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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (5 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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Al principio los hombres la miran con desdén, como si su presencia los hiciera avergonzarse. Las escandalosas risas se apagan rápidamente a medida que, uno a uno, se van percatando de su presencia. Entonces ella dice:

—Seguid. No consigo dormir, no es más que eso. No he venido aquí a jorobarlo todo.

De manera que el juego prosigue, al principio con incomodidad, pero creciendo en volumen y en vulgaridad a medida que pierden sus recelos y se olvidan de su presencia. A ella le gusta el aroma de sus cigarrillos, el tintineo de las botellas de licor y el lenguaje crudo que se desprende como rocas de la cantera de sus bocas peludas. Llegan otros hombres que vienen de hacer su ronda nocturna, y ella los ve pasar a través de una puerta de metal reforzado que hay a un lado, con sus pistolas y rifles AR-15 del calibre 20, y volver a salir con las manos vacías. Entonces se dirigen a una mesa preparada a modo de barra, donde un hombre con delantal les sirve una copa.

Louis, el jefe de la patrulla, se da cuenta de su presencia.

—¿Te gusta el juego? —le pregunta.

—Estoy estudiándolo —responde ella—. Es como póquer mezclado con un poco de
pooch
.

—¿Pooch?

—Un juego al que jugaba yo de pequeña.

—¿Y lo sigues?

—Como digo, lo estoy estudiando. ¿Qué hay en el bote?

—Anfetas. Somníferos. Algún analgésico. Pero anfetas lo que más.

—¡Ja, ja! ¿Dónde puede encontrar una chica unas monedas de ésas?

—¿Quieres jugar?

—Una mano o dos.

Louis se ríe con una carcajada rotunda y amable. Entonces rebusca en el bolsillo, le coge la mano a Temple, y le planta en ella tres pastillas azules.

—Eh, Walter —le dice a uno de los hombres de la mesa—. ¿Por qué no te tomas un descanso? La pequeña tiene ganas de probar.

Los hombres se ríen y ella ocupa su lugar, diciendo:

—No sé qué os hace tanta gracia. Cualquier imbécil puede darle la vuelta a una carta.

—Aaah —responden ellos.

Temple pierde una de las pastillas azules en una infortunada primera mano, pero diez manos después le tienen que dejar una bolsita de congelados para que meta todas sus ganancias: tres nembutales, cinco vicodinas, doce oxicodonas, siete dexedrinas y cuatro viagras que emplea para pagar a Louis su ayuda.

—¿Cómo decías que te llamabas…? —le pregunta Louis.

—Sarah Mary.

—Bueno, Sarah Mary: estoy impresionado. Impresionado a más no poder.

—Vale, entonces ¿me dejaríais patrullar mañana con todos vosotros?

Él vuelve a reírse con una risa alegre y afectuosa.

—Eres tremenda —dice—. Pero ¿por qué no nos dejas a nosotros el trabajo sucio?

—Por lo que veo, no os mancháis mucho.

—Sarah Mary, déjame que te invite a algo.

La hace sentarse a la barra y le pide una coca-cola con hielo. Ella se queda allí un rato, observando el juego hasta que aquella especie de flaco roedor, Abraham, llega y se sienta al otro lado de ella y empieza otra vez a quitarle la ropa con los ojos. Está acompañado por alguien enorme, a quien presenta como su hermano Moses. Moses le estrecha la mano y casi le rompe los nudillos con su gran puño. Los dos juntos parecen como el antes y el después de algún tipo de pócima para engordar. A Moses no le interesa charlar. Se sienta a la barra y bebe y mira al frente como si pudiera ver el lado oculto y desagradable de todas las cosas. No es hombre con el que se pueda coquetear, Temple lo sabe. Ha visto antes otros como él, peligrosos porque están de vuelta de lugares que los otros, los hombres cordiales, no han visto nunca, y los recuerdos que se han traído de esos lugares están en todas las partes de su persona, en sus ojos húmedos y encarnados, bajo las uñas, y en la pátina oscura de su propia piel.

Moses se limita a sentarse y observar con atención, pero su hermano Abraham tiene ganas de hablar, y comienza a contarle lo de aquella chica a la que casi ahoga uno de los otros hombres porque ella lo provocaba y lo había llevado a uno de los almacenes, pero no le dejaba hacerle nada. Al contarlo, desliza la lengua por los labios, y Temple puede verle la saliva blanca y reseca en las comisuras de la boca.

Así que ella se levanta y se va al otro lado de la sala, se sienta en el borde de un macetero de mármol, y observa el juego intentando ignorar la mirada de Abraham, que aún puede sentir, tratando de morderla.

Quince minutos después, uno de los hombres del juego acusa a otro de guardarse pastillas de la apuesta inicial, y empieza una pelea en la que los dos hombres se agarran uno al otro por encima de la mesa y otros intentan sujetarlos, hasta que la mesa cae derribada y por el suelo de mármol se esparce un colorido muestrario de pastillas. Cada uno intenta agarrar lo que puede.

