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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (2 page)

BOOK: La isla de los hombres solos
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A pesar de no conocer mucho de esas cosas nuevas de que la gente habla cuando regresa de los pueblos lejanos, en cambio tenía una novia. A ella no me fue posible hacerle un regalo de cosas caras, pero alguna vez marchaba a lo largo de la montaña, más arriba de donde nacen los ríos y las nubes cubren cada colina, con el fin de regresar con un puñado de esas lindas flores del madroño que tanto le gustaban a ella. Se llamaba María Reina.

¿Sabe usted lo que es el madroño? Es un árbol que cada mes, cuando la luna se arrastra por el cielo como del tamaño de una colita de venado, llegan las brujas a visitar —las que son buenas— para hacer reunión y fabricar la alegría con la que viven esas mujeres y hombres que habitan en el centro de la montaña, los grandes ríos y más allá de donde queda el bajar de los cerros. Y cuenta, la gente que sabe, y que son las que tienen un cabello tan blanco como ceniza del maíz, que las flores del madroño por ese motivo en cada luna nueva llevan el canto llenito de la buena suerte que dejaron las brujas en su última visita. Y era así como yo me iba para la montaña y regresaba con un manojo del madroño, que cuando se cortan en tales días duran por semanas en un florero de barro o metidas dentro de una tinaja de esas que de tanto frío se ponen a sudar al otro lado del fogón, o pender desde los horcones como si fueran un racimo de banano perseguido por las abejas.

María Reina era blanca, y de ojos tan azules como el azulenco a donde van a pastar las nubes en las tardes del Veranillo de San Juan, en mitad de todos los años.

Su pelo era rubio y de un lindo tal que muchas veces en mi recuerdo lo he comparado con un rayito de sol tomando alivio sobre una piedra en mitad de la quebrada y que cuando vienen los amanecidos son los primeros en prenderse hasta en los rincones más íntimos que cuenta el río o en la chamarasca húmeda que sale por encima de las aguas. También era largo y suave como esa seda bonita que crían las begonias en la orilla de todos los remansos y triques de la selva. Sus senos redondos como dos piedrecillas que vienen rodando desde la cabecera del río y que están ahí en mitad de la corriente, todo frescura y empezando a nacer. No sé qué sería lo que ella miró en mí, pero es verdad que a pesar de la piel morena, como un pan que se pasó de tiempo que yo tengo, y este mi pelo como hilos turbios o crin de caballo; estos ojos achinados tan requemados por el sol y que andaba siempre con los pantalones rotos de ruedos para arriba y rotos también desde arriba hasta los ruedos, ella me quería.

Tenía hermanas, pero ninguna así de tan bonita como ella. Cuando nosotros íbamos a algún baile celebrado en la ocasión cualquiera que inventan los habitantes en los ranchos de allá, recuerdo que sufría mucho porque los hombres ya mayores la miraban en una forma muy rara, le decían palabras coquetonas delante de mí y declaradas en forma tan bonita como no lograba hacerlo yo, que en esos tiempos de piropos no sabía nada.

Los marimberos se levantaban de puntillas por encima del cedro de sus marimbas y tocaban más y bonito con los ojos pegados, muy pegados, en el cuerpo de mimbre y rosa, movimiento y ternura, que tenía la novia mía.

Había un hombre que la perseguía más que todos juntos y se llamaba con mucho respeto
don Miguel.

Nadie tenía más poder que él en todo el pueblo por usar un revólver con el permiso del señor Presidente. Era todo un
Señor Autoridad
y metía a la gente opuesta al Gobierno en un calabozo con las manos para atrás; lo mismo que así enviaba hasta la cabecera del Cantón a los que solía encontrar sacando guaro de contrabando en alguna de las vueltas que tenía el Arroyo Grande que era como un río chiquito, muy de horas y horas adentro de nuestro caserío.

Tenía tanto poder que bastaba una palabra diciendo que necesitaba diez hombres para ir tras de algún cristiano que huía por robo o haber dado muerte a otro vecino, para que de inmediato los diez voluntarios escogidos, armados para perseguirlo durante días y noches por las peñas de la serranía, en las quebradas más ocultas o haciendas desperdigadas en el corazón mismo de la montaña, hasta lograr la captura del fugitivo.

Era don Miguel el Agente de Policía de nuestro pueblo.

Gustaba de mascar pedazos de breva y se pasaba escupiendo siempre hasta el extremo de que cada punta de su bigote se le había puesto tensa y negra como una cola de alacrán, echadas para abajo, y le caían sobre los labios. Era alto, fuerte, valiente y feo. Por su fama de valiente todas las mujeres soñaban con hacerlo su hombre y recogerse las enaguas en algún rancho para siempre junto a su compañía, ya que así era como se juntaban las parejas en un lugar como nuestro pueblo donde una vez cada año, para el tiempo de canícula, era la visita del señor sacerdote para casar legalmente a todos los que durante el año no habían tenido paciencia.

