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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (10 page)

BOOK: La inmortalidad
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¿Y qué hace el anciano cansado que mira el álamo si de pronto se presenta una mujer que quiere sentarse en la mesa, arrodillarse en el umbral y pronunciar frases sofisticadas? Con una sensación de indecible alegría y en un repentino incremento de vitalidad la llamará «moscón antipático».

Pienso en el momento en que Goethe escribió las palabras «moscón antipático». Pienso en la satisfacción que sintió al hacerlo e imagino que entonces de pronto comprendió: nunca en la vida había actuado como quería actuar. Se consideró administrador de su inmortalidad y esa responsabilidad lo había atado y hecho de él un hombre estirado. Tuvo miedo de todas las excentricidades, aunque le atrajeran fuertemente, y cuando se permitió alguna procuró amañarla posteriormente de modo que no se saliese de aquel sonriente equilibrio que alguna vez identificó con la belleza. Las palabras «moscón antipático» no concordaban ni con su obra, ni con su vida, ni con su inmortalidad. Esas palabras eran libertad pura. Sólo podía escribirlas alguien que estuviera ya en la tercera etapa de su vida, en la que el hombre deja de administrar su inmortalidad y no la considera relevante. No todos los hombres llegan hasta este límite extremo, pero quien llega sabe que por primera vez es allí y sólo allí donde hay verdadera libertad.

Estas ideas pasaron por la mente de Goethe pero en seguida las olvidó porque era viejo, estaba cansado y tenía ya mala memoria.

11

Recordemos: llegó por primera vez junto a él con apariencia de niña. Veinticinco años después, en marzo de 1832, cuando se enteró de que Goethe había enfermado gravemente, le envió de inmediato a su propio niño: a su hijo Sigmund, que tenía dieciocho años. El tímido muchacho permaneció seis días en Weimar, de acuerdo con las instrucciones de su madre, sin tener la menor idea de lo que estaba en juego. Pero Goethe lo entendió: le había mandado a su embajador para comunicarle con su mera presencia que la muerte esperaba impaciente ante su puerta y que Bettina se hacía cargo a partir de entonces de la inmortalidad de Goethe.

Después, la muerte cruzó la puerta, tras una semana de resistencia, el 26 de marzo. Goethe muere y unos días más tarde Bettina le escribe al albacea testamentario, el canciller Mullen «La muerte de Goethe me causó sin duda una impresión imborrable pero no una impresión de tristeza. No puedo expresar con palabras la verdad exacta, pero creo que como mejor puedo acercarme a ella es diciendo que se trata de una impresión de gloria». Registremos cuidadosamente esta precisión de Bettina: no es tristeza, sino gloria.

Poco después le pide al mismo canciller Müller que le envíe todas las cartas que ella le había escrito a Goethe. Al releerlas se sintió decepcionada: toda la historia con Goethe parece un simple boceto, el boceto de una obra maestra, bien es verdad, pero sólo un boceto y muy imperfecto. Era necesario ponerse a trabajar. Durante tres años corrigió, reescribió, añadió. Si no estaba satisfecha con sus propias cartas, las de Goethe le satisfacían aún menos. Al leerlas nuevamente se sentía ofendida por lo breves, secas e impertinentes que a veces eran. Como si se hubiera tomado en serio su apariencia infantil, algunas estaban escritas como si le diera una amable y comprensiva lección a una alumna. Por eso tenía ahora que cambiarles el tono: allí donde la llamaba «querida amiga», lo cambiaba por «querido corazón mío», suavizaba sus reprimendas con halagadores añadidos y agregaba frases que le reconocían el poder de inspiradora y musa que Bettina ejercía sobre el fascinado poeta.

Más radicales aún fueron los cambios introducidos en sus propias cartas. No, el tono no lo cambiaba, el tono era correcto. Pero cambiaba por ejemplo las fechas (para que desaparecieran las largas pausas en su correspondencia, pues pondrían en cuestión la permanencia de sus pasiones), eliminaba muchos pasajes inconvenientes (por ejemplo aquéllos en los que pedía a Goethe que no le enseñara a nadie sus cartas), añadía otros, dramatizaba las situaciones descritas, desarrollaba con mayor profundidad sus opiniones sobre la política, el arte y en particular sobre la música y Beethoven.

Terminó de escribir el libro en 1835 y lo publicó bajo el título
Goethe's Briefwechsel mit einem Kinde
.
Epistolario de Goethe con una niña
. Nadie dudó de la veracidad de la correspondencia hasta 1929, cuando se descubrieron y se editaron las cartas originales.

Ay, ¿y por qué no las destruyó a tiempo?

Imagínense que están en su lugar: no es fácil quemar documentos íntimos que son importantes para uno; es como reconocer que uno ya no va a estar mucho tiempo aquí, que mañana morirá; y así se pospone el acto de la destrucción de un día para otro, y un buen día ya es tarde.

El hombre cuenta con la inmortalidad y olvida contar con la muerte.