Temple ha visto ya suficiente. Abandona el vestíbulo y sube unos cuantos tramos de escalera, hasta quedarse sin aliento, y llega a un piso silencioso y oscuro donde nota una curiosa brisa que reconoce como auténtico aire de la noche, diferente del aire viciado del sistema de ventilación. Sigue la brisa hasta que descubre de dónde proviene: es una abertura en el propio edificio. En la parte de atrás de una de aquellas oficinas plenamente abiertas, hay un ventanal que va del suelo al techo, de unos dos metros y medio de ancho, que está completamente roto. Han puesto algunas sillas delante de la abertura para convertir el lugar en un observatorio.

No hay nadie por allí, así que se dirige a la abertura y, sujetándose con ambas manos, contempla los tejados de la ciudad. Debe de estar a unos veinticinco pisos de altura, y eso le produce vértigo, pero se obliga a mirar de todos modos. Allí abajo, en los focos de luz amarilla de las farolas que no están todavía rotas ni fundidas, ve a los muertos moverse letárgicamente, sin dirección ni propósito. La mayor parte de ellos se mueven aun cuando no tengan nada que cazar, pues sus piernas, como su estómago y sus mandíbulas, no son más que instinto. Levanta la mirada y los ojos se le empañan al fresco viento, y las luces de la ciudad se le multiplican, así que se frota los ojos y se sienta en una de las sillas, y dirige la vista más allá de la periferia de las luces, donde la oscuridad se extiende como un océano. Es un lugar que conoce. Lo conoce más de lo que podría explicar.

Debe de haber descendido muy al fondo del pozo de su cerebro, porque no es consciente de la presencia del hombre hasta que éste se sienta a su lado: es un cuerpo enorme y barbudo, que hace chirriar la silla con un sonido metálico al descansar su peso en ella: se trata de Moses, el hermano de Abraham.

—Sólo estaba echando un vistazo, —dice ella— mirando a su alrededor y viendo que están solos los dos. No hacía nada.

El enorme tipo se encoge de hombros. Saca un cigarro del bolsillo de la chaqueta, le arranca la punta de un mordisco, la escupe para que caiga por la abertura, prende una cerilla con la uña del pulgar, y chupa el cigarro para infundirle vida. Cuando ha terminado con la cerilla, la lanza también por el ventanal, y Temple observa cómo desaparece en la oscuridad el rescoldo rojo pálido.

Mira a Abraham, sin saber si debería escapar. Pero él no le presta atención, tan sólo chupa su cigarro y observa fijamente la noche.

Al final, Temple pregunta:

—¿Qué quieres?

Y por primera vez Moses se vuelve hacia ella, como si fuera una simple mariquita que se le ha posado en los nudillos o algo así.

—Quiero muchas cosas —responde—. Pero nada que tú puedas darme.

Temple lo mira un instante más aguzando la vista. Llega a la conclusión de que la amenaza no es inmediata, de modo que se sienta.

—Eso está bien —dice ella.

Y durante un rato, sus miradas sobre la ciudad son perfectamente paralelas. Él chupa el cigarro y a continuación le hace una pregunta:

—¿Has visto alguna vez una babosa sin piernas?

Temple no puede comprender a qué viene la pregunta, pero no duda en responderla:

—Varias veces —dice—. Al andar no parecen más que brazos y codos, como un saltamontes.

—Ajá. —Vuelve a chupar el cigarro y sigue:— ¿Sabes?, he oído hablar de una comunidad, allá en Jacksonville, que ha decidido defender todo su perímetro con un fuego suministrado por tuberías de gas, para que no pasen las babosas. ¿Qué te parece la idea?

—Creo que esa comunidad ya habrá cambiado de idea a estas alturas.

—¿Por qué?

—Porque es demasiado tonta. A los pellejos no les asusta el fuego: lo atraviesan sin inmutarse. Así que todo lo que conseguirán es un montón de teas andantes intentando comerles las entrañas.

Moses asiente despacio con la cabeza, y Temple comprende que él ya sabía eso del fuego y los pellejos. Tan sólo la estaba probando.

—Sarah Mary Williams —dice, pronunciando cada nombre como si lo leyera en una valla publicitaria, a lo lejos—. Mi hermano Abraham no se cree que hayas venido del sur. Así es de receloso. Yo sí te creo.

—Sigue. Podéis creer los dos lo que queráis. Éste es un país libre.

Se quedan un rato callados. Ella aspira el humo del cigarro de Moses, y lo encuentra dulce en los pulmones. Cuando le parece que él no tiene nada más que decir, se levanta de la silla y se vuelve para marcharse. Entonces él vuelve a hablar, sin mirarla, sin prestar atención a si viene o se va.

—Esta abertura de aquí, —dice, indicando con un gesto el oscuro espacio de cielo nocturno en las fauces del cristal desaparecido—, ya estaba cuando llegaron. Alguien saltaría. Cuando se instalaron aquí, simplemente lo agrandaron y lo convirtieron en un mirador.

—¿Quiénes son ellos? ¿No eres tú uno de ellos?

