La inmortalidad (9 page)

Read La inmortalidad Online

Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
11.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Acaso no sabía que la propia Bettina quería publicar un libro de recuerdos de la juventud de Goethe? ¿Que incluso había discutido el tema con un editor? ¡Por supuesto que lo sabía! Apuesto a que le pidió ese favor no porque de verdad lo necesitara, sino sólo para que ella no pudiera publicar nada sobre él. Debilitada por el encanto de su último encuentro y por el temor de que su boda con Arnim pudiera alejarla de Goethe, obedeció. Consiguió desactivarla como se desactiva una bomba de relojería.

Luego volvió en setiembre de 1811 a Weimar con su joven esposo, del que estaba embarazada. No hay nada más alegre que un encuentro con una mujer a la que temíamos y que está desarmada y ya no da miedo. Pero aunque estuviera embarazada, aunque estuviera casada, aunque no tuviera la posibilidad de escribir un libro sobre su juventud, Bettina no se sentía desarmada y no pensaba renunciar a la lucha. Entiendan bien: no a la lucha por el amor; a la lucha por la inmortalidad.

Que Goethe piense en la inmortalidad es algo que a la vista de su situación puede presuponerse. Pero ¿es posible que pensara en ella la desconocida joven Bettina a tan temprana edad? Por supuesto que sí. En la inmortalidad se piensa desde la infancia. Bettina formaba parte además de la generación de los románticos, que estaban deslumbrados por la muerte desde el día en que vieron por primera vez la luz del mundo. Novalis no llegó a los treinta años y sin embargo, aun tan joven, nada le inspiraba tanto como la muerte, la muerte bruja, la muerte transustanciada en el alcohol de la poesía. Todos vivían en la trascendencia, se superaban a sí mismos, estiraban los brazos a lo lejos, hacia el fin de sus vidas y mucho más allá de sus vidas, hacia las lejanías del no ser. Y como ya dije, donde está la muerte está también la inmortalidad, su compañera, y los románticos la tuteaban, con el mismo atrevimiento con que Bettina tuteaba a Goethe.

Los años que van desde 1807 a 1811 fueron los más hermosos de su vida. En 1810 visitó en Viena, sin anunciarse, a Beethoven. Conocía de pronto a los dos alemanes más inmortales, no sólo al hermoso poeta, sino también al feo compositor, y con ambos flirteaba. Aquella doble inmortalidad la embriagaba. Goethe ya era viejo (en aquella época un hombre de sesenta años era ya considerado un anciano), magníficamente maduro para la muerte, y Beethoven, aunque tenía sólo cuarenta años, estaba, sin sospecharlo, cinco años más cerca de la muerte que Goethe. Ella se alzaba por lo tanto entre ellos como un tierno ángel entre dos enormes sepulturas negras. Aquello era tan hermoso que no le importaba en absoluto la boca casi sin dientes de Goethe. Por el contrario, cuanto más viejo, más atractivo era, porque cuanto más cerca estaba de la muerte, más cerca estaba de la inmortalidad. Sólo un Goethe muerto sería capaz de cogerla firmemente de la mano y conducirla al Templo de la Fama. Cuanto más cerca estaba él de la muerte, menos dispuesta estaba a renunciar a él.

Por eso, en aquel fatal setiembre de 1811, aunque casada y embarazada, jugaba a ser una niña aún más que en cualquier otra ocasión anterior, hablaba en voz alta, se sentaba en el suelo, en la mesa, en la esquina de la cómoda, en la lámpara, trepaba a los árboles, iba a bailar, cantaba cuando todos los demás estaban sumergidos en una conversación seria, pronunciaba frases serias cuando los demás querían cantar y trataba de quedarse a toda costa a solas con Goethe. Pero eso lo consiguió sólo una vez en dos semanas enteras. Por lo que se cuenta, sucedió aproximadamente del siguiente modo:

