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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (20 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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El que llaman doctor responde con un gesto de desprecio y examina el despliegue de babosas que caminan por la celda chocándose unas con otras.

—Ésa —dice señalando a una mujer que tiene toda la barbilla cubierta de sangre seca, de tal manera que le hace parecer el muñeco de un ventrílocuo—. Parece reciente.

—Buena elección, doctor —dice Royal abriendo la cerradura de la celda—. La cogimos anteayer.

La hace salir y empuja a los demás hacia atrás antes de volver a cerrar la puerta de la celda. Entonces, mientras el doctor elige instrumentos de entre todos los que hay en la mesa y prepara el equipo del laboratorio, Royal empieza a jugar con ella, ofreciéndole el brazo como se le ofrece un hueso a un perro, y llevándosela por el sótano entre risas.

Ella abre la boca y embiste contra Royal. Él retrocede, escapando del alcance de sus dientes. Se ríe de modo estridente.

—Vamos —le dice él—. Me parece que te gustaría zamparte un buen bocadito de Royal, ¿a que sí?

Tras pasearla dos veces por el sótano, la sitúa a los pies de la mesa de autopsias y con un rápido movimiento la coge por la nuca, la hace girar y la empuja contra la superficie de metal, sobre la cual empieza ella a retorcerse, intentando levantarse. Entonces coge las correas de cuero, las pasa por encima de su torso y de las piernas y las ata bien apretadas para que no se pueda mover.

—Estás vivita, ¿eh? Eh, doctor, ¿estás listo ya para empezar?

—Dame unos minutos, hostia. Esto no es como partir una calabaza: esto es cirugía.

—Vale, vale. Ésta es realmente guapa. Yo creo que podríamos usarla un poco antes de empezar.

La mira lascivamente con su único ojo, y entonces Temple aparta la mirada. Aquello es algo con lo que Dios no puede tener nada que ver.

El punto de vista de Temple no es el mejor posible, pero por lo que puede ver la operación parece consistir en abrirle la cabeza a la babosa y extraer algo de ella. Bodie le sujeta la cabeza firmemente entre las manos mientras el doctor le hace un corte con mucho cuidado, utilizando una pequeña sierra eléctrica de las de cortar huesos. Temple se pregunta por qué no la matan antes para no tener que lidiar con un cuerpo que no para de retorcerse, pero después supone que habrá alguna diferencia entre que la cosa esté activa o no durante la operación. Se toman muchas molestias para penetrar en la cabeza de la babosa, y sólo hasta un punto en particular que se encuentra cerca de la base del cráneo. Hasta que acaba el procedimiento no dice el doctor: vale, y entonces Bodie coge un cuchillo largo, un cuchillo de carnicero, y lo introduce por el orificio que le han abierto en el cráneo hasta que la mujer deja de moverse.

El doctor sostiene en la mano el pequeño pedazo gris que han extraído del cerebro de la mujer, y lo lleva a la mesa, donde lo observa a la luz de una lámpara a través de una gran lupa. Entonces lo coloca en una maquinita con algún producto químico, y convierte la mezcla en un líquido espeso que puede ser vertido en un vaso de precipitados bajo el cual, acto seguido, enciende un mechero bunsen.

Durante la mayor parte del procedimiento, Temple sigue sentada en el suelo, con la espalda apoyada en los barrotes de la celda, mirando la ventana rectangular rota y la pequeña lanza de luz que ilumina un chorro de motas de polvo en el aire viciado del sótano. Vuelve a acordarse del Milagro de los Peces, aquellos pececillos de color entre plata y oro que empezaron a desplazarse en círculos alrededor de sus tobillos, como si ella se hubiera quedado en el medio de otra luna, y piensa en que las cosas podrían ser perfectas como en aquella ocasión gobernada por un dios claro, un dios de mensajes y éxtasis. En momentos como aquel uno entiende para qué tiene estómago: para poder sentir de ese modo, henchido de significado mágico.

Aquel recuerdo se ha convertido en algo importante para ella, algo a lo que puede recurrir en momentos tristes y a lo que puede mirar como si se tratara de una bola de cristal en la que no aparecen presagios sino recuerdos. La sujeta en la mano como a una mariquita que hubiera atrapado, y piensa, bueno, he estado en algunos sitios, he participado en algunos hechos gloriosos, he recorrido mi camino entre el cielo y la Tierra. Y si no he visto todo lo que hay que ver, no ha sido porque no haya mirado con atención.

El ciego es el verdadero muerto.

A través de la pequeña rotura de la ventana, Temple ve un asomo de movimiento. Se fija en aquello que acaba de descubrir, que es una cosita del tamaño de dos centímetros, poco más que la silueta de un dedo contra la luz del día. Se trata de una oruga verde que avanza muy poco a poco a través del agujero del cristal y después por el alféizar de la ventana.

Y piensa:

No hay infierno lo bastante hondo en el que no pueda entrar un cachito de cielo.

