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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (20 page)

BOOK: La inmortalidad
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La magnífica sexualidad que los maniquíes expandían por la atmósfera como ondas de radiación atómica, no encontraba respuesta en nadie; entre las mercancías expuestas paseaban personas cansadas, grises, aburridas, irritadas y totalmente asexuadas; sólo el profesor Avenarius se paseaba feliz por allí, con la sensación de orquestar una gigantesca cama redonda.

Pero todas las cosas hermosas tienen un fin: el profesor Avenarius salió de los almacenes y llegó a una escalera por la que bajó al pasaje del metro, con la intención de evitar la riada de coches que cruzaba arriba por el bulevar. Pasaba con frecuencia por allí y nada de lo que veía le asombraba. En el pasillo subterráneo estaba el personal de costumbre. Deambulaban por allí dos
clochards
, uno de los cuales llevaba en la mano una botella de vino tinto y sólo de cuando en cuando se dirigía con pereza a alguno de los transeúntes para pedirle, con una sonrisa desarmante, una contribución para comprar vino. En el suelo junto a la pared estaba sentado un joven con el rostro apoyado en las palmas de las manos; delante de él estaba escrito con tiza en el suelo que acababa de salir de la cárcel, no podía encontrar trabajo y tenía hambre. Y para completar el grupo (en la pared opuesta a la del joven que acababa de salir de la cárcel) estaba de pie un hombre cansado; junto a una de sus piernas había en el suelo un sombrero en cuyo fondo brillaban unas cuantas monedas; junto a la otra pierna había una trompeta.

Era todo completamente normal, sólo una cosa llamaba la atención del profesor Avenarius por inusual. Justo entre el joven que había salido de la cárcel y los dos
clochards
borrachos estaba de pie, no junto a la pared, sino en medio del pasillo, una mujer bastante guapa, de menos de cuarenta años, que llevaba en la mano una hucha roja y que con una sonrisa radiante llena de seducción femenina extendía a los viandantes; en la hucha había un letrero: ayude a los leprosos. Su elegante vestido contrastaba con el ambiente y su entusiasmo iluminaba la penumbra del pasillo como un farol. Su presencia parecía haber estropeado el buen humor de los mendigos, que estaban acostumbrados a pasar allí a diario su jornada de trabajo, y la trompeta apoyada en el suelo junto a la pierna del músico era sin duda expresión de su rendición ante una competencia desleal.

Cuando alguna mirada se fijaba en los ojos de la señora, pronunciaba en voz baja, para que los viandantes más que oír leyeran aquellas palabras en sus labios: «¡Leprosos!». El profesor Avenarius también quería leer aquellas palabras en sus labios, pero la mujer al verle dijo sólo «le», y «prosos» ya no lo dijo porque le reconoció. Avenarius también la reconoció y no fue capaz de explicarse cómo había ido a parar a aquel sitio. Corrió escaleras arriba y se encontró al otro lado del bulevar.

Allí comprendió que su esfuerzo por pasar por debajo de los coches había sido inútil, porque la circulación se había paralizado: desde La Coupole en dirección a la Rue de Rennes avanzaban por la calzada masas de gente. Todos tenían caras cetrinas, de modo que el profesor Avenarius pensó que serían jóvenes árabes que protestaban contra el racismo. Avanzó indiferente un par de metros más y abrió la puerta de un café; el dueño le dijo:

—Estuvo por aquí el señor Kundera. Tenía que ir a otro sitio. Le pide disculpas porque llegará un poco tarde. Dejó para usted un libro para que se entretenga mientras tanto. —Y le dio mi novela
La vida está en otra parte
en una edición económica llamada Folio.

Avenarius se metió el libro en el bolsillo sin prestarle la menor atención porque en ese momento volvió a acordarse de la mujer con la hucha roja y sintió deseos de verla de nuevo.

—Vuelvo dentro de un momento —dijo y salió.

