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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (30 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—Chiquilla.

Echa tierra en la tumba y vuelve a poner los trozos de hierba donde estaban. Es tan pequeña que la tierra apenas abulta un poco donde está enterrada.

En lo que antes era un jardín de flores alrededor de la casa, encuentra un ladrillo rojo. Se sienta en el peldaño de delante de la casa y con su navaja graba un nombre en él:

SARAH MARY WILLIAMS

Entonces hace un pequeño agujero en la cabecera de la tumba y lo mete en la tierra hasta la mitad, para que los ángeles puedan encontrarla cuando vengan a buscarla.

Aún piensa en otra cosa, y como gesto final coge la pistola que había apartado a un lado y la coloca encima de la tumba, porque, al fin y al cabo, ella también era un guerrero.

Moses Todd vuelve a entrar en la casa, sube por la escalera y recorre el pasillo hasta el dormitorio de Jeb y Jeanie Duchamp, donde vuelve a dejarlo todo en orden, colocando las sillas donde estaban antes, para lo cual se ayuda de la marca que han dejado en la moqueta.

Entonces se coloca a cuatro patas, levanta la falda del edredón, alarga la mano bajo la cama y palpa hasta encontrar lo que estaba buscando. Lo saca y le da vuelta en las manos: es el cuchillo de los gurkhas. La hoja aún brilla en algunos puntos, y le devuelve el reflejo de su propio ojo, viejo y compungido.

Comprueba una vez más toda la habitación y baja al piso de abajo. Está a punto de salir de la casa cuando oye un sonido que llega del comedor.

Aquel hombretón de gruesos miembros está sentado en el suelo, en un rincón, sosteniendo algo entre las manos y dirigiendo a Moses Todd una mirada fija e inexpresiva desde esos platos que tiene en vez de ojos.

—O sea, que ahí es donde estabas escondido —le dice Moses Todd—. Me preguntaba dónde te habrías metido.

Coge una de las sillas de la mesa grande y le da la vuelta para poder sentarse de cara a Maury. Moses Todd es un hombretón, y su peso hace crujir la vieja madera de la silla, que no ha soportado la carga de una persona en veinticinco años.

Durante un rato los hombres no hacen más que mirarse el uno al otro, uno de ellos en la silla, inclinándose hacia delante, sobre las rodillas, y dándole vueltas y más vueltas al cuchillo de los gurkhas, de tal manera que el reflejo del sol que entra por las ventanas se desplaza en una amplia órbita alrededor de sus cuerpos constelados.

—No era así como tenía que ocurrir —dice por fin. Necesita explicárselo a alguien, explicar cómo las cosas se han salido del tiesto—. Temple no merecía morir tan a la ligera —dice—. La muerte debe tener un diseño, lo mismo que la vida.

Busca algo en el rostro de Maury y asiente, satisfecho de lo que encuentra. Entonces señala con un gesto de la barbilla el objeto que sostiene.

—¿Qué tienes ahí?

Moses alarga la mano y Maury le entrega una bola de cristal con algo dentro, que parece como una flor pero no lo es.

Moses Todd hace girar el objeto en la palma de la mano, deleitándose en el peso y la forma que tiene. No hay muchas cosas en el mundo tan claras y distintas como aquélla.

—Es bonito —dice.

Maury mueve sus atentos ojos, preguntándose cuál es la relación que une el rostro de Moses Todd con el objeto que tiene en la mano.

—¿Quieres saber una cosa? —le pregunta Moses Todd—. Yo tuve una niña mía. Se llamaba Azucena, como la flor. Su madre se la llevó a Jacksonville en una caravana. Se suponía que yo tenía que encontrarme allí con ellas, pero no aparecieron. La caravana entera desapareció. Me pasé dos años yendo de un lado para otro por esas carreteras, entre Orlando y Jacksonville.

Se calla, recordando.

—Al cabo de dos años buscando a alguien, uno comienza a verlo por todas partes. Azucena en brazos de su madre, como fantasmas. Detrás de cada valla publicitaria. A la vuelta de cada puta esquina. La cosa empezó a ponerse tan seria que tuve que dejar de buscar. La abundancia de las cosas que se fueron, eso es lo que acaba enterrándole a uno.

Hace girar la bola de cristal en sus manos.

—Ahora tendría la edad de ella más o menos —comenta, haciendo un gesto con la cabeza para señalar en dirección al jardín delantero.

Le devuelve la esfera a Maury, que la agarra con las dos manos y se la aprieta contra el pecho.

—Es un juguete realmente bonito —le dice.

Entonces se levanta, mira el cuchillo de los gurkhas y recuerda la mano pequeña y áspera de la chica apretando con fuerza la empuñadura.

