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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (21 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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Su daga de los gurkhas se encuentra al otro lado del sótano. Temple derriba la mesa de autopsias metálica, tirándola con mucho estrépito contra el suelo. El doctor deja caer la jeringuilla y retrocede, pero Bodie se levanta para encararse con ella.

—Te voy a tragar entera —le dice.

Pero ella no se amilana. Lanzándose contra él, le rasga el rostro y le golpea con los puños por todos lados. Él es enorme, y duro como el tronco de un árbol, así que no le cuesta nada levantarla y tirarla contra la mesa de laboratorio, donde los cristales se hacen añicos a su alrededor. La daga de los gurkhas queda fuera de su alcance, pero busca alguna otra cosa, y agarra el cuchillo de carnicero que han empleado en la operación, para blandirlo justo cuando Bodie desciende sobre ella. El cuchillo le pasa por la mitad: la camisa se le abre, y Temple ve una superficie de pequeñas placas óseas que le crecen sobre los músculos del estómago.

Él baja la vista y ve que el cuchillo no ha hecho mella en el recubrimiento óseo de su estómago. Entonces le dirige a Temple una sonrisa, una sonrisa deliberada y asesina. De nuevo se acerca a ella, y ella coge el mango del cuchillo carnicero con ambas manos y se prepara, los hombros pegados a las rodillas. Cuando él se aproxima, ella empuja el cuchillo hacia delante, y esta vez lo hunde hasta la empuñadura.

No le acierta en el corazón, pero se le abren los ojos y de su garganta se desprende una tos ahogada con marismas de sangre hirviente. Se detiene, congelado en medio del golpe, y se le curvan los dedos y las comisuras de la boca. Temple utiliza todo su peso para hundir, con todas sus fuerzas, el mango del cuchillo. Las costillas entre las cuales ha quedado clavado el cuchillo actúan de punto de apoyo para hundir el hierro hacia arriba en el pecho, donde desgarra pulmones y arterias. Vuelve a toser, esta vez vomitando sangre y bilis sobre el pelo y el rostro de Temple, antes de caer de costado, muerto.

—Mamá te matará, mamá te matará.

Levanta la mirada y ve que el doctor tiene su daga de los gurkhas levantada, lista para descargar un golpe sobre ella. Pero no es un luchador. Blande la hoja y yerra el golpe. De una patada, Temple le arranca la daga de la mano, la coge y le asesta un golpe lateral que le secciona casi completamente el brazo izquierdo, que queda colgando de un hilillo mezcla de tendón y músculo.

El siguiente golpe lo dirige Temple al cráneo, pero falla y la hoja cae a la izquierda, entre el cuello y el hombro.

Temple se limpia la sangre de los ojos con el pulpejo de la mano y siente deseos de decirle al doctor que deje de gritar, si es que puede, para que ella pueda concentrarse y acabar rápido, pero la voz no le sale: su voz está en otra parte, con aquella otra parte de su cerebro, y la corriente que fluye en esa parte no puede detenerse.

Arranca la daga del hombro del doctor y vuelve a blandirla del revés, de izquierda a derecha. Esta vez atraviesa de lleno el cráneo hasta el puente de la nariz. Al caer, una sustancia gris se derrama de la bóveda volcada del cráneo.

Temple deja que la daga de los gurkhas caiga al suelo con estrépito, y entonces oye un gimoteo a su espalda. Es Royal, que se agarra el ojo y le echa maldiciones en voz baja.

—Maldita, maldita, tú no tienes a nadie.

Temple no responde nada. En medio del desorden de la mesa, encuentra un mechero bunsen con pesada base metálica y, agarrándolo firmemente del mástil cromado y oxidado, lo lleva al lugar en que se encuentra Royal, tirado en el suelo y encogido.