Por los carteles que asomaban por encima de las cabezas de los manifestantes comprendió finalmente que los que recorrían el bulevar no eran árabes, sino turcos y que no protestaban contra el racismo francés sino contra la bulgarización de la minoría turca en Bulgaria. Los manifestantes levantaban los puños, pero un tanto cansados, porque el inmenso desinterés de los parisinos que pasaban junto a ellos los llevaba al borde de la desesperación. Pero ahora vieron la poderosa, amenazante barriga del hombre que iba por el borde de la acera en la misma dirección que ellos, levantaba el puño y gritaba: «
A bas les Russes! A bas les Bulgares
! ¡Abajo los rusos, abajo los búlgaros!», de modo que recuperaron su energía y el ruido de las consignas volvió a elevarse por encima del bulevar.

Junto a las escaleras del metro, por las que había subido un momento antes, vio a dos mujeres feas que repartían octavillas. Quería saber algo de la lucha de los turcos:

—¿Son ustedes turcas? —le preguntó a una de ellas.

—¡No, por Dios! —negó como si las hubiera acusado de algo horrendo—. ¡Nosotras no tenemos nada que ver con esta manifestación! Nosotras estamos aquí para protestar contra el racismo.

El profesor Avenarius cogió una octavilla de cada una de las mujeres y se topó con la sonrisa de un joven elegantemente apoyado en la barandilla del metro. Con una especie de alegre gesto provocativo él también le dio una octavilla.

—¿En contra de qué es esto? —preguntó Avenarius.

—Es en favor de la libertad de los canacos en Nueva Caledonia.

El profesor Avenarius bajó por lo tanto con tres octavillas al pasillo del metro y ya de lejos notó que la atmósfera en las catacumbas había cambiado; había desaparecido el aburrido cansancio, algo estaba pasando: llegaba hasta él la voz alegre de la trompeta, aplausos, risas. Y entonces lo vio todo: la joven señora seguía allí pero rodeada por los dos
clochards
: uno le cogía la mano que tenía libre, el otro le sostenía suavemente el brazo con cuya mano aferraba la hucha. El que la cogía de la mano daba pasos de baile, tres hacia atrás, tres hacia adelante. El que sostenía su brazo estiraba hacia los caminantes el sombrero del músico y gritaba: «
Pour les lépreux
! ¡Para los leprosos!
Pour l'Afrique
!» y a su lado estaba el trompetista y tocaba, tocaba, oh, tocaba mejor que nunca en la vida y a su alrededor se agolpaba la gente, sonreía, le echaban al
clochard
monedas y billetes en el sombrero y él daba las gracias: «
Merci! Ah, que la France est génereuse
! ¡Sin Francia los leprosos reventarían como animales!
Ah, que la France est génereuse
!».

La señora no sabía qué hacer; a ratos trataba de soltarse, pero cuando oía otra vez el aplauso de los espectadores, daba pequeños pasos hacia adelante y hacia atrás. Uno de los
clochards
intentó girarla hacia él y bailar con ella agarrado. Ella sintió el olor a alcohol de su boca y empezó a defenderse confundida, con angustia y miedo en el rostro.

El joven que había salido de la cárcel se levantó de pronto y empezó a mover el brazo como si quisiera avisar de algo a los dos
clochards
. Se acercaban dos policías. Cuando el profesor Avenarius los divisó, él mismo se puso a bailar. Se movía de un lado para otro con su enorme barriga, describía movimientos circulares con los brazos doblados, le sonreía a todo el mundo y exhalaba a su alrededor una inefable atmósfera de paz y despreocupación. Mientras pasaban los policías le sonreía a la señora de la hucha como si estuviera compinchado con ella y aplaudía al ritmo de la trompeta hasta con las piernas. Los policías echaron una mirada indiferente y prosiguieron su ronda.