12

Hoy quizá podemos ya decirlo desde la distancia que nos brinda el fin de nuestro siglo: Goethe es una figura situada exactamente en medio de la historia europea. Goethe: el gran centro. No el centro, punto temeroso que evita cuidadosamente los extremos, no, el centro fijo, que mantiene ambos extremos en un asombroso equilibrio que nunca más conocerá ya Europa. Goethe estudia alquimia cuando es joven y más tarde es uno de los primeros científicos modernos. Goethe es el mayor de todos los alemanes y al mismo tiempo un antipatriota y un europeo. Goethe es un cosmopolita y al mismo tiempo en toda su vida casi no se mueve de su provincia, de su pequeño Weimar. Goethe es un hombre de naturaleza pero también un hombre de historia. En el amor es a la vez libertino y romántico. Y algo más:

Recordemos a Agnes en el ascensor que temblaba como si tuviera el baile de san Vito. Aunque experta en cibernética, era incapaz de imaginar lo que sucedía en la cabeza técnica de aquella máquina, que era para ella igual de extraña e impenetrable que el mecanismo de todos los objetos con los que a diario entraba en contacto, desde el pequeño ordenador situado junto al televisor hasta el lavavajillas.

Goethe en cambio vivió en el breve período de la historia cuyo nivel técnico ya daba a la vida cierta comodidad pero en el que un hombre culto podía aún entender todos los instrumentos que utilizaba. Goethe sabía de qué y cómo estaba hecha la casa en la que vivía, sabía por qué alumbraba la lámpara de queroseno, conocía el principio del catalejo con el que contemplaba Mercurio junto con Bettina, no era capaz de operar él mismo, pero había participado en varias operaciones y cuando estaba enfermo podía entenderse con el médico con el vocabulario de un conocedor. El mundo de los objetos técnicos era para él comprensible y estaba del todo claro. Ese fue el gran instante de Goethe en medio de la historia de Europa, un instante que deja una cicatriz de nostalgia en el corazón de alguien aprisionado en un ascensor que tiembla y baila.

La obra de Beethoven comienza allí donde termina el gran momento de Goethe. El mundo empieza a perder gradualmente su transparencia, se oscurece, se hace cada vez más incomprensible, se precipita hacia lo desconocido, mientras el hombre, traicionado por el mundo, huye hacia su interior, hacia su nostalgia, hacia sus sueños, hacia su rebelión y se deja ensordecer por la voz de su dolorido interior hasta el punto de dejar de oír las voces que le interpelan desde fuera. Aquel grito interior era para Goethe un insoportable barullo. Goethe odiaba el ruido. Eso es sabido. No soportaba ni siquiera el ladrido de un perro en un jardín lejano. Se dice que no le gustaba la música. Es un error. Lo que no le gustaba eran las orquestas. Le gustaba Bach, porque aún entendía la música como una combinación transparente de voces independientes, cada una de las cuales puede ser reconocida. Pero en las sinfonías de Beethoven las distintas voces de los instrumentos se diluían en una amalgama sonora de gritos y quejidos. Goethe no soportaba el vocerío de la orquesta, del mismo modo en que no soportaba el llanto ruidoso del alma. La joven generación de los compañeros de Bettina veía que el divino Goethe los miraba con disgusto y se tapaba los oídos. Eso no se lo podían perdonar y lo atacaban como enemigo del alma, de la rebelión y de los sentimientos.

Bettina era hermana del poeta Brentano, esposa del poeta Arnim y adoraba a Beethoven. Formaba parte de la generación de los románticos y sin embargo era amiga de Goethe. Era una situación de la que no gozaba nadie más: era como una reina que impera en dos reinos.

Su libro fue un grandioso homenaje a Goethe. Todas sus cartas no eran más que un único canto de amor a él. Sí, pero como todos conocían el episodio de las gafas que la señora Goethe le había tirado al suelo y sabían que Goethe había traicionado entonces miserablemente a la niña enamorada dando prioridad a la morcilla rabiosa, el libro era al mismo tiempo (y mucho más) una lección de amor infligida al poeta muerto quien, enfrentado a un gran sentimiento, se había comportado como un cobarde pazguato y había sacrificado la pasión a la miserable paz del matrimonio. El libro de Bettina era al mismo tiempo un homenaje y una bofetada.

13

El mismo año en que murió Goethe, ella le contó en una carta a su amigo, el conde Hermann von Pückler-Muskau, lo que había sucedido aquel verano de hacía veinte años. Dijo que se lo había contado personalmente Beethoven. Este había ido a pasar en 1812 (diez meses después de los negros días de las gafas rotas) unos días a Karlovy Vary, donde se había encontrado por primera vez con Goethe. Un día salieron a pasear. Iban juntos por la alameda del balneario y de pronto apareció frente a ellos la emperatriz con su familia y la corte. Goethe, al verlos, dejó de prestar atención a lo que Beethoven le estaba contando, se apartó del camino y se quitó el sombrero. En cambio Beethoven se caló aún más el sombrero, puso cara de enfado, con lo cual sus pobladas cejas crecieron unos cinco centímetros, y siguió caminando sin reducir el paso. Fueron ellos, los nobles, quienes se detuvieron, se hicieron a un lado, saludaron. Cuando estuvo a cierta distancia de ellos se detuvo para esperar a Goethe. Y le dijo todo lo que pensaba sobre su humillante comportamiento de lacayo. Le riñó como a un mocoso.

