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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (39 page)

BOOK: La inmortalidad
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Y disfruta pensando que dentro de un breve instante la mujer que toca el laúd le cederá a esa imagen su cuerpo vivo.

19

Volvieron a verse como antes, una, dos, tres veces al año. Y volvieron a pasar los años. Un día la llamó para comunicarle que dos semanas después estaría en París. Ella le dijo que no tendría tiempo.

—Puedo postergar el viaje una semana —dijo Rubens.

—Tampoco tendré tiempo.

—Y ¿cuándo te vendría bien?

—Ahora no —dijo con evidente desconcierto—, ahora durante mucho tiempo, no…

—¿Ha pasado algo?

—No, no ha pasado nada.

Los dos estaban desconcertados. Parecía como si la mujer que toca el laúd no quisiera volver a verlo jamás y le resultara desagradable decírselo directamente. Pero al mismo tiempo esa suposición era tan improbable (sus encuentros eran siempre hermosos, sin la menor sombra) que Rubens siguió haciéndole preguntas para comprender el motivo de su rechazo. Pero como desde el comienzo su relación estaba basada en la absoluta falta de mutua agresividad y descartaba incluso cualquier tipo de insistencia, se impuso la prohibición de seguir importunándola, aunque sólo fuera con preguntas.

De modo que puso fin a la conversación y apenas añadió:

—Pero, ¿puedo volver a llamarte?

—Por supuesto. ¿Por qué no ibas a poder?

La llamó al cabo de un mes:

—¿Sigues sin tener tiempo para verme?

—No te enfades —dijo—. No tengo nada contra ti.

Le hizo la misma pregunta que la otra vez:

—¿Ha pasado algo?

—No, no ha pasado nada —dijo.

Se quedó callado. No sabía qué decir.

—Peor aún —dijo mientras le sonreía melancólicamente por el auricular.

—De verdad que no tengo nada contra ti. Esto no tiene nada que ver contigo. Es algo que sólo me concierne a mí.

Tenía la sensación de que en aquellas palabras se abría para él alguna esperanza:

—¡Pero entonces es todo un absurdo! ¡Si es así, tenemos que vernos!

—No —se negó ella.

—Si supiese que ya no quieres verme, no diría una palabra. ¡Pero dices que es por tu culpa! ¿Qué es lo que te pasa? ¡Tenemos que vernos! ¡Tengo que hablar contigo!

Pero nada más decirlo, pensó: no, seguro que es por delicadeza que se niega a decirle el motivo principal, demasiado sencillo: ya no le interesa. Está desconcertada porque es demasiado delicada. Por eso no debe intentar convencerla. Así se convertiría para ella en alguien desagradable e incumpliría el contrato tácito que les obligaba a no preguntarle nunca al otro por lo que el otro no deseaba hacer.

Y por eso cuando dijo de nuevo «no, por favor…», ya no insistió.

Colgó el teléfono y se acordó de pronto de la estudiante australiana de las grandes zapatillas. Aquella también había sido rechazada por motivos que no podía comprender. Si hubiera tenido ocasión, la habría consolado con las mismas palabras: «No tengo nada contra ti. Esto no tiene nada que ver contigo. Es algo que sólo me concierne a mí». Comprendió de pronto intuitivamente que su historia con la mujer que toca el laúd había terminado y que él nunca sabría por qué. Igual que la estudiante australiana nunca comprendería por qué había terminado su historia. Sus zapatos recorrerían el mundo con un poco más de melancolía que hasta ahora. Igual que las grandes zapatillas de la australiana.