Satisfecho con su éxito, Avenarius dio a sus pasos aún más amplitud, con insospechada agilidad giraba sobre sí mismo, corría hacia delante y hacia atrás, elevaba las piernas y hacía con los brazos gestos que imitaban a una bailarina de cancán al levantarse la falda. Aquello le sirvió de inspiración al
clochard
que tenía cogida a la señora del brazo; se agachó y le tomó el borde de la falda con dos dedos. Ella pretendió impedirlo pero no podía quitarle los ojos de encima al hombre gordo que la alentaba sonriendo; cuando intentó devolverle la sonrisa un
clochard
le levantó la falda hasta la cintura: aparecieron las piernas desnudas y unas bragas verdes (estupendamente elegidas para que combinaran con la falda rosa). Intentó impedirlo otra vez pero no podía: tenía en una mano la hucha (ya nadie le echaba ni un céntimo pero se aferraba a ella con firmeza, como si dentro estuviese encerrado todo su honor, el sentido de su vida, quizá su propia alma) mientras que el otro brazo estaba inmovilizado por la mano del
clochard
. Si le hubieran atado los dos brazos y la hubieran violado no habría sido peor. El
clochard
levantaba el borde de la falda, gritaba: «¡Para los leprosos! ¡Para África!» y a ella le corrían por el rostro lágrimas de humillación. No quería sin embargo que se notase esa humillación (una humillación admitida es una humillación doble), así que intentó sonreír como si todo sucediese con su anuencia y por el bien de África y levantó ella misma voluntariamente su pierna bonita aunque un tanto corta.

Después le llegó hasta la nariz el horrible hedor del
clochard
, el hedor de su boca y de sus ropas, que no se había quitado en varios años, de modo que se le habían pegado a la piel (si le ocurriera alguna desgracia, todo un equipo de cirujanos tendría que raspárselas durante una hora antes de poder llevarlo a la mesa de operaciones); en ese momento ya no fue capaz de seguir soportando: se desprendió de él violentamente y apretando la hucha roja contra el pecho corrió hacia el profesor Avenarius. Este abrió los brazos y la acogió en su regazo. Temblaba apretada contra su cuerpo y sollozaba. La consoló rápidamente, la cogió de la mano y la sacó del metro.

El cuerpo

—Laura, estás adelgazando —dijo Agnes preocupada mientras comía con su hermana en un restaurante.

—Nada me gusta. Lo vomito todo —dijo Laura y bebió un sorbo de agua mineral que había pedido para acompañar la comida en lugar del vino habitual—. Es muy fuerte —dijo.

—¿El agua mineral?

—Habría que ponerle un poco de agua.

—Laura… —Agnes iba a llamarle la atención a su hermana pero en lugar de eso dijo—: No te lo debes tomar tan a pecho.

—Está todo perdido, Agnes.

—¿Y qué es lo que ha cambiado entre vosotros?

—Todo. A pesar de que hacemos el amor como nunca. Como dos locos.

—¿Y entonces qué ha cambiado si hacéis el amor como locos?

—Son los únicos momentos en que tengo la seguridad de que está conmigo. Pero en cuanto terminamos de hacer el amor ya está con sus pensamientos en otra parte. Aunque hiciéramos el amor cien veces más que ahora, esto se acabó. Porque lo principal no es hacer el amor. No se trata de hacer el amor. Se trata de que piense en mí. He tenido muchos amantes y ninguno de ellos sabe hoy de mí y yo no sé de ellos y me pregunto para qué he vivido durante todos esos años si no he dejado en nadie ni una huella. ¿Qué ha quedado de mi vida? ¡Nada, Agnes, nada! Pero estos dos últimos años fui feliz de verdad porque sabía que Bernard pensaba en mí, que ocupaba su cabeza, que vivía en él. Porque ésa es la única vida real para mí: vivir en el pensamiento de otro. Si no, estoy muerta en vida.

—¿Y cuando estás sola en casa y escuchas tus discos, tu Mahler, eso no te basta para tener al menos una pequeña felicidad básica por la que valga la pena vivir?