Era de noche, estaban sentados junto a la ventana en la habitación de Goethe. Empezaron a hablar del alma y después de las estrellas. En ese momento Goethe miró hacia arriba por la ventana y le enseñó a Bettina una estrella muy grande. Pero Bettina era corta de vista y no veía nada. Goethe le dio un catalejo: «¡Tenemos suerte! ¡Es Mercurio! Este otoño se ve estupendamente». Pero Bettina quería hablar de las estrellas de los enamorados, no de las estrellas de los astrónomos, por eso, cuando miró por el catalejo, intencionadamente no vio nada y afirmó que aquel catalejo era demasiado débil para ella. Goethe fue pacientemente a buscar otro con cristales más gruesos. Volvió a obligarla a mirar y ella volvió a afirmar que no veía. Eso le dio a él motivo para empezar a hablar de Mercurio, de Marte, de los planetas, del sol, de la Vía Láctea. Habló durante mucho tiempo y cuando terminó ella se excusó y sola, por su propia voluntad, se fue a dormir. Unos días más tarde afirmó en la exposición que todos los cuadros expuestos eran imposibles y Christiane le tiró las gafas al suelo.

9

El día de las gafas rotas, el 13 de setiembre, Bettina lo vivió como una gran derrota. Al comienzo su reacción fue belicosa y contó por todo Weimar que la había mordido una morcilla rabiosa, pero pronto comprendió que el enojo de ella ponía en peligro otro encuentro con Goethe, lo cual convertiría su gran amor por el inmortal en un simple episodio destinado al olvido. Por eso obligó al bueno de Arnim a que escribiera a Goethe una carta para tratar de disculparla. Pero la carta quedó sin respuesta. La pareja abandonó Weimar y regresó en enero de 1812. Goethe no los recibió. En 1816 murió Christiane y poco después Bettina le envió a Goethe una larga carta llena de humildad. Goethe no reaccionó. En 1821, diez años después del último encuentro, llegó a Weimar y anunció su presencia en casa de Goethe, quien aquella tarde recibía y no podía impedir que entrase. Pero no intercambió con ella ni una palabra. En diciembre de ese mismo año, ella volvió a escribirle pero no recibió respuesta alguna.

En 1823 los ediles de Frankfurt decidieron levantar un monumento a Goethe y lo encargaron a un escultor llamado Rauch. Cuando ella vio el proyecto, no le gustó; comprendió inmediatamente que el destino le ofrecía una posibilidad que no podía dejar escapar. A pesar de que no sabía dibujar, se puso a trabajar aquella misma noche y trazó el boceto de su propio proyecto escultórico: Goethe, sentado en la postura de un héroe de la Antigüedad; en la mano, una lira; entre sus rodillas, de pie, una muchacha que representaba a Psique; sus cabellos parecían llamas. Envió el dibujo a Goethe y sucedió algo sorprendente: ¡en el ojo de Goethe apareció una lágrima! Y, al cabo de trece años (fue en julio de 1824, tenía setenta y cinco años y ella treinta y nueve), la recibió y, aunque se comportara de un modo un tanto estirado, le dio a entender que todo estaba perdonado y que la época del silencio despreciativo había pasado.

Me parece que en esta fase de la historia ambos protagonistas llegaron a una fría y clara comprensión de la situación: ambos sabían lo que querían y cada uno de ellos sabía que el otro lo sabía. Con su boceto del monumento Bettina dejó claro por primera vez sin equívocos lo que desde el comienzo estaba en juego: la inmortalidad. Bettina no pronunció la palabra, sólo la rozó en silencio, como cuando rozamos una cuerda y ésta resuena después callada y prolongadamente. Goethe la oyó. Al comienzo sólo se sintió tontamente halagado, pero poco a poco (una vez que se secó la lágrima) comenzó a comprender el verdadero (y menos halagador) sentido del mensaje de Bettina: se le comunica que el viejo juego continúa; que no se ha rendido; que será ella quien le cosa la mortaja ceremonial en la que será enseñado a la posteridad; que nada se lo impedirá y menos que nada su terco silencio. Volvió a recordar lo que sabía desde hacía tiempo: Bettina es peligrosa y por eso es mejor mantenerla bajo una amable vigilancia.

