La inmortalidad (22 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
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Laura experimenta la agradable sensación de tocar con el trasero los muslos del hombre al que secretamente desea; esa sensación es aún más excitante porque se le ha sentado en las rodillas no como amante sino como cuñada, con la plena autorización de su esposa. Laura es una drogadicta de la ambigüedad.

Agnes no encuentra en esa situación nada excitante, pero no es capaz de silenciar una frase ridícula que le da vueltas permanentemente en la cabeza: «iPaul tiene en cada una de sus rodillas un ojo de culo de mujer! ¡Paul tiene en cada una de sus rodillas un ojo de culo de mujer!». Agnes es una esclarecida observadora de la ambigüedad.

¿Y Paul? Habla en voz alta y bromea y levanta alternativamente una y otra pierna para que ninguna de las dos mujeres dude ni por un instante de que es un padrazo bueno y alegre, dispuesto a convertirse en cualquier momento para sus hijitas en un caballo de carreras. Paul es el bobo de la ambigüedad.

En la época de sus sufrimientos amorosos, Laura le pedía consejo con frecuencia y se citaban en distintos cafés. Señalamos que sobre el suicidio no se habló ni una palabra. Laura le había pedido a su hermana que no hablara nunca de sus morbosos planes y ella no los contó a Paul. La imagen demasiado brutal de la muerte no dañaba por lo tanto el sutil tejido de la bella tristeza que los recubría y ellos estaban sentados frente a frente y a ratos se tocaban. Paul le apretaba la mano o el hombro como a alguien a quien se quiere dar confianza en sí mismo y fuerza, porque Laura amaba a Bernard y una persona enamorada merece ayuda.

Me gustaría decir que en esos momentos la miraba a los ojos, pero no sería exacto, porque Laura había empezado entonces a usar gafas negras; Paul sabía que era para que no la viera con los ojos llorosos. Las gafas negras adquirieron de pronto muchos significados: por una parte le otorgaban a Laura un toque de severa elegancia e inaccesibilidad; pero al mismo tiempo hacían referencia a algo muy corporal y sensual: un ojo bañado por una lágrima, ojo que de pronto era orificio del cuerpo, una de esas nueve hermosas puertas del cuerpo femenino de las que habla en su famoso poema Apollinaire, un húmedo orificio oculto por una hoja de parra de cristal negro. Varias veces la imagen de la lágrima tras las gafas fue tan intensa y la lágrima imaginada tan ardiente que al convertirse en vapor los envolvió a los dos y les privó de claridad de juicio y visión.

Paul veía aquel vapor. ¿Pero entendía lo que significaba? Creo que no. Imagínense esta situación: una niña pequeña va a ver a un niño pequeño. Empieza a desnudarse y le dice: «Doctor, tiene que mirarme». Y el niño pequeño dice: «¡Pero niña! ¡Si es que yo no soy médico!».

Precisamente así es como actuaba Paul.

La adivina

Si en la discusión con el Oso, Paul quería mostrarse como un ingenioso partidario de la frivolidad, ¿cómo es posible que con las dos hermanas en las rodillas fuera tan poco frívolo? La explicación es ésta: concebía la frivolidad como un benéfico enema que deseaba recetarle a la cultura, la vida pública, el arte, la política; un enema para Goethe y Napoleón, pero atención: ¡no para Laura y Bernard! Su profunda desconfianza hacia Beethoven y Rimbaud quedaba redimida por su inmensa confianza en el amor.

El concepto de amor iba para él unido a la imagen del mar, elemento éste de todos el más inquieto. Cuando iba de vacaciones con Agnes, dejaba en la habitación del hotel la ventana abierta de par en par por la noche para que cuando hicieran el amor entrara el sonido del oleaje y ellos se confundieran con aquel gran sonido. Quería a su mujer y era feliz con ella; sin embargo en el fondo de su alma resonaba un débil, un tímido desencanto por el hecho de que su amor nunca se hubiera manifestado de un modo más dramático. Casi le envidiaba a Laura los obstáculos que se interponían en su camino, porque sólo ellos, según Paul, eran capaces de convertir un amor en una historia de amor. Sentía hacia su cuñada una compasiva solidaridad y sus padecimientos amorosos lo hacían sufrir como si le sucedieran a él mismo. Una vez Laura le llamó por teléfono para decirle que Bernard iba a tomar dentro de unos días el avión hacia la casa que la familia tenía en la Martinica y que estaba dispuesta a ir allí contra la voluntad de él. Si ella le encuentra allí con una desconocida, tanto peor. Al menos todo quedaría más claro.

Para ahorrarle conflictos inútiles intentó convencerla de que cambiara de decisión. Pero la conversación se hacía interminable: ella repetía constantemente los mismos argumentos y Paul ya se había hecho a la idea de que al fin, aunque a disgusto, le diría: «¡Si estás tan profundamente convencida de que tu decisión es correcta, no dudes más y ve!». Pero justo antes de que pronunciara aquella frase, Laura dijo:

—Sólo hay una cosa que puede disuadirme de este viaje, y es que me lo prohíbas.