—Eh —dice Royal—. ¿Qué estás haciendo? Yo no te he hecho nada. No te he hecho ni siquiera…

Temple imprime a su puño un movimiento de revés, y descarga contra la mandíbula la base redondeada del mechero bunsen. Oye un chasquido, y ve que los dientes de arriba y los de abajo ya no se encuentran donde deberían.

Entonces arremete contra su cabeza, viéndose a sí misma desde el otro lado de la cortina de lluvia torrencial que cae en el interior de su cerebro. Y no para hasta mucho después de que el cuerpo haya dejado de moverse.

10

En medio de aquel hedor de despojos recientes, Temple se levanta como el horrendo fantasma de un soldado caído en el campo de batalla. Tiene las manos pegajosas a causa de los grumos de muerte que han quedado esparcidos por todas partes. Una vez apagados en el encharcado suelo los ecos del clamor, el único sonido que se oye en el sótano es el leve zumbido de insecto de tres bombillas suspendidas del techo en portalámparas de cerámica. Hasta las babosas encarceladas han hecho una pausa en su movimiento perpetuo para observar con ojos aprobadores la escena de la masacre, como si se encontraran en armonía con las melodías silenciosas e inexorables de la macabra muerte, reconociendo con deferencia la hermandad de lo extinguido.

Temple se pone en pie y parpadea. Sus ojos parecen obleas blancas en medio de la capa de sangre marrón que ya se va secando a trozos en sus mejillas, labios y cuello. No levanta la mano para limpiarse, marcada como está por una violencia ritual y primitiva, como la de los cazadores que se decoran con los ornamentales residuos de sus presas.

Maury no parece inmutarse por toda la destrucción que le rodea.

Cuando ella se le acerca, él le toca su rostro con las yemas de los dedos, como para quitarle la máscara de sangre y volver a reconocerla como la chica con la que él iba.

—Demonios, chiquilla —le dice en un susurro sobrecogido Moses Todd desde su celda—, ¿me podrías explicar de qué iba todo esto?

Temple no responde. Ayuda a Maury a levantarse de la silla, y va retirando con los pies los restos de carne y sangre del suelo para que él no tenga que pisarlos.

—Me refiero —prosigue Moses—, a que has matado a estos tres hijos de puta con el mismo empeño que si fueran veinte. No es que me parezca mal, sólo hago un comentario.

Temple recoge la daga de los gurkhas, se la mete bajo el brazo y se lleva a Maury hacia la puerta.

—Tienes una hoguera dentro de ti —le dice Moses—. No me gustaría ser yo el que se interpusiera entre tú y el camino que has elegido. Pero me temo que eso es justamente lo que soy, ¿no?

Temple no le hace ningún caso.

—Ya se ve que le has cogido cariño a tu nuevo amigo —comenta—. Maury. Ése es un buen nombre. Yo tuve un primo que se llamaba Maury. La verdad sea dicha, no tengo ni idea de lo que le habrá pasado. Se lo habrán comido seguramente.

Temple lo mira: Moses Todd está sentado en el suelo, con la espalda contra el muro, y parece que se encuentra cómodo.

—Hasta luego, chiquilla.

Temple no responde, saca a Maury por la puerta y sube con él la escalera hasta la gran sala central del edificio municipal. Lo sienta en una silla lejos de la ventana, y mira por ella a la calle. Fuera hay algunos de ellos, no muchos. Uno de los que están allí es la niña, Millie, que dibuja con una tiza en el asfalto, en mitad del cruce.

—Maury —dice Temple—. Quédate aquí. ¿Me has oído? Volveré en un minuto.

Maury permanece sentado en silencio, entrecerrando los ojos ante la luz del sol que entra polvorienta por las ventanas.

Temple vuelve a bajar la escalera. Pisa el cadáver de Royal, cuya cabeza aplastada recuerda los restos de un melón, y se planta ante la celda de Moses. Permanece allí un buen rato, y los dos se miran el uno al otro antes de que ella diga:

—Hay algo que está mal en mí, Moses.