—Yo soy un viajero nato. He estado en muchos sitios. A los que son como yo, nos basta con lo que ofrece la Tierra. A Abraham le gusta este lugar, pero yo no lo tengo tan claro.

—¿Y eso?

—En este preciso momento, este lugar es una fortaleza. Pero si a alguien le viniera en gana, podría abrir una de esas puertas de los muelles de carga en medio de la noche, y de pronto nos encontraríamos en una casa de muerte.

Es entonces cuando levanta la vista hacia Temple. Sus ojos están al nivel de los suyos, pese a que él está sentado y ella de pie. La mira con los ojos entrecerrados a través del humo que desprende el cigarro. Sus dedos recogen de la barba laminillas de tabaco caído.

—¿Sabes lo que pienso? —pregunta ella.

—¿Qué piensas?

Ella señala a través de la abertura la negra garganta del paisaje enfermo.

—Pienso que tú eres más peligroso que lo que hay ahí fuera.

—Bueno, pequeña —dice él—, es curioso lo que acabas de decir. Porque en este momento yo estaba pensando justo lo mismo de ti.

Temple lo deja allí sentado, y mira atrás sólo una vez, antes de pasar por la puerta de la escalera, para observar cómo sale por la negra abertura en el cristal la nube de humo de su cigarro, como si fuera su alma, que, demasiado grande para su enorme continente, se desbordara por los poros de su piel y vagara en un indirecto regreso a la tierra salvaje donde se sabe uno más entre los violentos y los muertos.

De nuevo en su pequeña habitación, Temple se toma un nembutal y cae dormida casi de inmediato. Seguramente es la pastilla lo que hace que le cueste tanto comprender lo que ocurre una hora después, cuando una llave penetra en la cerradura de la puerta. Está tan amodorrada en las profundidades de sí misma, que le resulta difícil subir por la escalera hasta la superficie, donde ocurren las cosas de la realidad. La llave en la puerta, el ruido, el pomo de la puerta que gira, y el aire que chilla cuando la puerta se abre hacia dentro y después se vuelve a cerrar. Asciende con dificultad hasta la superficie de la conciencia, llegando a ella y despertándose con un temblor brusco justo al mismo tiempo que se enciende la luz de la habitación.

—Abraham —dice ella.

—Vengo a darte las buenas noches.

Temple entrecierra los ojos, y se los frota ante la repentina luz. Él está de pie, pero encorvado y balanceándose ligeramente, borracho. Su mirada lasciva la hace darse cuenta de qué es lo que ella lleva puesto: sólo una camiseta y las bragas.

—Sal de aquí, Abraham.

—Eh —dice él mirando a su alrededor—, ¿este cuchillo es tuyo? Es una chulada.

Coge la daga de los gurkhas de la mesa y la desenvaina. Entonces la blande varias veces en el aire, haciendo sonidos con la boca, como los niños jugando a espadachines.

—Déjala donde estaba.

Él vuelve a dejarla en la mesa, pero no porque ella se lo haya pedido.

—Esta noche has tenido unas buenas manos. Eres una de esas niñas bravas, ¿verdad? Una de esas chicas de rompe y rasga. Te gusta jugar con los hombres…

Ella se incorpora en el colchón, con la espalda contra la pared. Su cabeza sigue confusa.

—Más vale que… —dice ella.

—Pero sigues siendo una chica para lo que importa.

Rodea la mesa, se sube al pie del colchón, y se coloca de pie encima de Temple. Ella encoge las piernas, pero no consigue acurrucarse completamente. Entonces él se baja la cremallera del pantalón y saca sus fláccidos genitales, que parecen un ramillete de globos de cumpleaños deshinchados.

—Métetelo en la boca, le dice. Haz que crezca.

—Será mejor que te guardes eso. No estoy bromeando, Abraham. Retíralo ahora mismo.

—Vamos, Sarah Mary. Por aquí todos somos como una familia. Todas las chicas buscan hacerse su nido. Los hombres muchas veces lo que buscan es un polvo antes de volver a matar horripilantes. Dime lo que quieres y yo te lo daré. ¿Pastillas? ¿Alcohol? Sólo tienes que hacerme este favor. Métetelo un ratito en la boca.

—Te he dicho que te guardes esa cosa. No hago tonterías con gente como tú. Y no las voy a hacer ahora.

Empiezan a despejarse las nieblas de su cabeza, y lo ve dando dos pasos hacia ella. Su entrepierna se acerca tanto que percibe su intenso olor a moho.

—Pero tú eres muy guapa —le dice él—. Y yo sólo quiero correrme un poquito en ti.

—Se acabó, dice ella.

Cierra la mano en un puño que lanza con fuerza contra su entrepierna. Es como darle un puñetazo a una bolsa de menudillos calientes. El puñetazo hace ruido, y derrumba a Abraham de espaldas. Los pantalones le caen por las rodillas mientras él se retuerce entre el suelo y el pie del colchón.

Pero sus gemidos se convierten en algo más parecido a gruñidos. Se vuelve a levantar, con la cara roja como un tomate, los ojos llorosos y los dientes apretados.

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