La fortuna de Matilda Turpin (48 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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Angélica se echa a llorar. Hipar y llorar. Un efecto de desconsuelo irracional de niña muy pequeña, que llora y llora por la noche sin ningún motivo comprensible. Juan Campos no entiende por qué Angélica rompe a llorar ahora. Es un espectáculo desagradable. Es muy incómodo que lloren las personas sin motivo. Ahora es Juan quien no sabe qué hacer. Está desconcertado. Y, para calmar a la llorosa Angélica, dice todo lo fríamente que puede:

—Voy a acostarme, Angélica, y tú también, pero en tu cama. Esta noche, camas separadas. Mañana será, como sabes, ya otro día. Ya la luz del nuevo día parecerá todo razonable. Y tu llanto de ahora una reacción nerviosa, que no entiendo yo ni entiendes tú, una nadería... eso parecerá.

XLIV

Ninguno de los tres subió al Asubio. Los tres omitieron a Juan y a Angélica sin esforzarse apenas. Más difícil resultó, sin embargo, omitir la casa. El único que tuvo que hacerlo expresamente fue Fernando, que se quedó a vivir con Boni, Balbi y Emeterio. Andrea y Jacobo se quedaron en Letona, acompañaron el coche fúnebre desde Letona y una vez enterrados regresaron directamente a Madrid. Fernando se quedó esa mañana todavía con Emeterio. Por un instante pensó subir al Asubio y encararse con su padre. Luego decidió que no valía la pena. A diferencia de Jacobo y Andrea, que acudieron a Letona cuando los cuerpos estaban aún en el depósito de cadáveres, y que no quisieron conocer los detalles de cómo llegó la noticia al Asubio por primera vez, Fernando Campos insistió en conocer todos los detalles que fuera capaz de proporcionarle Bonifacio: Fernandito quiso saber con detalle cómo llegó la noticia al Asubio. Lo sospechaba, pero quería los detalles. Quería saber quién recibió el primero la noticia. Y Bonifacio contó que Juan fue el primero. Al sacar el coche de la bahía, la policía encontró en la guantera la dirección y el teléfono del Asubio, y telefoneó directamente al Asubio. Esa llamada tuvo lugar a mediodía, inmediatamente después del almuerzo. La policía habló con Juan, Y Juan habló inmediatamente después con Bonifacio y le encargó que se presentase en Letona —Emeterio le llevaría hasta Letona— para efectuar el reconocimiento de los cadáveres en el depósito de cadáveres. Bonifacio contó esto con toda claridad y sin ganas. La sequedad y brevedad del relato de Boni volvió a ojos de Fernandito más patente e incomprensible que nunca la actitud de su padre: se había inhibido por completo.
El señor no dio ninguna explicación
—declaró Boni—, sólo dijo que me llevara a Emeterio en el Opel. Y así se hizo. Llegamos a Letona a última hora de la tarde y reconocimos los cadáveres de los dos. Sólo las caras destaparon. Los cuerpos cubiertos con dos sábanas. Fernando no quiso preguntar nada relativo a esa visión de los dos amados rostros, familiares de toda una vida, congelados en ese instante que precede a la desfiguración esas veinticuatro horas de residencia de la figura del rostro de los difuntos en los cuerpos inertes. Y sin embargo no había podido dormir pensando en los dos, que eran en la memoria de Fernandito las fronteras de su niñez. El relato de Boni con la inhibición paterna tan nítida en medio le sirvió esa noche, si no para embotar el filo del dolor, sí al menos para hablar con Emeterio de Antonio y Emilia, que también para Emeterio fueron sus hermanos. Emeterio y Femando hablaron toda esa noche, sentados en la cama de Emeterio como siempre. La presencia de Emeterio fue astringente. Fernando tuvo que consolar a Emeterio, que lloraba desconsolado, que rehusaba aceptar que Antonio Vega hubiera apretado el acelerador donde la grúa de piedra para echarse a la bahía sin más. Esa noche amó Fernando a Emeterio por su sencillez conmovedora y le recordó la franqueza, la aperturas la alegría que siempre les acompañó con Antonio. A causa de la sencillez bienintencionada de Emeterio y para no escandalizarle, omitió Fernandito toda referencia agresiva a Juan Campos. En ningún momento se comentó la absurda situación del Asubio, con Angélica convertida en barragana y en criada de Juan. Así que, una vez más, el instinto de Matilda Turpin de confiar la educación de sus hijos a Antonio y también en un segundo plano a la familia de los guardeses, incluido Emeterio, fue certero. Tampoco se podía del todo aquella noche hablar de lo que Matilda hubiera dicho de haber estado viva en esta ocasión. Porque lo terrible, de hecho, era que si Matilda viviese todavía, la muerte de Antonio y Emilia no hubiera tenido lugar. Hablaron, sin embargo, sin reticencia, de Carmen y de los proyectos matrimoniales de Emeterio. Fernando encontró en esta conversación el alivio que en momentos difíciles nos proporciona la convicción de que hemos hecho lo que debíamos hacer. Y al hablar con franqueza de esto con Emeterio, a quien amaba tiernamente, incluso más ahora que nunca, descubrió Fernando que había dejado de sentir celos y que deseaba la felicidad de su amigo y de Carmen con una intensidad muy superior a la que nunca había deseado la propia felicidad, cuando creía que Emeterio y él acabarían viviendo juntos.

