La ira de los ángeles (27 page)

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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

BOOK: La ira de los ángeles
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La lluvia cae rotunda e inapelable. Llueve como si aquella fuera la lluvia del fin del mundo, como en el diluvio de Noé. Llueve una lluvia de océanos en la que los mares parecen haberse subido a las nubes para volver a caer sobre la tierra. Llueve toda la noche, por momentos con tanta fuerza que tiene que parar el coche, pues no ve nada de la carretera.

Temple apaga el motor, se asegura de que las puertas están bien cerradas, y se duerme hasta que la despiertan estallidos de truenos que dejan en el aire un olor mineral y a quemado. A la luz del rayo, ve la línea del horizonte, una línea de una longitud imposible y que se encuentra a una lejanía igualmente imposible, pero clara y distinta como el borde de un escenario por la que podría uno caerse si no tuviera cuidado.

Se frota los ojos y sigue conduciendo.

De vez en cuando, mira por el retrovisor pensando que va a ver por él a Moses Todd, que van a aparecer los faros de su coche, persiguiéndola sin cesar. Lo cierto es que no está segura de si teme tal cosa o la desea. Sin embargo, sabe que es imposible, pues aunque hubiera sobrevivido, ella se ha desembarazado del coche que llevaba el localizador. No tiene modo de seguirla, no tiene modo de imaginarse que ella haya llegado hasta allí, a ese maldito páramo abandonado tiempo ha por la civilización.

Y el retrovisor permanece vacío.

Como la lluvia la ha obligado a ir más despacio, es ya de mañana cuando llega a Point Comfort. La débil luz del día se filtra fría y cadavérica a través de las nubes de lluvia que siguen descargando agua desde el cielo, aunque ya más suave.

Se trata de una pequeña comunidad situada a orillas de un lago, constituida por un bloque tras otro de casas cuadradas de dos pisos, cada una con su trocito por delante de césped que hace tiempo ha sucumbido a los matojos. Aparte de la restauración de la naturaleza a su forma primitiva, la zona no ha sido alcanzada por la devastación. Debe de ser uno de esos lugares que fueron evacuados muy pronto, vaciados de personas, y por lo tanto las babosas no tuvieron ningún motivo para acercarse a él. Por otro lado, se halla tan lejos de la civilización que no lo han llegado a descubrir los saqueadores.

Un pueblo fantasma.

Recorriendo con los ojos las calles residenciales, ve que los buzones están intactos y forman una fila muy pulcra, como soldados de hojalata. Algunos de ellos muestran incluso las banderas izadas, esas banderitas que tenían allí los buzones y que levantaba el cartero para indicar que había correo que recoger. Las farolas, además, siguen encendidas desde la noche anterior, lo que significa que el pueblo debe de estar comprendido en la periferia de una red de electricidad que sigue operativa.

Hay coches aún aparcados en las entradas de las casas, bicicletas caídas en las aceras. Una de las casas debía de estar en obras cuando la evacuación, pues la mitad trasera está cubierta de plásticos que recogen la lluvia y la depositan en charcos sobre el barrizal del patio trasero. Hay puertas de garaje abiertas, por las que Temple distingue cachivaches propios de la vida en las afueras, alineados en las paredes interiores: cortacéspedes, sillas playeras y kayaks, herramientas de jardinería cuya función no alcanza a discernir, martillos y sierras y taladros que cuelgan de ganchos en largas tablas agujereadas y suspendidas sobre bancos de trabajo.

Las puertas blancas están completamente abiertas, ofreciendo su bienvenida, aunque la maleza, al crecer, ha bloqueado muchas de las ventanas de la planta baja.

En el coche, Temple mira al hombre que ocupa el asiento del acompañante.

—Esto está muy solitario, Maury —le comenta.

Maury mira al frente fijamente, y parece nervioso. Un leve gemido le nace en la garganta.

—¿Reconoces este lugar?

El leve gemido continúa: si se trata de un canto o de un lamento, no hay quien lo sepa; sus ojos no indican nada.

—Te voy a decir una cosa, Maury. En lo que se refiere a los Duchamp, la cosa no tiene buena pinta. Me da la impresión de que tus parientes se fueron a toda prisa en cuanto sonó la primera alarma. Y pienso que fue muy buena idea. Pero eso significa que ahora pueden estar en cualquier punto del país. Si es que siguen vivos.

El gemido se hace más fuerte.

—Por lo que veo, algo te reconcome. ¿Reconoces este lugar? ¿O te lamentas tan sólo por el día gris que hace? A veces me gustaría que hablaras, grandísimo bobo. Sería mucho más fácil para los dos.

Temple mira a su alrededor. La lluvia ha aflojado, pero los limpiaparabrisas siguen llevándose la espesa capa de humedad que emborrona los cristales.

—Bueno —dice ella—, supongo que podríamos al menos encontrar la casa mientras seguimos aquí. En estos casos está bien asegurarse al cien por cien.

