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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (26 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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Le explica que ha matado a gente. Repasa la lista de los nombres de los que conoce y describe a los otros, pero no puede recordarlos todos, y sabe que no debería olvidar cosas como ésas, y debería anotarlos, lo que pasa es que no sabe leer ni escribir porque cuando se supone que hubiera debido estar aprendiendo las letras, estaba ocupada escondiéndose en las alcantarillas, porque su antigua casa había caído bajo los pellejos.

Y le explica el mayor pecado de todos, aquello que la transformó de lo que era en otra cosa diferente, de un ser humano en una abominación. Le habla de un niño que se llamaba Malcolm, al que ella mató, y de cómo ocurrió aquello a los pies de un gigante de hierro porque Dios quería recordarle su pequeñez. Le cuenta cómo le entraron ganas de explorar la fábrica que había detrás del gigante de hierro porque se preguntaba qué maravillas habría ocultas allí, y que le pidió a Malcolm que la esperara, por si dentro hubiera pellejos. Le cuenta que sólo tenía la intención de asomarse y salir en cuanto comprobara que el lugar era seguro, pero que encontró una pequeña oficina en lo alto de una escalera de hierro que dominaba la fábrica, y que en la oficina había cianotipos en las paredes, planos de líneas blancas sobre fondo azul, que cubrían la totalidad de las paredes, y que eran de un azul que no se parecía a ningún otro azul que hubiera visto nunca. Le cuenta que parecían una cosa mágica con aquellas líneas blancas como hebras de tiza trazadas contra aquel azul, las cifras, los números y las flechas que parecían la nomenclatura de la grandeza del hombre y que describían artefactos perdidos y desaparecidos, consignados en complicados grabados para ser desentrañados por razas futuras que estarán más dotadas que ella para entenderlos. Y eran una maravilla, aquellas imaginaciones perecederas expandidas en papel, aquellos testamentos expuestos por encima de la capacidad de su fatigada cabeza, aquellos testimonios de la fe en la capacidad de la inventiva humana para crear algo de la nada y después hacerse atrás y sostenerlo y asentir con la cabeza y decir: Sí, esto es lo que he hecho, esto es algo que no existía antes en la historia del mundo.

Y le explica que su mente se internó en aquellas imágenes tan hondo que se perdió en ellas y no notó lo oscura y roja que había llegado a ser la luz que se filtraba por los sucios ventanales, ni tampoco el tiempo que había pasado. Y que cuando volvió a ser consciente de la realidad, corrió asustada al lugar en que había mandado esperar a Malcolm, y vio un grupo entero de pellejos, quince o veinte, que se movían hacia él y uno de ellos ya estaba allí. Uno ya lo había cogido. Ya había cogido a Malcolm, el niño que le habían confiado. Podían haber aparecido por cualquier lado. Temple no había oído los gritos de Malcolm porque se había vuelto sorda a todo lo que no fueran los duendecillos que latían en su cerebro.

Y entonces descargó toda su furia contra ellas, las babosas, matándolas una a una de todos los modos posibles, sin pensar ni razonar ni ser consciente de lo que hacía. Y le explica a la anciana que mientras lo hacía se le enloquecía la sangre, la sangre de cada una de sus venas le hervía y el corazón le latía como un bombo, y le hacía verlo todo negro dondequiera que mirara, y la convertía en un monstruo de vanidad, un monstruo imbuido del pecado de creerse inmortal como el gigante de hierro. Le cuenta cómo hacía caer la daga de los gurkhas y disfrutaba con el sonido que hacía al hundirse en un cráneo, el perverso placer de hacerlo, la atroz ilusión de que su sed de muerte era justa, de que su mano era una espada de luz, y la pasión, la intensa lujuria que la llevaba a golpear a diestro y siniestro, como si su cuerpo tuviera hambre de muerte, como si se hubiera convertido en uno de ellos y tuviera que consumir muerte y devorar las mismas almas de los vivos, de haber sabido dónde encontrarlos. Tal es el demonio que la domina.

Y cuando terminó, con la ropa empapada de sangre y de bilis e impregnada de tejidos corporales que se van volviendo grises, se limpió la cara de la sangre que había extraído de los cuerpos de los muertos, desenlace de su propio canibalismo feroz, y sólo entonces pudo abrir los ojos del todo para ver la punzante y extenuante luz naranja del final del día.

Era demasiado tarde: Malcolm estaba desgarrado y abierto del cuello al ombligo, de manera tan espantosa como si hubieran sido sus propias garras malvadas las que lo hubieran hecho.

Le cuenta a la anciana cómo levantó el cuerpo del niño, balanceándolo e intentando cerrar por el medio la abertura con sus dedos ensangrentados. Le explica cómo se quedó allí sentada con el niño en los brazos tanto tiempo que el cielo empezó a descargar sus lágrimas, bautizándolo y limpiándolo para la tumba, y cómo cavó ella la tumba hundiendo las manos en el barro junto a la base del gigante de hierro, y lo tendió dentro, y cómo lo preparó para ir al cielo cortándole la cabeza con la daga de los gurkhas para que no errara el camino y se pusiera a caminar por la superficie de la Tierra como tantos otros, y cómo aquella tarea brutal no le causó sufrimiento porque ya entonces sabía que había maldad en ella y que ninguna acción, sin importar lo atroz o infame que fuera, era inconveniente para aquello en lo que ella acababa de convertirse.