A la mañana siguiente Emeterio y Fernando viajan a Letona, se encuentran en el hotel con Jacobo y Andrea. Hablan poco. A Fernando le impresiona la cara desencajada de Jacobo: siempre ha tenido a Jacobo por un chaval activo y extrovertido, ahora de pronto parece ausente, no habla nada. Da la impresión de no entender lo que se le dice a la primera, como si estuviera distraído. Andrea ha venido conduciendo desde Madrid.

De la familia de Emilia nadie sabe nada. De la familia de Antonio, supieron siempre Fernandito y sus hermanos muchas cosas. Lo único que no ha sabido Fernando ahora es cómo ponerse en contacto con ellos. Ya no hay tiempo de ponerse en contacto con ellos, ni siquiera telefónicamente. Fernando decide encargar a Balbanuz que, una vez pasado el entierro, rebusque entre las propiedades de Antonio y Emilia una dirección postal y un teléfono o teléfonos. La idea es que Balbanuz llame a Fernando a Madrid, y Fernando se encargará de ir a verles para darles la noticia. La verdad es que no sabe si la madre de Antonio aún vive, ni dónde andan los hermanos. Pero quiere ser él mismo quien les dé en persona la terrible noticia.

Los cuatro —Emeterio, Fernando, Jacobo y Andrea— acuden al depósito de cadáveres. Les hacen pasar a una sala. Fernando arregla por teléfono con una funeraria los detalles de la ceremonia. Tiene que ir en persona a la funeraria para elegir los ataúdes. ¿Enterramiento o incineración? Fernando lo tiene claro: incineración sin duda. Jacobo y Andrea, en cambio, se inclinan al enterramiento. No es un asunto que pueda echarse a suertes. La funeraria se encargará, una vez que se decida este extremo, de apalabrar el nicho para los restos mortales. ¿Habrá una ceremonia religiosa? En la funeraria quieren saber si un funeral cristiano al uso. Fernando dice que no. Jacobo y Andrea quieren una ceremonia religiosa católica. Emeterio, en un aparte con Fernando, sugiere que acepte la ceremonia católica, pero que en cambio insista en la incineración. A Emeterio le parece que el ritual cristiano de los responsos finales puede resultar, al menos superficialmente, consolador. Nada hace por los difuntos que ya no existen, pero suaviza la conciencia de los vivos, O, por lo menos, las conciencias convencionales de Andrea y Jacobo. Emeterio, en cambio, apoya la incineración, porque también a él, como a Fernando, le horroriza la imagen del lento agusanamiento, la pudrición de las figuras amadas en el interior de sus cajas tapizadas de pseudos satén blanco. Incinerar es transfigurar casi instantáneamente el cuerpo amado en fuego y en ceniza. Y puede luego la ceniza aventarse al aire del acantilado. Claro está que no necesitarán entonces un nicho en el cementerio de Lobreña. La idea de aventar las cenizas de Antonio y de Emilia interesa por un momento a Fernando. Pero Emeterio advierte que hay un punto teatral en esto, que quizá no cuadre con la deliberada discreción, la voluntad de discreción, con que siempre vivieron Antonio y Emilia. Incineración y depositar luego las cenizas en un nicho común, se decide por
fin.