Temple sigue conduciendo hasta que encuentra un letrero con el nombre de una calle cuyas letras coinciden con el papel que llevaba Maury en el bolsillo. Entonces sigue por la calle hasta encontrar el número, el 442, y se arrima al bordillo de la acera.

Y en ese momento ve, con cristalina claridad, que, a diferencia de lo que ocurre en el resto de las casas de la zona, de las ventanas de esa fachada sale un brillo extraño y oscilante.

—¿Estás listo para presenciar un milagro, Maury? —le pregunta—. Porque parece que aquí tenemos material para uno.

Sin embargo, tiene que admitir que aquello no acaba de tener pinta de milagro. Se quedan sentados en el coche durante veinte minutos. Ella contempla la casa, con ese resplandor oscilante que parece originado por llamas. Aguarda a ver si se extiende, para comprobar si la casa está o no ardiendo. Es posible, sin embargo, que la haya alcanzado un rayo durante la última tormenta. Pero no: el resplandor continúa igual. Temple arranca el coche y rodea la manzana de viviendas pasando por detrás de la casa. Después vuelve a parar delante del bordillo y se queda otros diez minutos más observando el resplandor. No hay nadie en las calles, ni vivo ni muerto, ni otras casas que presenten algún indicio de vida, y tampoco en esa casa se puede ver ninguna otra cosa que se salga de lo ordinario.

—Vamos, Maury —dice por fin—. Vamos a echar un vistazo a ver si están en casa los Duchamp. Tú quédate detrás de mí, porque no las tengo todas conmigo.

Desenvaina la daga de los gurkhas y avanza despacio por el caminito que va hasta la puerta de la casa, pero luego, en vez de dirigirse directamente hacia la puerta, cruza el césped para echar un tímido vistazo por la ventana de la fachada. Efectivamente, lo que produce el resplandor es un fuego que arde de modo constante en la chimenea del comedor. Por lo demás, no hay otros indicios de vida.

Sin saber qué otra cosa podría hacer, llama a la puerta y espera erguida, con la daga de los gurkhas a la espalda, agarrándola con fuerza temblorosa, preparada para embestir con ella.

Espera y vuelve a llamar, esta vez más fuerte.

—No abren —le dice a Maury. Su voz es poco más que un susurro.

Temple prueba a abrir la puerta. No está cerrada con llave, y al empujarla se balancea hacia dentro haciendo un estruendoso chirrido que retumba en el interior. En la quietud del vecindario, mientras la lluvia cesa y deja tras ella un acogedor silencio, tiene la sensación de que el sonido de la puerta al abrirse se puede oír en toda la calle.

—No hay por qué tener miedo.

Entra en el vestíbulo, tratando de mirar a todas partes al mismo tiempo. No se mueve nada. El fuego crepita y chisporrotea. Aparte de ese ruido, sólo se oye el leve gemido de Maury que la sigue por detrás pero se desplaza de repente a su izquierda al penetrar en la casa. Entonces se va hacia otra habitación, entra en ella y desaparece rápidamente tras una esquina.

—Espera, Maury, espera…

Lo sigue al comedor y lo encuentra abriendo las puertas de una vitrina y sacando algo que tiene el tamaño de una pelota de béisbol, pero es transparente. Entonces él coge aquel objeto, se va a un rincón de la habitación, y se sienta en el suelo con las rodillas levantadas, pasando las manos por aquella cosa.

—¿Qué has encontrado, Maury?

Se planta delante de él y alarga la mano.

Él levanta la mirada hacia ella como si tratara de decidir si puede confiar en ella o no, y después coge el objeto y se lo pone en la mano.

Es un pisapapeles: una esfera de cristal con un lado plano para poder posarla y que no se vaya rodando. Dentro de la esfera hay algo que parece una flor, jirones de color oscuro que se retuercen en forma radial. Temple se lo devuelve a Maury.

—Sabías perfectamente dónde estaba —deduce Temple—. Ya has estado aquí antes. Lo recuerdas, ¿no? ¿Cuánto tiempo hace de eso? Seguramente no eras más que un niño.

Él sostiene el objeto como lo haría un niño, tocándolo con codicia, protegiéndolo hasta que se encuentre solo y lo bastante seguro para poder mirar en su interior y apreciar la belleza en toda su dimensión.

Ella siente algo grande en su interior, algo que se expande, como un globo que se le inflara dentro del pecho.

—Me alegro de que lo encontraras, Maury. Me alegro de verdad.

El comedor produce la impresión de que nadie ha entrado en él en años, y como si los inquilinos del lugar lo hubieran dejado todo y se hubieran ido de allí justo antes de la hora de la cena. Hay cuatro servicios puestos en la mesa: platos, tenedores, cucharas, cuchillos, servilletas, todo ello cubierto por una aletargada capa de polvo. Temple pasa la yema del dedo por uno de los platos, que deja a su paso una brillante franja blanca.

—Quédate aquí —le dice a Maury—. Yo voy a echar un vistazo.