Le explica entonces cómo anduvo perdida, aislada de los ojos y los corazones de los buenos, cómo se enclaustraba en casas abandonadas, y cuando la descubrieron los generosos de espíritu que iban a salvarla, escapó aún más lejos, a las tierras evacuadas y salvajes del país. Se pasaba semanas enteras sin ver a ningún otro ser humano vivo, ejercitando la voz en broncas canciones para no volverse muda.

Le cuenta que había momentos en que olvidaba, en que la maldad que bullía dentro de ella parecía disiparse en el claro espectáculo de la vida. Una tenía que tener cuidado con esos momentos, porque eran pasajeros y no iban dirigidos a ella, sino al deleite de otras criaturas de Dios. O, si se dirigían a ella, podían romperle el corazón tanto como recomponerlo, porque toda la belleza del mundo sufriente era el mismo tipo de belleza que la había perdido y le había hecho olvidarse de la persona a la que tenía que cuidar y le había hecho odiar su propia alma egoísta.

Le habla de la isla, del faro, de la luna y del milagro de los peces.

Le cuenta a la anciana todas estas cosas mientras esos dedos avejentados entrechocan las agujas una contra otra haciéndolas tintinear. Pero Temple la deja allí, en la sombra que avanza. Porque el único lenguaje en común entre ambas es el lenguaje de la desolación, cuyas palabras se dirigen tan sólo a la sordera del ancho, ancho cielo.

Tercera Parte
13

La carretera que va al sur desde Nacogdoches es recta, está despejada, y los conduce a través de terrenos llanos y toscamente labrados. Delante, en la lejanía, el horizonte se ha oscurecido en una larga y espesa fila de nubes hasta adquirir el color del carbón.

—Parece lluvia, Maury. Si quieres que te diga la verdad, no me importaría que cayera un poco de agua y nos refrescara.

El hombre mira por la ventana.

—¿Estás preparado para tu gran vuelta al hogar, Maury? ¿Estás listo para librarte de esta chica tan loca a la que te has atado?

Los ojos de Maury siguen fijos en el asfalto, que se despliega ante ellos como una cinta.

—Ya, bueno, tú nunca has sido de mucha compañía, para qué nos vamos a engañar.

Cuando alcanzan la enorme extensión urbana que Temple supone que será Houston, las nubes han abarrotado el cielo y las gotas torrenciales retumban en el techo del coche. Temple conduce despacio, porque las carreteras no son fiables y cualquier charco podría esconder un bache fatal.

La autovía por la que va, que tiene el número 59, los lleva recto por el medio de la ciudad. Al mirar las barandillas de la calzada, ve las babosas que caminan bajo la lluvia. Algunas levantan la cara para que les dé la lluvia en los ojos. Otras se sientan en las desbordadas cunetas para contemplar los riachuelos de agua que corren por ellas. En ocasiones los muertos tienen algo de niño o de payaso. Temple se pregunta cómo pudo la gente haber permitido que semejante raza de seres estúpidos los obligara a guarecerse en los rincones y retretes del mundo.

Llega a un paso elevado que ha quedado colapsado porque los escombros de una carretera han caído sobre la superficie de la otra, y tiene que dar media vuelta con el coche para encontrar una salida e internarse por las calles de la ciudad para volver a coger la autovía más adelante. No parece que haya supervivientes en la ciudad. Las babosas la rodean por las calles, toqueteando el coche cada vez que logran acercarse lo suficiente, y siguiéndola detrás a paso de tortuga, empujadas más por el instinto que por el raciocinio. Se pregunta cuánto tiempo la seguirán incluso después de que el coche se haya perdido de vista. Sin duda seguirán caminando hasta que se les olvide qué es lo que iban siguiendo, hasta que se haya evaporado de su mente la imagen del coche. ¿Y cuánto tiempo será eso? ¿Cuánto dura la memoria de los muertos?

Llega al centro de la ciudad, al distrito comercial, donde descuellan monolitos de acero y cristal. La lluvia prosigue, y algunos de los cruces están inundados formando mares urbanos tan profundos que alcanzan los bajos del coche. La basura se agrupa para formar pequeñas flotas compuestas de trapos sucios, envoltorios de plástico y cajas de cartón; y también trozos de piel vieja y arrugada, con los folículos pilosos aún intactos, fragmentos de papel, documentos mercantiles de los miles que han ido a parar a las calles como hojas de otoño caídas de las oficinas derrumbadas de los rascacielos, gruesa materia fecal de color gris, pegajosa y borboteante; y hasta unas flores amarillas de plástico, que flotan en medio de todo, como un ramo de novia de pesadilla.

