La ira de los ángeles (6 page)

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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

BOOK: La ira de los ángeles
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—No quería hacerlo —dice ella—. Vamos, Abraham, sólo intentaba arreglar esto. No lo estropees todo.

Él no escucha. Con una mano se protege los genitales y con la otra agarra la daga de los gurkhas.

—Te voy a cortar por la mitad, putita.

Embiste contra Temple, y ella se agacha y saca la mano para repeler el golpe. La hoja de la daga le pasa por encima de la cabeza, pero nota una repentina sensación glacial en la mano izquierda, y cuando baja la vista ve que la daga le ha cortado la mitad del dedo meñique. La sangre le cae por la muñeca y torna resbaladiza la mano.

Aún no siente dolor, sólo frío. Pero sabe que el dolor llegará enseguida, así que lo que haya que hacer, será mejor hacerlo rápido.

Temple se pega con la espalda al ventanal. Moses vuelve a acercarse a ella, pero cuando levanta la daga por encima de la cabeza para asestar el golpe, las manos de ella salen disparadas para agarrarle la muñeca y retorcérsela, de manera que todo su cuerpo cae hacia delante, boca abajo, y después, sujetando aún el brazo levantado en ángulo, le pone el pie encima, sobre el codo, hasta que lo oye astillarse como la rama verde de un árbol.

Ahora Moses lanza unos gemidos potentes y guturales, toda la sangre le ha subido a la cabeza, y le sobresalen, duros y largos, los tendones del cuello.

—Cállate —le dice ella—. Cállate ahora mismo, o te oirá todo el mundo.

Pero él sigue gritando. Temple le da la vuelta y lo abofetea como se hace con los histéricos, aunque sospecha que el problema en ese momento no es tanto la histeria como el insoportable dolor. Así que busca algo con lo que taparle la boca, y encuentra el sujetador que Ruby le dio, que es acolchado y con un poco de relleno, y se lo mete con los dedos entre los dientes.

—Deja de gritar —le dice—. Vamos, deja de gritar.

Le pone la mano izquierda en la boca y aprieta el sujetador. La sangre del dedo le cae a él en la mejilla y en el ojo, y le baja hasta la oreja. Temple se arrodilla sobre su pecho para hacerle callar, y le aprieta la boca intentando que la nariz quede libre, pero algo va mal, porque al cabo de un minuto Moses empieza a amoratarse y a tener convulsiones, y a continuación deja de moverse.

Ella le aparta la mano de la boca y observa sus ojos de pesados párpados, que ya empiezan a cegarse.

—Maldita sea —dice ella—. ¿Por qué la vida y la muerte tienen que estar siempre a un centímetro de distancia?

Va a la mesa y saca un bolígrafo del cajón, le mete la punta en una ventana de la nariz, y lo empuja fuertemente con el pulpejo de la mano para evitar que regrese.

Entonces se quita la goma del pelo, la enrolla alrededor del meñique para contener la sangre, y se vuelve a sentar apoyada en el ventanal para recuperar el aliento.

Mueve la cabeza hacia los lados, en señal de negación: también a ella le gustaba aquel lugar.

4

Son casi las cuatro en punto de la madrugada cuando llama a la puerta de Ruby.

—Qué ocurre —pregunta Ruby con instinto maternal y despertándose de inmediato.

—Tienes que coserme.

Temple entra en la habitación llevando un talego verde y pesado que hace mucho ruido cuando lo deja en el suelo. A continuación cierra la puerta y levanta la mano para que Ruby la vea.

—Dios mío, ¿qué te ha pasado?

—Me he herido.

—Tenemos que ir a ver al doctor Marcus.

—No vamos a ir a ver a ningún doctor. Ya he estado en la clínica y he cogido un poco de lidocaína. Me imagino que tienes un costurero, y sólo necesito que me ayudes en esto. No tienes más que dar una o dos puntadas, y después me voy.

—Cuéntame qué ha pasado.

—Te prometo que te lo contaré todo con pelos y señales cuando no esté manchándote la alfombra de sangre.

Ruby vuelve a mirarle la mano.

—Ven aquí a la luz —le dice, y acerca a Temple, la sienta en el borde de la cama, le coge la mano y se la coloca sobre la mesa, bajo la lámpara.

—Aquí tienes —dice Temple, entregándole a Ruby la lidocaína y la jeringuilla.

—¿Cuánta? —pregunta Ruby.

—No lo sé. Sólo un poco, porque necesitaré esa mano.

Ruby la inyecta en la parte carnosa de la palma, justo debajo del dedo.

—No entiendo por qué no puede hacer esto el doctor Marcus.

—En cuanto empiece el día, a los hombres de aquí no les voy a caer muy bien. Los hombres a veces tienen ideas curiosas sobre la hermandad. ¿Tienes aguja e hilo?

Ruby se acerca a un cajón y revuelve en él.

—¿De qué color? —pregunta, ofuscada.

—No creo que eso importe. No tardará ni un minuto en volverse negro de la sangre.

—Por supuesto. Qué idiota, es que no consigo pensar con claridad.

