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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (9 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—Ahora lávate —le dice, haciendo gestos para que él entienda. Él mueve el trapo alrededor de su cuerpo, intentando imitar lo que hace ella—. Más fuerte —le dice—, porque si no, no se te va a ir toda esa mugre.

Finalmente, Temple pierde la paciencia y le coge el trapo. Le frota la espalda y también por delante hasta la cintura, además de los brazos.

—Ahora sigue tú por ahí abajo —le dice señalando la entrepierna—. Esta chica no hace el servicio completo.

Él da vueltas alrededor de sus genitales con el trapo, varias veces, de modo superficial.

—Más o menos valdrá así —dice ella—. Espero que encontremos un sitio donde dejarte, para que alguien pueda enseñarte higiene personal.

En un centro comercial que hay unas manzanas más allá, Temple encuentra una peluquería. Rompe el cristal y le hace entrar en la parte de atrás, donde hay una pila, y le enseña cómo lavarse el pelo. Durante un buen rato él simplemente se queda sentado, con el cuello apoyado en una pila que tiene una hendidura semicircular, dejando que el agua le caiga por el cuero cabelludo.

Tampoco a ella le puede hacer daño empaparse durante un rato, así que se pasa el tiempo lavándose su propio cabello y peinándoselo y utilizando las tijeras para cortar las puntas que han crecido desordenadamente.

Cuando él ha acabado en la pila, Temple lo coloca en una de las sillas giratorias, ante un espejo, coge la maquinilla para cortar el pelo y se lo corta al uno. Entonces le afeita la barba, y encuentra una crema que huele bien para echarle en abundancia.

—Mírate ahora, preciosidad. Ya no apestarás por el camino.

Por la calle, ve un edificio de oficinas que es más alto que ningún otro en aquella zona. Cruzan, encuentran un lugar por el que entrar, y suben en el ascensor lo más alto que los puede llevar. A continuación recorren los pasillos vacíos hasta que encuentran lo que ella andaba buscando: una escalera antiincendios que conduce al tejado.

Temple se encarama a un gran aparato de aire acondicionado, y él se sienta a su lado. Entonces ella saca su pequeño catalejo y repasa el horizonte. El sol está bajo en el cielo. Las nubes son de un naranja intenso, quemadas por los bordes.

—Vamos a estudiar el paisaje durante un rato, ¿te parece bien, bobo?

Ella lo mira: es un hombretón físicamente denso; una densidad de cuerpo y forma. Sus ojos parecen mirar desde un profundo pozo en la tierra. La piel de su cara está curtida.

—Por cierto, ¿qué edad tienes tú, bobo?

Él mira el sol que desciende por detrás de las nubes.

—Me supongo que tendrás tus buenos treinta y cinco. Eso significa que ya estabas aquí antes de que empezara todo este follón de las babosas.

Él se lleva la mano a la cara recién afeitada.

—Me pregunto si te acordarás. ¿Todavía te ronda aquel pasado por ese cráneo de bobo? ¿Te acuerdas de la primera vez que viste un pellejo? ¿Lo reconociste como algo diferente, o te pareció igual que cualquier cosa que ande sobre dos pies?

Lo mira a los ojos, que parecen escudriñar la nada.

—¿Sabes una cosa? Conocí a otro bobo antes que a ti. Fue en el orfanato en que crecí. Tenía mi edad, pero no era un bobo mudo como tú. Hablaba, aunque no muy bien. Y era un alfeñique: nacido para convertirse en carne de babosa, si quieres que te dé mi opinión. Nada que ver contigo, que pareces un oso o algo así. Un tremendo fuertote, eso es lo que eres. De cualquier modo, a Malcolm y a mí nos gustaba llevarlo por ahí con nosotros. Especialmente a Malcolm: siempre estaba intentando enseñarle cosas, como a hacer burbujas en el refresco con la pajita.

Ella se mira las manos, la pintura rosa de las uñas, el muñón del meñique izquierdo envuelto en gasa. Le duele, y el dolor parece un símbolo de algo.

—En cualquier caso —dice ella—, no quiero hablarte de Malcolm. Olvida que te lo he mencionado. Lo que tenemos que hacer es encontrar un lugar donde dejarte a salvo. Porque acompañarme a todas partes es el modo más seguro de que te coman. Ésa es nuestra misión, bobo: encontrarte un nuevo hogar.

Temple mira por el catalejo al horizonte. En la distancia alcanza a distinguir un coche negro que se acerca por la misma carretera por la que ha llegado ella a la ciudad.

—Mira por donde —dice—, ya sabía yo que algo no iba bien. Hay que confiar en el instinto, ésa es la primera lección.

Vuelve a mirar por el catalejo: el coche desaparece tras una colina.

—Mira, es posible que sea cualquiera, pero ¿sabes lo que me dice el instinto? Pues que ése es mi querido amigo Moses Todd, que se ha impuesto la tarea de acabar conmigo. Es increíble que me haya seguido hasta aquí, pero de esos chicos del sur no me extraña nada. Se sientan a esperar a que alguien les mate a su hermano para poder emprender una venganza. Para ellos es como una puta vocación.

