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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (7 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—¿Qué es eso? —preguntaba.

Ella levantó la mirada y vio una raya en el cielo, como una astilla de nube, y un objeto en el extremo que parecía un diminuto rombo de metal.

—Es un avión —respondió—, un avión a reacción. Ya los has visto en la tele. Debe de ser de esa base militar que está requetelejos.

—Nunca había visto un avión de verdad.

—Bueno, pues ya has visto uno. No quedan muchos.

—¿Por…?

—Es muy difícil hacerlos volar. Cuesta muchísimo tiempo aprender.

—¿Cómo se sostienen en el aire?

—¿Qué…? Fíjate lo que preguntas. Los pájaros no tienen problemas para sostenerse en el aire. Lo hacen muy bien.

—Claro, pero los pájaros mueven las alas. ¿Cómo es que el avión no tiene que mover las alas?

—Porque el avión corre en el viento.

—¿Y cómo hace eso?

—Simplemente lo hace —dice ella—. Por la manera en que los fabrican.

—¿Y qué pasa si no hay viento?

—Si te mueves muy rápido, creas tu propio viento.

—¿Cómo?

—Mira, baja la ventanilla. Hasta abajo. Ahora pon la mano plana, así. Ésa es tu ala. Ahora mantén así la mano y saca el brazo por la ventanilla.

Lo hizo así, y la mano se le movía hacia arriba y hacia abajo.

—¿Notas eso? ¿Te das cuenta de que el aire te quiere levantar la mano? Pues así funciona un avión. Eso se llama
aerodinástica
.

—¿Qué es eso?

—Es el nombre de lo que acabo de explicarte.

—¿Cómo es que sabes eso?

—Pues no sé. Alguien me lo explicó alguna vez.

—¿Y te acuerdas?

—Claro. Por eso te lo he contado. Y ahora tú tendrás que encontrar a alguien a quien contárselo. Así es como funciona la cosa. Así es como se construye la civilización.


Aerodinástica
—repitió Malcolm para sí, en voz muy baja.—
Aerodinástica
.


Vale, mi niño. Ahora sube el cristal, que nos estamos quedando helados.

Temple sigue perdida en sus recuerdos cuando oye un ruido al final del pasillo, y levanta la mirada para descubrir a un pellejo que avanza dificultosamente por el linóleo hacia ella. Está viejo y marchito, y su reseca piel se le pela alrededor de la boca y en los nudillos de la mano. Es probable que se haya quedado atrapado en la tienda durante años, sin nada que comer. Un chasquido seco surge de su garganta, y cuando intenta abrir la mandíbula, Temple ve cómo se le desgarran las delgadas mejillas. Le cuesta mucho tiempo aproximarse a ella.

Ella le apunta a la frente con el M9 y aprieta el gatillo. No sale sangre: sólo una polvareda como de papel cuando la babosa se desploma.

Cuando Temple vuelve a salir, ya no llueve tan fuerte. Según su reloj, lleva más de media hora caminando por la tienda. Se mete en el coche y echa el avión de miniatura en la guantera. Entonces coge una de las pastillas. No está segura de qué es, y tampoco le preocupa, pues lo único que quiere es sentirse de modo diferente a como se siente en aquel momento, y no le importa realmente en qué dirección ocurra esa diferencia.

Es esa noche, después de las diez en punto, cuando se encuentra con los cazadores. Cuanto más al norte va, más pobladas están las carreteras. Ahora parece que pasa un coche más o menos cada treinta minutos, y cada vez que eso sucede, ambos conductores aminoran la marcha y tratan de mirarse a los ojos, o de hacer un gesto con la mano, o de sonreír, o de hacer como que se levantan el sombrero, o ejecutar un saludo militar o lo que sea para reconocer la hermandad de los nómadas. Pero cuando cae la noche las calles vuelven a estar desiertas. De noche, la mayoría de la gente prefiere esconderse y esperar a que salga el sol.

Pero los cazadores… Temple ve la hoguera de su campamento desde la carretera. Es más que una hoguera, en realidad. La han hecho en el aparcamiento de una escuela elemental. Ella circula en su coche, viendo las cabezas de los tres hombres, que se giran para mirarla con el cuerpo encorvado e inmóvil.

Sale del coche y se acerca a ellos con cara inexpresiva.

Los hombres la miran de arriba abajo, pero no se inmutan. Están asando algo en un espetón, y la luz del fuego hace bailar sombras en la fachada de la escuela: un pequeño holocausto en una tierra borrada por la noche.

Uno de ellos lleva un sombrero de vaquero, y se lo retira ligeramente hacia atrás.

—Buenas noches, princesa.

—No soy una princesa —responde ella.

—Pues lo pareces. Has llegado un poco tarde para el cotillón, querida.

Temple sigue llevando el vestido de tirantes amarillo que Ruby le puso, y le da vergüenza.

Beben algo en vasos largos de metal, y comen alubias con carne en platos de hojalata.

—Vengo del sur —dice ella—. Busco un sitio que se llama Williston.

—¿Williston? Te lo has pasado. Está a más de treinta kilómetros por la dirección en la que vienes. Te encuentras ya cerca de Georgia.