Lucía unos ojos negros como hoyancos, caminaba descalzo pero con unas polainas negras bien apretadas que terminaban en un par de espuelas de plata, que alguna persona murmuraba era un regalo del señor Presidente. Al cinto pendía el arma de fuego y al otro lado la filosa cutacha de la que nunca se desprendía.

No era de nuestro pueblo.

Un día llegó hasta el Comisariato del Chino Juan diciendo que desde ese momento en adelante era la Autoridad y enseñó las llaves de la cárcel, un papel que nadie supo leer, y ya. Nada más.

A los pocos días de llegar el Señor Autoridad se acercó al padre de María Reina y le dijo:

—Días, buenos días, ñor Gumersindo.

—Buen día le brinde Dios, don Miguel…

—¿Y cómo va la paloma de Reinita?

—Por ahí…, por ahí, cada día más muchacha.

—Ya lo veo, ya lo veo que se le está poniendo jugosita la muchacha.

Y contaba ñor Gumersindo que dijo: «se está poniendo jugosita», en un tono que cuando lo repitieron sonó a mis oídos como los primeros vientos negros que vienen delante de las tormentas en el mes de noviembre.

Los ojos se me llenaban de cólera cuando en el Comisariato lo escuchaba hablar de María Reina con una suficiencia a pesar de que él sabía que era mi novia. Para don Miguel era como si yo no existiera y cuando se refería a mi persona decía:

—Jacinto está todavía muy pollo como para cargar con la paloma.

Entonces me mordía los labios y hubiera querido pararle en el bote cuando me lo encontraba por el río cargado de mangle e invitarlo a una lucha en la poza más honda, para agarrarle por el cuello y hacerle saber que yo era el mismo que sabiendo derribar en cuatro horas el árbol más grande de la montaña a punta de hacha, también le podía dar la mano a una mujer y llevarla por toda la montaña sin hambre y sin miedo.

En alguna oportunidad trataba de ser humilde y respetuoso. Cuando me lo topaba en el camino le decía con un saludo muy cordial:

—Que el Señor sea con usted, don Miguel…

Pero él no respondía a mi saludo y me daban ganas de echarme atrás y gritarle cosas terribles hasta que se me hincharan las venas del cuello de tanto gritar. Pero no.

Desgraciadamente era el hombre al que el señor Presidente había mandado a nuestro pueblo para ser Autoridad.

¿Quién iba a intentar contra un hombre con chapa de Autoridad en el pecho? Bastaba un pequeño mensaje enviado a San José para llenar la montaña de hombres armados en busca de alguno que huía; si yo le pegaba era seguro que tenía que lanzarme de fuga al momento.

Una no; fueron docenas, las humillaciones que me brindó.

Una tarde cuando llegué hasta el pueblo a dejar quesos al Comisariato del Chino Juan, le encontré semiarrecostado en el mostrador y diciendo:

—¿La paloma de ñor Gumersindo? A esa en la de menos la monto en la grupa de mi caballo y la revuelco en el monte.

El dependiente del Chino me vio entrar y como para avivar el asunto preguntó:

—¿Qué será de Jacinto cuando se entere?

—¿Jacinto? —e hizo una mueca de desprecio al pronunciar mi nombre en tanto movía de un lugar a otro en su jeta de burro el tarugo de breva—. Pues como sé que la quiere mucho se la regreso cuando ya no sirva. Para los perros se han hecho las sobras.

Fue tanta la cólera, que tocándole por la espalda con la punta de mi cutacha, le advertí:

—No hable así, don Miguel, no diga eso, no…

El no me permitió terminar. De un manotazo me lanzó al suelo y cayendo sobre una de las piedras que sostenían un pilón de sacar arroz, me rompí la cabeza. Rápido y lleno de odio me levanté y esgrimiendo la cutacha en alto me lancé sobre él. Repitió la acción y otra vez caí llenando de sangre el entarimado del Comisariato. Ya dispuesto a todo, tomé con las dos manos la cutacha y le tiré un lance dispuesto a partirle la cabeza en dos como si fuera una mata de cuadrados. Al mismo tiempo le gritaba:

—Vas a ver hijo de…

Pero él, con un giro rápido, como un poco del viento que abanica una planta débil y hace remolino en los tiempos del otoño, sacó el cuerpo y tomando su cutacha me lanzó una finta a la derecha y otra a la izquierda. El machete de mis mallos rodó hasta el suelo como una lata de sardinas. Quedé indefenso, frente a frente, y vi en sus ojos un raro misterio que hasta entonces nunca antes miré en los ojos de otro hombre. Levantó la cutacha entre sus manos y yo me cubrí la cabeza con las mías. Y me miraba fijamente. Eran sus ojos como esos que muestran los cerdos de monte cuando en una cacería se les encuentra solos y ya en días pasados se les ha arrebatado una cría o balaceado a compañeros. Eran ojos de un odio negro como un camino de noche donde suelen asomar los espantos.