—¿Qué es, chiquilla?

—Mira.

Indica con un gesto la espesa carnicería que tiene a su espalda.

—No has hecho más que defender a tu amigo —repone Moses.

—Eso no fue… —dice ella, y entonces su voz se convierte en un susurro, como si los muertos que tiene detrás fueran unos grandes cotillas. Le dice—: No tenía por qué ser tanto, no tenía por qué haber sido así. Tengo un demonio dentro.

—Ven aquí —le dice Moses Todd. Ella no sabe qué hacer, así que se acerca a los barrotes de la celda y él tiende la mano hacia ella. Pone los dedos a un lado de la cabeza de la muchacha, junto a su oído, y frota el pulgar en la mejilla salpicada de sangre. A continuación, levanta ese pulgar para mostrarle a ella la mancha de sangre marrón.

—Mira —le dice—. La mancha se va.

Temple asiente con la cabeza, respira hondo una vez y vuelve a mirar el sótano.

—De acuerdo —dice, y se siente como si estuviera firmando un contrato con el mundo natural, aunque no puede entenderlo porque no sabe leer.

—Escucha —le dice Moses. Ve que ella se prepara para irse, y aparece en su voz un repentino sentido práctico—. No puedo prometerte que no te vaya a matar. Eso sería una mentira, y yo no me puedo tolerar una mentira. Pero sí te puedo ofrecer un trato, aunque tal vez seas demasiado inteligente para aceptarlo. Si me abres la celda, te daré veinticuatro horas de ventaja. Te doy mi palabra.

Ella medita por un instante.

—¿Les hiciste algún daño? —pregunta ella.

—¿A quiénes?

—A los Grierson. ¿Les hiciste algún daño?

—Chiquilla, tú no has comprendido nada de mí si te piensas que voy por ahí haciéndole daño a la buena gente. La anciana hasta me preparó un sándwich para el camino.

—Yo no te estoy tomando el pelo, Moses.

—¿Y te crees que yo sí, viendo ese suavizante de sangre que te das en la piel? Era de jamón, el sándwich, con mostaza, y tomates de su propio jardín.

Temple lo mira de soslayo, pero es cierto que hasta el momento Moses Todd nunca le ha mentido.

—Tengo una sospecha sobre ti —dice.

—¿Qué es?

—El coche. El coche que he venido conduciendo desde Florida. Le pusiste un señalizador electrónico. Es eso, ¿no? Es así como conseguiste seguirme el rastro.

Él esboza una sonrisa avergonzada y se acaricia la barba.

—Se lo ponen a todos los coches —explica él—. La mujer que te lo dio, Ruby, no lo sabía.

—Aaah. Estaba segura. Estaba segura de que no eras tan bueno.

Moses se ríe con una risotada campechana.

—De todas maneras te encontraré —dice—. Si esta celda no es mi tumba, te encontraré. Cuenta con ello, Sarah Mary Williams. Con mutantes o sin ellos, tú y yo seguimos teniendo un asunto pendiente.

Temple asiente con la cabeza: lo sé.

Se miran a los ojos. Es posible que lo que cada uno encuentra en los del otro sea la fantasmal inversión de sí mismo, algo así como encararse con un espejo retorcido y carnavalesco.

Temple lanza un suspiro y se da la vuelta para irse. Se acerca al cadáver de Bodie, se agacha un poco, coge el mango del cuchillo de carnicero y tira de él hasta que se suelta y se desliza entre sus costillas. Moses ve que le pasa el cuchillo a través de los barrotes de la celda.

—Cógelo —le dice.

Él no se mueve. Está allí sentado, con la espalda apoyada en el muro, estudiándola. En la cara de Moses hay algo que ella no quiere mirar. Temple puede manejar el odio, sabe qué hacer con la antipatía, pero no puede soportar el afecto.

