Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—Como quieras —murmuró Juan Campos—. Haz lo que quieras: vete o quédate. A mí no me parece grave. Lamento no haberme emocionado, si es eso lo que te preocupa. Es una fase. Dentro de unos años, ya veremos.
—Dentro de unos años —repitió Fernandito— ya veremos. Sí.
Abandonó la habitación. Se sintió realmente descompuesto al salir. No sabía qué hacer. Pensó: le contaré a mi madre lo que ha pasado. Denunciaré a este hijo de puta ante mi madre y ante todos: se lo diré a mi madre, se lo diré a Emeterio. Una vez fuera del despacho, la rabia le ocupó como un dolor de estómago: le hubiera gustado llorar o dar gritos o volver a entrar en la habitación e insultar a su padre. Pero se limitó a entrar en su cuarto y tumbarse en la cama y permanecer allí despierto hasta la madrugada. No había sucedido nada. Aquella negación que procedía de su padre vitrificó la conciencia de Fernandito. Emeterio le notó muy extraño al día siguiente, y sobre todo Antonio le notó raro y distante. La enfermedad de Matilda explotó después. Fernando y su padre no volvieron a referirse a este asunto nunca más.
Fernando Campos echó de menos los tópicos en aquella ocasión. Una reacción paterna convencional le hubiera disgustado menos. Había elegido la forma más explosiva para expresarse, el término
maricón,
lo más exagerado: el resultado fue nulo: no hubo reacción, ni siquiera reacción convencional. Juan Campos se limitó a disolver la violencia declarativa de su hijo en una incredulidad que al chico le pareció acomodaticia, comodona, pasiva. Hubo, debe reconocerse, una cierta inconsecuencia en la reacción del chico. En cierto modo no estaba autorizado a esperar una reacción distinta de su padre: era parte esencial de la educación de los jóvenes Campos el rebajar la emotividad: esa rebaja se había practicado en la casa desde niños. Fue, sin duda, una influencia de la educación anglosajona de Mafilda Turpin. Frente al sentimentalismo, al ternurismo, un tanto ridículo, de las madres españolas, los continuos besos y abrazos, los «tesoro mío» y demás, en casa de los Campos se practicaba una afectividad rebajada. Esta rebaja corría paralela a la alteración sistemática de los papeles tradicionalmente atribuidos al padre ya la madre. Dado que la ejecutiva era Matilda, y —contra el tópico— era el padre el que se quedaba en casa, el contemplativo, hubo desde un principio una necesidad pedagógica de invertir las imágenes de los papeles correspondientes a cada cual. A esto se añadía la presencia benevolente de Antonio Vega, que cumplió durante toda la niñez y adolescencia de los chicos un curioso papel multiforme, paterno-maternal, que integraba las nociones de jefe de filas, capo de la banda, capitán del equipo, paño de lágrimas, hermano mayor... Era Antonio quien de verdad estaba siempre en casa, quien estaba pendiente, quien les acompañó al colegio de pequeños, les ayudó a repasar las lecciones y los exámenes. Así que a él se le protestaba, se le discutía, se le lloraba, se le besuqueaba, se le obedecía o desobedecía. La reacción de Juan Campos, su no-reacción, fue, después de todo, una reacción característicamente familiar que Fernandito debía automáticamente haber entendido. ¿Por qué no la entendió? ¿Y por qué, tras considerar si contárselo a su madre, decidió no hacerlo? ¿Por qué Fernandito decidió no contar a su madre que era maricón? O, dada la peculiar atmósfera de la casa, ¿por qué no decírselo a Antonio Vega, como tantas otras cosas?
