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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (19 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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Se queda callado durante un buen rato. Temple está empezando a preguntarse si se habrá quedado dormido, cuando él vuelve a hablar:

—El caso —dice lanzando un suspiro—, es que ella se pone a contarme que su hombre había muerto la semana anterior, que mientras cazaba se había resbalado y caído por un despeñadero y se había roto el cuello. Ella lo había enterrado junto al arroyo, en un claro rodeado de cedros, que había sido su sitio favorito para escaparse cuando estaba harto del mundo. Ella entonces pensó que se había acabado todo para los dos en este mundo, y por eso empezó a llevar luto. Pero… (y ella me contó esto como si esperara que yo no me lo fuera a creer ni en un millón de años…) pero él regresó donde ella. Regresó una noche para estar con ella, y ella lo cuenta como si se tratara de una muestra de amor puro. Él regresa junto a ella, y está tan necesitado de ella que empieza a devorarla. Así me lo cuenta ella. Y continúa diciéndomelo: «Regresa a mí. Regresa a mí». Y todo el tiempo yo la miro a los ojos, que se empañan por los bordes mientras la piel se le vuelve gris, y yo comprendo qué es lo que le ocurre, aun cuando ella se piense que sólo necesita que le den unos puntos y no consiga comprender por qué no la quieren atender. «Regresa a mí.»

—¿Qué hiciste? —le pregunta Temple.

Moses Todd se vuelve a quedar callado durante un buen rato. Ella piensa que tal vez ha hecho mal en preguntar.

—Al final —dice él—, la dejé allí. Debería haberme encargado de ella, habérmela cargado. Pero yo era joven, y eso fue antes de que comprendiera que hay que respetar el modo en que funcionan las cosas, nos guste o no. No hay más regla que dejarse guiar por nuestra impresión de lo que está bien y lo que está mal.

Temple se da la vuelta en el catre y piensa que lo que Moses Todd acaba de decir está entre las cosas más ciertas del mundo. A veces, cuando no hay luz para ver, es cuando todo se vuelve claro y nítido. Escucha la respiración de Maury, y el susurro constante de los movimientos de las babosas encarceladas, y se acurruca como una niña hasta formar una bola bien apretada.

—¿Quieres saber en qué pensaba yo? —le pregunta ella, y no espera a que Moses le responda—. Estaba pensando en las cataratas del Niágara. He oído que la gente iba allí de luna de miel. Iban a pasar la luna de miel al borde de una enorme grieta de la Tierra. ¿No te parece increíble? Eso sí que es pasarlo en grande.

En su celda, Moses Todd hace ruido al tomar aire.

—Déjame hacerte una pregunta —le dice él—. ¿Por qué no te dirigiste hacia allí en vez de seguir al oeste, como hiciste? Yo podía alcanzarte rumbo al norte tan fácilmente como rumbo al oeste. Podrías haber llegado al norte antes de que yo te alcanzara para ajustar cuentas.

—Tenía que hacer primero un recado.

—Eso está bien. ¿Te importaría darme los detalles, por si llegamos a salir de aquí alguna vez? Eso seguramente hará mi vida más fácil.

—Buenas noches, Moses. No te olvides de decir tus oraciones.

—Nunca me olvido, chiquilla. Nunca me olvido.

Por la mañana, Millie vuelve a entrar con más pan y, esta vez, unas lonchas de panceta muy hecha y una papilla de trigo con leche. Lo lleva todo en una bandeja que ha decorado con servilletas de cuadros y una flor puesta en un violetero, como si les estuviera sirviendo el desayuno en la cama a unos invitados. Coloca con habilidad la bandeja en la mesa de autopsias y lleva un plato de comida a cada celda. Pero parece confusa, y no sabe cómo pasar los platos por entre los barrotes, así que los deja en el suelo y retrocede, dejando que cada uno de los tres saque las manos por los barrotes para coger su comida.

—Bon atí —dice.

