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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (8 page)

BOOK: La isla de los hombres solos
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Algo que no se me debe olvidar es que los dados… para que trajeran suerte de verdad eran fabricados con huesos encontrados cerca del cementerio y que sin duda procedían de cuerpos humanos. De la parte de los pies y de la cadera salían unos dados muy blancos y buenos para el
ruedo,
como decían algunos de mis compañeros inclinados al vicio. Este tenía dado de negro, de chino, de indio… y hasta de soldado, el que no gustaba echar sobre el piso porque decía le traía mala suerte.

¡Me agrada mucho escuchar a usted decir que yo tengo razón! Comprendo que me diga que sí porque yo sé que alguna vez le molestó esa cadenita de oro en el cuello y la pulsera de su reloj.

¡Pero usted no puede imaginar cómo pesan, cómo hieren, cómo se sienten y cómo nos hablan las cadenas! ¡Ay, ay, cómo me dolieron las cadenas!

Cuando me la colocaron en la pierna derecha, cercana al tobillo, me hizo sentirme tan triste, pero tan triste… Variada era la clase de cadena y grillos.

Una clase se destinaba a los ladrones y se trataba de una lámina de hierro pesada que se remachaba a una argolla, la que iba atada al tobillo y al otro extremo tenía la misma un orificio al que se le pasaba una correa de cabuya o de cuero; entre la argolla y la plancha pendían cinco eslabones y el cuero era para atarse el mismo reo la plancha a la cintura y sujetarla. Al ponernos eso nos desnudaban, colocaba el hombre su pie sobre un yunque y era remachado con un solo golpe de mandarria quedando asegurado el pin que hacía la vez de candado. No existía otra llave que no fuera el cincel, una sierra, para abrir de nuevo esa argolla.

Cuando me hicieron eso, cerré los ojos creyendo que el herrero me iba a despedazar la pierna con el mazo, pero luego vi que tenía una pericia que me asombró y siempre da precisamente sobre la cabeza del pin dejando un remache perfecto.

Alguna vez al que han de herrar es conducido directamente al herraje por un cabo de vara y tres soldados. El asunto es extraño porque puede no ser sino un delincuente político, que tembloroso levanta el ruedo de su traje sucio de rayas, y deja ver su blanca pierna. Y el herrero «se equivoca» dejándole la pierna hecha un parche de sangre y de hueso en tanto que los soldados arrastran al pobre infeliz desmayado para ponerle carbolina y atarle la pierna. Cuando el hombre era salvado de la gangrena por uno de esos raros milagros de la supervivencia humana, entonces quedaba cojo para toda la vida.

Una vez remachado mi pin, me quedé mirándole con un gran dolor que sentía aquí en el pecho. No era un dolor de materia: era un dolor de espíritu que desde ese momento me reducía a peor cosa de la que nunca fue un animal.

—Desde ese momento —me dijo un compañero— y hasta el día en que se termine tu condena, estarás atado a esa cadena, lo dice la ley…, a menos que con los años tengas la dicha de ser nombrado cabo de vara.

Y entonces empecé a caminar con la pierna erecta como si estuviera enyesado.

Los grillos eran pelotas de hierro y con un peso de cincuenta libras también atadas a una cadena, que puede tener dos metros desde la bola a la argolla que se prende en el pie.

Los reos débiles, enfermos o viejos que tienen la desgracia de recibir un grillo por el delito de haber matado a la esposa, a sus hijos o algún pariente cercano, para caminar tienen que solicitar la ayuda de otro reo que les lleve la pelota de hierro.

Por las colinas que rodean el presidio rumbo a los destinos de trabajo, subiendo y bajando cuestas con el sol cargado sobre la espalda o con el barro a las rodillas en los inviernos, se miraba la marcha de todos nosotros y la mano buena de algún compañero (extraño gesto que se asoma en el camino del reo muy descontinuadamente) no indiferente ante el dolor del compañero, ayudando a un pobre que no podía levantar ya su grillo.

Cuesta arriba con el sol y la pelota a la espalda, el hombre débil iba poco a poco agarrándose con sus manos a los matones del camino. Y cuando era el invierno sencillamente ponía la pelota en el suelo y sentado iba resbalando tras de la pelota poco a poco hasta que al final de la cuesta desembocaba en el frijolar de los venados.

Mama siempre fue buena.

A lo largo del camino en toda su vida decía que hay que ayudar a los pobres cuando ya no pueden caminar.

En mi pueblo, siguiendo el rumbo que va por el Camino de las Solteras, vivía una viejecita a la que llamábamos
Mamá Yo
con su bordón estancado; entonces le daba mis manos para que sirvieran a subir hasta su rancho, en cuyo frente ella tenía la siembra de gardenias más grandes que yo vi en mi vida.

Por eso en el presidio, muchas veces, en tanto fui joven y hasta el día en que perdí las fuerzas, ayudé a los compañeros en apuros, pues a pesar de que el Tribunal no me condenó a portar grillos, sí tenía una cadena de setenta eslabones que aunque pesada, el vigor de mis años no impedía la ayuda para que otro subiera o bajara de la cuesta.