Le aconsejó así a Paul muy claramente lo que tenía que hacer para disuadirla de su viaje conservando sin embargo ante sí misma y ante él la dignidad de una mujer dispuesta a ir hasta el fin de su desesperación y de su lucha. Recordemos que, cuando Laura vio por primera vez a Paul, oyó una voz que decía precisamente las palabras que una vez le dijo Napoleón a Goethe: «¡He aquí un hombre!». Si Paul hubiese sido de verdad un hombre, le habría dicho sin duda que le prohibía hacer aquel viaje. Pero él, por desgracia, no era un hombre, sino un hombre de principios: hacía tiempo que había eliminado de su vocabulario la palabra «prohibir» y estaba orgulloso de ello. Objetó:

—Sabes que no le prohíbo nada a nadie.

Laura insistía:

—Yo quiero que me prohíbas y que me des órdenes. Sabes que nadie más que tú tiene derecho a hacerlo. Haré lo que me digas.

Paul se quedó perplejo: hace ya una hora que le explica que no debería ir en busca de Bernard y hace una hora que ella repite lo mismo. ¿Por qué en lugar de dejarse convencer pide que se lo prohíba? Se quedó callado. —¿Tienes miedo? —le preguntó ella.

—¿De qué?

—De imponerme tu voluntad.

—Si no he sido capaz de convencerte, no tengo derecho a prohibirte nada.

—Eso es lo que yo digo: tienes miedo.

—Pretendía convencerte con razones.

Se rió:

—Te escondes detrás de la razón porque tienes miedo de imponerme tu voluntad. ¡Tienes miedo de mí!

Su risa lo dejó aún más perplejo, de modo que para poner fin a la conversación dijo:

—Tendré que volver a pensármelo.

Le pidió más tarde su opinión a Agnes.

Ella le dijo:

—No debe ir. Sería una tremenda estupidez, ¡Si hablas con ella haz todo lo posible para que no vaya!

Pero la opinión de Agnes no significaba gran cosa, porque la principal consejera de Paul era Brigitte.

Cuando le explicó la situación en la que se encontraba su tía, reaccionó de inmediato:

—¿Y por qué no iba a ir? Uno tiene que hacer lo que tiene ganas de hacer.

—¡Pero imagínate —objetó Paul— que se encuentre allí con una amante de Bernard! Montaría un escándalo espantoso!

—¿Le dijo él que iba a estar con otra mujer?

—No.

—Entonces debería habérselo dicho. Si no se lo dijo es un cobarde y no tiene sentido evitarle el mal trago. ¿Qué puede perder Laura? Nada.

Podemos preguntarnos por qué le dio Brigitte a Paul esta respuesta y no otra. ¿Por solidaridad con Laura? No. Laura se comportaba con frecuencia como si fuera la hija de Paul y a Brigitte aquello le resultaba ridículo y antipático. No tenía la menor intención de solidarizarse con su tía; sólo se trataba de una cosa: de gustarle a su padre. Intuía que Paul se dirigía a ella como a una adivina y quería fortalecer su autoridad mágica. Suponía acertadamente que su madre estaba en contra del viaje de Laura y decidió adoptar precisamente la posición contraria, dejar que hablara por su boca la voz de la juventud y cautivar a su padre con un gesto de valor irreflexivo.

Sacudía la cabeza con breves movimientos horizontales y levantaba los hombros y las cejas, y Paul volvía a experimentar aquella hermosa sensación de tener en su hija un acumulador del cual extraía energía. Es posible que hubiera sido más feliz si Agnes le hubiese perseguido tomando aviones para sorprenderle en las islas lejanas con sus amantes. Toda su vida había deseado que la mujer amada fuera capaz de golpearse la cabeza contra la pared por él, de gritar de desesperación o de dar saltos de alegría por la habitación. Pensó que Laura y Brigitte estaban de parte del valor y la locura y que sin una pizca de locura la vida no valía la pena ser vivida. ¡Que Laura se deje guiar por la voz de su corazón! ¿Por qué hay que darle tantas vueltas a cada uno de nuestros actos en la sartén de la razón, como si fuera una tortilla?

—Pero piensa —argumentó—, que Laura es una mujer sensible. Un viaje así puede hacerla sufrir.

—Yo en su lugar iría y nadie podría detenerme. —Brigitte dio por terminada la conversación.

Laura volvió a llamarle por teléfono. Para evitar una prolongada discusión, le dijo en cuanto oyó su voz:

—He vuelto a pensar en eso y quiero decirte que debes hacer exactamente lo que quieras hacer. ¡Si no puedes resistirlo, ve!

—Yo ya había decidido no ir. Le ponías tantos reparos a que fuera. Pero si tú estás de acuerdo, mañana tomo el avión.

A Paul fue como si le dieran una ducha fría. Comprendió que sin su autorización expresa, Laura no hubiera ido a la Martinica. Pero ya no era capaz de decir nada; la conversación había terminado. Al día siguiente el avión la llevó a través del Atlántico y Paul sabía que era personalmente responsable de aquel viaje, al que en el fondo de su alma consideraba, igual que Agnes, una absoluta insensatez.