Fernando Campos recuerda estas cosas ahora. La escena con su padre se hundió pronto en el desconcierto del cáncer de Matilda. La enfermedad no unió entre sí a los Campos, aisló a cada cual consigo mismo, al desmoronarse la energía materna que incluso a distancia les unificaba, sustituida ahora por la enfermedad. Fue significativo que Matilda no quisiera dejarse ver. Quizá este rechazo a aparecer enferma ante sus hijos fue lo más perturbador para Fernandito. Andrea y Jacobo lo aceptaron más fácilmente: son cosas de mamá, siempre ha decidido cómo ha de hacerse todo, y ahora también. En cambio, Fernandito recordaba la alegría materna, la gracia, el sentido del humor, echaba eso de menos. Su madre le dejó entrar a la habitación donde pasaba el día antes de ir al hospital en un par de ocasiones. Estaba muy delgada, se había arreglado con mucho cuidado, parecía muy cansada. El sentimiento de extrañeza era tan fuerte que Fernandito, que era habitualmente un conversador locuaz, apenas pudo articular palabra. Fueron visitas muy breves. En las dos ocasiones estuvieron presentes Juan Campos y Emilia. En la segunda ocasión, Antonio Vega acompañó a Fernando esperándole en la sala. Luego dieron un paseo por Madrid los dos juntos. El volumen de la enfermedad ocupaba todo el espacio de la conciencia: la delgadez extrema, la voz apagada, la lentitud de los gestos. Quizá para recibir a su hijo Matilda había tomado algún calmante, tal vez morfina. Fue desolador. Y fue como si se cumpliera aquella premonición de que alguna vez habrían de hallarse exhaustos el uno frente al otro. Matilda era ahora el guepardo exhausto que apenas reacciona cuando el cazador le empuja después de haber recorrido, como una exhalación, sus cincuenta metros a ciento cincuenta kilómetros por hora. Antes de aquello, sin embargo, ¿por qué no refirió a su madre lo de la dichosa homosexualidad, si tanto le preocupaba? Fernando decidió por entonces (es decir, entre el momento de la fracasada conversación con su padre y el momento de aparecer la enfermedad de Matilda) que su propia homosexualidad le preocupaba muy poco y que el motivo por el cual decidió contárselo estrepitosamente a su padre había sido más la voluntad de hostilizarle que la búsqueda de apoyo o consejo. Decirle
soy maricón
fue como explotar un petardo a sus pies, como dejar caer una fuente de cristal en un suelo de losa. Fernandito reconoció que al hacer explotar aquel petardo se había apartado bruscamente de las costumbres de su casa, del estilo pedagógico de los Campos, para servirse de un tono hispánico, goyesco, de pintura negra: equivalente a decir
maricón
hubiera sido pintarse los labios o presentarse con tacones. Se trataba de llamar la atención, de hacer saltar del asiento al inmóvil padre incomprensible. Fernandito sospechó entonces que la inmovilidad paterna, su amable pasividad podía ser una gran máscara. Tras tanta impasibilidad, ¿qué se escondía?
Hubo en el exabrupto de Fernando Campos una mezcla escénica de súplica y agresión: fue como si, animado a dirigirse directamente a su padre por Antonio, hubiese Fernando repasado a gran velocidad la lista entera de sus recursos, sus posibles. Y eligió
maricón
como el disfraz más intrigante. Es cierto que Fernando tradujo mediante la palabra maricón un complejo estado de ánimo que incluía, por supuesto, sus agradables relaciones homoeróticas con Emeterio (que no habían tenido, sin embargo, prolongación ninguna en su vida universitaria) y que volcó sobre esa vivencia erótica una figura pública, un calificativo, un juicio social peyorativo, que le parecía resultón. La relación con Emeterio era muy estable aunque también discontinua a causa de la vida académica de Fernando. En esa discontinuidad había que incluir las novias provincianas de Emeterio que Fernando fingía ignorar y con quienes Emeterio mantenía relaciones profusas pero superficiales: Emeterio en esto hacía lo que se hacía en los grupos juveniles de Lobreña, todo el mundo ligaba los fines de semana. Entre ellos dos no se referían a su relaciones amorosas en término ninguno. Aquí era Fernando cuidadoso y Emeterio, en cambio, inocente. Ambos