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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (17 page)

BOOK: La inmortalidad
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Se despidieron y Bernard le dijo, con una timidez que lo emocionó:

—Sólo te pido que no se lo digas a Laura. Y a Agnes tampoco.

Paul estrechó con sinceridad la mano de su amigo:

—Puedes estar seguro.

Regresó a la oficina y se puso a trabajar. El encuentro con Bernard, curiosamente, le había servido de consuelo y se sentía mejor que por la mañana. Por la noche se encontró en casa con Agnes. Le contó lo de la carta e inmediatamente subrayó que todo aquello no significaba nada para él. Trató de decirlo riendo pero Agnes se dio cuenta de que entre las palabras y la risa Paul tosía. Ella conocía aquella tos. Siempre sabía controlarse cuando le sucedía algo desagradable, y sólo aquella tos corta, tímida, de la que no era consciente, le traicionaba.

«Necesitaban que la programación fuera más divertida y juvenil», dijo Agnes. Sus palabras tenían una intención irónica e iban dirigidas contra quienes habían suspendido el programa de Paul. Luego le acarició la cabeza. Pero no debía haber hecho todo aquello. Paul veía en los ojos de ella su imagen: la imagen de un hombre humillado al que habían condenado a no ser ya ni joven ni divertido.

La gata

Todos ansiamos transgredir las convenciones, los tabús eróticos, y acceder embriagados al reino de lo Prohibido. Y somos todos tan poco valientes… Tener una amante mayor o un amante más joven puede recomendarse como el medio más sencillo y accesible de transgredir la Prohibición. Laura tenía por primera vez en la vida un amante más joven que ella, Bernard tenía por primera vez una amante mayor que él y los dos lo vivían como un excitante pecado compartido.

La afirmación que había hecho Laura en presencia de Paul, según la cual con Bernard había rejuvenecido diez años, era cierta: la invadió una ola de nueva energía. ¡Pero no por eso se sentía más joven que él! Al contrario, disfrutaba con un deleite hasta entonces desconocido de tener un amante más joven, que se consideraba más débil que ella y temía que su experimentada amante lo comparara con sus antecesores. En el erotismo es como en el baile: siempre hay uno que lleva al otro. Laura por primera vez en la vida llevaba a un hombre y llevar era para ella igual de embriagador que para Bernard dejarse llevar.

Lo que una mujer mayor le da a un hombre más joven es ante todo la seguridad de que su amor transcurre lejos de la trampa del matrimonio, porque nadie puede pensar seriamente que un hombre joven, ante el cual se abre la perspectiva de una vida de éxitos, se casará con una mujer ocho años mayor que él. En este sentido Bernard veía a Laura igual que Paul a la señora a la que posteriormente elevó a la condición de joya de su vida: suponía que su amante contaba con que en algún momento cedería voluntariamente su sitio a una mujer más joven a quien Bernard pudiera presentar a sus padres sin ponerlos en un aprieto. Confiado en la sabiduría maternal de ella, soñaba incluso con que un día sería su testigo de boda y mantendría perfectamente en secreto ante la novia que había sido (y seguiría siendo, ¿por qué no?) su amante.

Llevaban juntos dos felices años. Entonces Bernard fue nombrado asno total y se volvió reservado. Laura no sabía nada del diploma (Paul mantuvo su palabra) y, como no tenía la costumbre de preguntarle por su trabajo, tampoco sabía nada de los demás problemas con los que se había encontrado en la radio (la desgracia, como se sabe, nunca llega sola), de modo que atribuía sus silencios a que había dejado de quererla. Ya lo había sorprendido varias veces sin prestar atención a lo que le decía y estaba segura de que en esos momentos pensaba en otra mujer. ¡Ay, en el amor basta con tan poco para que uno se desespere!

Un día él llegó nuevamente a casa de ella sumergido en sus negros pensamientos. Ella fue a cambiarse de ropa a la habitación contigua y él se quedó solo en el salón con la gran gata siamesa. No sentía hacia la gata una especial simpatía pero sabía que su amante no toleraba que nadie se metiese con ella. Se sentó en el sillón, se entregó a sus negros pensamientos y estiró mecánicamente la mano hacia el animal, creyéndose obligado a acariciarlo. Pero la gata lanzó un bufido y le mordió la mano. La mordedura se sumó repentinamente a toda la cadena de fracasos que en las últimas semanas le perseguían y le humillaban, de modo que sintió una rabia furiosa, saltó del sillón y la persiguió. La gata dio un salto hacia un rincón, arqueó el lomo y se puso a dar terribles bufidos.

Dio media vuelta y vio a Laura. Estaba en el umbral y era evidente que había observado toda la escena. Dijo:

—No, no puedes castigarla. Estaba en su derecho.

La miró sorprendido. La mordedura le dolía y esperaba de su amante si no una alianza contra el animal, sí al menos la manifestación de un elemental sentido de justicia. Tenía ganas de acercarse a la gata y darle una patada tan fuerte que quedase aplastada contra el techo del salón. Se contuvo haciendo un esfuerzo supremo.

