La inmortalidad (24 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
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Cuarta parte

Homo sentimentalis

1

En el eterno juicio celebrado contra Goethe se han pronunciado incontables discursos acusatorios y se han presentado incontables testimonios relacionados con el caso Bettina. Para no cansar al lector con la enumeración de cuestiones insignificantes, citaré sólo los tres testimonios que me parecen más importantes.

En primer lugar: el testimonio de Rainer María Rilke, el mayor poeta alemán después de Goethe.

En segundo lugar: el testimonio de Romain Rolland, que fue, alrededor de los años veinte y treinta, uno de los novelistas más leídos entre los Urales y el Atlántico, y que gozaba además de una gran autoridad como persona progresista, antifascista, humanista, pacifista y amiga de la revolución.

En tercer lugar: el testimonio del poeta Paul Eluard, magnífico representante de lo que se dio en llamar vanguardia, que cantaba al amor o, por decirlo con sus palabras, cantaba al amor-poesía, porque estos dos conceptos (como lo demuestra una de sus más bellas recopilaciones de poemas, llamada
El amor y la poesía
) se fundían para él en uno solo.

2

Como testigo convocado al eterno juicio, Rilke utiliza exactamente las mismas palabras que escribió en su más famoso libro en prosa, publicado en 1910,
Los apuntes de Malte Laurids Brigge
, en el que se dirige a Bettina con este largo apóstrofe:

«¿Cómo es posible que no hablen todos aún de tu amor? Acaso ocurrió desde entonces algo más memorable? ¿De qué se ocupan entonces? Tú misma conocías el valor de tu amor, tú le hablaste de él al mayor de los poetas, para que lo hiciera humano; porque aquel amor era todavía una fuerza de la naturaleza. Pero él, al escribirte, convenció a la gente de que no existía. Todos han leído sus respuestas y creen más en ellas, porque el poeta es más comprensible para ellos que la naturaleza. Pero es posible que un día se demuestre que aquí estaban los límites de su grandeza. Esta enamorada le fue impuesta (
auferlegt
), y él no estuvo a su altura (
er hat sie nicht bestanden
: el pronombre sie se refiere a la enamorada, a Bettina: no aprobó el examen que para él era Bettina). ¿Qué significa que no haya sabido responder (
erwidern
)? Un amor así no necesita respuesta, contiene la llamada (
Lockruf
) y la respuesta en sí mismo; se oye a sí mismo. Pero debía haberse humillado ante él en toda su grandeza y escribir lo que le dictaba, como Juan de Pathmos, de rodillas y con ambas manos. No existía otra elección posible en presencia de aquella voz, que «actuaba en representación de los ángeles» (
die "das Amt der Engel verrichtete”
); que había venido para envolverlo y llevárselo a la eternidad. Era el coche para su flamígero viaje por el cielo. Este era el oscuro mito que había sido preparado para su muerte y que dejó irrealizado.»

3

El testimonio de Romain Rolland se refiere a la relación entre Goethe, Beethoven y Bettina. El novelista lo expuso en detalle en su ensayo
Goethe. Beethoven. Miguel Ángel
, publicado en París en 1930. Aunque matiza sutilmente su punto de vista, no oculta sin embargo que por quien siente mayor simpatía es por Bettina: explica los acontecimientos aproximadamente igual que ella. No le niega a Goethe su grandeza, pero se entristece por su moderación política y estética, poco acorde con su genialidad. ¿Y Christiane? De ella mejor ni hablar, es una «
nullité d'esprit
», una nulidad espiritual.

Este punto de vista está expresado, lo repito una vez más, con sutileza y sentido de la medida. Los epígonos son siempre más radicales que sus inspiradores. Leo por ejemplo una biografía francesa muy detallada de Beethoven, publicada en los años sesenta. Se habla en ella directamente de la «cobardía» de Goethe, de su «servilismo», de su «miedo senil a todo lo nuevo en la literatura y la estética», etcétera, etcétera. Bettina en cambio está dotada de «una clarividencia y una capacidad profética que le dan casi la dimensión de un genio». Y Christiane, como siempre, no es más que una pobre «
volumineuse épouse
», una esposa voluminosa.

4

Aunque Rilke y Rolland se ponen de parte de Bettina, hablan de Goethe con respeto. En el texto
Los senderos y las rutas de la poesía
(lo escribió, seamos justos con él, en la peor época de su carrera, en 1949, cuando era partidario entusiasta de Stalin), Paul Eluard elige, verdadero Saint-Just del amor a la poesía, palabras mucho más duras:

«Goethe en su diario se refiere a su primer encuentro con Bettina Brentano sólo con estas palabras: «Mamselle Brentano». El poeta reconocido, autor de
Werther
, prefería la mesura de su hogar a los delirios activos de la pasión (
délires actifs de la passion
). Y toda la imaginación, todo el talento de Bettina, no debían perturbar su sueño olímpico. Si Goethe se hubiera dejado cautivar por el amor, es posible que su canto hubiese descendido a la tierra, pero nosotros no lo amaríamos menos por ello, porque en tales circunstancias es probable que no se hubiera decidido a desempeñar su papel de cortesano y no hubiera intoxicado a su pueblo convenciéndolo de que vale más preferir la injusticia al desorden.»