La cadena simple, de las que yo portaba, era la general para los homicidas y estaba formada por una sarta de eslabones unos pegados a otros, como los huevos de un sapo. Un rosario de eslabones que, si pudieran hablar, dirían del desgaste de los años y hasta los intentos de antiguos dueños con limas o pedazos de cuchillo viejo cuando trataron de cortarlos.

Cada uno de los eslabones pesaba como cinco onzas y de modo que como la cadena era larga, como de tres metros, a toda parte que uno caminara era necesaria echársela al hombro. Nunca la cadena es arrastrada. No es bueno arrastrar la cadena por el suelo durante las horas de descanso porque cuando eso se hace va adquiriendo un color muy feo, tierroso. Era honra de cada sanluqueño que después del trabajo, no importa lo cansado que estuviera, dedicarse a pulir los eslabones hasta dejarlos tan limpios como un cepillo de dientes; y no se hacía por una imposición, sino para seguir la tradición de los que habían pasado y muerto con la cadena sobre los hombros.

Mi cadena siempre estaba muy aseada y en los concursos que solíamos hacer en nuestro salón con premios de cigarros o bollos de pan, alguna vez gané el primer premio porque la dejaba en tal forma de limpia que usted podía asomarse en un eslabón y hacerse la barba en él. Cuando yo vivía en nuestro pueblo alguna vez topé con
Mamá Yo,
la que siempre estaba acariciando un pedazo de vidrio al que le había hecho un hueco y guindado de un mecate blanco. Y ella con las dos manos temblorosas y un pañuelo muy limpio siempre se pasaba limpiando y limpiando el vidrio hasta dejarlo reluciente.

Ese chineo de la cadena no sé por qué lo hacíamos y hoy, a lo lejos del tiempo, se me hace risible esa costumbre.

Era extraño ver a los reos que algunas veces nuestra ración de agua era medida, tocando a cada uno media botella al día, gastarse un sorbito aquí y otro allá sobre la suavidad del trapo para dejar a esta compañera del presidio como un vestido de matrimonio.

Alguna noche entre esas que son millonarias de buenos recuerdos y que solamente el hombre vencido y humillado tras de una reja puede comprender, yo ponía la cadena como cabecera y con la uña la iba tocando poco a poquito porque me causaba placer el ruidillo que hacía, como los grillos en la montaña o como una campanita lejana, muy lejana, llamando a la piedad en la hora de la oración a todos los hombres y niños y mujeres buenas de nuestro pueblo y de todos los pueblos.

Imaginaba mis domingos con el sombrero alón, la camisa blanca, el pantalón azul, junto a un grupo de seres felices a mi lado.

Y así pensaba hasta cerrar los ojos y en que el agua de cada lágrima se me iba haciendo pocito en el dorso de las manos…

El trabajo estaba ahí en el medio como un sistema de tortura.

Los trabajos no era necesario hacerlos bien o mal. No era necesario ni siquiera hacerlos. Bastaba tener las manos puestas en algo: jalando piedra de aquí para allá o de allá para acá y la espalda desnuda, negra, costrienta.

Y cremosa de calor. Algunos trabajos en piedra no tenían razón de ser. En otras ocasiones lo que nos había costado, por ejemplo, un año íntegro era obligatorio rehacer de nuevo una y otra vez.

Nunca me tocó trabajar en el dique de la playa pero a mí me dio mucha lástima al principio ver a esos pobres hombres que trabajaban ahí.

Dije «al principio» que será como citar los primeros tres años. Después mi alma se sumió en el olvido de la vida. El corazón se me hizo negro y poco a poco me fui haciendo reo, reo,
más reo;
es una palabra que únicamente el que ha estado preso puede saber y es una forma insensible para lo que no sea negrura al este, al oeste y envidia, calumnia, mal y dolor a cada lado restante.

Incluso llegué a odiar con todo mi corazón al hombre que por una felicidad lograba ser absuelto ante los jueces o le quitaban las cadenas largas como la mía para recibir a cambio una simple argolla de raterillo que eran livianas y no pesaban.

Allá en la libertad el hombre envidia, sueña, espera y trabaja por muchas cosas que en el penal ni siquiera se llegan a pensar. Lo único que verdaderamente vale, que es hermoso, mejor que la mujer más linda del mundo, es el momento —allá de vez en vez— en que el reo extiende su cacharro y le ponen sobre los frijoles una linda, sabrosa y amable papa de Cartago con todo y su cáscara.

He dicho que me daba mucha pena ver a los hombres que trabajan en el dique a los que llaman
cuadrilla de fantasmas.
Desde las tres de la mañana en que se inicia el día de los presidiarios hasta las cinco de la tarde trabajan ahí escuchando el retumbo de marea cuando sube, o cuando baja, o metidos en el mar hasta los hombros acarreando piedras. Si era vaciante sacaban piedras y más piedras a fuerza de barra y cuando la marea subía hasta llegar a sus hombros, se dedicaban a llevarlas en angarillas que estaban hechas por mitades de un estañón y que cargada por dos hombres era necesario llevar hasta allá, quinientos metros para hacer muros de contención.