Pliega el pequeño catalejo y se lo vuelve a guardar en el bolsillo. Echa una última mirada al crepúsculo, que es realmente digno de ser contemplado.

Toma la carretera que sale de la ciudad en dirección norte y conduce rápido durante una hora, esquivando a las babosas que deambulan por en medio del asfalto. Tararea canciones a boca cerrada, cosa que parece gustarle al hombretón que se encorva en el asiento de al lado. No sonríe. Temple ni siquiera sabe si él sabe sonreír, pero sus ojos adquieren el aspecto de los de un niño arrullado y a punto de dormirse.

La siguiente ciudad a la que llega es una ciudad grande, que ha crecido como un ser vivo. Llena de maleza, ha regresado al estado salvaje de antaño a la sombra de los altos y flacuchos robles. A los árboles les han brotado barbas de musgo español que alcanzan casi al suelo y mecen en la brisa sus viejas colas blancas. Saliendo de las avenidas principales como salen las ramas pequeñas de las grandes, las calles de asfalto resquebrajado dan paso a callejones de ladrillo, a chiringuitos medio derruidos, con puertas mosquiteras rasgadas y techos que se desploman, metidos en callejones detrás de grandes casas coloniales blancas ocultas tras verjas de espesa hiedra, que quedan bien escondidas, a su vez, tras los distritos comerciales de amplias tiendas y aparcamientos de pocas plantas. En el centro de la ciudad hay una plaza que debe de haber sido el escenario de algún enfrentamiento final: en ella hay una enorme fuente de mármol, seca desde hace mucho tiempo, llena de cadáveres eviscerados que se han ido convirtiendo en hueso y materia oscura. En medio de la fuente se encuentra la estatua de mármol de un ángel, cuyas alas apuntan aún enteras hacia el cielo, y un hombre muerto cuelga del cuello del ángel, como si fuera volando con él hacia el cielo, pese a que toda la mitad inferior del cuerpo, por debajo de la cintura, ha desaparecido, cosa que le hace parecer una absurda marioneta que alguien hubiera arrojado de modo irreverente contra una imagen sagrada.

La densidad de población de las babosas es grande. Temple tiene que ir más despacio para no atropellarlas, y no puede parar el coche ni un momento, si no quiere que se empiecen a reunir.

En el centro, la ciudad está invadida y constituye un paisaje grotesco. Caminan, algunas de ellas, en grupos de dos y de tres, en ocasiones incluso cogidas de la mano como enamorados, avanzando de ese modo pesado, lentas y torpes, con manchas de sangre incrustadas en la frente, tropezando con los restos esqueléticos de cadáveres consumidos. Sus gestos están desprovistos de significado, pero escuchan con atávico instinto la vida precedente. Una babosa vestida de negro y alzacuello levanta la mano hacia el cielo como invocando al dios de las cosas muertas, mientras una mujer en estado de descomposición, vestida de novia, se sienta contra un muro con las piernas abiertas, frotándose la mejilla con el ribete de encaje del vestido. Aquí se encuentran cosas retorcidas y monstruosas como Temple no ha visto nunca: una babosa sin brazos acurrucada contra el vientre hinchado de un cadáver reciente, devorándole las vísceras como un lechón ante la teta de su madre. Más allá, un enjambre de pellejos, desesperados, enfermos, forzados a consumir más allá de lo normal, desgarra el cuerpo de un caballo con las manos, utilizando los dientes para arrancar los despojos de la parte interna de la áspera piel. Algunos llegan a tal punto de abominación que se vuelven contra sus semejantes, haciendo presa por instinto en los débiles, derribando a los niños y a los viejos, hundiéndoles los dientes primero en las partes más carnosas para dar después satisfacción a sus garras. Un grupo de pellejos acorrala a una muchacha de cara pálida contra el zócalo de hormigón de un edificio. Ella abre la boca para defenderse e hinca los dientes en el brazo de uno de sus atacantes, pero hay más de uno: toda una multitud que gruñe y aúlla como coyotes en la explanada de cemento. Y, además, un carnaval de muerte, un parque de hierba cerca del centro de la ciudad, un carrusel que gira incesantemente hora tras hora, con su calíope de los viejos tiempos que exhala notas oxidadas mientras las babosas se desencajan sus propios brazos intentando subirse a la plataforma giratoria, que arrastra algunos miembros desgarrados por la tierra en una vuelta y otra, manos que siguen aferradas a los mástiles de metal. Y aquellos que logran subirse al carrusel montan sobre los caballitos de madera, uniéndose al perpetuo movimiento de la máquina, aturdidos hasta la imbecilidad por instintivos recuerdos de velocidad e ingenuidad humanas. Y las hordas, en la oscuridad de la noche urbana iluminada sólo por los faros del coche, descienden por todas partes y chocan unos contra otros como gusanos en la panza de un gato muerto, la más penosa y degenerada manifestación de una humanidad asolada en una Tierra asolada: bestias de perdidos pretéritos que salen en desbandada de cualquier infierno que hayamos creado para ellos, como un ejército de condenados furiosos, ahogados, podridos, desmenuzados y patéticos. Sí: brutal, conspicua, ultrajantemente patéticos.