Bettina sabía que Goethe sabía. Esto se deduce de su siguiente encuentro en otoño de ese mismo año; ella misma lo describe en una carta enviada a su sobrina: inmediatamente después de la bienvenida, escribe Bettina, Goethe «primero empezó a pelear, después me acarició con sus palabras para volver a reconciliarse conmigo».

¡Cómo podríamos no comprender la actitud de Goethe! Sintió con brutal urgencia hasta qué punto le era antipática y se enfadó consigo mismo por haber interrumpido aquellos maravillosos trece años de silencio. Empezó a discutir con ella como si quisiera echarle en cara de una vez todo lo que tenía contra ella. Pero inmediatamente se reprochó: ¿por qué es sincero?, ¿por qué le dice lo que piensa? Lo importante es la decisión que ha adoptado: neutralizarla; pacificarla; tenerla controlada.

Al menos seis veces a lo largo de la conversación, relata Bettina, fue Goethe con diversas excusas a la habitación contigua para beber vino a escondidas, pero ella se dio cuenta por su aliento. Finalmente ella le preguntó riendo por qué bebía a escondidas y él se ofendió.

Más interesante que el Goethe que sale a beber a escondidas me parece Bettina: no actuaba como ustedes o como yo, que observaríamos divertidos a Goethe y callaríamos discreta y respetuosamente. Decirle lo que otros jamás habrían expresado (¡siento en tu boca el olor del alcohol!, ¿por qué bebes?, ¿y por qué a escondidas?) era para ella un modo de arrancarle por la fuerza un poco de su intimidad, de estar con él en estrecho contacto. En la agresividad de su indiscreción, a la que siempre se atribuyó el derecho amparándose en su máscara de niña, vio de pronto Goethe a aquella Bettina a la que había decidido hacía ya trece años no volver a ver en la vida. Se levantó en silencio y tomó la lámpara, para dar a entender que la visita había terminado y que él acompañaría a la visitante por el oscuro pasillo hasta la puerta.

En aquel momento, continúa Bettina en su carta, para obstruirle la salida, ella se arrodilló en el umbral, frente a la habitación, y le dijo: «Quiero saber si soy capaz de detenerte y si eres un espíritu del bien o un espíritu del mal, como para
Fausto
las ratas; beso y bendigo el umbral que diariamente cruza el mayor de todos los hombres y el mayor de mis amigos».

¿Y qué hizo Goethe? Vuelvo a citar textualmente a Bettina. Dijo al parecer: «No te pisaré a ti ni a tu amor para poder salir; tu amor es para mí demasiado valioso; en lo que se refiere a tu espíritu, me escurriré alrededor de él» (en efecto, evitó cuidadosamente su cuerpo arrodillado) «porque eres demasiado astuta y es mejor estar a bien contigo».

La frase que Bettina pone en su boca resume, a mi entender, todo lo que durante ese encuentro Goethe decía para sus adentros: Sé, Bettina, que el boceto del monumento fue una estratagema genial. En mi lamentable senilidad me he dejado emocionar al ver mis cabellos convertidos en fuego (¡oh, mis pobres cabellos ralos!), pero inmediatamente comprendí que lo que querías enseñarme no era un dibujo, sino la pistola que tienes en la mano para poder disparar muy lejos, hasta alcanzar mi inmortalidad. No, no he sabido desarmarte. Por eso no quiero la guerra. Quiero la paz. Pero nada más que la paz. Te esquivaré cuidadosamente y no te tocaré, no te abrazaré, no te besaré. Por una parte no tengo ganas y por otra sé que todo lo que haga se convertirá en proyectil para tu pistola.