Se vuelve a donde estaba la chimenea y observa de cerca la leña. Llega a la conclusión de que algunos de los troncos han sido metidos allí no hace más de una hora. Al otro lado del vestíbulo hay una pequeña salita de estar con un sofá tapizado con motivos florales y butacas a juego. Sobre la mesa del café hay un tablero de ajedrez con todas las piezas colocadas en perfecta simetría. Siente impulsos de coger una de las que tienen forma de caballo y guardársela en el bolsillo, pero no llega a hacerlo. Tal vez a causa de la pulcritud de museo que hay en todo el conjunto, le parece que allí, más que en ningún otro lugar que haya visto nunca, esas
cosaspertenecena
alguien: coger esa pieza en forma de caballo sería robar.

La cocina está tan ordenada como todo lo demás. No aparecen señales de lucha, ni siquiera de una precipitada evacuación. No hay señales de que se les olvidara nada al irse, no hay sillas volcadas, ni mensajes destinados para los que pudieran venir después: nada. Ni siquiera huellas de una vida cotidiana: ni tazas de café en el fregadero, ni platos olvidados en el lavavajillas, ni trapos de cocina arrugados sobre la encimera.

—¿Qué pasa aquí? —susurra para sí misma.

Abre la puerta de la nevera, que ha dejado de funcionar hace tiempo, y encuentra baldas con comida vieja y podrida, ennegrecida y arrugada, pero que hace tiempo ha dejado de apestar con ese hedor de las cosas perecederas.

De vuelta al comedor, Temple ve que Maury sigue en su rincón, dándole vueltas entre los gruesos dedos a la bola de cristal.

—Quédate aquí, Maury —le dice—. Voy a echar un vistazo por el piso de arriba.

Tras subir la alfombrada escalera, Temple oye un sonido que llega del otro lado del pasillo: un siseo tenue que le recuerda al agua cuando corre por las tuberías.

—¿Hola? —pregunta.

Su voz suena quebradiza en el abrumador vacío de la casa. Le molesta oírse esa voz tan insignificante, y decide no volver a hablar.

Avanza por el pasillo, abriendo las puertas una a una y haciéndose a un lado como para evitar que algo pueda saltarle encima.

Baño, dormitorio, despacho, armario de la ropa blanca… Aferra con más fuerza la daga de los gurkhas al acercarse a la habitación de la que proviene el sonido. La puerta está entreabierta, y ve otro resplandor, esta vez azul, que sale de esa habitación.

Empuja la puerta con la empuñadura de la daga de los gurkhas. Ve una pequeña salita con un sofá que mira a un gran mueble de madera, de esos que ocupan la pared entera, e incluyen un centenar de cajones y puertecitas. El sonido que oía proviene de una televisión grande. La pantalla llena la habitación entera con su electricidad estática y su horrible luz azul, mientras sale de los altavoces un siseo constante e invariable.

No ha habido ninguna emisión en años, desde antes de que naciera ella. Y aunque los residentes de la casa se hubieran dejado la televisión encendida al marcharse, los tubos se habrían fundido al cabo de un tiempo.

Piensa en la posibilidad de que la casa esté encantada. Normalmente no quiere saber nada de cosas tales como fantasmas, pero en esos momentos la acomete una sensación desagradable que es incapaz de identificar. Nunca había visto tan de cerca la vida de antes de las babosas, pero tampoco nunca la había visto tan lejana. Se le eriza la piel y siente impulsos de apagar el televisor, pero le da aprensión cambiar nada, como si las voces de los espíritus de los muertos, de los realmente muertos, pudieran reprenderla.

Sale de la salita.

Queda otra habitación al final del pasillo. Se acerca a ella despacio y empuja la puerta hacia dentro: es el dormitorio principal.

Temple había abandonado toda esperanza de encontrar a los Duchamp viviendo en la casa, pero allí están: sobre la gran cama llena de volantes, encima del edredón y completamente vestidos con buena ropa, se encuentran dos cadáveres que yacen uno al lado del otro. Pero no están tendidos boca arriba como los cuerpos en los ataúdes, sino que, por el contrario, están de lado, acurrucados en una posición fetal, la mujer cobijada dentro de la figura en forma de ese del varón, que rodea su torso con los brazos en un abrazo eterno.

Temple se acerca al pie de la cama. Los dos llevan varios años muertos. La muerte es una cuestión de piel, Temple lo sabe. La piel se seca en una delgadez de papel, se arruga y se tensa en torno a los nudillos y los demás huesos para formar esqueletos envueltos de modo muy apretado. Cambia de color: gris, después marrón, después negro, pero a menudo conserva en su sitio los folículos pilosos. Otra cosa que hace la piel es tirar de los huesos de la cara, lo cual abre la mandíbula y otorga al muerto la expresión de una risa indigna y desenfrenada.

Dos maniquíes histéricos y rientes enlazados en un abrazo polvoriento.

Las ropas, los cadáveres, las telas de araña: todo está inextricablemente enlazado con todo lo demás, adherido a todo mediante una seca podredumbre que envuelve el conjunto en una dura crisálida.

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