Las hordas se reúnen, y Temple pasa con el coche por entre ellas, empujándolas para quitarlas de delante o pasándoles con las ruedas por encima, entre crujidos de miembros y torsos. Si se detiene, si el coche se para, morirá, eso lo sabe. Ir más rápido podría suponer un riesgo para el coche, así que avanza a ritmo firme, mientras el hombre sentado a su lado observa con ojos inexpresivos la multitud de cuerpos andantes iluminados por los focos.

—Es curioso de ver —dice Temple—. Tenemos un apocalipsis en cada dirección que miremos. Parece que aquí ha habido una plaga de pellejos, ¿no? No sé tú, bobo, pero yo hacía mucho que no veía nada que recordara tanto el fin de los tiempos.

Temple se inclina hacia delante en el asiento y agarra con más fuerza el volante.

—Pese a todo —comenta ella—, esto tiene algo bueno: el amigo Todd pasará un rato de pesadilla siguiéndonos a través de todo este follón. Especialmente después de que nosotros los pongamos nerviosos, que es lo que estamos haciendo.

Temple avanza con el coche, y la ciudad de los muertos bulle a su alrededor, en sacudidas y remolinos.

Cuando sale el sol, han llegado ya a las afueras de la ciudad, constituidas por una serie de colinas tapadas por casas de varios pisos y tejados a dos aguas, con entrada de piedra y escalera de mármol. El coche ha salido de la carretera principal y ahora se dirige hacia el oeste, o hacia donde Temple calcula que se encuentra el oeste. Las babosas son ya mucho menos abundantes.

Pasados los racimos de casas, la carretera entra en campo abierto, y se encuentran de pronto en una zona de casas señoriales: amplias extensiones de césped con mansiones al fondo. La mayor parte de los campos están cercados con recias vallas blancas para los caballos. Muchas de las vallas están rotas o caídas por algunos sitios, y por donde antes retozaban los caballos ahora lo hacen las babosas.

La carretera asciende una colina para mostrar un valle que se encuentra al otro lado. Al sur de la carretera hay prados abandonados, pero al norte se encuentra la hacienda más grande que Temple haya visto nunca. Incluso desde aquella distancia puede apreciar su gran tamaño. Construida en la cima de la colina, como coronando majestuosamente la misma Tierra, la mansión se regodea en su blancura.

Aparca el coche a un lado.

—Eso parece algo importante —comenta—. Vamos a echar un vistazo.

Hay ocho columnas en la fachada (puede contarlas desde el lugar donde se encuentra en la carretera), y un camino que sube directamente desde la cancela hasta la mansión. Delante de la casa hay una rotonda, y en medio de esa rotonda, una fuente que lanza el agua hasta una buena altura en el aire.

—Mira esa fuente, bobo. Que me aspen si no vive nadie aquí. Y me parece que ya sé cómo se las arreglan para que no les entren los pellejos.

La cerca que rodea la propiedad es diferente de las otras que se encuentran en la zona. En vez de estar hecha con estacas blancas de madera, consiste en alambres metálicos tendidos en horizontal, a unos quince centímetros de distancia.

—No te acerques a ella —le dice Temple—. Seguramente no sabes lo que es una alambrada electrificada, y creo que es mejor que no adquieras esa experiencia de primera mano.

Le dice al hombre que se quede junto al coche, y ella se acerca a la ancha cancela, pero descubre que también está electrificada.

—Maldita sea —dice—. ¿Cómo vamos a entrar? Espera, tengo una idea.

Se va al coche y coge una pistola del talego que está en el asiento de atrás.

—Tienes suerte de que yo sea el cerebro de esta operación.

Apunta al aire con la pistola y dispara tres veces, en una sucesión bien medida. Las detonaciones retumban en el valle.

—Esto llamará la atención de todo el mundo —dice ella—, pero esperemos que los residentes del Castillo Dienteslimpios sientan la curiosidad antes que los pellejos de los alrededores.

Unos minutos después, ve una silueta que sale de detrás de la casa, no de la puerta principal. Es un hombre negro vestido con blusón verde, uno de esos blusones que parecen baberos y se atan a la cintura. Es alto, pero ella se da cuenta, cuando se acerca más, tomándose su tiempo para recorrer el camino con paso meticuloso, que parece más alto de lo que es en realidad a causa de la sensación de orgullo que emana de él. En las sienes, su pelo muy corto se vuelve gris. Su media sonrisa es cortés pero distante.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —pregunta a través de la cancela.

—¿Cómo se llama?

—Johns.

—¿Johns? ¿Como John, pero en plural?

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