—No te estoy dando las llaves —explica—. Este cuchillo no significa nada. Te dará una posibilidad de luchar, pero espero que acaben contigo, ¿entiendes?

Él se pone en pie y, sin cambiar un ápice su expresión, se sacude las manos y coge el cuchillo.

—No te estoy salvando —le dice ella—. Esto que hago no es salvarte. Si de algún modo consigues salir de aquí y perseguirme, será mejor que lo hagas embargado de furia. Porque no sabría cómo llevar tu compasión.

Moses Todd asiente con la cabeza. Tiene los ojos tan fijos en ella como si estuviera leyendo un libro, le faltará muy poco para llegar al final, y no quisiera que nadie lo interrumpiera.

—No te estoy salvando —repite ella sin querer repetirlo, y pese a que cada vez que lo dice le suena a ella misma menos como un juramento y más como un ruego—. No te estoy salvando, ¿me comprendes?

Esos ojos están puestos sobre ella, brutales, profundos e incluso paternales. Y cuando contesta, Moses Todd lo hace como quien firma un importante contrato:

—Lo he comprendido.

Temple se vuelve para irse, pero antes de que llegue a la escalera, Moses la llama:

—Una cosa más —le dice. Aunque ella se detiene a escuchar, no se gira hacia él. Su voz suena desafiante, casi desdeñosa—: Conozco malvados, muchacha, y tú no eres uno de ellos.

—Entonces, ¿qué soy? —pregunta ella, aun sin mirarlo.

Temple aguarda un poco más, pero como él no responde, sigue subiendo la escalera, sintiendo que sus ojos la acompañan durante todo el camino.

En la parte de atrás del edificio, Temple encuentra una ventana que da a un callejón, y sale por ella con sigilo, coge de la mano a su pesado compañero, y tira de él para que no se quede atrás cuando pasan corriendo de un escondite a otro hasta que se hallan lo bastante fuera de la ciudad para ralentizar el paso.

Se mantienen a la derecha de la carretera y siguen por ella hasta volver al lugar donde se quedó el coche. Alguien lo ha empujado y metido en la cuneta, donde ahora está medio volcado, hundido entre las hierbas. La puerta del conductor permanece entreabierta, como la boca de un bobo.

El talego lleno de armas de fuego ha desaparecido, pero Temple encuentra una pistola con un cargador entero que había metido debajo del asiento del conductor. Hay un saco de arpillera embutido en un rincón del maletero, y ella lo coge y lo llena con todo lo que puede guardar: alguna ropa, que incluye el vestido de tirantes amarillo que Ruby le dio hace unas semanas, algunos mapas que empleaba para seguir hacia el oeste, media botella de agua, un mechero, y lo que queda de un paquete grande de galletas de queso.

En la guantera encuentra el avión de caza en miniatura que cogió en la juguetería. Le da vueltas y vueltas en las manos.

—Eh, Maury, acércate.

Temple se lo ofrece, pero él no lo coge.

—Mira —le dice—. Es un aeroplano. Como allá arriba, en el aire.

Temple señala al cielo y después hace el gesto para mostrar cómo vuela el caza a través de él, haciendo con la boca sonidos palatales para acompañar la demostración.

—Venga, te puedes quedar con él.

Esta vez él lo coge y se lo coloca en la palma de la mano. Lo mira como si esperara que saliera volando él solo.

—Ahora no lo pierdas —le dice ella—. Métetelo en el bolsillo.

También encuentra, metida al fondo de la guantera, la bolsa de plástico que contiene la punta de su dedo. Se ha arrugado como una uva pasa, y se ha puesto todo gris, salvo la uña, que sigue pintada de color rosa suave. Se mira las otras nueve uñas de las manos, en las que no queda ni rastro de aquel esmalte de algodón de azúcar. En vez de eso, lo que hay bajo las puntas es sangre negra y endurecida, como si en vez de dedos tuviera garras hechas para clavarse en la carne.

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