5

«Esta enamorada le fue impuesta», escribió Rilke y nosotros podemos preguntarnos: ¿qué significa la forma gramatical pasiva? Dicho de otra manera: ¿quién se la impuso?

Una pregunta similar se nos plantea al leer la siguiente frase de la carta que Bettina escribe el 15 de junio de 1907 a Goethe: «No hay motivo para que tenga miedo de entregarme a este sentimiento, porque no soy yo quien lo sembró en mi corazón».

¿Quién se lo sembró? ¿Goethe? No hay duda de que no era eso lo que quería decir Bettina. El que se lo sembró en el corazón fue alguien que estaba por encima de ella y de Goethe; si no Dios, al menos uno de los ángeles de los que habla Rilke.

En este punto podemos salir en defensa de Goethe: si alguien (Dios o ángel) sembró un sentimiento en el corazón de Bettina, es natural que Bettina obedezca a ese sentimiento: es un sentimiento que está en
su
corazón, es su sentimiento. Pero a Goethe, por lo que parece, nadie le sembró sentimiento alguno en el corazón. Bettina le fue «impuesta». Impuesta como una tarea.
Auferlegt
. ¿Cómo puede entonces reprocharle Rilke a Goethe que se resista a las tareas que le han sido impuestas contra su voluntad y, por así decirlo, sin la menor advertencia? ¿Por qué iba a tener que ponerse de rodillas y escribir «con ambas manos» lo que le dictara la voz que venía de lo alto?

No encontraremos para esto una respuesta racional y sólo podremos echar mano de una comparación: imaginemos a Simón pescando junto al lago de Galilea. Se le acerca Jesús y le pide que deje sus redes y le acompañe. Y Simón dice: «Déjame en paz. Prefiero mis redes y mis peces». Semejante Simón se convertiría de inmediato en una figura cómica, en el Falstaff del Evangelio, igual que ante los ojos de Rilke, Goethe se convirtió en el Falstaff del amor.

6

Rilke dice acerca del amor de Bettina que «no necesita respuesta, contiene la llamada y la respuesta en sí mismo; se oye a sí mismo». El amor que a la gente le siembra en el corazón el jardinero de los ángeles no necesita objeto, eco, no necesita, como decía Bettina, «
Gegen-Liebe
» (contra-amor). El amado (por ejemplo Goethe) no es el motivo ni el sentido del amor.

En la época de su correspondencia con Goethe, Bettina le escribe cartas amorosas también a Arnim. En una de ellas dice: «El amor verdadero (
die wahre Liebe
) es incapaz de infidelidad». Semejante amor que no se preocupa por la respuesta («
die Liebe ohne Gegen-Liebe
») «busca al amado en cada encarnación».

Si a Bettina no le hubiera sembrado el amor en el corazón el angelical jardinero, sino Goethe o Arnim, en su corazón hubiera crecido un amor por Goethe o un amor por Arnim, un amor inimitable, irreemplazable, destinado a quien lo sembró, a quien es amado y, por lo tanto, inencarnable. Un amor así puede ser definido como una relación: una relación privilegiada entre dos personas.

Pero lo que Bettina denomina «
wahre Liebe
» (amor verdadero), no es un amor-relación, sino un amor-sentimiento; un fuego encendido por una mano celestial en el alma del hombre, una antorcha bajo cuya luz el que ama «busca al amado en cada encarnación». Un amor semejante (amor-sentimiento) no sabe lo que es la infidelidad, porque, aunque cambie el objeto del amor, el amor en sí sigue siendo siempre la misma llama encendida por la misma mano celestial.

Una vez llegados hasta aquí en nuestra reflexión, estamos preparados para empezar a comprender por qué en su amplia correspondencia Bettina hizo a Goethe tan pocas preguntas. ¡Dios mío, se imaginan ustedes si hubieran podido mantener correspondencia con Goethe! ¡Cuántas cosas le habrían preguntado! Sobre sus libros. Sobre los libros de sus contemporáneos. Sobre la poesía. Sobre la pintura. Sobre Alemania. Sobre Europa. Sobre la ciencia y la técnica. Lo habrían bombardeado a preguntas para que tuviera que precisar sus puntos de vista. Habrían discutido con él hasta obligarlo a decir lo que aún no había dicho.

Pero Bettina no intercambia sus opiniones con Goethe. Ni siquiera discute con él sobre arte. Sólo hay una excepción: le escribe acerca de la música. ¡Pero es ella quien imparte las lecciones! Es evidente que Goethe piensa de otro modo. ¿Cómo es posible que Bettina no le pregunte con detalle por los motivos de sus diferencias de opinión? ¡Si hubiese sabido preguntarle, tendríamos en las respuestas de Goethe la primera crítica del romanticismo musical
avant la lettre
!

