—Jeb y Jeanie Duchamp —susurra ella.
Todos los kilómetros que ha recorrido, todas las largas y quebradas carreteras que ha transitado, toda la sangre que ha derramado…
—Mierda.
Se dirige a la mesita de noche y coge un frasco de píldoras: está vacío. Vuelve a dejarlo en la mesita, intentando acertar con el lugar exacto en que se encontraba, en el pequeño círculo, del tamaño de una moneda, que ha quedado marcado en el polvo.
Entonces Temple se arrodilla para examinar el rostro de Jeanie Duchamp.
Es como un avispero posado sobre la almohada, algo que parece contener miles de cavidades y guaridas que aparecerían a la vista si uno decidiera abrirlo. Ahí vive el pasado, almacenado en las lastimosas oquedades de nuestra cabeza.
Tiene los ojos muy cerrados y hundidos, derrumbados en las cuencas resecas. Las mejillas están hojaldradas y recubiertas de polvo, y a Temple le recuerdan las páginas de un viejo álbum del que se han despegado las fotos. Tiene la boca muy abierta y los dientes como perlas. Se ríe, se ríe. Dentro le ve la lengua, marchita hasta semejar un cachito de carne de vaca secada, o bien una seta crecida en la base de la mandíbula. Se ríe, se ríe. La lengua marchita, la piel hojaldrada, los dientes como grandes perlas naturales.
—¿De qué te ríes, abuelita? —le pregunta—. Te he traído al niño. Te lo he traído para que esté contigo, tu sobrino, o primo, o lo que sea. Te lo he traído.
Jeanie Duchamp no dice nada.
—Es un niño bueno —prosigue Temple—. No habla mucho y no es muy inteligente, pero es un niño bueno. Yo creo que te gustaría.
Jeanie Duchamp se ríe, se ríe.
—Sí —dice Temple—. Pero, bueno, ¿qué se supone que voy a hacer ahora? Estoy cansada, te lo digo con franqueza. Estoy agotada.
Jeanie Duchamp permanece callada.
—Mírate —le dice Temple—. ¿Qué sabes tú, de todos modos? Ya no eres más que unos buenos dientes.
Y entonces llega la respuesta, pronunciada por una voz a su espalda, una voz que ella reconoce de inmediato y que sólo entonces comprende que estaba esperando oír, ya que todas las casas que explora parecen encantadas por la misma persona: la voz de Moses Todd.
—Son para comerte mejor, mi cielo.
Temple se levanta y se da la vuelta, todo en un solo movimiento, agarrando con la mano la daga de los gurkhas, que brilla ligeramente en el polvoriento dormitorio.
Pero Moses Todd se halla fuera del alcance de la daga. Permanece de pie, tranquilo, en la puerta del dormitorio. Tiene una pistola con la que le apunta a la cabeza.
—Ahora tranquilízate, chiquilla —le dice—. Nos queda por zanjar cierto asunto entre tú y yo que quedó pendiente, pero no hay necesidad de armar tanto jaleo.
Moses Todd ha cambiado desde que ella lo dejó en la celda del sótano, en la ciudad en que vivían los herederos de la Tierra. Por un lado, tiene la barba mucho más corta de lo que ella recuerda. Por otro, lleva una larga tira de tela estampada en cachemir rojo, que tal vez fuera en otro tiempo un pañuelo de colores, atado en ángulo alrededor de la cabeza, tapándole el ojo izquierdo.
—Te he estado esperando —le dice—, ya debe de hacer una semana. Empezaba a pensar que no venías. Supongo que has llegado por el camino de las vistas.
—¿Cómo…? —logra preguntar ella. No le entra en la cabeza que Moses Todd esté allí, vivo, allí en Point Comfort, Texas. ¿Cómo pudo saber que ella se dirigía allí?
—¿Cómo…? —repite.