—Agnes, tú sabes que es una tontería lo que dices. Mahler no significa nada para mí, absolutamente nada, estoy sola. Mahler me satisface sólo si estoy con Bernard o si sé que piensa en mí. Si estoy sin él no tengo fuerzas ni para hacer la cama. No tengo ganas ni de lavarme ni de cambiarme de ropa.

—¡Laura! ¡Bernard no es el único hombre sobre la tierra!

—¡Sí que lo es! —dijo Laura—. ¿Por qué quieres que me engañe a mí misma? Bernard es mi última oportunidad. No tengo veinte años ni treinta. Más allá de Bernard sólo está el desierto. —Bebió un sorbo de agua mineral y volvió a decir—: Está muy fuerte. —Después llamó al camarero para que le llevase agua del grifo—. Dentro de un mes se va a pasar dos meses a la Martinica —prosiguió—. Ya estuve allí dos veces con él. Esta vez me anticipó que irá sin mí. Cuando me lo dijo estuve dos días sin poder comer. Pero ya sé lo que voy a hacer. —El camarero llevo una garrafa de la cual Laura, ante su mirada atónita, añadió agua al vaso de agua mineral y después repitió—: Sí, ya sé lo que voy a hacer.

Se calló como si con ese silencio invitase a su hermana a hacerle una pregunta. Agnes lo comprendió e intencionadamente no le preguntó nada. Pero como el silencio era demasiado prolongado, se rindió:

—¿Qué quieres hacer?

Laura respondió que en las últimas semanas había estado en la consulta de cinco médicos, que se había quejado de que no podía dormir y que todos ellos le habían recetado barbitúricos.

Desde que Laura había empezado a añadir a las quejas habituales referencias al suicidio, Agnes estaba agobiada y cansada. Ya había tratado muchas veces de rebatirle a su hermana con argumentos lógicos y sentimentales sus intenciones; le había hablado del amor que sentía por ella («No puedes hacerme algo así a mí»), pero aquello no tenía efecto alguno: Laura volvía a hablar de suicidio como si no oyese las palabras de Agnes.

—Me iré a la Martinica una semana antes que él —continuaba—. Tengo la llave. La casa está vacía. Lo haré de modo que me encuentre allí. Y que nunca más pueda olvidarme.

Agnes sabía que Laura era capaz de hacer insensateces y la frase «lo haré de modo que me encuentre allí» le daba miedo: se imaginaba el cuerpo inmóvil de Laura en medio del salón de la residencia tropical y se asustaba al comprobar que aquella imagen era bastante verosímil, pensable, que combinaba con la manera de ser de Laura.

Amar a alguien significaba para Laura hacerle ofrenda de su cuerpo, regalárselo como había regalado a su hermana el piano blanco; colocárselo en medio de su casa: aquí estoy, aquí están mis cincuenta y siete kilos, mi carne, mis huesos, son para ti y los dejo en tu casa. Semejante regalo era para ella un gesto erótico, porque el cuerpo no era para ella sexual sólo en los momentos excepcionales de excitación sino, como ya dije, desde el comienzo,
a priori
, ininterrumpidamente y por todas partes, con su superficie y su interior, en el sueño y en la vigilia y hasta en la muerte.

Para Agnes lo erótico se limitaba al instante de excitación durante el cual el cuerpo se volvía deseable y hermoso. Sólo aquel instante justificaba y redimía el cuerpo; cuando aquella iluminación artificial se acababa, el cuerpo volvía a convertirse en un mero mecanismo sucio al que estaba obligada a mantener. Por eso Agnes nunca hubiera podido decir «lo haré de modo que me encuentre allí». Le daría horror que aquel a quien amara la viera como un simple cuerpo desprovisto de sexo, sin encanto, con una mueca agarrotada en el rostro y en una postura que ya no podría controlar. Sentiría pudor. El pudor le impediría convertirse voluntariamente en cadáver.

BOOK: La inmortalidad
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