Pero no, no encontraremos en esa amplia correspondencia nada de eso, poquísimo será lo que leamos en ella acerca de Goethe, sencillamente porque Bettina se interesaba por Goethe mucho menos de lo que suponemos; el motivo y el sentido de su amor no era Goethe, sino el amor.

7

Europa tiene fama de ser una civilización basada en la razón. Pero igualmente podría decirse que es la civilización del sentimiento; creó un tipo de hombre al que denomino hombre sentimental:
homo sentimentalis
.

La religión judía impone la ley a los fieles. Esa ley pretende ser accesible a la razón (el talmud no es más que un constante análisis mediante la razón de las prescripciones establecidas por la Biblia) y no exige una especial sensibilidad para lo sobrenatural, un especial entusiasmo ni una llama mística en el alma. El criterio del bien y el mal es objetivo: se trata de entender la ley escrita y de obedecerla.

El cristianismo puso este criterio patas arriba: ¡
ama a Dios y haz lo que quieras
!, dijo san Agustín. El criterio de lo bueno y lo malo se situó en el alma del individuo y se convirtió en subjetivo. Si el alma de éste o aquél está llena de amor, todo es correcto: ese hombre es bueno y todo lo que hace es bueno.

Bettina piensa como san Agustín cuando le escribe a Arnim: «He encontrado un hermoso proverbio: el amor verdadero tiene siempre la razón, aunque sea injusto. Pero Lutero dice en una carta: el amor verdadero suele ser injusto. No me parece tan adecuado como mi proverbio. Pero en otro pasaje Lutero dice: el amor se antepone a todo, incluso al sacrificio y a la oración. De eso deduzco que el amor es la mayor virtud. El amor nos hace inconscientes (
macht bewustlos
) para lo terrenal y nos llena de lo celestial, el amor nos libra así de la culpa (
macht unschuldig
)».

En la convicción de que el amor nos hace inocentes radica la originalidad del derecho europeo y su teoría de la culpabilidad, que toma en consideración los sentimientos del acusado: si matan a alguien a sangre fría y por dinero, no tendrán disculpa; si lo matan porque los ha ofendido, su enfado será para ustedes una circunstancia atenuante y recibirán un castigo menor; y si lo matan por un amor desgraciado o por celos, el jurado simpatizará con ustedes y Paul, como defensor suyo, pedirá que el asesinado sea condenado a la máxima pena.

8

El
homo sentimentalis
no puede ser definido como un hombre que siente (porque todos sentimos), sino como un hombre que ha hecho un valor del sentimiento. A partir del momento en que el sentimiento se considera un valor, todo el mundo quiere sentir; y como a todos nos gusta jactarnos de nuestros valores, tenemos tendencia a mostrar nuestros sentimientos.

La transformación del sentimiento en valor se produjo en Europa ya a lo largo del siglo XII: los trovadores que cantaban su inmensa pasión por una amada e inalcanzable señora les parecían tan admirables y hermosos a quienes los oían que todos querían, a semejanza de ellos, parecer víctimas de un indomable impulso del corazón.

Nadie desenmascaró al
homo sentimentalis
con mayor agudeza que Cervantes. Don Quijote decide amar a cierta moza, de nombre Dulcinea, y ello a pesar de que casi no la conoce (lo cual no nos sorprende, porque ya sabemos que cuando se trata de «
wahre Liebe
», amor verdadero, el amado importa poquísimo). En el capítulo veinticinco del primer libro va con Sancho a unas montañas desiertas, en las que quiere enseñarle la grandeza de su pasión. Pero ¿cómo puede demostrarle a otro que arde una llama en su alma? Y ¿cómo demostrárselo además a un ser tan ingenuo y obtuso como Sancho? Así es como Don Quijote se desnuda en un sendero del bosque, se queda sólo en camisa, y para mostrarle al sirviente la inmensidad de su sentimiento empieza a dar vueltas de carnero delante de él. Cada vez que se pone cabeza abajo, la camisa se le escurre hasta los hombros y Sancho ve su sexo en movimiento. La visión del pequeño miembro virginal del caballero es tan cómicamente triste, tan desgarradora, que ni siquiera Sancho, que tiene un alma curtida, es capaz de seguir observando aquel teatro, monta en Rocinante y se marcha a la carrera.

Cuando murió su padre, Agnes tuvo que preparar la ceremonia fúnebre. Quería que el entierro fuera sin discursos y consistiera sólo en la audición del
adagio
de la décima sinfonía de Mahler, que le gustaba particularmente a su padre. Pero era una música terriblemente triste y Agnes tenía miedo de no ser capaz de contener las lágrimas durante la ceremonia. Le parecía insoportable sollozar delante de la gente y por eso puso el disco del
adagio
en el tocadiscos y lo escuchó. Por primera vez, por segunda vez, por tercera vez. Aquella música le recordaba a su padre y ella lloraba. Pero cuando el
adagio
sonó en la habitación por octava vez, por novena vez, el poder de la música había perdido su filo; cuando hizo sonar el disco por decimotercera vez, no le emocionó más que si hubiera oído el himno nacional paraguayo. Gracias a aquel entrenamiento consiguió no llorar durante el entierro.

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