—Mierda —dice ella, mirando el oscuro horizonte que ha quedado detrás—. Me lo temía.

—Clive aquí presente te puede dibujar un mapa en la tierra, pero será complicado verlo con esta oscuridad.

—No importa. Creo que seguiré hacia el norte. No merece la pena volver a un sitio por el que ya se ha pasado.

—¿Al norte adónde? —pregunta el que se llama Clive—. No es seguro para una chica joven andar sola por el campo. Bueno, no sé si te has enterado, pero tenemos un pequeño problema con los zombis.

Temple se encoge de hombros.

—Los zombis no son una gran molestia —responde—, siempre y cuando te mantengas a distancia de sus dientes.

Los hombres se ríen.

—Bueno, eso es cierto —comenta Clive—. ¿Qué le ha pasado a tu mano?

—Una pequeña pelea —explica ella, y esconde la mano tras la espalda.

—Escucha —dice el del sombrero vaquero—, ¿por qué no cenas con nosotros antes de regresar a la carretera? Hemos encontrado un poco de güisqui, por si te apetece. ¿Qué dices, guerrera?

Temple vuelve la vista hacia el coche, y después la dirige hacia donde se pierde la carretera.

—Bueno, de acuerdo —dice ella—. Pero sólo un rato. Quiero seguir.

—Son cazadores —le dicen—, que viajan de un lugar a otro viviendo de la tierra e intentando verlo todo a lo largo y ancho de aquella gran nación antes de que se termine de hundir. Aún quedan cosas grandiosas por ver —le aseguran.

—Yo nunca he ido más arriba de Greensboro —dice ella—. Creo que hay cosas allá en el norte, y no me importaría echarles un vistazo.

—Nosotros hemos recorrido todos los estados del norte y hasta hemos entrado en Canadá —dice el que se llama Lee, que es el que lleva el sombrero vaquero.

—Cuéntale lo de la catarata —dice Horace, que está sentado en el suelo y se recuesta apoyándose en las manos, y mirando el cielo estrellado.

—Sí, claro —dice Lee—: el Niágara. Antes iba allí todo el mundo en la luna de miel. Puede que lo hayas visto en alguna peli. Toda esa agua que cae por el precipicio, mil ríos cayendo todos a la vez, como si se hubiera cometido un error en la superficie de la Tierra y alguien se hubiera llevado la mitad del lecho de un lago. Y es impresionante: el agua chocando contra el agua tan fuerte que puedes notar cómo te rocía la cara a casi un kilómetro de distancia. Nunca he visto nada parecido. Mira, ése es el tipo de cosa que sigue ocurriendo, siglo tras siglo, sin importar lo que los insignificantes humanos hagan sobre la superficie de la Tierra con todas sus prisas.

Llenan un vaso con el líquido de la botella y se lo entregan. Ella bebe y siente cómo le baja el güisqui por el pecho. Le llega a la barriga formando una apretada bola de calor. Entonces les habla de su propia maravilla: el milagro de los peces. Y todos están de acuerdo en que es algo maravilloso.

Horace le sirve unas alubias en su propio plato de una cazuela que humea al borde del fuego, y después corta un poco de carne del espetón y le pasa el plato a Temple.

—Toma un poco —le dice—. Hay mucho.

—¿Qué es?

—Eso de ahí es carne de horripilante.

—¿Babosas? No me dirás que os coméis a las babosas.

—Claro que sí, guapa —dice Lee—. No tiene nada de malo. O ellos nos comen a nosotros o nosotros nos los comemos a ellos. ¿Qué prefieres?

—¿No es venenosa?

—No si está bien preparada. Llevamos cinco años aquí a la intemperie. Y hay demasiada carne dando vueltas, así que uno puede vivir muy bien simplemente cazando.

—Pero ¿la carne no está podrida?

—Cazamos a los más recientes: esos que no llevan mucho tiempo por ahí.

Ella observa su plato, inclinándolo hacia el fuego para verlo mejor. Las tajadas de carne están grasas por dentro y bien tostadas por fuera. Acerca la nariz.

—Huele a romero.

Los hombres sonríen. Horace parece avergonzado, pero encantado.

—Bueno —dice Lee—, sólo porque vivamos en el campo no tenemos por qué olvidar el refinamiento. Horace es todo un mago de la cocina. Lo que estás oliendo es una mezcla de especias de su propia invención.

—Qué demonios —dice ella—. Me voy a animar.

Temple se lleva la carne a la boca y mastica, dejando que los jugos se le desplieguen por la cavidad y por los dientes. Entonces se la traga y observa a los hombres que se inclinan hacia delante, esperando un comentario.

—Está bueno —dice ella—, y los hombres dan un grito de alegría. Sabe a cerdo.

—Siempre lo he dicho —comenta Lee riéndose—: la única diferencia entre el hombre y el cerdo es un buen adobo.

Temple come más, y se pasan la botella para rellenarse los vasos. Cuando distinguen una babosa que se acerca en la distancia, Clive le muestra lo bien que dispara con el arco, estirando la cuerda y acercándose la mejilla a la mano para apuntar y enviarle una flecha que le atraviesa un ojo.