Me gritaba su acción que era él un hombre en cuyo camino jamás debía interponerme; que era más hombre que yo, más lleno de mañas en el manejo del machete y mucho conocimiento en la pelea. Pero en vez de partirme la cabeza lo lanzó de plan sobre mi espalda una y otra vez hasta el extremo que acudió el dueño del Comisariato pidiendo a gritos que no me fuera a matar.

Todos sabían que don Miguel era un hombre dotado de cien males juntos dentro del pecho como las patas de un ciempiés. Pero él no hacía caso y amenazó con partirle la cabeza al primero que se interpusiera.

Ya cansado de castigarme, tomó mi cutacha del suelo y lanzándola a mitad de la calle, y mi cuerpo tras del arma gritó:

—¡No sos tigre que asusta a mis vacadas, maricón!

Y como un final se fue por mitad de la calle, carcajiento y bailoso como un trompo, cuesta abajo, contando a todos los hombre lo que me había hecho.

Los hombres del Comisariato acudieron a levantarme y a volverme en mí poniendo para ello compresas de guaro sobre la frente. La espalda era un solo manchón de sangre.

¡Ay, cómo lloré de coraje!

De verdad que no significaba mi persona ni siquiera un cachorro de tigre, para un hombre que como él tenía cien males metidos corazón adentro. Se refería a esos tigres cebados que asuelan la manada en alguna de las fincas del pueblo y que ni siquiera el toro de los afilados cachos a punta de lima, puede evitar que aparezca y se marche con una novilla tierna como si hubiera llegado con un recibo firmado por el patrón.

María Reina contaba que don Miguel varias veces había intentado tomarla por la fuerza cuando ella iba a lavar la ropa a la orilla del río. Un día, cuando ella regresaba de dejar el almuerzo desde la zocola donde su padre y un hermano trabajan picando para regar frijoles, la interceptó muy sola e intentó besarla, y como ella le escupió la cara, el sacó la cutacha y le dio de plan sobre la espalda como en otra oportunidad lo hizo conmigo. También le golpeó los pies desnudos hasta hacerle tal daño que la pobrecilla renqueó durante varias semanas.

Pero don Miguel era un hombre de los cien males dentro del corazón, como un animal que camina por la vida con cien pares de pies. Y desde entonces, ya todo fue odio con miedo del que empezamos a padecer ñor Gumersindo, los hermanos de María Reina y yo.

El buen viejo me decía:

—¿Por qué no te casas con ella? Ya cumplió los trece años y así puede que ese hombre nos deje en paz.

Pero yo tenía catorce años y no podía pensar en casarme sino cuando estuviera un poco más hombre, mucho más hombre; cuando lograra la seguridad de dominarla cutacha y ningún tigre por lo mucho que lo fuera quisiera llegar hasta los aleros de mi rancho para hacerle canciones de amor a la mujer que yo tenía.

Por eso, únicamente por eso, era que todos los días trabajaba con más amor sobre la tierra sabiendo que el trabajo lo hace a uno mejor hombre; y en la noche de luna clara como en el amanecido del día, me iba hasta la próxima curva del bananal y sacando la cutacha hacía fintas y fintas a mi propia sombra estampada en la tierra, tirando a fondo y lanzando el filo al aire tratando de cortar de pasada el valor de los cocuyos tempraneros. Luego rato después, ya cansado, soñaba el día en que fuera posible llegar hasta el Comisariato y estando don Miguel con su mirada puesta en el fondo de un vaso ya vacío, le tocaría el hombro y en alta voz para que lo escuchara el pueblo, le diría:

—Don Miguel, aquí está su nene, ¿quiere hacerse de nuevo el tigre?

Pasaron semanas, meses, y cumplí un año más.

María Reina se ponía con el pasar de cada día más linda y estaba engordando un cerdo que le regalé para el tiempo de San Francisco. Cuando el chancho estuviera gordo —decía ella—, con el dinero nos sería posible comprar un montón de cosas pues deseaba ir a Puntarenas y regresar con objetos lindos: zapatos, un velo blanco y telas suaves. Todo para nuestro matrimonio que iba a ser el ocho de diciembre cuando el sacerdote hiciera su recorrido para la celebración de la Inmaculada Concepción.

Teníamos mucha fe en el cambio que iba a venir con las próximas elecciones en que con la marcha del Presidente, seguro nos iban a enviar un hombre de un poco más honradez para ser autoridad en nuestro pueblo. Sabíamos que a don Miguel una vez que se le quitara el revólver tendría que marcharse bien lejos.

Pero es sabido que los pobres somos siempre desgraciantes y nunca tenemos suerte, pues a pesar de que todos votamos por un partido que no era el gobiernista, éste ganó las elecciones. Don Miguel no sólo se quedó en el puesto nombrado para cuatro años más, sino que le aumentaron el sueldo a treinta colones mensuales y hasta le enviaron como obsequio un rifle nuevo que desde entonces él usaba para cazar chanchos de monte.

Al igual que hoy. Lo mismo que en este momento. Como si hubiera sucedido anoche lo que sucedió en aquella mañana, lo tengo pegado en mitad de los ojos como una de esas cosas que no se pueden y no se deben olvidar.

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