—¿Cómo dices? —pregunta Moses.

—Bon atí.

—¿La entiendes? —le pregunta Moses a Temple.

—Me parece que quiere decir «bon appetit».

—Válgame Dios —responde él. Se vuelve hacia Millie y le dice—:
Merci beaucoup
,
mademoiselle
.

Moses le sonríe afectuosamente, y Temple se da cuenta de que a la niña le gusta la formalidad en la mesa, con todas esas convenciones y etiquetas de la vida doméstica.

La niña dobla las manos y los observa mientras comen. Cuando han terminado, recoge los platos, los vuelve a colocar en la bandeja, y se lo lleva todo. Por la tarde, Millie les lleva un pocillo de té con rodajas de limón.

—Me parece que tú y yo somos sus juguetes favoritos —le dice Moses a Temple.

—Mientras siga trayendo comida…

Por la noche vienen los dos hombres, Bodie y Royal, que abren la celda de Maury para sacarlo. Temple observa, fijándose bien en el llavero para identificar la llave correcta por si pudiera llegar a echarle la mano encima.

—Eh —dice ella—, ¿adónde os lo lleváis?

—No tienes que preocuparte, preciosa —dice Royal—. También te llevaremos a ti. Mamá está interesada en los dos.

—¿Y qué pasa conmigo? —pregunta Moses Todd mientras ellos abren la celda de Temple.

—Tu tipo lo conoce ya todo el mundo. No tienes un porvenir brillante.

Bodie se lleva a Maury por la puerta; y Temple, con el brazo sujeto por la mano de Royal, va detrás. Al salir a la luz del sol, tiene que entrecerrar los ojos. Por un instante, piensa si echar a correr, pero ve a otros, que están de pie en un rincón o bien sentados en sillas de mimbre, bajo la sombra de los aleros, y que interrumpen la conversación para verlos avanzar por la calle.

—¿Cuántos sois? —pregunta Temple.

—Somos veintitrés en la familia —dice Bodie.

—Veintidós desde que tu amigo matara a Sonny —repone Royal.

—Ése no es amigo mío.

Doblan una esquina para entrar en un área residencial y se encuentran delante de una gran casa blanca con columnas en la fachada y postigos en las ventanas.

Dentro, la casa está oscura y huele a humedad. El hedor de la podredumbre se mezcla con otros olores: lanolina, magnolia, un jabón asquerosamente dulce… Huele como si alguien intentara lavar un cadáver para quitarle el olor.

—¡Mamá! —llama Royal, dirigiendo la voz hacia el piso de arriba—. Mamá, te los traemos como nos has pedido. Vamos a subir.

—Éste está tocado —dice la madre alargando la mano hacia Maury—. Tocado por el espíritu. ¿Te gustaría formar parte de mi familia, cielo?

Ella es lo más semejante a un monstruo que permite Dios, piensa Temple. Es una mujer descomunal, aún más grande que los otros, tal vez de unos tres metros de altura si se la pudiera medir cuán larga es y no tuviera que permanecer echada sobre una montaña de cojines en medio de la habitación. Está desnuda, pero es como si no lo estuviera a causa de las placas óseas que cubren su cuerpo casi entero, como si el esqueleto se le hubiera derretido y hubiera vuelto a formarse por fuera del cuerpo. Habla con voz grave, casi varonil: esas cuerdas vocales gigantes no ofrecen más que notas bajas, y su respiración bronca convierte sus intentos de hablar con dulzura en algo grotesco. Ellos la llaman mamá, y Temple se pregunta cuántos de ellos serán realmente hijos suyos. Tampoco le sorprendería que lo fueran todos, porque se da cuenta de que es una madre mundial, una madre como la propia Tierra, una poderosa vejiga vital.

Cada vez que se mueve, miles de ruiditos surgen de su exoesqueleto, y Temple piensa que así es como debe de sonar un insecto para aquel que tenga un oído lo suficientemente fino para apreciarlo. Pero parece que le resulta difícil moverse, como si la gravedad de su propio cuerpo funcionara en contra de ella, pues sus músculos son incapaces de acompasarse a su tamaño y al peso de sus excrecencias óseas.