—Bueno —dice Moses Todd—, supongo que esto y tú sois herencia mía.

Le dice a Maury que se levante, y el hombre obedece. Entonces se lo lleva fuera de la casa, al lado de la tumba que hay en el jardín de delante, y le dice que se despida de ella.

Maury se queda en pie ante el montón de tierra, confuso. Se distrae ante un pájaro nada llamativo, de plumas de barro, que se posa en una rama del árbol que se alza encima de él.

—Muy bien —le dice por fin Moses Todd—. Es hora de largarse. Vamos hacia el norte; no tiene sentido servir a los muertos.

16

Van por la carretera hacia el norte. Al lado de la calzada, justo al pasar la línea Mason-Dixon, que separa el sur del norte de Estados Unidos, Moses Todd ve a una mujer que se debate en el suelo. Aparca el coche. Es difícil saber si está enferma y se encamina hacia la muerte, o si ya ha muerto y está regresando. Las direcciones de ambos extremos son opuestas y perfectas en el modo en que casan la una con la otra.

Aguarda hasta estar seguro, y después le mete una bala en la frente.

En Ohio hay caballos salvajes que galopan por las colinas.

Maury sostiene su bola de cristal en las manos, y cuando se duerme, la bola se desliza hasta el suelo del coche y Moses Todd se estira para cogerla y la coloca en el sitio destinado a las bebidas de la consola central, donde encaja tan perfectamente como si estuviera hecha para ir allí.

Moses Todd apenas habla, salvo cuando se encuentra a otros viajeros por la carretera.

Un día, bien avanzada la noche, decide que matará a cualquiera que amenace a Maury, y después de eso su sueño se vuelve más tranquilo.

En una ferretería, Moses Todd coge una piedra esmeril, lija de grano fino, aceite de afilar y una gamuza para abrillantar, y por las noches, cuando descansan de conducir, se dedica a afilar y pulir la daga de los gurkhas hasta que parece talmente un espejo.

Atraviesan siete estados para ir desde Point Comfort, Texas, a las cataratas del Niágara, y emplean en el trayecto dos semanas.

Oyen el estruendo de las cataratas a tres kilómetros de distancia.

Al final de un pequeño camino del que se ha apoderado la maleza, los árboles clarean y se encuentran en un mirador desde el que lo pueden ver todo. Es como si la Tierra se hubiera dado la vuelta, lo de dentro para fuera, y allí se encontraran ante su ancha garganta. Hay tanta agua que uno no puede ni hacerse una idea. En la roca se hunde una barandilla de metal, y Moses Todd la agarra firmemente con sus dos manos fuertes y duras. Una leve capa de humedad le cubre la piel de la cara y los brazos.

Ya estuvo allí una vez, pero eso fue en una vida diferente, cuando las maravillas eran raras y estaban anunciadas, como parques de atracciones o excursiones del colegio.

Ahora las maravillas están por todas partes, para deleite de aquellos supervivientes que puedan ser cazadores de milagros.

Sólo cierta chica habría podido apreciar la belleza que él contempla ahora, una belleza tan profunda como la de su propia alma deslumbrada.

Agradecimientos

Por encima de todo tengo que dar las gracias a Josh Getzler por su habilidad profesional y su permanente amistad, y a Marjorie Braman por su sensible y valiosa sabiduría editorial. Además, mi agradecimiento a los primeros lectores y defensores de este libro: Maria Carreon, Phil y Patti Abbott, Amanda Newman, John Reed, Alanna Taylor, Anne Dowling, Annabella Johnson, y especialmente a Steven Milowitz, un verdadero amigo. Le debo más de lo que puedo expresar a mi madre, Delores Maloney, que siempre ha creído en mí con una lealtad feroz, y a mi padre, Sam Gaylord, con quien leía libros y comía tarta de queso en Art’s Deli, en el Ventura Boulevard. Y, sobre todo, me siento agradecido a todos los profesores que he tenido a lo largo de los años, especialmente a Richard McCoun y a Carol Mooney, sin quienes mi vida habría sido indescriptiblemente sensata.

ALDEN BELL, es el seudónimo utilizado por el autor Joshua Gaylord para firmar sus novelas de terror.

En 2011 publicó su primera novela bajo este nombre; La ira de los ángeles (The reapers are the angels, 2010).

Profesor de instituto y del centro universitario New School, nació en Anaheim, California. Actualmente reside en Nueva York y está casado con la también novelista Megan Abbott.

Notas

[1]
En castellano en el original.
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[2]
En castellano en el original.
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[3]
En castellano en el original.
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[4]
En castellano en el original.
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