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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (10 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—Así es. ¿En qué puedo ayudarla?

—¿Ésta es su casa?

—Belle Isle pertenece a la señora Grierson.

—Bueno, no entiendo lo que acaba de decir, pero ¿qué tal si nos deja pasar a descansar un poco? Vamos de viaje, y parece que aquí tenéis con qué ser hospitalarios.

—Me temo que ésta es una residencia privada, señorita.

—¿Una residencia privada? ¿De dónde sale usted? Supongo que le han informado de que la ciudad está infestada de la peor plaga de babosas que yo haya visto nunca. Ya no hay residencias privadas, señor mío. Tan sólo hay sitios donde entran las babosas y sitios donde no.

—Lo lamento, tendrá que intentarlo en otra parte.

Y hace ademán de irse.

—Espere un momento. ¿Sabe usted la edad que tengo, señor mío?

—No.

—Tengo quince años. ¿Va a darles de comer a los pellejos a una indefensa chica de quince años, sólo para evitarse poner un par de cubiertos más en la cena? ¿Qué tal va a entenderse con eso su conciencia? Porque la mía lo llevaría mal.

Johns la mira durante largo rato, y ella hace todo lo que puede por parecer una niña abandonada.

Entonces él levanta un panel que hay en la columna de piedra e introduce un código. Los dos lados de la cancela se abren automáticamente.

—Gracias, señor mío: es usted un buen tipo.

—¿Y este caballero es…?

—No se preocupe por él. No es más que un bobo. No le robará nada.

En cuanto han pasado, Johns aprieta un botón y la cancela vuelve a cerrarse tras ellos.

Temple siente el impulso de correr hacia la rotonda y bañarse en la fuente y gritarle a la señora de la casa: «¡Yuju, señora Grierson! ¡He venido a hacerle una visita!» Pero decide ir a lo seguro y no poner nervioso a nadie. Esta gente parece tenerlo todo muy bien, y ella no los quiere asustar. Así que se pone las manos a la espalda como haría una señorita, y sigue a Johns de camino hacia la casa.

6

Dentro, la casa se parece a algo que ha visto en el cine: metales trabajados como si fueran puntillas, el lugar entero ajeno y majestuoso. La puerta de la entrada abre a un largo salón que se extiende hasta la parte de atrás, en torno a una escalinata central que gira en círculo hasta el segundo piso. Descendiendo del techo, como una cascada de hielo, hay una lámpara de araña que parece guardarse la luz dentro de sus cristales en vez de ofrecerla hacia fuera. El suelo de la entrada es de mármol distribuido en rombos blancos y negros. En los muros hay relojes de pared y consolas semicirculares que sostienen barcos en miniatura y aparadores de caoba con ramilletes de flores, o antiguas y amarillentas muñecas encerradas en campanas de cristal.

El lugar parece no haber sido tocado por la masiva muerte andante que penetra en todos los demás lugares del mundo. Temple busca al lado de la puerta las armas de fuego, pero sólo encuentra un perchero para los abrigos y los paraguas, y un zapatero para guardar botas embarradas. No hay tablas clavadas en las ventanas, sino visillos y muselinas recogidos a un lado con gruesas cuerdas de color vino de las que cuelgan juguetonas borlas. No hay sangre incrustada en las paredes ni en los suelos, ni puntos de vigilancia, ni parapetos para disparar: es como si acabara de entrar en una época completamente diferente.

La primera cosa que oye al entrar por la puerta es una canción tocada al piano. Ella da por hecho, claro está, que se trata de una grabación, hasta que la música se detiene de manera abrupta y vuelve a comenzar. Entonces comprende que alguien está ensayando en un piano de verdad.

La melodía es pacífica, pero también está llena de acordes que le duelen. Se trata de una paz triste.

—¿Quién toca el piano? —le pregunta a Johns.

—El señor Grierson ensaya por las mañanas.

—¿Y quién es el de la pared?

Temple señala el retrato de un hombre vestido con un viejo uniforme militar gris, que está de pie al lado de una mujer sentada en una silla y con un largo vestido rojo. Detrás de ellos hay una bandera con una equis en ella, que Temple reconoce como la perteneciente al Sur de antaño.

—Son Henrietta y William Cuthbert Tercero, tatarabuelos de la señora Grierson.

—Empiezo a entender. O sea, ésta es la hacienda de los Grierson.

—Se llama Belle Isle.

—Lo que usted diga. Déjeme limpiarme la sangre de los pies para no manchar el suelo.

Johns le lanza una mirada fulminante, y ella le responde con una dulce sonrisa.

—¿Cómo la anuncio? —le pregunta.

—De la manera que suela hacerlo me parecerá bien.

—¿Qué nombre doy?

—¡Ah…! Sarah Mary Williams.

—¿Y el de él?

—Puede llamarlo simplemente bobo. Ni él ni yo somos muy ceremoniosos, ¿verdad, bobo?