10

Dos años después, Bettina volvió a Weimar; casi a diario veía a Goethe (tenía ahora setenta y siete años) y al final de su estancia, cuando intentaba introducirse en la corte de Carlos Augusto, cometió alguno de sus encantadores atrevimientos. Y entonces ocurrió algo inesperado. Goethe explotó. «Ese moscón antipático (
diese leidige Bremse
)», escribía al príncipe, «que me dejó mi madre en herencia, me molesta considerablemente desde hace años. Ahora ha vuelto a un viejo juego que sentaba mejor a su juventud; habla de los ruiseñores y trina como un canario. Si vuestra alteza me lo ordena, le prohibiré que en el futuro continúe molestando. De lo contrario vuestra alteza nunca estará a cubierto de su impertinencia.»

Seis años más tarde se presentó una vez más en Weimar, pero Goethe no la recibió. La comparación con un moscón antipático fue su última palabra al final de toda esta historia.

Es curioso. Al recibir de ella el boceto del monumento había decidido hacer las paces. Aunque era alérgico a su simple presencia habría tratado de hacer todo lo posible (aun al precio de que le oliera la boca a alcohol) por pasar una velada con ella «en buen entendimiento» hasta el final. ¿Cómo es que de pronto se dispone a que todo su esfuerzo se convierta en humo? Tanto preocuparse por no partir hacia la inmortalidad con la camisa arrugada, y de repente se atreve a escribir ese terrible «moscón antipático», que le echarán en cara dentro de cien, de trescientos años, cuando ya nadie lea
Fausto
ni
Los sufrimientos del joven Werther
.

Es menester comprender la esfera del reloj de la vida:

Hasta cierto momento la muerte es algo demasiado lejano para que nos ocupemos de ella. Es no vista e invisible. Es la primera, la etapa feliz de nuestra vida.

Pero luego de pronto empezamos a ver nuestra muerte ante nosotros y ya no podemos librarnos de pensar en ella. Está con nosotros. Y al igual que la inmortalidad se aferra a la muerte como Laurel a Hardy, podemos decir que está con nosotros también nuestra inmortalidad. Y en cuanto sabemos que está con nosotros empezamos a preocuparnos febrilmente de ella. Le encargamos un smoking, le compramos una corbata, temerosos de que el traje y la corbata los elijan otros y elijan mal. Ese es el momento en el que Goethe se decide a escribir sus memorias, su famoso
Poesía y verdad
, cuando manda llamar a su incondicional Eckermann (curiosa coincidencia de fechas: ocurre el mismo año de 1823, cuando Bettina le envía el boceto del monumento) y le permite escribir las
Conversaciones con Goethe
, ese hermoso retrato escrito bajo el amable control del retratado.

Después de esta segunda etapa de la vida, cuando el hombre es incapaz de apartar los ojos de su muerte, viene una tercera etapa, la más breve y más misteriosa, de la que se sabe y se habla poco. Las fuerzas se agotan y del hombre se apodera un cansancio que lo desarma. El cansancio: un callado puente que conduce desde la orilla de la vida a la orilla de la muerte. La muerte está tan cerca que mirarla se ha vuelto aburrido. Ha vuelto a ser invisible y a no ser vista: a no ser vista como no se ven los objetos demasiado conocidos. El hombre cansado mira desde la ventana, mira la copa de los árboles y pronuncia para sí sus nombres: castaño, álamo, arce. Y esos nombres son bellos como el ser mismo. El álamo es alto y se parece a un atleta que ha levantado un brazo hacia el cielo. O se parece a una llama que se elevó hacia lo alto y se quedó petrificada. Álamo, oh, álamo. La inmortalidad es una ilusión ridícula, una palabra vacía, un viento atrapado en una red de mariposas, si la comparamos con la belleza del álamo al que el hombre cansado mira desde la ventana. Al cansado anciano la inmortalidad ya no le interesa en absoluto.

Other books

Finding Strength by Michelle, Shevawn
Requested Surrender by Murphy, Riley
A Breath of Life by Clarice Lispector
Soul Mates Bind by Ross, Sandra
Cameo the Assassin by Dawn McCullough-White
Forgotten Yesterday by Renee Ericson