—¿Qué tal si bajamos al piso de abajo y nos sentamos un rato? Hasta he prendido un fuego para que te encuentres cómoda.
Temple piensa en Maury, que está en el comedor, dándole vueltas y más vueltas a la bola de cristal entre los dedos.
—No voy a bajar contigo, Moses.
—Como gustes —contesta él—. Entonces celebraremos aquí la fiesta macabra. Siéntate.
Moses Todd hace un gesto para indicar una butaca que hay en un rincón del dormitorio, y ella se sienta. Moses coge del otro lado del dormitorio una silla de madera con asiento de enea y la pone delante de la puerta, se sienta a horcajadas y cruza los brazos sobre el respaldo. La silla cruje bajo su peso. La pistola sigue en su mano, pero ahora la utiliza más como puntero que como amenaza.
—Si me vas a disparar, dispárame ya —dice ella, retándolo con instintivo atrevimiento.
—Sí, chiquilla, te voy a disparar. Te voy a disparar justo a la cabeza.
La sobriedad de las palabras consigue hundirla al instante. Moses no tiene intención de dejarla con vida: ésa es la lúgubre verdad. Según parece, resulta lúgubre incluso para él.
Temple se apoya en el respaldo de la silla y pone la daga de los gurkhas sobre las piernas. No puede hacer nada más que esperar su jugada. Pero mientras espera le gustaría enterarse de algunas cosas.
—Entonces, ¿cómo…? —le pregunta.
—Bueno… —Moses se sonríe y se acaricia la barba—. Es una cosa curiosa. Me lo dijo tu amigo Maury. Bueno, no me lo dijo exactamente, sino que me lo enseñó. Cuando nos encerraron bajo llave. Después de que te golpearan, te quedaste dormida un montón de tiempo. Tu amigote… él y yo nos hicimos amigos. Hasta me mostró un papelito que llevaba en el bolsillo.
—¡La dirección!
—Así es. Por cierto, menuda la que armaste en la ciudad de los mutantes. Supongo que estarían muy apretados, porque no se preocuparon mucho por que les mataras a tres de los suyos. Nunca habrás visto nada tan feo como aquello llorando por la pérdida de algo igual de feo. Intenté explicarles que no era realmente culpa tuya, que simplemente tienes tendencia a matar a los familiares de todo el mundo. Una especie de debilidad, digamos. Pero me parece que no tenían ganas de ponerse a escuchar.
—Calla —le dice ella en voz baja.
Se mueve en la silla, que cruje fuerte en el denso aire del dormitorio.
—El caso es que al final salí de allí —dice él—. El cuchillo que me diste me ayudó, así que te tengo que dar las gracias. Pero aun así no fue fácil. Perdí un ojo.
Como si tal cosa, se apunta con el cañón de la pistola al lugar en que el pañuelo tapa el ojo izquierdo.
—Sí —prosigue—, me costó un ojo, y tuve que atrapar como rehén a una para que me dejaran salir. La niña que se llama Millie. Creo que la conoces, ¿no tuviste un rifirrafe con ella en el bosque? Está un poco dolida tanto contigo como conmigo: conmigo porque la secuestré, y contigo por matarle a tres primos carnales. ¿No es curioso cómo la violencia engendra violencia? Todavía la tengo conmigo. Iba a tirarla a una cuneta cuando estuviera lo bastante lejos de la ciudad, pero no lo hice.
—¿Y eso?
—No lo sé —responde. Se encoge de hombros. Parece casi avergonzado—. ¿Adónde iba a ir, tal como es? ¿Recuerdas lo que nos trajo de comer, todo tan colocadito y tan bien? Creo que la dejaré cerca de su casa en mi camino de vuelta, siempre que no se meta en mis cosas.
Temple no dice nada, y Moses Todd se pone de pronto a la defensiva:
—Tú llevas tu carga —comenta—, y yo la mía. Bueno, pues eso.