Temple levanta la vista hasta los edificios de oficinas. Los ventanales rotos tienen huecos negros, como dientes que faltan en la sonrisa de un anciano. Por uno de esos huecos cae una cascada en miniatura, y Temple adivina que el tejado del edificio se ha desplomado. Se imagina la lluvia cayendo en torrentes por la estructura del edificio, por las escaleras de hormigón, por la densa expansión alfombrada de despachos, hasta encontrar finalmente su salida por el ventanal roto. Le gustaría verlo de cerca. No le importaría subirse a explorar uno de esos edificios ruinosos. Pero de momento tiene otras cosas que hacer.

Observa a Maury, en el asiento de al lado.

—Me mantienes ocupada de tal modo que no me dejas vivir mi propia vida, lo sabes, ¿no? Hay que ver qué cantidad de problemas me das.

Lo mira. Él observa fascinado la manera en que la lluvia circula por la ciudad inmóvil, las formas que adquiere el agua para encontrar su camino.

—Tal vez Jeb y Jeanie Duchamp sean capaces de hacerte comer bayas payas, ¿qué opinas?

Los párpados de Maury se le cierran y vuelven a abrir lentamente, la boca se le queda ligeramente abierta.

—Tal vez ellos sepan qué hacer contigo, porque a mí la cabeza no me da para más. Tu abuela tuvo que ser una mujer de paciencia infinita. Me alegro de que la hayamos enterrado en condiciones. ¿Qué es eso que andas rumiando? ¿Sólo tus sabrosos pensamientos?

La mandíbula se le mueve a Maury en círculos pequeños y lentos, como la de una vaca.

—De todos modos —dice ella, dirigiendo su atención a la carretera inundada que tienen ante sí—, puede que me detenga aquí en el camino de vuelta, y que me ponga el sombrero de exploradora en cuanto me desembarace de ti.

Llega ante un edificio grande, que podría ser un palacio de la ópera o algo así, y las calles se convierten en una confusa maraña en el meollo del centro de la ciudad. Se mete por allí, sin tiempo para pararse a pensar, pues tiene que mantener el coche en movimiento para que las babosas no tengan ocasión de juntarse a su alrededor.

La lluvia cae con fuerza y no hay sol que sirva para orientarse. Pasa por delante de algunos edificios dos y hasta tres veces, buscando letreros que contengan el número 59. En cierto momento llega a una gran rotonda y no sabe qué salida tomar. A un lado de uno de los edificios encuentra un mensaje que algún otro viajero ha pintado a mano en rojo mate. Contiene una flecha que indica una de las carreteras, y unas letras garabateadas que son tan altas como una persona:

CARRETERA SEGURA

—¿Qué supones que querrá decir, Maury? —le pregunta—. A veces me gustaría que la gente escribiera con dibujos. Una calavera o una carita alegre o algo así. Ese alfabeto no me hace gracia.

Se trate de una advertencia o de una recomendación, el caso es que a ella no le gusta el aspecto que tiene la pintada, así que se decide por otra de las carreteras y la sigue recta por las avenidas empapadas de lluvia y los desolados rascacielos que se ciernen sobre ella, consintiendo su avance de hormiga. Al final empieza a ver letreros en los que pone 59, y los sigue hasta coger la autovía que continúa por allí y lleva al sur.

La ciudad ha visto otros viajeros perdidos como ella, que buscan una ruta segura para transitar de una punta a otra de su laberinto. Encontrándose demasiado al sur, su población no pudo resistir la acometida de la plaga de muertos, y sus habitantes huyeron a otras ciudades dejando la suya reducida a una cáscara olvidada. Algunos grupos intentaron establecer allí un bastión, pero sin éxito. En cierta ocasión, incluso, una banda de veinte forajidos estableció su guarida en un cine destrozado del corazón de la ciudad. Pusieron trampas para otros viajeros, pintando indicaciones en los laterales de los edificios para invitarlos a meterse en callejones sin salida donde podían atacarlos para despojarlos de sus pertenencias y dejarlos después a disposición del ejército neutral de las babosas que abarrotan las calles.

Si uno siguiera esas indicaciones, se metería en un cementerio sin salida lleno de esqueletos viejos, enteros o despiezados, que cuelgan de las ventanillas de los automóviles, o parcialmente embutidos en las alcantarillas de tal modo que no dejan salida alguna al agua de la lluvia, algunos incluso detenidos en el patético ademán de la huida, arañando con falanges desgastadas las puertas enrejadas de tiendas vacías, donde su mitad inferior era devorada mientras las manos se cerraban en torno a los pomos de las puertas en un espasmo moribundo.

Pero ahora, si sigue las indicaciones, uno ya no necesita temer el ataque de los forajidos, pues también ellos han pasado hace años a mejor vida en el cine que emplearon como hogar, donde habían aprendido a poner en funcionamiento el proyector y donde habían visto los viejos rollos
deLo que el viento se llevóuna
y otra vez, hasta aprenderse de memoria las frases y preguntarse, cada uno para sí, si no sería posible que volviera a la faz de la Tierra una época semejante a aquella.

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