Tiene los ojos hundidos en lo profundo de las cuencas, y una boca en medio de las placas óseas llenas de costras que le recubren el rostro. Se ha pintado con lápiz de labios y se ha dado sombra de ojos en una esperpéntica imitación de las costumbres de las generaciones pasadas.

Bodie está de pie a su lado, sosteniéndole un vaso de limonada con una pajita dentro. De vez en cuando la madre se acerca para tomar un sorbo. La mole de su cuerpo gira entonces de un lado para otro sobre las tablas del suelo.

—¿Y tú ya tienes mamá, cielo? —le pregunta a Temple, volviendo su atención hacia ella.

—Supongo que la he tenido alguna vez —responde ella tratando de respirar por la boca para no ahogarse con los perfumes del aire—. Porque todo el mundo la tiene, ¿no?

—¿No la recuerdas?

—No. Seguramente se la comieron.

—¿Sabes una cosa? Se puede echar de menos algo que no has conocido. ¿Echas de menos a tu mamá, cielo?

Temple piensa un poco. La gran voz de la mujer resuena brutal, pero sigue habiendo una verdadera madre dentro de ella.

—Creo que a veces sí —dice—. Si entregaran madres en la tienda, supongo que me cogería una.

—Por supuesto, deberías hacerlo.

—Pero hay que mirar el mundo como es y no quedarse empantanado en lo que no es.

La mujer asiente con la cabeza y sorbe su limonada. La punta de la pajita está manchada de carmín. Temple vuelve a pensar en escaparse, pero no cree que pudiera llegar al final de la escalera. Y además tiene que pensar en Maury.

La mujer tose. Es una tos chirriante, como de máquinas oxidadas. Entonces se recompone.

—¿Te gusta nuestra familia? —le pregunta.

—Claro —dice Temple—. Sobre todo, me gusta la manera en que encerráis a la gente en los sótanos.

El rostro de la mujer se contorsiona en un ceño airado. Pero es sólo un instante antes de que cierre los ojos, recobre la calma y comience a explicar algo:

—Nosotros tenemos algo que tú no tienes, niña —le dice—. Tenemos algo único. ¿Quieres saber lo que es? Tenemos sangre leal. Nos cuidamos los unos a los otros. Por eso hemos sobrevivido tanto tiempo. Mi familia es la familia más antigua del condado. Qué coño, supongo que seremos ya la familia más antigua de todo el Estado. A eso me refiero: somos supervivientes, ¿te das cuenta? Mucho antes de que esta plaga de locura descendiera sobre el mundo, nosotros vivíamos alejados, allá en los bosques, donde nadie nos molestaba. Teníamos nuestra tierra, nos hacíamos nuestra comida. Éramos una familia, y lo seguimos siendo durante seis generaciones. La sangre es algo sagrado. Es un don de Dios, y no hay que rebajarla. Mis niños son el don del espíritu, y llegarán a ser legión.

Cuando termina de hablar, la mujer está excitada, y se ha desplazado por el suelo a paso de tortuga hasta llegar muy cerca de la cara de Temple, que percibe en las mejillas su aliento fuerte y cálido. A continuación se echa un poco para atrás, volviendo a calmarse.

Sorbe su limonada. Le tabletean los huesos.

—Fíjate bien, cielo —prosigue—: esta plaga ha sido enviada para limpiar la Tierra. Se lleva los prejuicios y favorece a aquellos que son lo bastante fuertes para permanecer juntos. Lo que la plaga hace es barrer toda la suciedad y vulgaridad, pero respetando a los que llevan a Estados Unidos en la sangre de su linaje. ¿De qué linaje eres tú, muchacha? ¿Sabes lo que es la fraternidad? ¿Con qué seres te has juntado tú? Nosotros llevamos en las venas la sangre de esta nación, puedes creértelo.