Tiempo lluvioso de mediados de diciembre. Se echa encima la Navidad. Fernando Campos no tiene planes, se ha reintegrado sin dificultad en la oficina. El pequeño cementerio de Lobreña se ha ampliado un poco estos últimos años. En la parte del fondo, donde antes había una tapia vieja cubierta de musgo, hay ahora una tapia nueva, pintada de blanco, como un reciclado columbario. La pulcritud de este lado nuevo del viejo cementerio evoca un anexo de El Corte Inglés. Todo el proceso de incineración en Letona, la entrega final de las dos urnas con su vago aire de ánforas grecorromanas, la instalación ahora de las urnas en un mismo nicho del palomar, recuerda la sección de
Complementos.
Ya se ha comprado lo esencial para este otoño-invierno y sólo quedan por disponer, de una vez por todas, de los restos mortales, los complementos incinerados de Emilia y Antonio. Hubiera sido preferible echar las cenizas al cubo de basura, hubiera sido preferible echarlas al Cantábrico. Jacobo y Andrea insistieron, sin embargo, en que hubiese un lugar con su placa, sus nombres, las fechas de sus nacimientos y sus muertes. Y quizá tengan razón al fin y al cabo, piensa Fernandito, quizá yo mismo, si alguna vez vuelvo por aquí, desee volver a leer sus nombres, en este palomar del cementerio de Lobreña. Y quizá —piensa también, con un nudo en la garganta— Emeterio suba el día de difuntos con Carmen a dejar unas flores. Hay, de hecho, una repisita y un florerito tubular por nicho para colocar las flores, prender unas candelas. Y es seguro que Boni y Balbi vendrán y rezarán un padrenuestro por las almas de sus dos amigos. A la vez que piensa estas cosas, Fernando se imagina una vez más el cobertizo del garaje sin Antonio. Emeterio está de pie junto a él. Haber renunciado de antemano a luchar por Emeterio le ha tranquilizado. ¿Una tranquilidad efímera? ¿Fue, o hubiera acabado siendo, una pasión efímera? Estas interrogaciones interrogan, más allá de su contenido, como flechas atroces. La pasada noche recorrieron los dos toda la niñez común de bicis y bocadillos, de coles y aguadillas de caricias y trompazos. Antonio les enseñó un poco de boxeo —fue estupendo boxear los dos en un ring hecho en el garaje con cuerdas y con mantas—. Los dos, que este mediodía lluvioso de mediados de diciembre miran al frente, piensan en Antonio y Emilia, recuerdan desolados su niñez de canicas. ¡Oh niñez de canicas!

Están agrupados todos alrededor del nicho donde ya están instaladas las dos urnas de Antonio y Emilia. Espontáneamente se han organizado por parejas: Boni y Balbi, Emeterio y Fernando, Jacobo y Andrea. De pronto suena un móvil. Este familiar sonido evoca una vez más El Corte Inglés en la conciencia de Fernandito.

—Perdón, es mi móvil —dice Jacobo y se echa un poco atrás. Resulta ser Angélica.

—Soy yo, soy Angélica, Jacobo...

—¿Qué quieres?

—¿Cómo que qué quiero, dónde estás? —dice Angélica.

—En el cementerio, ¿no te has enterado? Enterramos hoy a Emilia y Antonio.