Johns abre una de las altas puertas que dan al salón de entrada para mostrar un salón lleno de sofás estampados y sillas, y un enorme piano negro con la tapa abierta que deja al descubierto todas las cuerdas de sus entrañas. A un lado del salón, ante una mesa de juego, está sentada una mujer bien vestida, haciendo un solitario y tomando a sorbos una bebida que lleva lo que parecen hojas trituradas. Parece tener setenta y tantos años, pero setenta y tantos años majestuosos. Es bella, y lleva un vestido que brilla y cruje y que no se parece a ninguno que Temple haya visto en la realidad en toda su vida.

Ante el piano está sentado un joven completamente trajeado, con el pelo alisado hacia atrás, que inclina y balancea el cuerpo al tocar la música. Cuando se vuelve, Temple ve sus delicados ojos verdes y su cara bien afeitada, y supone que tendrá unos cinco años más que ella.

—Señora Grierson —anuncia Johns—, esta joven dama y su amigo iban de viaje y necesitaban ayuda. La señorita Sarah Mary Williams.

—En realidad no necesitamos ayuda —dice Temple—, tan sólo comer un poco o… no sé.

—¡Bueno, esto sí que es una sorpresa agradable! —dice la señora Grierson levantándose de la mesa y cruzando la sala para coger a Temple en los brazos y besarle ambas mejillas.

—Bienvenido, señor —dice ella, ofreciéndole la mano al hombretón de ojos lentos que permanece junto a Temple.

—Ah, no se preocupe por él —dice Temple—. No sabe estrechar la mano…

Pero, para su sorpresa, él alarga la suya y estrecha la mano de la señora Grierson.

—Venid, venid —dice la señora Grierson—. Quiero que conozcáis a mi nieto Richard.

El joven que estaba tocando el piano se pone en pie y se inclina levemente hacia ellos.

—Nieto… —dice Temple—. Con tanto señor y señora, creí que serían marido y mujer.

—No, por Dios. Llevo viuda desde más tiempo que el que abarca mi memoria. Ahora sólo estamos mis niños y yo: mis niños son mis dos nietos y su padre. Su pobre padre no se encuentra bien en estos momentos, me temo. ¿Os apetece una infusión helada?

Temple mira el vaso que reposa sobre la mesa de juego.

—¿Qué tiene dentro, plantas?

—Es menta fresca. La cultivamos en el jardín.

—Vale, me apunto.

Entonces Johns deja la sala y entra una mujer que podría ser su esposa o su hermana llevando una bandeja con vasos de infusión helada, la pone en la mesa de café y vuelve a salir. Se sientan alrededor de la mesa, en los sofás, a hablar, y Temple hace un especial esfuerzo por ser cordial y actuar como una dama. Intenta no tragarse la infusión como le gustaría hacerlo, sino más bien beberla a pequeños sorbos, tal como hace la señora Grierson, y trata de no olvidarse de que debe limpiarse los labios en la pequeña servilleta de tela que hay al lado de su vaso y no en la manga. Se sienta hacia atrás y cruza las piernas, tal como le dijeron una vez que debía hacer, en vez de sentarse hacia delante con los codos en las rodillas, que obviamente es el mejor modo de sentarse si tienes que estar dispuesto a defenderte en cualquier momento.

—Ahora cuéntanos de dónde eres, Sarah Mary —dice la señora Grierson.

—¿Yo…? Soy de por aquí… sólo dos ciudades más allá. —Y señaló en una dirección.

—¿O sea, que eres de Georgia? Estaba segura. Sé distinguir a un pimpollo de Georgia en cuanto lo veo. ¿De qué ciudad? ¿Lake Park? ¿Statenville?

—De Statenville. Ésa es. Yo y él crecimos allí. Él es mi hermano. Mi madre esperó quince años para volver a intentarlo debido a la manera como salió él.

—No deberíais viajar solos —dice Richard. Pese a su edad, tiene voz de niño, y cuando quiere conferirle un tono de autoridad, se traba—. Me alegro de que nos hayáis encontrado. Cuidaremos de vosotros.

—Gracias, Richard —dice Temple con cortesía—. Me gustó la canción que estabas tocando.

—Era Chopin. Sé tocar otras piezas. Deberíais quedaros con nosotros, fuera no se puede estar seguro.

—Vamos, Richard —le reprende la señora Grierson—. No hablemos de cosas desagradables. Ni me acuerdo de la última vez que tuvimos una muchacha en la casa, aparte de Maisie. ¿Sabes, Sarah Mary? No he tenido nietas. Tengo algunos vestidos preciosos ahí arriba, que apuesto a que te vendrían perfectamente. Antes de cenar podemos subir y echarles un vistazo. Por supuesto, podéis quedaros los dos todo el tiempo que queráis. Tenemos muchísimo sitio para acoger invitados.

—¿Dos nietos? —pregunta Temple.

—¿Cómo dices?

—Antes dijo que tenía dos nietos…

—Ah, sí, Richard y James, mis dos niños. Sólo somos los cuatro, me temo. Pero son unos chicos muy majos. Chicos apuestos y con talento.

—A mi hermano mayor —dice Richard—, le gusta recluirse en su habitación cuando no pasea por el campo. Es mi hermano y le quiero, pero puede ser…

—Richard —le advierte la señora Grierson.