—Ah… —dice Temple—. ¿O sea, que sois los herederos de la Tierra?

—Así es, muchacha. La cuestión es si tú eres lo bastante inteligente para verlo.

Temple medita. Piensa en la gente que ha conocido, en las cosas que ha visto. Piensa en la nación que ha recorrido desde que nació, en los paisajes desolados, en la lluvia que se lleva la sangre y el polvo para recogerlos en charcos de óxido.

Al final, se encoge de hombros.

—De acuerdo —dice—. O sea, que sois los herederos de la Tierra. No puedo decir que sea lo más absurdo que he oído en mi vida.

La madre se inclina hacia atrás, satisfecha.

—Pero —prosigue Temple—, eso no significa que me pueda quedar aquí para convertirme en vuestra mascota. Podéis quedaros con el bueno de Moses, que para mí no es más que un problema. Pero Maury y yo tenemos un sitio al que llegar.

—Para todos los demás son una maldición —dice la mujer con un gesto de su brazo óseo—. Pero para nosotros son una bendición.

—¿De quién hablas? ¿De los pellejos?

—Tras la plaga, nosotros bajamos de las colinas y ocupamos nuestro sitio en nuestros hogares legítimos. La concha de los perdidos, de esos que caminan hacia una muerte estúpida, contiene la mayor bendición para nosotros, que sabemos cómo extraérsela. Nuestra familia se nutre de la sangre de Dios y de la insensatez del pasado. Y crecemos sobre la Tierra como gigantes.

—Vale —responde Temple—. Habéis aplicado el oído a los labios de Dios. Ya lo he entendido.

La mujer lanza su mano, que agarra a Temple del cuello, tensando sus huesudas garras en la garganta de ella. Los dedos son enormes y le rodean por completo el cuello y ella, hace esfuerzos por respirar, pero no puede utilizar las manos, porque Royal le sujeta los brazos por detrás.

—Eres una bocazas —dice la mujer—. Si no tienes cuidado, esa lengua te llevará a la muerte.

Afloja la presión, y Temple cae al suelo, jadeando. Entonces la mujer dirige su mirada a Maury.

—Bodie —dice—, hay algo especial en éste. Es una luz que brilla en el firmamento. Es inexpresivo, como cualquier hijo de Dios en busca de un hogar. Se puede ver esa pureza en sus ojos, eso está claro. Quiero ver qué puede hacer por él la bendición de la familia, así que llama al doctor.

Los devuelven a sus respectivas celdas. Temple parpadea para volver a ajustar sus ojos a la oscuridad.

—¿Qué tal era la mamá? —pregunta Moses Todd.

—Una especie de gran langosta blanca.

—Venga, cuenta.

—Son los herederos de la Tierra. Antes por lo visto no eran más que cabras de monte, pero ahora se han convertido en los herederos de la Tierra.

—¿Y qué más?

—Será mejor que escapemos de aquí, y pitando. Da igual que les gustes o que te odien, parece que cualquier cosa que te hagan puede terminar de una manera muy desagradable. Ah, y me parece que ya sé qué es lo que se chutan.

En ese momento se abre la puerta del sótano y entran Bodie y Royal seguidos por otro hombre más pequeño, de medidas más humanas, que lleva gafas y largos mechones de pelo alrededor de la calva. Tiene en el rostro una expresión de desdén y desagrado, como de alguien a quien le disgusta la gente entre la que se encuentra.

—Esta vez quiero para mí una dosis entera —les dice a los otros dos.

—Vamos, doctor —responde Bodie—. Ya sabes que eso no depende de nosotros. A mamá no le gusta que hagas travesuras con tus habilidades psicomotrices. Tú eres el único que sabe recoger esa cosa. Por lo que yo sé, no se obtiene simplemente estrujándoles la cabeza como si fuera un limón. Si desaparecieras, nos quedaríamos sin nada.

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