—Por favor, Jacobo, ¡claro que me he enterado!

—Entonces, ¿por qué no estás aquí?

—¡Pero, cómo voy a estar ahí!

—Pues estando.
Y
mi padre también, se lo dices de mi parte.

—¡Hubiera sido violentísimo! ¡Comprende que hubiera sido violentísimo!

—No, no lo comprendo. No te entiendo, Angélica.

—Te llamo desde mi cuarto, ¿sabes? He subido un momento y aprovecho para hacer esta llamada. Juan ha ido al baño. ¿No vas a venir a yerme?

—¿Quieres tú que vaya a verte?

—Jacobo, por Dios, ¡qué problemas me planteas! ¡No puedo ya con nada más, ni una cosa más!

—Bueno, ¿qué querías?

—¿Cómo que qué quería? Quería esto, hablar contigo.

—Ahora no es momento.

—¡Es que no tengo un momento, estoy tan ocupada! Está tu padre redactando sus memorias, ¿sabes?

—¡Qué le den mucho por el culo! Esto también se lo dices de mi parte.

—Jacobo, no sé qué crees tú que está pasando. No tengo, como te digo, ni un momento libre. Tu padre está conmigo todo el tiempo, está pendiente todo el tiempo. No tengo ni un momento libre. Sólo este minuto que he tenido te he llamado. Siento coincidir con el entierro.

—¿Qué tienes pensado hacer? Te lo pregunto ya que llamas. El divorcio o qué.

—Pero por Dios no, eso no. ¿Cómo el divorcio, tú estás loco? Sería un escándalo horrible, innecesario además. Esto queda entre nosotros, queda en casa, todo queda en casa.

—¿Es eso lo que mi padre dice, que todo queda en casa? La verdad es que le pega decir eso. Es la clase de frase cínica que a mi padre le encanta.

Hay una pausa que coincide con la casi inmóvil dispersión del pequeño grupo que rodeaba los nichos. Se dispersan como si de pronto cada cual fuera por un lado, pero a la vez a pasitos, de tal suerte que vistos desde donde está Jacobo dan la impresión de moverse como a tientas lentísimamente centrifugados por el aire lluvioso, la grisalla verdinegra del mar. En esta pausa telefónica, Jacobo tiene la impresión de que su mujer estornuda o solloza. O quizá ha bajado la voz. O ha alejado el móvil de la cara y no se oye claramente lo que dice.

—¿Qué dices? No te oigo, vamos a dejarlo, Angélica.

—Espera, por favor, es que yo tampoco soy feliz. Tú crees que estoy aquí tan confortable. También llevo lo mío...

—¡Eso ya se sabe, chica, no hay rosa sin espina!

—¡No te pega nada ser Jacobo así, tan cruel! —solloza ahora Angélica—. ¡Estoy agobiada aquí, estoy tan dividida, no sé, Dios mío, lo que hacer...!

—Y qué más da, da igual. El Asubio te prueba, te remonta, te pone. ¡Quédate con mi padre! Mi intención, Angélica, ya que, a juzgar por tu llamada, aún te interesa saberlo, mi intención es divorciarnos. Estoy de ti hasta las narices, quiero otra persona en quien pensar, otros asuntos. En el fondo me alegro de que seas tú quien tira la toalla. La única curiosidad que aún siento con respecto a ti es saber si, una vez divorciados, te aceptará mi padre con tanta facilidad como te acepta ahora. ¿Querrá mi padre que el papel que ahora desempeñas, secretaria, estricta gobernanta, o lo que seas, querrá mi padre que aún los sigas siendo cuando sepa que por fin eres toda suya, y vas a serlo? Yo no soy muy listo, Angélica. Sólo tengo el sentido común que me hace falta tener para lo mío. Y el sentido común es malicioso. Al final yo mismo me he vuelto malicioso también. Y me malicio, que tu papel como divorciada en casa de mi padre, va a perder muchos enteros. ¡Vas a bajar en bolsa, divorciada, en picado, Angélica, mi vida!

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