El suicidio

Desde que tomó el avión habían pasado dos días. A las seis de la mañana sonó el teléfono. Era Laura. Les comunicaba a su hermana y a su cuñado que en la Martinica era precisamente medianoche. Su voz era artificialmente alegre, de lo cual Agnes dedujo inmediatamente que las cosas iban mal.

No se equivocaba: cuando Bernard vio a Laura en el camino bordeado de palmeras que conducía a la casa en la que vivía, se puso pálido de rabia y le dijo con severidad: «Te pedí que no vinieses». Ella empezó a explicarle algo pero él no dijo ni palabra, metió en un maletín un par de cosas, subió al coche y se marchó. Se quedó sola, se puso a dar vueltas por la casa y en un armario encontró su bañador rojo, que había dejado la última vez que había estado allí.

—Sólo me esperaba eso. Sólo el bañador —dijo y pasó de la risa al llanto. Y siguió llorando—: Ha sido asqueroso. Vomité. Y después decidí quedarme. Todo terminará en esta casa. Cuando Bernard vuelva me encontrará aquí con este bañador.

La voz de Laura resonaba en la habitación; la oían los dos, pero sólo uno tenía el teléfono y se lo pasaban de mano en mano.

—Por favor —le decía Agnes—, tranquilízate, lo principal es que te tranquilices. Trata de calmarte y de ser sensata.

Laura volvió a echarse a reír:

—Imagínate que antes de salir de viaje conseguí veinte cajas de barbitúricos pero me las dejé todas en París de lo nerviosa que estaba.

—Eso es bueno, eso es bueno —dijo Agnes y sintió efectivamente en ese momento una especie de alivio.

—Pero aquí encontré un revólver en un cajón —continuó Laura y volvió a reírse—: ¡Bernard debe de tener miedo a morir! ¡Tiene miedo de que lo ataquen los negros! Es una señal.

—¿Qué señal?

—Que haya dejado un revólver para mí.

—¿Estás loca? ¡No dejó nada para ti! ¡No tenía la menor idea de que ibas a ir!

—Por supuesto que no lo dejó a propósito. Pero compró un revólver que no usará nadie más que yo. Así que lo dejó para mí.

Una sensación de desesperada impotencia volvió a apoderarse de Agnes. Dijo:

—Haz el favor de dejar ese revólver donde estaba.

—Yo no sé manejarlo. Pero Paul… Paul ¿me oyes?

Paul cogió el auricular:

—¡Sí!

—Paul, qué contenta estoy de oír tu voz.

—Yo también, Laura, pero haz el favor…

—Ya sé, Paul, pero es que no puedo más… —y empezó a gemir.

Hubo un momento de silencio. Después habló Laura:

—Tengo aquí delante ese revólver. No le puedo quitar los ojos de encima.

—Entonces vuelve a ponerlo donde estaba —dijo Paul.

—Paul, tú estuviste en el servicio militar.

—Sí.

—¡Tu eres oficial!

—Alférez.

—Eso quiere decir que sabes disparar un revólver. —Paul dudaba. Pero tuvo que decir que sí—. ¿Cómo se sabe si un revólver está cargado?

—Si dispara es que está cargado.

—¿Si aprieto el gatillo dispara?

—Puede disparar.

—¿Cómo que puede?

—Si está quitado el seguro, dispara.

—¿Y cómo se sabe si está quitado el seguro?

—¡No te vas a poner a explicarle cómo tiene que hacer para pegarse un tiro! —gritó Agnes y le quitó el teléfono de la mano a Paul.

Laura continuó:

—Yo sólo quiero saber cómo se maneja. Debería saber cómo se maneja un revólver. ¿Qué quiere decir que esté quitado el seguro? ¿Cómo se quita el seguro?

—Ya está bien —dijo Agnes—. Ni una palabra más sobre el revólver. Lo vuelves a poner donde estaba. Ya está bien de bromas.

De pronto Laura puso una voz totalmente diferente, seria:

—¡Agnes! ¡No estoy bromeando. —Y empezó a llorar otra vez.

La conversación fue interminable, Agnes y Paul volvieron a repetir las mismas frases, le aseguraron a Laura que la querían, le pidieron que se quedase con ellos, que no los abandonase, hasta que por fin les prometió que volvería a poner el revólver en el cajón y se iría a dormir.

Cuando colgaron el teléfono estaban tan agotados que pasaron mucho tiempo incapaces de pronunciar una sola palabra.

Después Agnes dijo:

—¿Por qué lo hace? ¿Por qué lo hace?

Y Paul dijo:

—Es culpa mía. Yo le dije que fuera.

—Hubiera ido de todos modos.

Paul negaba con la cabeza:

—No hubiera ido. Ya se había hecho a la idea de quedarse. He hecho la mayor estupidez de mi vida.

Agnes no quería que Paul se sintiera culpable. No era por compasión, sino más bien por celos: no quería que se sintiese tan responsable de lo que ella hacía, que sus pensamientos estuviesen tan ligados a ella. Por eso dijo:

—¿Y cómo puedes estar tan seguro de que ha encontrado un revólver?

Al principio Paul no entendió:

—¿Qué quieres decir con eso?

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