—Vamos, esto es igual que zurcir un calcetín.

Ruby coge la aguja y el hilo, y Temple siente su mano entumecida. Mete la mano bajo la mesita de noche para coger una de las revistas que hay allí apiladas y la pone debajo para no manchar nada de sangre. Entonces examina con atención el meñique. Ha desaparecido justo por encima del primer nudillo: un corte limpio a través del hueso que sobresale en el extremo, como una ramita amarilla. Emplea la otra mano para estirar la piel al final del hueso y cerrarla en forma de prepucio.

—Vamos —le dice a Ruby—. Ahora simplemente pasa el hilo varias veces a través y hazle un nudo. Quedará bien.

Ruby lo hace y Temple aleja la mirada, fijándose en un cuadro que Ruby tiene colgado sobre la cama, que representa una huerta. En medio de la huerta hay tres conejitos y una niña con sombrero. El dolor llega agudo pese al entumecimiento que provoca la lidocaína. Temple se marea un poco, pero aprieta los dientes para no perder el conocimiento. Se saca del bolsillo una de las pastillas de vicodina y se la mete en la boca.

Cuando termina, Temple desenreda la goma del pelo que se había puesto alrededor del dedo, y observa a ver qué sucede. Por la costura, al final del dedo, rezuma un poco de sangre, pero no mucha. Envuelve el dedo en gasa y la sujeta con esparadrapo.

—Has hecho un buen trabajo, gracias.

—Es la primera vez.

—Bueno, creo que debería…

Pero cuando intenta ponerse en pie, la habitación le da vueltas. Apenas consigue mirar hacia delante, tiene el cuello flojo, y se le dobla, incapaz de aguantar la cabeza en su sitio.

—¿Te encuentras bien? —pregunta Ruby, pero su voz suena como apagada entre algodones. Como apagada por piruletas hechas con tela de camiseta. Como apagada por las colitas de todos los conejitos de todas las huertas del mundo.

Temple dice:

—Me sentaré sólo un seg…

Y es entonces cuando la oscuridad la alcanza y la envuelve por completo.

Lo siguiente que sabe es que está tendida sobre las mantas de la cama de Ruby, y el sol entra de lleno por el ventanal. No hay nadie más en la habitación.

—Maldita sea —dice echando los pies al suelo. La cabeza le sigue flotando en éter, y los ojos no llegan hasta donde ella intenta mirar. Tendrá que moverse despacio. Se pone en pie, se apoya contra la pared y se aproxima al ventanal y de vuelta a la cama. Durante unos minutos, se limita a caminar hacia delante y hacia atrás entre el ventanal y la cama, hasta que los ojos empiezan a distinguir correctamente y la cabeza se le sostiene sobre el cuerpo.

Entra Ruby.

—Menuda la que has armado, Sarah Mary Wiliams. Han salido a buscarte. Dicen que sólo te quieren hacer unas preguntas para llegar al fondo de lo ocurrido, pero no me gusta la mirada de algunos de ellos. Ya la he visto antes.

Abre la puerta del armario y empieza a revolver entre la ropa que hay colgada.

—Dicen que has hecho un estropicio con Abraham Todd.

—No lo habría hecho si…

—A mí no me lo tienes que explicar. Esos Todd tienen el corazón más negro que haya visto nunca. Que Dios te ayude, estoy segura de que se merecía lo que le hayas podido hacer. El problema es que ahora su hermano Moses te tiene en la agenda, y a ése nada le aparta de su rumbo. Eso significa que tenemos que sacarte de aquí. Ponte esto.

A Temple le duele la mano, así que Ruby la ayuda a quitarse la ropa y la mete en el talego.

—¿Qué ha sido del sujetador que te dimos?

Temple no responde nada, tan sólo levanta los brazos para que Ruby pueda vestirla con un vestido de algodón amarillo con tirantes que ha cogido de su armario. Tiene puntillas que le pican en la piel.

—¿Por qué tengo que ponerme esto? —pregunta Temple.

—Llamarás menos la atención. Aquí todos los que no están persiguiéndote van vestidos para los oficios.

—¿Oficios religiosos?

—Hoy es domingo, cielo. Eso es lo que hacemos los domingos.

Hace mucho tiempo que Temple no distingue los días de la semana.

Entonces Ruby le restriega la cara con una toallita, coge una horquilla y se la pone en los labios, y hace algo con su pelo, y después se lo recoge con la horquilla.

—Ya está —dice Ruby—. Has quedado mona.

Temple se mira en el espejo: le devuelve la mirada una tierna muchachita.

—Parezco una ensaimada. ¿Dónde piensan esos hombres que me encuentro?

—Piensan que ya te has ido. Te están buscando por las calles. Por lo visto, alguien ha forzado esta noche el arsenal.

La mirada de Ruby se detiene en el pesado talego de Temple, que descansa junto a la puerta.

—Sólo he cogido una o dos, nada más.

