidas criaturas burguesas sin el menor encanto? ¿Cómo no iba a necesitar Andrea que una madre le contara tiernamente
the facts of life?
Por algún extraño motivo, Juan Campos tendía a sembrar este argumento suyo de términos extranjeros, generalmente anglosajones, como si el hecho de ser incapaz de hablar la lengua le arrastrara fatídicamente a trocearla en palabritas y giros como los personajes de buen tono de las novelas de alta sociedad del padre Coloma. En cuanto a Jacobo, Jacobo no presentaba el menor problema. Jacobo era liso y llano y carente de imaginación hasta tal punto que ¿no era de temer que transcurrida la dulce adolescencia se acartonara y engordara por incapacidad de imaginar un proyecto ilusionante? ¿Dónde mejor podía ejercerse la fértil imaginación vital, social, de Matilda Turpin que en esta tarea de desacartonar y adelgazar _psíquicamente hablando— a su primogénito? Y por otro lado estaba Fernandito —un caso aparte—. No tenía Juan el menor miedo de que se acartonara Fernandito, o no supiera a qué atenerse en todo lo relativo a los preliminares y las consecuencias de la vida sexual. En todo esto, Fernandito estuvo al cabo de la calle ya a los catorce. Hasta tal punto era despierto Fernandito, en opinión de Juan Campos, que pensar en él quitaba el sueño. A diferencia de sus hermanos, no corría Fernandito el menor peligro de incurrir en ninguna sensatez, ni circunstancial ni de por vida. La insensatez, la imaginación, la fantasía desbordante estaban garantizadas en su caso. ¿No hacía falta una madre, es más, una mujer, mujer y madre, que atemperara la fogosidad vital de Fernandito? Y sucedía además (puntualizaba Juan, no siempre en voz alta ni siempre ante su esposa, con frecuencia repasando el argumento a solas) que Fernandito adoraba a su madre y estaba, por lo tanto, en condiciones de llegar a odiarla (el amor y el odio brotan juntos, todo el mundo lo sabe) de no hallar a su madre una vez y otra vez y otra al ir en busca suya. Y los catorce años, los quince, los dieciséis, la adolescencia, Fernandito ¿no requeriría —en estos casos de sensibilidad extrema— el más refinado arte de birlibirloque para acabar con bien, para salir indemne, para convertirse en un hombre de provecho? ¿Cómo podría Fernandito acabar convirtiéndose en un hombre de provecho si su madre se pasaba el día entero en el parqué? ¿Y qué quedaba en todo esto para Juan? Se contemplaba a sí mismo Juan Campos en la elegante soledad de su despacho (e interrumpiendo la lectura de
Bradley ‘s Metaphysics and the Self
un libro publicado por la Yale University Press en 1970, escrito con admirable sentido de la actualidad filosófica por Garret L. Vander Veer) y decidía que su función era accidental comparada con la esencial o sustancial función pedagógica de Matilda en cuanto madre.

Por aquel entonces volvió Fernandito del colegio contando un chiste de Jaimito: es el Día de la Madre, el profesor encarga a todos los alumnos una redacción sobre el tema
madre no hay más que una.
Al día siguiente los niños regresan con sus redacciones que leen en voz alta. Todas las redacciones, casi por igual, consisten en un florido sirope acerca de las bondades y maravillas de la madre de cada niño que termina invariablemente con la frase
porque madre no hay más que una.
La redacción de Jaimito —contó Femando— era como sigue: teníamos un invitado a cenar y mi madre me dijo: Jaimito, baja a la bodega y tráeme dos botellas de vino tinto. Jaimito baja a la bodega y vuelve diciendo:

¡Madre, no hay más que una! Esto resultó desternillante tanto para el propio Fernandito como para Matilda, que no se sintió en absoluto aludida por la maldad zumbona del chiste de Jaimito.

Todos se rieron con la jaimitada. También Juan se rió pero, inexplicablemente, añadió que, según santo Tomás de Aquino, ironizar es a veces mentir. Y lo explicó, ejerciendo, al hacerlo, un efecto secante en la familia: ironizar —explicó Juan Campos— es el gran recurso socrático para alcanzar la verdad: Sócrates finge irónicamente que lo único que sabe es que no sabe nada, para así hacer perder pie a los sofistas que decían saberlo todo. Una vez que ha logrado hacerles ver que no saben que no saben, empieza la minuciosa indagación de Sócrates acerca de la verdad. Este recurso irónico, sin embargo —añadió Juan—, se aproxima a la mentira o al engaño como en el caso del chiste de Jaimito que acaba de contar Fernando: al sustituir el sincero, aunque ingenuo, texto evaluativo y emotivo del dichoso
madre no hay más que una
por un contexto descriptivo átono, Jaimito nos hace reír, pero, de paso, devalúa la verdad que contiene la sencilla propuesta de la redacción del profesor de literatura, encaminada a celebrar la maravillosa figura de las madres en nuestras familias. La jaimitada engaña ingeniosamente al oyente, enfriándole mediante la comicidad e impidiéndole percibir la verdad excelsa de la maternidad. Hubo un silencio perplejo en la mesa: estaban todos, Juan, Matilda, Emilia, Antonio Vega, Jacobo, Andrea y Fernandito. Pasó el ángel de la perplejidad sobre ellos dejando una como baba de caracol que saca los cuernos al sol. Pareció que se suspendía la existencia: tal fue el efecto astringente de la pedantería de Juan Campos. Matilda de pronto rompió a aplaudir secundada por Fernandito, que exclamó ¡bravo! un par de veces. Visto desde fuera, desde la perspectiva de Antonio Vega, fue una escena tensa, absurda y tensa a la vez. Pocos días después coincidieron Antonio Y Juan a la hora del té: estaban solos en casa. Matilda y Emilia volaban a Londres esa misma tarde. Y Antonio, con el tono de voz habitual en estas conversaciones del atardecer que llevaban tantos años ya teniendo, comentó:

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