En la mesa de laboratorio, la mezcla recorre diversas pipetas, tubos en espiral y vasos de precipitados en los que el doctor añade unas lagrimitas procedentes de un cuentagotas que contiene diversos ingredientes, y después lo pone todo a hervir y remueve y comprueba su color contra la luz de la lámpara. Finalmente, abre la válvula del extremo y comienza a caer gota a gota un líquido claro destilado que termina introduciendo en la botella de la que el día anterior llenaron sus jeringuillas.

Royal desata el cadáver inmóvil, se lo echa al hombro y se lo lleva de allí. Cuando vuelve, él y Bodie se sientan en dos sillas de metal plegables y esperan a que el doctor termine el proceso.

—¿Qué tal va eso, doctor? —pregunta Royal.

—Va bien. Ésta que trajisteis era muy jugosa. Hemos sacado un montón de producto de ella.

Royal se da una palmada en la rodilla.

—Lo sabía —dice—. Cuando la encontramos le dije a Bodie que estaba en su punto. ¿No te lo dije con estas mismas palabras, Bodie? ¿No te dije que estaría en su punto?

Bodie no responde. Se ha inclinado sobre la mesa del laboratorio, y tiene los ojos fijos en la botella que se va llenando lentamente con el límpido destilado.

En la cabeza de Royal gira el ojo sin párpado. Se ríe para sí y vuelve a murmurar:

—Desde luego que sí, ésas son las palabras que empleé.

Al final, Bodie se yergue y señala hacia Maury.

—Bien, veamos —dice—. Vamos a sacar de la jaula al retrasado. El Señor sabrá por qué, pero mamá le ha cogido cariño, y quiere que aumente.

Royal se dirige a la puerta de la celda, la abre y dice: vamos, señor Búfalo, que le vamos a poner la inyección de la gran vida.

Temple no quiere distraer su atención. Quiere mirar el rayo de luz que entra por la ventana abierta, quiere observar el avance de la oruga que va recorriendo el alféizar de la ventana. Quiere cerrar la mente a muchas cosas. Pero puede notar el pánico que florece en ella como una planta puesta allí hace tiempo. Nota cómo le florece ese pánico en el estómago y el pecho, y no hay nada que florezca tan rápido ni con tanta fuerza.

—Eh —exclama ella agarrándose a los barrotes de la celda—. ¿Qué pretendéis hacer? Ese bobo no os ha hecho ningún daño.

—Cállate, chavala —le dice Royal—. Deja de dar el tostón.

—Sí —dice ella—, ya lo entiendo. Resulta que sois los herederos de la Tierra, y os pasáis el tiempo apaleando a los muertos y a los bobos.

El ojo sin párpado de Royal tiembla en su cuenca en una absurda imitación de cólera.

—Será mejor que cierres la boca, chavala.

—¿Qué vas a hacer, mirarme con ese ojo hasta matarme? En una competición de miradas me ganarías, eso lo admito.

En la celda de al lado, acariciándose la barba, Moses Todd se ríe.

—Cállate tú también —le dice Royal pasando la mirada del uno al otro.

—Una cosa le aseguro, señor Royal —declara Moses Todd—, esta chica no es fácil de matar.

Royal empieza a respirar de modo agitado, abriendo y cerrando los puños. Sus ojos pasan sin parar de Temple a Moses Todd.

—Qué par de condenados, condenados a ir derechitos al infierno. Por supuesto que no podéis pertenecer a esta familia. No tenéis nada como lo que tenemos nosotros. Está lo sagrado y después está lo que sois vosotros, y si no tenéis cuidado os abriré la cabecita como…

—¡Royal! —grita Bodie—. ¡Royal!

Royal se calma, pero no aparta los ojos de ellos.

—Tengo al retrasado —dice Bodie llevando a Maury hasta la silla—. ¿Por qué no sacas a la chica y la ponemos al lado? Sólo por divertirnos. Para que pueda contemplar de cerca lo que le ocurre a su perrito bajo la aguja.

Royal sonríe y se pasa la lengua por los dientes. Abre la puerta de la celda y dice:

—Vamos, cielo, que nos queremos divertir un poco.

—Será mejor que no me toques —dice ella poniéndose completamente rígida.

Pero él mete su enorme cuerpo por la puerta, la agarra del pelo y le gira la cabeza de tal manera que ella tiene que elegir entre ir con él o permitir que le arranque la cabeza como si se tratara del tapón de una botella.

—Haz lo que te dé la gana —le dice Moses Todd desde su celda—, pero como se te ocurra matarla, te echaré encima todos los infiernos.

Royal se la lleva al otro lado del sótano tirándole del pelo, y allí le da la vuelta para que se quede mirando la silla desde la cual Maury, gimiendo a voz en grito, la observa a su vez con sus ojos inexpresivos y perplejos.

—Cállate, Maury —le dice ella—. Yo estoy bien. A mí no me van a hacer ningún daño.

Royal se encuentra detrás de Temple, tirando de ella contra él con una mano que aferra su muñeca izquierda detrás de la espalda, con tanta fuerza que ella teme que el hombro se le desprenda en cualquier momento, mientras con la otra mano sigue agarrándola del pelo y retorciéndolo con fuerza, lo que le sirve para manipular su cabeza sobre el cuello, como si se tratara de una marioneta. Tira de su cabeza hasta acercarla a la suya y se ríe. Ella huele su aliento rancio, ve pequeñas lágrimas rojas en el perímetro de su piel, allí donde se le ha desprendido del cráneo, y oye el ruidito que hace su ojo al girar dentro de la gelatinosa cavidad.