Temple aplaude con admiración.

Horace tiene una guitarra, y canta sobre lunas y mujeres y soledad, y Temple se adormece escuchándolo y respirando aquel aire denso y ahumado.

Le afectan a la cabeza el güisqui y el cansancio y la charla sobre la gran tierra de Dios. Le dicen que puede ocupar hasta por la mañana una de sus esteras, ya que ellos duermen por turnos. Temple los mira con recelo.

—No te preocupes, Sarah Mary —dice Lee—. No vamos a hacer el tonto. Conocemos sitios a los que ir cuando es eso lo que queremos. Además, tú eres de los nuestros. Te vendrá bien un buen sueño. Tengo la sensación de que por la mañana querrás seguir tu propio camino.

De manera que ella se acuesta y se extiende en el camastro, de cara al fuego para no tener frío.

Comienza a adormecerse, pero antes de quedarse dormida del todo recuerda algo y se levanta sobre un codo:

—Escuchad —dice—. Mi verdadero nombre no es Sarah Mary Williams. Es Temple.

—Y nosotros estamos encantados de conocerte, Temple —responde Lee.

—Bien —dice ella—. Todo bien entonces.

Se vuelve a tender, mirando las estrellas. Y, cuando cierra los ojos, sigue viéndolas.

Cuando despierta por la mañana, encuentra allí dos hombres nuevos, que no estaban por la noche. Se apoyan en un camión, y los cazadores de Temple consultan con ellos. Ella se incorpora en el camastro, se rodea las rodillas con los brazos, y lamenta seguir llevando aquel ridículo vestido de tirantes.

Los dos hombres nuevos llevan cazadoras y pantalones vaqueros, y tienen rifles que sostienen en el hueco que forma el brazo con el costado. La conversación parece bastante amistosa.

Lee la mira y se acerca a ella. Parece preocupado, y mueve mucho la boca, como si le picara el interior de las mejillas.

—¿Quiénes son? —pregunta Temple.

—Gente amiga, nada más —dice Lee.

—Entonces, ¿por qué pones esa cara?

—Me han estado contando que se encontraron con alguien en la carretera. Un tipo grande de aspecto rústico y dientes podridos. Dicen que el tipo buscaba a una chica de pelo rubio, pero no saben por qué, aunque se figuran que no se trataba de nada bueno.

—¿Dónde fue eso?

—Entrando en Williston.

—Ajá.

Temple se pone en pie y se dispone a dirigirse hacia su coche.

—No creo que haya muchas chicas de pelo rubio que viajen solas por aquí —dice Lee.

—Yo tampoco lo creo.

Temple abre la puerta del coche y descorre la cremallera del talego en el asiento de al lado del conductor para sacar unos pantalones y una camiseta. Entonces se quita el vestido por la cabeza y lo echa al asiento de atrás.

Lee se tapa los ojos y se vuelve. Desde lejos, los otros cuatro hombres observan cómo se queda sólo con sus bragas de algodón.

—¿Me quieres contar lo que le hiciste a ese tipo para que te persiga?

—Maté a su hermano —dice ella, metiéndose la camiseta por la cabeza y poniéndose después los pantalones.

—¿Se lo merecía?

—Se merecía algo. La muerte es una cosa que simplemente sucedió. Ya te puedes volver.

Lee se vuelve y la mira. A continuación aguza la vista mirando a la distancia.

—¿Adónde piensas ir?

—Al norte. Simplemente hacia el norte. No podrá seguirme eternamente, y yo tengo mucha paciencia para los viajes.

—Ya —asiente con la cabeza, da una patada con el zapato en el asfalto, y vuelve a aguzar la vista mirando a la lejanía. Entonces dice—: Deberías pensar en venir con nosotros.

Es un hombre por lo menos veinte años mayor que ella, aunque posee la intensa fragilidad de un niño.

—Lee, eso es realmente amable. Quiero daros las gracias a ti, a Clive y a Horacio por ser tan amables conmigo. Está bien lo que hacéis. Estáis viendo las maravillas de este amplio país. Pero yo, yo tengo un problema de cacería. Siempre estoy cazando o siendo cazada por alguien. Y no creo que estuviera bien haceros correr la misma suerte y sacaros de vuestro camino.

—Bueno —dice Lee.

—Ajá.

—Supongo que hasta ahora has cuidado de ti misma.

—Supongo que sí.

5

La mano le duele, y la alarga al talego que está en el asiento de al lado para buscar las pastillas, pero lo que encuentra es la bolsa de plástico en la que metió el extremo del meñique. La carretera es recta, y el coche continúa sin desviarse mientras Temple levanta la bolsa a la luz del parabrisas para examinar su contenido.

Lo asombroso es que sigue pareciendo un dedo. O sea, es como si fuera parte de un truco de magia, y fuera a aparecer de repente el resto del cuerpo de detrás de la cortina y volverse a pegar al dedo con toda la pompa que suelen utilizar en los espectáculos de prestidigitación. La uña sigue pintada de color rosa algodón de azúcar, en tanto que la piel del borde de la herida se está secando y arrugándose ligeramente.

BOOK: La ira de los ángeles
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