Se quedan callados allí sentados los dos durante un minuto entero, y quedan colgando entre ellos, como zarcillos, muchas cosas no dichas. Al final dice ella:
—Pensé que habrías muerto.
Lo dice sin animosidad ni alivio, sólo como la verdad que es.
Todo el tiempo, mientras él hablaba, pensaba en el hecho de que Moses Todd estaba allí sentado ante ella aun cuando ella lo había dado por muerto. Piensa en cómo él murió ya una vez en su mente, y en cómo ha vuelto a la vida para sentarse a hablar con ella en aquel pueblo abandonado de Texas. Y eso la lleva a pensar en la naturaleza de las cosas, en que los muertos tienen dificultades para mantenerse muertos, y las cosas olvidadas tienen problemas para mantenerse olvidadas, y en que la historia no está en una enciclopedia, sino en todo lo que ves.
Supone que hay más pasado que presente en el mundo hoy. En la balanza.
—Yo estaba empezando a sospechar lo mismo de ti —dice Moses Todd—. ¿Por qué has tardado tanto?
Temple se encoge de hombros.
—Hemos hecho a pie parte del camino —explica—. Después cogimos un tren, pero iba despacio.
—¿Un tren? —Parece desconcertado.
—Sí.
—La leche —dice—. No he visto uno de esos chismes en movimiento desde hace quince o veinte años.
—Ya, merecía la pena verlo.
A su pesar, Temple sonríe un poco al recordarlo.
—¿Máquina de vapor?
—No, diésel.
—Cuando yo era niño —dice él—, antes de que empezara todo esto, había unos almacenes de la estación cerca de mi casa. Por las noches yo saltaba la valla y me subía a todos los trenes. Intentaba que mi madre no se enterase, porque no quería que yo fuera allí, pero las palmas de las manos me traicionaban: siempre volvía con ellas negras como el carbón.
Entonces se mira ahora las palmas de las manos como si quisiera descubrir el hollín incrustado en ellas. Después abandona aquella ensoñación y observa los cadáveres que descansan en la cama.
—Jeb y Jeanie Duchamp —dice—. ¿Qué te parece eso?
—¿Qué me tendría que parecer?
—Tomaron el atajo —dice él—. Debió de ser poco después del comienzo de todo, así que llevarán muertos una buena temporada. Limpiaron toda la casa, lo dejaron todo colocadísimo, y se tragaron un puñado de nembutales. Supongo que no querían ver el mundo futuro.
—Supongo.
Temple los observa, el abrazo de los muertos. Y comprende algo: los odia por estar muertos.
—Entonces, ¿qué planes tenías para después? —le pregunta Moses Todd—. Si lo de aquí no funcionaba, ¿adónde pensabas ir?
—No lo sé —dice ella—. No había pensado a tan largo plazo. Tal vez al norte.
—¿A las cataratas del Niágara? —le pregunta.
—A las cataratas del Niágara.
—Yo estuve allí una vez —dice él reflexionando—. Te subes a lo alto de un precipicio, junto a las cataratas, te apoyas en la barandilla, y se te corta la respiración.
—Eso he oído.
—Qué guarrada —dice él, refiriéndose a la infortunada circunstancia de que se haya presentado allí para estropearle todos los planes.
—Sí —responde ella—, qué guarrada.
—Eh —dice Moses Todd señalando con un gesto los cadáveres que hay sobre la cama—, ¿no te has fijado en sus orejas?
—¿Qué les pasa?
—Échales un vistazo. Vamos, no te estoy engañando.
Ella se levanta, se acerca a un lado de la cama y se inclina.
De cada uno de los oídos asoma un chorrito de sangre seca y negra que se incrusta en las grises mejillas.
Temple se vuelve a sentar en la butaca.
—Alguien se encargó de ellos —comenta ella—, para evitar que volvieran.