20

La etapa de la mudez atlética, la etapa de las metáforas, la etapa de la verdad obscena, la etapa del telegrama, la etapa mística, todo eso quedaba ya muy lejos. Las manecillas habían recorrido ya el cuadrante de su vida sexual. Se hallaba fuera del tiempo del cuadrante. Hallarse fuera del tiempo del cuadrante no significa ni el fin ni la muerte. En el cuadrante de la pintura europea también había sonado ya la medianoche y sin embargo los pintores seguían pintando. Estar fuera del tiempo del cuadrante sólo significa que ya no pasa nada nuevo ni importante. Rubens seguía teniendo relaciones con mujeres, pero éstas ya no tenían para él importancia alguna. A la que veía con mayor frecuencia era a la joven G, que se caracterizaba porque le gustaba emplear palabras obscenas al hablar. Muchas mujeres las empleaban. Eso formaba parte del espíritu de la época. Decían mierda, me jode, follar, y ponían así de manifiesto que no estaban ligadas a la generación anterior, a la educación conservadora, que eran libres, emancipadas, modernas. Sin embargo, en cuanto la tocó, G puso los ojos en blanco y se convirtió en una silenciosa beata. Hacer el amor con ella era siempre cosa de mucho tiempo, casi interminable, porque alcanzaba el ansiado orgasmo con enorme esfuerzo. Yacía boca arriba, mantenía los ojos cerrados, y trabajaba con el sudor en la frente y el cuerpo. Poco más o menos así era como se imaginaba Rubens la agonía: una persona arde de fiebre y sólo ansia que llegue por fin el final, pero éste se resiste a llegar. Durante los dos o tres primeros encuentros intentó acelerar el final susurrándole una palabra obscena, pero dado que cada vez que lo hizo ella apartó la cara como si protestara, en adelante permaneció en silencio. En cambio ella, al cabo de veinte o treinta minutos de hacer el amor, decía siempre (y su voz le sonaba a Rubens insatisfecha e impaciente): «¡Más fuerte, más fuerte, más, más!» y él entonces comprobaba siempre que ya no podía más, que hacía ya demasiado tiempo que estaba haciendo el amor para poder aumentar la fuerza de sus golpes; por eso se salía de ella y recurría a un medio que consideraba tanto una rendición como un virtuosismo técnico digno de ser patentado: introducía la mano dentro de ella y movía con fuerza los dedos hacia abajo y hacia arriba; saltaba un geiser, todo quedaba mojado y ella lo abrazaba y lo cubría de palabras tiernas.

El asincronismo de sus relojes íntimos era sorprendente: cuando él era capaz de ser tierno, ella decía palabras obscenas; cuando él deseaba decir palabras obscenas, ella mantenía un terco silencio; cuando él tenía ganas de callar y dormir, ella se volvía de pronto charlatana y tierna.

¡Era guapa y tanto más joven que él! Rubens suponía (con modestia) que era sólo por su habilidad manual por lo que G siempre acudía cuando la llamaba. Le estaba agradecido por permitirle, durante los largos ratos de silencio y sudor que pasaba encima de su cuerpo, soñar con los ojos cerrados.

21

A las manos de Rubens llegó un viejo álbum de fotografías del presidente norteamericano John Kennedy: todas fotografías en color, al menos cincuenta, y el presidente en todas (¡en todas sin excepción!) se reía. ¡No sonreía, se reía! Tenía la boca abierta y enseñaba los dientes. No había en ello nada fuera de lo corriente, así son las fotografías de hoy, pero quizás el que Kennedy riera en todas las fotografías, que ni en una de ellas tuviera la boca cerrada, sorprendió a Rubens. Unos días más tarde llegó a Florencia. Estaba ante el
David
de Miguel Ángel y se imaginaba aquel rostro de mármol riendo como Kennedy. ¡David, ese modelo de belleza masculina, habría parecido un imbécil! A partir de entonces imaginaba a los personajes de los cuadros famosos riendo; era un experimento interesante: ¡la mueca de la risa era capaz de destruir cualquier cuadro! ¡Imagínense a la Mona Lisa, con su sonrisa apenas perceptible convirtiéndose en una risa que pone al descubierto los dientes y las encías!