Se le llamaba
La Cuadrilla de los Fantasmas
porque para integrarla se buscaba a los hombres más saludables y de mejor forma que al mes se volvían pálidos, la piel se convertía en una costra y se les caía con el solo gesto de pasar la mano como si fuera una especie de caspa por todo el cuerpo y pronto perdían el apetito hasta llegar el día en que se doblaban sobre la angarilla cargada de piedras y empezaban a vomitar. Desde ese momento el reo dejaba ya de ser hombre.

En el presidio de San Lucas nunca hubo hospital.

Cada seis meses se renovaba la cuadrilla entera porque unos morían y otros quedaban tan inservibles como bueyes humanos que ya no podían volver a trabajar más en toda la vida. Uno los miraba escupiendo pedazos de pulmón, sufriendo ataques de asma o recogiendo hojas con un palo, que era el trabajo destinado a los enfermos y a los muy viejos.

El único perdurable en la
cuadrilla fantasma
era el cabo de vara, un reo malo como el demonio mismo.

Se me olvidaba decir que estos reos nunca tenían la cadena bonita porque el agua yodada del mar se las llenaba de herrumbre y eso era lo que más apresuraba la llaga de sus pies hasta dejarlos prematuramente cojos.

A las tres de la mañana, antes de marchar al trabajo, hacíamos fila para ir pasando lentamente ante la mirada rápida de los cabos de vara que hacen guardia frente a las pailas que contienen nuestro alimento. La comida o rancho se cocinaba dos veces en la semana: jueves y domingo. El primer día de cocinada la comida era muy rica: los frijoles tenían un sabor a tierra fresca, muy agradable. Los días siguientes, en cambio, el frijol era con sabor de asco. Lo que llamaban «aguadulce», que se hacía con agua de verdad y el último resabio que sale de los trapiches, era también de un sabor a diablo.

En este lugar las visitas no eran permitidas, de modo que nunca, como en otras cárceles, teníamos el aliciente de la comida que en tales prisiones manda la familia.

Pero de todas maneras creo que aunque permitieran la visita no iba a venir desde lugares tan lejanos, por camino de caballo o carreta hasta Puntarenas, en una ruta que es larga y peligrosa.

Con decir que los soldados que trabajaban aquí de custodia eran traídos por el Servicio Militar Obligatorio y cuando tenían la primera oportunidad desertaban, ya se entiende todo.

Con jícaras juntadas en el monte hacíamos huacales que nos servían para recoger el agua dulce que cada día nos daban en vez de café y una vez cada tres meses de sopa de carne. Cuando se enfermaba una de las mulas de carga o sufría un caballo algún accidente, entonces esos animales se destazaban, se echaba la carne despedazada en la paila con cuadrados y sal, saliendo de todo eso la sopa más rica que recuerdo de tales tiempos de hambre y dolor.

La comida añeja, agria, causaba mala digestión y creo que era la primera causa de las diarreas y muerte de muchos compañeros.

Y si no fuera porque a escondidas de los soldados recogíamos los mangos y las frutas que caen de los árboles, nuestra pobre alimentación que nos tenía en hambre latente, hubiera causado más muertes. Bastaba ver a esos hombres con el cuerpo lleno de úlceras, los labios y las encías en carne viva, los dientes carcomidos y que se caían de repente, ante el asombro del reo que estaba masticando un pedazo de pan añejo, sacado quién sabe de dónde.

Una vez terminado el desayuno en el gran patio no quedaba nadie. Ni siquiera los enfermos permanecían sin hacer nada. San Lucas no se podía dar el lujo de tener gente enferma sin trabajar, porque eso pertenece al campo de la piedad y de la humanidad y tales palabras chocan con el sentido del tratamiento que se nos aplicaba. En San Lucas solamente había dos clases de seres: los muertos que estaban en el cementerio, y los hombres que trabajaban.

Una vez llegó un botiquín donado por la Cruz Roja que contenía yodo, canfín, unas cuantas pastillas «bayer», dos botellas de alcohol y nada más.

Hoy después de tanto tiempo, quedan las huellas en nuestro cementerio de hombres libres, como trabajadores o soldados, que al estar enfermos no fue posible llevarles hasta el hospital de Puntarenas y se quedaron ahí de cualquier forma, como solían morirse los reos.

No importa que lloviera, ahí íbamos nosotros.

Pasábamos por el galeón donde los compañeros (también cadena al pie, lo que no les imposibilitaba para montar a caballo) se dedicaban a labores de ordeño, cuidar de los caballos, las vacas. Por supuesto que la leche, el queso y los huevos así como el maíz, café, frutas, todo era vendido en Puntarenas en beneficio del coronel.

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