Laura añadió, subrayando cada palabra:

—Ella exige que el que la acaricia se concentre de verdad en lo que está haciendo. Yo tampoco soporto que alguien esté conmigo y piense en otra cosa.

Mientras observaba, un momento antes, cómo Bernard acariciaba a la gata, que reaccionaba enemistosamente a su ausente distracción, había sentido una violenta solidaridad con ella: hace ya varias semanas que Bernard se comporta exactamente de la misma manera con respecto a ella: la acaricia y piensa mientras tanto en otra cosa; pone cara de que está con ella, pero ella sabe que no oye lo que le dice.

Cuando vio a la gata morder a Bernard, le pareció que el animal, al que consideraba su segundo yo simbólico, místico, quiso darle aliento, enseñarle cómo tenía que actuar, darle ejemplo. Hay momentos en los que es necesario enseñar las uñas, se dijo, y decidió que, durante la cena íntima en el restaurante al que irían dentro de un momento, encontraría finalmente el valor para actuar con decisión.

Me adelantaré a los acontecimientos y lo diré lisa y llanamente: es difícil imaginar mayor estupidez que su decisión. Lo que quería hacer iba directamente encaminado contra todos sus intereses. Debo subrayar que durante esos dos años, desde que se habían conocido, Bernard era feliz con ella, quizá mucho más feliz de lo que Laura podía sospechar. Era para él un escape de la vida que desde la infancia le había preparado su padre, el sonoro Bertrand Bertrand. Por fin podía vivir libremente, de acuerdo con sus deseos, tener un rincón escondido en el que no iba a meter la cabeza ningún miembro de su familia, un rincón en el que se vivía de una manera completamente distinta a la que él estaba acostumbrado; adoraba la manera de ser bohemia de Laura, el piano al que a veces se sentaba, los conciertos a los que lo llevaba, sus estados de ánimo y sus extravagancias. Con ella se sentía lejos de la gente rica y aburrida entre la cual se movía su padre. Claro que la felicidad de ellos dependía de una única condición: no podían casarse. Si fueran marido y mujer todo cambiaría de pronto: su relación estaría repentinamente expuesta a todas las intervenciones de su familia; su amor perdería no sólo el encanto, sino también el sentido. Y Laura perdería todo el poder que hasta ahora tenía sobre Bernard.

¿Cómo podía haber tomado una decisión tan estúpida, que iba contra todos sus intereses? ¿Es que conocía tan mal a su amante? ¿Tan poco lo comprendía?

Sí, aunque suene extraño, no lo conocía y no lo comprendía. Estaba incluso orgullosa de que lo único que le interesaba de Bernard fuera su amor. Nunca le había preguntado por su padre. No sabía nada de su familia. Cuando él hablaba alguna vez de ella, se aburría ostensiblemente y afirmaba que no quería perder en charlas inútiles el tiempo que podía dedicarle a Bernard. Y aún más extraño es que en las negras semanas del diploma, cuando él se volvió reservado y se disculpaba explicando que estaba preocupado, siempre le decía: «Sí, yo sé lo que es tener preocupaciones», pero nunca le había hecho la más sencilla de las preguntas imaginables: «¿Qué preocupaciones tienes? ¿Qué sucede en concreto? ¡Explícame ahora lo que te preocupa!».

Es curioso: estaba locamente enamorada de él pero no se interesaba por él. Podría incluso decir: estaba locamente enamorada de él y precisamente por eso no se interesaba por él. Si le reprocháramos su falta de interés y la acusáramos de no conocer a su amante, no nos entendería. Y es que Laura no sabía lo que es conocer a alguien. ¡Era en ese sentido como una doncella que cree que va a tener un hijo si besa durante mucho tiempo a su amado! Pensaba en los últimos tiempos en Bernard casi sin parar. Se imaginaba su cuerpo, su cara, tenía la sensación de que estaba permanentemente con él, de que estaba llena de él. Por eso estaba segura de que lo conocía de memoria, de que nadie lo había conocido nunca como ella lo conocía. El sentimiento amoroso nos da a todos una falsa ilusión de conocimiento.

Después de esta explicación quizá podamos finalmente creer que, mientras tomaban el postre, le dijera (como disculpa podría citar que habían bebido una botella de vino y dos copas de coñac, pero estoy seguro de que lo hubiera dicho aun sin estar bebida): —¡Bernard, cásate conmigo!

Un gesto de protesta contra la violación de los derechos humanos

Brigitte salió de la clase de alemán firmemente decidida a abandonar sus estudios. Por una parte porque no veía utilidad alguna para sí en la lengua de Goethe (su madre la había obligado a estudiarla), por otra parte porque estaba totalmente en desacuerdo con el alemán. Aquel idioma la irritaba por su falta de lógica. Hoy se había enfadado de verdad: la preposición
ohne
(sin) va con la cuarta declinación, la preposición
mit
(con) con la tercera declinación. ¿Por qué? Ambas preposiciones significan el aspecto positivo y negativo de la misma relación y por lo tanto deberían ir con la misma declinación. Esa objeción se la hizo a su profesor, un joven alemán que no supo qué decirle y enseguida se sintió culpable. Era un joven simpático, delicado, que sufría por ser miembro de una nación que había estado gobernada por Hitler. Dispuesto a ver en su patria todos los defectos, admitió de inmediato que no había ninguna justificación aceptable para que las preposiciones
mit
y
ohne
fueran con dos declinaciones distintas.