Pese a que nunca había pasado en otro sitio tanto tiempo como en las galerías, tuvo que esperar a ver las fotografías de Kennedy para darse cuenta de una cosa tan sencilla: los grandes pintores y escultores, desde la Antigüedad hasta Rafael y quizás hasta Ingres, evitaron dar forma a la risa e incluso a la sonrisa. Claro, todos los personajes de las estatuas etruscas sonríen, pero esa sonrisa no es una reacción mímica a la situación del momento, sino un estado duradero del rostro, que expresa la eterna beatitud. Para un escultor de la Antigüedad o para un pintor posterior, un rostro hermoso sólo era imaginable en su inmovilidad.

Los rostros perdían su inmovilidad, las bocas se abrían, sólo cuando el pintor quería captar el mal. El mal del dolor: los rostros de las mujeres inclinadas sobre el cuerpo de Jesús; la boca abierta de la madre en
La matanza de los inocentes
de Poussin. O el mal del vicio: el
Adán y Eva
de Holbein. Eva tiene la cara hinchada y la boca entreabierta, de modo que se ven los dientes que acaban de morder la manzana. Adán a su lado es aún el hombre antes del pecado: es bello, en su rostro hay serenidad y la boca está cerrada. ¡En el cuadro de Correggio llamado
Alegoría del vicio
todos sonríen! Para expresar el vicio, el pintor tenía que modificar la inocente serenidad del rostro, estirar la boca, deformar los rasgos mediante la sonrisa. En ese cuadro sólo hay una figura que ríe: iun niño! ¡Pero no es la sonrisa de felicidad que enseñan los niños en las fotografías publicitarias de pañales o chocolates! ¡Ese niño se ríe porque está corrompido!

Es con los holandeses cuando la risa se vuelve inocente: el
Bufón
de Hals o su
Gitana
. Porque los pintores costumbristas holandeses son los primeros fotógrafos; los rostros que dibujan están al margen de la fealdad y la belleza. Cuando paseaba por la sala de los holandeses, Rubens pensaba en la mujer que toca el laúd y se decía: La mujer que toca el laúd no es un modelo para Hals; la mujer que toca el laúd es un modelo para los pintores que buscaban la belleza en la superficie inmóvil de los rasgos. Después lo empujaron varios visitantes; todos los museos estaban repletos de una multitud de mirones, como en otros tiempos los jardines zoológicos; los turistas, hambrientos de atracciones, observaban los cuadros como a fieras enjauladas. La pintura, se decía Rubens, está fuera de sitio en este siglo, igual que lo está la mujer que toca el laúd; la mujer que toca el laúd pertenece a un siglo muy anterior, en el que la belleza no sonreía. Pero ¿cómo explicar que los grandes pintores hayan expulsado la risa del reino de la belleza? Rubens se dice: sin duda un rostro es bello porque se nota en él la presencia del pensamiento, mientras que en el momento de la risa el hombre no piensa. Pero ¿eso es verdad? ¿No es la risa el rayo del pensamiento que acaba de comprender lo cómico? No, se dice Rubens, en el instante en que comprende lo cómico, el hombre no se ríe; la risa viene a continuación como una reacción física, como un espasmo en el que ya no hay pensamiento alguno. La risa es un espasmo del rostro y en el espasmo el hombre no se gobierna a sí mismo, lo gobierna algo que no es ni la voluntad ni la razón. Y ése es el motivo por el cual el escultor antiguo no plasmaba la risa. Un hombre que no se gobierna a sí mismo (un hombre al margen de la razón, al margen de la voluntad) no podía ser considerado bello.

Si, contradiciendo el espíritu de los grandes pintores, nuestra época hizo de la risa el aspecto privilegiado del rostro humano, eso significa que la ausencia de voluntad y razón se ha convertido en el estado ideal del hombre. Podría objetarse que el espasmo que nos muestran las imágenes fotográficas es simulado y por lo tanto razonado y voluntario: el Kennedy que ríe frente al objetivo no reacciona ante una situación cómica sino que con plena conciencia abre la boca y deja al descubierto los dientes. Pero eso no hace más que demostrar que el espasmo de la risa ha sido elevado por las gentes de hoy a la categoría de imagen ideal, tras el cual decidieron ocultarse.