—¿No te hace reflexionar eso? ¿Quién piensas que podría hacerlo? Podría habérselo hecho Jeb a Jeanie, por supuesto, pero ¿quién se lo hizo a él? Quienquiera que fuera, no quiso mover los cuerpos. Supongo que sentía por ellos una simpatía de índole romántica. ¿Qué opinas? ¿Tal vez un hijo o una hija que se ven obligados entre lágrimas a darle la puntilla a la muerte? ¿Un vecino entrometido? ¿La policía del estado, al hacer un último repaso en la evacuación? ¿Quién te parece que pudo ser?
—No lo sé —responde ella—. Hay montones de personas por ahí dispuestas a cumplir con su deber. No todo el mundo es malo.
—Eso es muy cierto —dice él. Asiente con la cabeza y sonríe, satisfecho con la idea—. No habrás dicho en tu vida una verdad mayor que ésa.
—De cualquier modo —prosigue ella—, los Duchamp ahora me dan igual.
Moses Todd la mira con curiosidad.
—¿No te conmueve su tragedia? —le pregunta.
—No es una tragedia. No es más que una insensatez de las que no puedo tolerar. Una insensatez que los convierte en algo peor que los pellejos.
—¿Y eso…?
—Al menos los pellejos encuentran algo que desear. Siguen y siguen hasta el último minuto, en que se derrumban en un montón de polvo. No les entran ideas de librarse del mundo.
—Mucha gente encuentra el mundo intolerable, al menos esto en lo que se ha convertido.
—¿En qué se ha convertido? Yo no veo que haya cambiado en nada desde que estoy en él.
Moses Todd le sonríe, una sonrisa que reconoce la edad de ella.
—No, hablo en serio —sigue diciendo Temple—. Me interesa saberlo: ¿en qué se ha convertido el mundo?
—Se ha… —empieza a responder Moses Todd, y de pronto se para a pensar en la respuesta, como si fuera de importancia primordial dar con las palabras exactas. Entonces prosigue—: se ha convertido en algo solitario.
Ella lo mira a través de sus ojos entrecerrados e incrédulos:
—¿La gente no estaba sola antes? —le pregunta.
—La gente lo estaba, pero el mundo no.
Temple asiente con la cabeza.
—Y hay otra cosa —dice Temple—. Hace unos días, en el sótano… dijiste que no soy mala. ¿Por qué dijiste eso?
—Porque es cierto.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Lo veo —se limita a decir él—. Tú eres un libro en el que yo sé leer, chiquilla.
—Pero no me respondiste entonces cuando te pregunté: si no soy mala, ¿qué soy?
—Eres colérica. Simplemente sufres, como todo el mundo. Sólo que no quieres admitirlo ante ti misma. No es tan complicado.
Temple le da vueltas a esto en la cabeza. No acaba de quedarle claro, pero aquella idea escuece como suelen hacerlo las afirmaciones verdaderas. Aparta aquello y lo guarda en un recoveco de la mente, para pensar en ello más tarde.
Entonces Moses Todd se levanta de la silla y se acerca a ella. Lanza un suspiro y niega muy despacio con la cabeza, como quien desea que el momento dure, pero lamenta el transcurso, lento e infalible, del tiempo.
Sonríe con gentileza.
—Me parece que sabemos por qué estamos aquí —dice.
—Yo sí.
—¿Qué tal si apartas de ahí ese cuchillo tuyo?
—¿Porque tú me lo pidas? No te lo voy a poner tan fácil, Moses.
Moses Todd levanta la pistola y apunta con ella a su cabeza.
—Apártalo ahora.
Él se encuentra por poco fuera del alcance del brazo de Temple. No importa lo rápido que ella se mueva, él se impondrá. Sería una manera idiota de morir, así que ella deja caer al suelo el cuchillo de los gurkhas. Moses Todd da dos pasos hacia delante y le propina al cuchillo una patada que lo envía bajo la cama. Ahora el cañón de la pistola se encuentra a treinta centímetros de la frente de Temple.