daban por supuesto que lo que hacían no requería explicaciones ante ellos mismos ni tampoco justificaciones ante los demás: estaban acostumbrados a ese interior afectivo de juego y experimentación corporal desde hacía años. Fernando sospechaba que una verbalización demasiado explícita del asunto hubiera perturbado a su compañero de juegos. Y Emeterio —quizá menos inocente, de hecho, de lo que parecía— aceptaba gustoso el vivirse los dos en la confianza gratificante del deseo sin necesidad de hablar de ello. Así que seleccionar la frase soy maricón para presentarse ante su padre después de un período de distanciamiento fue una argucia de Fernandito, un efecto buscado, equivalente en el fondo a aquel maravilloso efecto que Fernando, de crío, buscaba y obtenía al encaramarse de pronto en una roca puntiaguda al borde de la rompiente (tras haber observado que había profundidad de sobra para un cole) y exclamar ¡mira qué cole!, ante los temerosos ojos de Juan Campos o de Antonio y los demás hermanos. Lo que ocurrió fue que —a diferencia de la situación de la zambullida infantil que permitía al astuto Fernandito un previo cálculo de la peligrosidad del salto— Fernando se impresionó a sí mismo con su declaración: Fernando Campos fue el primer escandalizado por su propia frase. Había empleado un término vulgar, callejero que designaba, como Fernando sabía, un mundo turbio donde se entrecruzaban, carnavalescos, bujarras y nenazas, policías y drogatas, putas y putos: era, a sus ojos de entonces, un término insultante que desvelaba implosivamente toda suerte de vicios y maldades efectistas. Le pareció infalible. Tan infalible como arrojarse al mar desde una roca. En la situación del cole Fernandito sabía más o menos dónde se tiraba, aprovechaba el lomo creciente de la ola para ganar profundidad. En cambio, la profundidad paterna le desconcertó nada más entrar en la habitación. Su padre era un mar inmóvil, gris-azul, poderoso e inmóvil. Era como arrojarse al Cantábrico desde el bote o la motora una tarde de maganos. Daba miedo el anélido mar, gravemente ondulante y sin fondo. Daba miedo Juan Campos aquella tarde, sentado ante la chimenea y como dormido. Ya no era el buen padre distante pero afectuoso, interpretado siempre en los términos de alegre camaradería de Antonio Vega. Era ahora un solitario fondo marítimo, ondulado y temible. Por eso el exabrupto sonó terrible al propio Fernandito. Y por eso la reacción paterna, tan neutra, le enfureció tanto. No sabía, cuando abandonó el despacho, si su furia obedecía a sentirse engañado porque su padre era un mar somero que desvirtuaba el formidable cole del chaval o al revés, siendo un mar infinitamente profundo y arcaico, el cole del chico, en toda su peligrosidad, no había causado el más mínimo impacto. Nada más trancarse en su dormitorio, un pelotón agigantado de ocurrencias se apoderó de Fernandito y le rebotó dentro de la cabeza como en el interior de un frontón inmenso. ¿Por qué su padre estaba tan inmóvil, tanto que daba la impresión de no sentir ni padecer? ¿Por qué comparado con su padre era tan móvil su madre, tan fugaz, tan alegre? Y también tan distante como el padre, sin embargo. ¿Y por qué no hacer la misma prueba con la madre? ¿Por qué no someter a Matilda al mismo experimento teatral que acababa de neutralizar tan desconcertantemente Juan Campos? Hubo dos tiempos, pues, a partir de aquella tarde: todo el tiempo anterior, que era la niñez, y todo el tiempo posterior que se convirtió en un presente ambiguo e incómodo. Al cabo de un par de horas las cuatro paredes del dormitorio se le vinieron encima a Fernandito y fue en busca de Emeterio... para sentir su presencia y no contarle nada. Omitir lo sucedido era parte esencial de la conservación del mundo. Y, curiosamente, algo parecido ocurrió con Antonio, quien, más perspicaz, había inquirido acerca del estado de ánimo de Fernandito, que le pareció sombrío. También con Antonio omitir lo sucedido formaba parte de la estrategia de defensa y protección de Fernando Campos y su mundo. ¿Y Matilda? Matilda, como siempre, iba y venía o llamaba por teléfono. No resultaba ni