—Sólo iba a decir esquivo, abuela. Esquivo. ¿No te parece que esa palabra lo define muy bien?

—Mis niños —le dice ella a Temple—. Me cuidan tan bien…

Lo primero que hace es pedirle a Johns que le abra la cancela para sacar el coche de la carretera y aparcarlo detrás de la casa.

Después, a ella y a su compañero les muestran las habitaciones de invitados. Lo hace Maisie, la mujer que les había llevado antes la infusión fría, y a la cual la señora Grierson llama «chica», aunque debe de tener dos veces la edad de Temple.

—¿Te gusta estar aquí? —le pregunta Temple cuando ya Maisie se dispone a irse.

—¿Dónde si no, señorita?

—Quiero decir, ¿te tratan bien?

—Los Grierson son muy amables.

Temple asiente con la cabeza y observa las blondas y el papel estampado con flores que cubre las paredes por encima del zócalo de madera.

—Al despertar en esta casa —comenta Temple—, no adivinaría uno que el mundo ha sido medio devorado, ¿verdad?

—¿Cómo dice?

—No importa.

Temple encuentra en el cuarto de baño una anticuada bañera que se sostiene sobre cuatro zarpas, y decide darse un buen remojo para proporcionarle un descanso a su mano dolorida.

—Me voy a meter aquí un rato, bobo —dice ella—. No rompas nada. Será mejor que te metas las manos en los bolsillos.

Temple hace el gesto, y él la imita. Entonces ella va al cuarto de baño y cierra la puerta. Más tarde, cuando vuelve a salir, lo encuentra sentado en el borde de la cama, toqueteando algo con la mano derecha, que debe de haber sacado del bolsillo.

—¿Qué tienes ahí? —le pregunta—, cogiéndole el papel de la mano. O sea, que primero me entero de que sabes dar la mano como un auténtico caballero, y ahora esto. Me da que tú estás lleno de secretos, bobo.

El papel tiene números y letras escritos. Parece que se tratara de una dirección con alguna otra cosa escrita por encima.

—¿Cuánto tiempo hace que tienes esto? —le pregunta Temple metiéndoselo en el bolsillo de su propio pantalón. Supongo que tendré que averiguar qué es lo que dice, ¿no?

Llega la señora Grierson para conducirla a otra estancia, en la que, con gran deleite, hace pasar a Temple a un enorme vestidor cuadrado para verla salir de él vestida con diferentes vestidos de colores. Cada vez que Temple sale, la señora Grierson se lleva las manos a los labios y sonríe, después se le acerca y le hace al conjunto varios pequeños retoques, porque invariablemente Temple se lo ha colocado mal.

Es la segunda vez en sólo una semana que a Temple la viste una dama. Eso le disgusta, pero accede porque para cierto tipo de mujeres hacer de modelo cuenta como si fuera dinero, y Temple sabe que va a contraer con la señora Grierson una deuda importante.

—¡Eres adorable! —le dice la señora Grierson—. Tienes que tener muchísimo éxito con los jóvenes.

—Sí, normalmente con esos que hay que derribar.

—Ah, qué pillina. A mí no me puedes engañar, recuerdo bien cómo era ser joven.

—¿Cómo era?

—Peligroso —dice ella como si eso fuera una buena cosa—. Por supuesto —comprende Temple—, el peligro de ser joven consistía para ella seguramente en llegar tarde a casa, o que te pillaran cogiendo un poco de güisqui de la despensa familiar, o besando a un chico junto a la pérgola del jardín mientras otro te esperaba en el balancín del porche.

A la hora de cenar, se sientan todos en el comedor alrededor de una mesa demasiado grande de madera pulida. La señora Grierson se sitúa en la cabecera. Hay dos cubiertos puestos en el lado de la izquierda para sus nietos, y a la derecha dos cubiertos más para los invitados. Para la ocasión, Temple ha sido ataviada con tafetán de color melocotón, y lleva el pelo habilidosamente arreglado encima de la cabeza.

—Me temo que el señor Grierson sigue demasiado enfermo para acompañarnos —dice la señora Grierson—. Le diré a Maisie que le lleve un plato a la habitación.

—Supongo que si tiene tanta hambre como yo —comenta Temple engullendo el vaso entero de agua helada con limón—, no le importará mucho en qué habitación le pongan el rancho.

La señora Grierson y su hijo la miran con las manos pulcramente colocadas en el regazo.

—Eeeh —dice Temple—. Perdón. Hace mucho que no ceno en plan fino y eso. No me sale natural.

—No te preocupes, cielo —le dice la señora Grierson.

Temple observa la silla vacía que hay al lado de Richard Grierson.

—Supongo que esperamos a tu hermano…

—James bajará de inmediato —asegura la señora Grierson.

Y en cuanto ha pronunciado esas palabras, se abren las puertas del comedor y entra James Grierson, que se deja caer en la silla al lado de su hermano.

—Tenemos una invitada, James —le dice la señora Grierson.

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