¿Ocurrió verdaderamente este episodio? ¿Lo inventó Beethoven? ¿Por completo? ¿O se limitó a añadirle colorido? ¿O se lo añadió Bettina? ¿O lo inventó ella entera? Eso ya nunca se sabrá. Pero lo que es seguro es que cuando envió aquella carta a Pückler-Muskau comprendió que esta escena no tenía precio. Sólo ella podía desvelar el verdadero sentido de su historia de amor con Goethe. Pero ¿cómo darlo a conocer? «¿Te gusta la historia?», le pregunta en la carta a Hermann von Pückler. «
Kannst Du sie Brauchen
? ¿No puedes utilizarla?» El conde no tenía intención de utilizarla y por eso Bettina pensó en publicar su correspondencia con el conde; pero luego se le ocurrió algo mucho mejor: ¡publicó en 1839, en la revista
Athenaum
, una carta en la que el propio Beethoven le cuenta la misma historia! El original de esa carta que lleva fecha de 18,2 nunca apareció. Sólo quedó la copia escrita por Bettina. Hay algunos detalles (por ejemplo la fecha exacta de la carta) que indican que Beethoven nunca escribió esa carta o al menos no la escribió tal como Bettina la copió. Pero independientemente de que la carta fuera una falsificación o una semifalsificación, la anécdota le encantó a todo el mundo y se hizo famosa. De pronto todo quedaba claro: no fue por casualidad que Goethe prefiriera la morcilla al gran amor: mientras Beethoven es un rebelde que avanza con el sombrero calado hasta la frente y las manos a la espalda, Goethe es un hombre servil que al borde de la alameda se inclina en una humillante reverencia.

14

La propia Bettina había estudiado música, había escrito un par de composiciones y tenía por tanto ciertas condiciones para entender lo que en la música de Beethoven había de nuevo y hermoso. Sin embargo me planteo una pregunta: ¿le había interesado la música de Beethoven por sí misma, por sus notas, o más bien por lo que representaba, en otras palabras, por su nebuloso parentesco con las ideas y las actitudes que Bettina compartía con sus compañeros de generación? ¿Existe acaso el amor por el arte o ha existido alguna vez? ¿No será un engaño? Cuando Lenin afirmaba que amaba por encima de todo la
Appassionata
de Beethoven, ¿qué era lo que amaba? ¿Qué oía? ¿La música? ¿O un sublime ruido que le recordaba los pomposos impulsos de su alma, ansiosa de sangre, de fraternidad, de fusilamientos, de justicia y de absoluto? ¿Disfrutaba de los tonos o de los sueños que los tonos le inspiraban y que no tenían nada en común ni con el arte ni con la belleza? Volvamos a Bettina: ¿la atraía Beethoven el músico, o Beethoven el gran anti-Goethe? ¿Amaba su música con el callado amor que nos liga a una metáfora embrujadora o a la mezcla de dos colores en un cuadro? ¿O más bien con el apasionamiento agresivo con el que nos adherimos a un partido político? Como quiera que fuese (y nosotros nunca sabremos cómo fue realmente), Bettina dio a conocer al mundo la imagen de Beethoven avanzando con el sombrero calado hasta la frente y esa imagen siguió luego su camino a través de los siglos.

En 1927, cien años después de la muerte de Beethoven, la famosa revista alemana
Die literarische Welt
se dirigió a los más importantes compositores de la época para que dijeran lo que para ellos representaba Beethoven. La redacción no intuía que iba a producirse semejante fusilamiento póstumo de aquel hombre de ceño fruncido y sombrero calado hasta la frente: Auric, miembro del grupo parisino de los Seis, declaró en nombre de toda su generación: Beethoven les importaba tan poco que ni siquiera merecía objeción alguna. ¿Que un día volvería a ser descubierto y valorado, como sucedió cien años antes con Bach? Imposible. ¡De risa! Janácek también confirmó que la obra de Beethoven nunca le había entusiasmado. Y Ravel lo resumió: no le gustaba Beethoven porque su fama no estaba basada en su música, evidentemente imperfecta, sino en la leyenda literaria creada alrededor de su vida.

La leyenda literaria. En nuestro caso se basa en dos sombreros: uno, calado hasta la frente y por debajo de él sobresalen las enormes cejas de Beethoven; el otro, en la mano de Goethe, quien hace una profunda reverencia. A los magos les gusta trabajar con un sombrero. Hacen desaparecer en él objetos o dejan que desde él vuele hasta el techo una bandada de palomas. Bettina consiguió sacar del sombrero de Goethe los feos pájaros de su servilismo, e hizo desaparecer en el sombrero de Beethoven (¡y eso seguro que no lo deseaba!) su música. Preparaba para Goethe lo que le tocó a Tycho Brahe y lo que le tocará a Carter: una inmortalidad ridícula. Pero la inmortalidad ridícula nos amenaza a todos; para Ravel, el Beethoven del sombrero calado hasta las cejas era más ridículo que el Goethe que hacía una reverencia.

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