más ni menos inaccesible que antes. Fernando sin embargo decidió protegerla a ella también a la vez que se protegía a sí mismo de la radiación extraña que, a su juicio, determinaba la inmovilidad paternal. Como si hubiese detonado un ingenio nuclear tras la fallida conversación con Juan Campos, su hijo le observó con una mezcla de hostilidad y temor. ¿Por qué estaba tan quieto? ¿Qué ocultaba en su silencio y su inmovilidad? Y una nueva pregunta surgió por entonces: ¿a quién de los dos, a mi padre o a mi madre, me parezco yo mismo más en el fondo? Fernando Campos se daba cuenta de que al hacer acerca de sí mismo una declaración como la que acababa de hacer ante su padre, no estaba proponiendo nada concreto: no estaba preguntando nada o exponiendo un problema o una dificultad: estaba sencillamente imponiéndose. Entonces se le ocurrió a Fernando que su reacción de aquella tarde tenía gran parecido con la actitud de su madre ante todos ellos y en especial ante su marido: también Matilda había impuesto, en opinión de Fernandito, mucho antes de que Fernandito y sus hermanos se dieran cuenta, un modo de vivir la familia que tenía muy poco en común con las familias españolas habituales. Muy pocas mujeres de la edad de Matilda estaban en condiciones de iniciar una brillante carrera económica como altas ejecutivas. E incluso dentro de las universitarias más cualificadas, ninguna tenía las posibilidades y conexiones económicas precisas para que un proyecto así saliera bien: mi madre, decidió Fernandito, y yo somos iguales: los dos hemos necesitado imponernos para no ahogarnos en este mar del tedio que es mi padre. Esta idea le sobrecogió y reanimó como nos revive de pronto una ocurrencia feliz, una hipótesis omnicomprensiva, que parece dar cuenta de pronto de todos los detalles de nuestras vidas. Entonces se le ocurrió —como una ocurrencia complementaria— que ahí sí que tenía un asunto que podía tratar con Antonio Vega sin necesidad de perturbar la calma, la deliciosa buena armonía de esa amistad.
—Tú crees, Antonio, que mi padre y mi madre estuvieron enamorados alguna vez? —Había hecho por encontrarse con Antonio en el garaje.
El garaje era ya entonces el lugar natural de Antonio Vega. Se había construido en una esquina una habitación que en un principio sirvió para guardar las herramientas del jardín a la cual se añadió luego un pequeño banco de carpintería, más tarde una mesa camilla que desecharon Boni y Balbi y que Antonio recubrió con un tapete portugués de colores vivos y por último instaló la salamandra, un estufón rectangular con un bonito tubo de humos pavonado que salía por un lateral del garaje. Este cuarto sustituyó al cuarto de jugar de los niños cuando los niños se hicieron mayores: era un sitio apto para la tertulia y rondas de Coca-Colas y cafés y cervecitas Mahou. Era un lugar delicioso que Fernando y Emeterio adoptaron en seguida como propio y que llamaban en recuerdo de los libros de Richmal Crompton y de Guillermo el cobertizo. Característico del ascendiente que Antonio tenía sobre los jóvenes y la confianza que inspiraba fue que reunirse allí fuese desde siempre una costumbre tranquilizadora para Emeterio y Fernando. Y ahí fue donde Fernandito lanzó como un complicado aparejo, como una historiada guadañeta de maganos, su pregunta acerca del enamoramiento de sus padres. Mediante esta pregunta, Fernando pretendía comprenderlo todo acerca de su padre y de su madre sin comprometer nada propio, de momento al menos. No es que quisiera engañar a Antonio u obligarle a revelar secretos familiares: se trataba, efectivamente, de explorar, en compañía de Antonio, el misterio insondable de su casa. Porque a esto, en definitiva, había venido todo a parar: la explicación del mundo, la fascinación del mundo, la comprensión de sí mismo, incluido su amor por Emeterio y por su padre y por su madre y por Antonio, todo estaba ahí en la casa accesible, a la vista, al alcance de la mano, dado todo de una vez ante Fernandito y distanciado a la vez de Fernandito por la incomprensible estructura de la conciencia individual, su conciencia singular de tan difícil acceso a esa edad.