Rubens se dice: la risa es la más democrática de todas las apariencias del rostro: con nuestros rasgos inmóviles unos nos diferenciamos de los otros, pero en el espasmo somos todos iguales.

Un busto de Julio Cesar que ríe a carcajadas es impensable. Pero los presidentes norteamericanos parten hacia la eternidad ocultos tras el espasmo democrático de la risa.

22

Estaba otra vez en Roma. En la galería permaneció durante mucho tiempo en la sala de los cuadros góticos. Ante uno de ellos se quedó fascinado. Era una crucifixión. ¿Qué veía? Veía en el lugar de Jesús a una mujer a la que acababan de crucificar. Al igual que Cristo, no llevaba más que una tela blanca que envolvía sus caderas. Se apoyaba con las plantas de los pies en un saliente de la madera mientras los verdugos ataban al madero sus tobillos con gruesas cuerdas. La cruz había sido levantada en la cima de un monte y se veía desde muy lejos. Alrededor de ella había una multitud de soldados, hombres y mujeres del pueblo, curiosos, que observaban todos a la mujer expuesta a sus miradas. Era la mujer que toca el laúd. Sentía todas aquellas miradas en su cuerpo y se tapaba los pechos con las palmas de las manos A su izquierda y su derecha había otras dos cruces y a cada una de ellas estaba atado un delincuente. El primero se inclinó hacia ella, le cogió la mano, la arrancó de su pecho y estiró su brazo de modo que el dorso de su mano tocase el final del brazo horizontal de la cruz. El segundo ladrón cogió la otra mano e hizo con ella el mismo movimiento, de modo que la mujer que toca el laúd tenía ambos brazos extendidos. Su rostro permanecía igual de inmóvil. Tenía los ojos fijos a lo lejos. Pero Rubens sabía que no miraba a lo lejos, sino a un enorme espejo imaginario situado ante ella entre el cielo y la tierra. Ve en él su propia imagen, la imagen de una mujer en la cruz con los brazos extendidos y los pechos desnudos. Está expuesta a la multitud, inmensa, aullante, animal, y, al igual que ellos, se mira a sí misma, excitada.

Rubens era incapaz de apartar la vista de aquel espectáculo. Y cuando la apartó se dijo: Este momento debería pasar a formar parte de la historia de la religión con el nombre de
La visión de Rubens en Roma
. Hasta la noche estuvo bajo la influencia de aquel momento místico. Hacía ya cuatro años que no llamaba a la mujer que toca el laúd, pero aquel día no fue capaz de refrenarse. Marcó su número en cuanto regresó al hotel. Al otro lado del hilo se oyó una voz femenina desconocida. El dijo inseguro:

—¿Podría hablar con
madame
…? —La llamó por el apellido de su marido.

—Sí, soy yo —dijo la voz al otro lado.

Pronunció el nombre de pila de la mujer que toca el laúd y la voz femenina le respondió que la mujer a la que llamaba había muerto.

—¿Ha muerto? —se quedó paralizado.

—Sí, Agnes ha muerto. ¿Quién la llama?

—Soy un amigo suyo.

—¿Puede decirme su nombre?

—No —dijo y colgó el teléfono.

23

Cuando alguien muere en la pantalla de cine, se oye inmediatamente una música elegiaca, pero cuando en nuestra vida muere algún conocido, no se oye música alguna. Hay muy pocas muertes que sean capaces de hacernos estremecer profundamente, dos o tres en la vida, más no. La muerte de la mujer que había sido sólo un episodio sorprendió y entristeció profundamente a Rubens pero no pudo hacerlo estremecer, tanto más cuanto que aquella mujer había desaparecido de su vida hacía cuatro años y ya entonces había tenido que hacerse a la idea.

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