—No es lógico, ya lo sé, pero ése es el uso que se ha ido imponiendo a lo largo de los siglos —decía como si quisiera pedir a la joven francesa que se compadeciera de un idioma maldecido por la historia.

—Estoy contenta de que lo reconozca. No es lógico. Pero un idioma tiene que ser lógico —dijo Brigitte.

El joven alemán asentía:

—Desgraciadamente, nos falta Descartes. Esa es una insuficiencia imperdonable en nuestra historia. Alemania no tiene una tradición de razón y claridad, está llena de nieblas metafísicas y de música wagneriana y todos sabemos quién fue el mayor admirador de Wagner: ¡Hitler!

A Brigitte no le interesaban ni Wagner ni Hitler y continuaba con su idea:

—Un idioma que no es lógico pueden aprenderlo los niños, porque los niños no piensan. Pero nunca puede aprenderlo un extranjero adulto. Por eso para mí el alemán no es un idioma internacional.

—Tiene toda la razón —dijo el alemán y añadió en voz baja—: ¡al menos ve lo absurdo que era el deseo alemán de dominar el mundo!

Satisfecha consigo misma, Brigitte cogió su coche y fue a comprar una botella de vino a Fauchon. Quiso aparcar, pero no era posible: la fila de coches ocupaba sin una sola rendija las aceras en un kilómetro a la redonda; cuando llevaba ya un cuarto de hora dando vueltas sintió un asombro indignado al ver que no había sitio: subió el coche a la acera y allí lo dejó. Bajó y se dirigió a la tienda. Desde lejos se dio cuenta de que pasaba algo raro. Al acercarse comprendió lo que era:

Alrededor y dentro de la famosa tienda de alimentación, donde cualquier producto es diez veces más caro que en ningún otro sitio, de modo que allí sólo van a comprar aquellos a quienes produce mayor satisfacción pagar que comer, se amontonaba un centenar de personas mal vestidas, de parados; era una curiosa manifestación: los parados no habían venido a romper nada ni a amenazar a nadie ni a corear consignas; sólo querían inquietar a los ricos, quitarles con su presencia las ganas de comprar vino y caviar. Y en efecto, todos los vendedores y compradores esbozaban de pronto unas sonrisas indecisas y no era posible ni comprar ni vender.

Brigitte consiguió entrar. Los parados no le eran antipáticos y tampoco tenía nada contra las señoras con abrigos de piel. Pidió con energía una botella de Bordeaux. Su energía sorprendió a la dependienta, que de pronto comprendió que la presencia de unos parados que en nada la amenazaban no debía impedirle atender a una joven dienta. Brigitte pagó la botella y regresó al coche junto al cual esperaban dos policías que pretendían ponerle una multa.

Empezó a insultarles y, cuando le dijeron que el coche estaba mal aparcado e impedía a la gente pasar por la acera, señaló la fila de coches que estaban pegados unos a otros:

—¿Pueden decirme dónde tenía que aparcar? Si está permitido comprar coches habrá que garantizarle a la gente que va a tener dónde dejarlos, ¿no? ¡Hay que ser lógicos! —les gritó.

Lo cuento sólo por el siguiente detalle: mientras les gritaba a los policías, Brigitte se acordó de los desconocidos manifestantes de la tienda Fauchon y sintió hacia ellos una intensa simpatía: se sentía unida a ellos en una lucha común. Eso le dio valor; elevó la voz, los policías (igual de inseguros que las señoras con abrigos de piel ante la mirada de los parados) repitieron, tontamente y sin convicción, está prohibido, no está permitido, disciplina, orden, y al final la dejaron ir sin ponerle la multa.

Durante la discusión Brigitte movía la cabeza con movimientos rápidos y breves y levantaba los hombros y las cejas. Cuando al llegar a casa le contó lo sucedido a su padre, su cabeza describía el mismo movimiento. Ya nos hemos encontrado con este gesto: expresa el indignado asombro ante el hecho de que alguien quiera negarnos nuestros derechos más elementales. Por eso llamaremos a este gesto un gesto de protesta contra la violación de los derechos humanos.

El concepto de derechos humanos tiene doscientos años de antigüedad pero alcanzó su mayor fama a partir de la segunda mitad de los años setenta de nuestro siglo. Alexander Soljenitsin había sido entonces desterrado de su país y su inusual figura provista de barba y grilletes hipnotizaba a los intelectuales occidentales, enfermos del deseo de un destino de grandeza que no lograban. Gracias a él se convencieron con cincuenta años de retraso de que en la Rusia comunista hay campos de concentración y hasta las personas progresistas estuvieron de pronto dispuestas a admitir que meter en la cárcel a alguien por sus ideas no es justo. Y encontraron para su nueva postura también una justificación magnífica: ¡los comunistas rusos habían violado los derechos humanos a pesar de que los había declarado solemnemente la mismísima revolución francesa!

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