—El monstruo eres tú —le dice Royal a Temple—. Tú eres el monstruo. Te voy a comer los párpados de los ojos, y entonces nos miraremos el uno al otro y verás quién es el monstruo.

Le vuelve a tirar del pelo y le gira la cabeza para orientarla hacia la silla donde Maury prosigue su largo y bajo lloriqueo, un lamento débil y conmovedor que es como el aullido de una criatura ante el resplandor de la inviolable luna.

No se resiste cuando Bodie lo sujeta apretando hacia abajo, y el doctor levanta la jeringuilla.

Temple dice algo casi inaudible. Incluso para ella misma se trata de un susurro nada más, en tanto que otra parte de su mente escucha con atención para oír las palabras. Es como un mensaje que viniera de otro lugar y que no puede comprender. Lo repite, esta vez un poco más alto, pero sigue sin entenderlo.

—¿Qué es eso? —pregunta Royal—. ¿Qué estás diciendo?

Temple piensa en mil cosas, en cataratas, en faros, en tocadiscos, en hombres que viajan llenos de asombro y en el ensordecedor murmullo de las chicharras sobre la seca hierba de las llanuras. Piensa en cadáveres apilados en altos montones, y en todas las cosas muertas que todavía se mueven, y en la pesada lluvia que cae del cielo y se lleva el barro y los desperdicios hacia todos los rincones y simas del mundo, y piensa en aeroplanos y en niños pequeños y en hombres crecidos, con su barba y sus dientes apretados, y en otros cuyo suave gemido sigue y sigue sin cesar a menos que encuentres la canción que tienes que cantar y llenes el coche con tu voz de manera que ni siquera él oiga sus propios gemidos.

—Salvarlo no es cosa mía —dice ella.

—¿Qué masculla? —pregunta Bodie.

Él y el doctor la están mirando en aquel instante.

—Hazlo —dice ella—. Me da igual. Salvarlo no es cosa mía.

Y Temple piensa en gigantes de hierro, en altos hombres de hierro con casco que descansan las manos en lo alto de las torres de perforación petrolífera, y piensa en la rabia, que es como una brasa o un ácido ardiente que consume todas sus nudosas vísceras. Una ceguera como aquella que lleva a los hombres a perpetrar horrores, embriaguez animal, selvas de la mente.

Ya ha estado antes en eso, y prometió no regresar nunca. Dios oyó la promesa. Él le mostró la isla y el vasto mar y aquella paz tan pura y solitaria que resultaba más amplia que ninguna otra cosa.

Salvarlo no es cosa mía.

Esta vez lo dice en voz alta.

—Salvarlo no es cosa mía.

—Dice que salvarlo no es cosa suya —explica Bodie.

—¿Qué querrá decir?

—Quiere decir —explica Moses Todd con tranquilidad—, que la supervivencia no es un deporte de equipo.

Pero Temple no oye una palabra de todo aquello, porque la lluvia en sus oídos cae demasiado fuerte, y el hombre de hierro, el símbolo de la fuerza y del progreso, se cierne sobre ella, y ella se arrodilla junto al cuerpo de un niño, abrazándolo contra el suyo. Y lo que le dice a ese cuerpo de niño que ha dejado de ser un niño es esto: Malcolm lo siento Malcolm Malcolm lo siento los aviones están volando Malcolm lo siento Malcolm mira al gigante Malcolm mira los aviones lo siento Malcolm Malcolm no te vayas no te puedes ir.

Y no puede oír nada en el sótano a causa de la algarabía que hay en sus oídos, y de su propia voz que pronuncia las palabras:

Salvarlo no es cosa mía. Salvarlo no es cosa mía. Salvarlo no es cosa mía.

Royal vuelve a doblarle bruscamente el cuello y esta vez ella ve algo nuevo en su cara: una risa cadavérica que es pánico destilado. Y Temple mira fijamente su ojo abierto y piensa por favor, por favor, no quiero, no quiero, no es mío, por favor no. Pero ya es demasiado tarde, y antes de que se dé cuenta su brazo ha salido disparado, y los dedos de su mano se han cerrado tras la piel corrupta de la oreja del monstruo, y el pulgar de Temple se hinca como una lanza en aquel globo sin párpados, que es como un melocotón maduro. Un líquido claro le corre por la palma de la mano y por la muñeca, antes de que empiece a brotar la sangre.

Pero ahora él está gritando y le suelta el pelo y el brazo izquierdo para taparse con ambas manos la cuenca ensangrentada. Su cuerpo entero se escora hacia atrás, contra el muro de bloques de hormigón.

Qué potencia en la cabeza de Temple. Al manar, la sangre fluye densa y abundante sobre la tierra, primero roja como pulpa de tomate, después marrón como barro, más tarde negra como carbón. Qué potencia. Temple oye el ruido que hace su propio movimiento como si tuviera lugar muy lejos.

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