—Está bien, Sarah Mary. Vas a necesitar ayuda. No quiero ni pensar en ello: tú por ahí fuera, con todos esos seres… Me encantaría que pudieras quedarte con nosotros, pero Moses Todd no lo permitiría. Vámonos ya. Sólo tenemos que llegar hasta el ascensor.

Temple usa la mano buena para echarse el talego sobre el hombro, mientras Ruby abre la puerta y mira a un lado y a otro del pasillo.

—Ya está.

De camino al ascensor pasan al lado de una familia, hombre, mujer y niño, que van hablando de aviones y de cómo se mantienen en el aire, y de si el niño verá alguna vez alguno en la vida real. Ruby y Temple sonríen y les dan los buenos días al pasar.

Están solas en el ascensor, y Ruby aprieta un botón que indica P2, y cuando la puerta se abre se encuentran en un aparcamiento sin gente pero abarrotado de coches. Temple sigue a Ruby hasta el final de una de las filas, donde se para detrás de un Toyota de tamaño medio que tiene rota la luz trasera.

—No te puedo dar uno de los bonitos —dice Ruby—. Pero pasarán semanas hasta que se den cuenta de que ha desaparecido éste. Lo importante es que funciona, y tiene el depósito lleno, ya lo he comprobado. Vamos, dame eso.

Le coge el talego a Temple y lo coloca en el asiento del copiloto.

—Ahora escúchame —dice Ruby, cogiendo a Temple por los hombros y mirándola directo a los ojos—. Conozco a gente maja al norte de aquí, más o menos a una hora de distancia. Ellos te cuidarán; diles que vas de mi parte. No tienes más que seguir las indicaciones para Williston y buscar una urbanización con rejas a la salida de la autovía. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido.

—Tendrás cuidado, ¿verdad?

Temple no sabe qué decir, pero el momento exige decir algo.

—Has hecho una buena obra —dice—. Es un acto de generosidad que se sale de lo común. Eres una buena persona: una especie de reina o algo así.

—Ahora vete —dice Ruby—, que parece preocupada y a punto de llorar. Me temo que te esperan más problemas por delante de los que has dejado atrás.

Va conduciendo hacia el norte durante una hora, pero no encuentra el lugar del que le ha hablado Ruby. Las señales no ayudan. En cuanto se halla a una distancia prudencial de la ciudad, detiene el coche a un lado de la carretera para estudiar un letrero. Encuentra el nombre de una ciudad que se halla a 66 kilómetros de distancia, y piensa que podría ser Williston porque eso sería más o menos una hora de viaje. Así que memoriza el aspecto del nombre y sigue los letreros, pero ahora está ahí, y no ve nada que se parezca a una urbanización.

Entonces empieza a llover y detiene el vehículo en el aparcamiento de un centro comercial, apaga el motor y escucha las gotas que tamborilean en el techo del coche.

La lluvia es mala suerte. Sería lógico, piensa, que la lluvia cayera para limpiar las impurezas del mundo. Una limpieza como la del diluvio, que se llevara consigo a los muertos y trajera dientes de león y mariposas que se reprodujeran por todos lados de la arruinada superficie del mundo. Pero no es así la cosa. En vez de eso, la lluvia sólo trae frío, humedad y escalofríos en el cuello. Y después, cuando el sol vuelve a salir de detrás de las nubes, no hay sino más moho y podredumbre de la que había antes, y de cada piedra y palmo de tierra se levanta un hedor como de gas.

La lluvia arrecia, y prefiere esperar fuera del coche, donde sea. En el centro comercial hay una juguetería del tamaño de un almacén, cuyo colorista letrero, sobre las puertas de cristal, conserva intactas todas las letras, lo que ella toma como buen augurio.

Mete la mano en el talego y saca una de las pistolas, una M9, y saca el cargador para asegurarse de que está lleno. Entonces sube el coche sobre la acera, bajo el voladizo de la tienda, justo delante de las amplias puertas de cristal, y sale.

El aire huele ya peor: a ozono mezclado con pus. La pestilencia gotea sobre la superficie y supura en el asfalto en charcos de podredumbre. Sobre el agua se forma una película, una piel cerúlea que se parte como gelatina al pisarla.

Dentro no funciona la electricidad, pero los altos ventanales de la parte delantera proporcionan una luz gris suficiente a la mayor parte de la tienda. Temple deambula por los pasillos toqueteando los polvorientos envoltorios y tratando de imaginarse una habitación familiar llena de muñecas y coches de plástico colorido, abstractos juegos magnéticos de construcción, naves espaciales adornadas con adhesivos, pianos de miniatura en teclas que se iluminan cuando se las aprieta. Qué estúpida la superficial y prescindible fantasía de tales objetos.

En uno de los pasillos encuentra un estante de miniaturas hechas con molde. Coge una, que representa un avión de caza, y rompe el plástico para sacar el objeto y colocárselo sobre la palma de la mano. Recuerda al niño de por la mañana, que les preguntaba a sus padres sobre los aviones. Y piensa en otra cosa de hace mucho tiempo:

Malcolm en el asiento del copiloto, en su camino hacia Hollis Bend, señalando algo a través del parabrisas.

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