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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (6 page)

BOOK: La isla de los hombres solos
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Cuando el castigo injusto cayó en mi espalda, intenté lanzarme sobre el mulato y quebrarle la cara con mis cadenas, pero un vecino me contuvo. La experiencia le había dicho a él que no hay nada más omnipotente en el mundo que un hombre armado de un rebenque ante un grupo de hombres que no se pueden defender.

También a Generoso que estaba tirado sobre las piedras le tocó su «ración de prueba».

—¿Por qué nos han pegado? —le pregunté al compañero que antes había estado preso en esta isla.

—¿No te lo dije?…
Porque somos ganado…, somos bestias.
Para estos hombres nosotros solamente entendemos por el miedo y por eso, para que desde el primer momento nos enteremos de su poder, nos reciben con la ración de «verga». Así desean no se olvide que ellos son la Ley, los hombres muy hombres y encargados de llenarnos el corazón de odio; a los que paga la sociedad para que ignoren el dolor ajeno porque jamás nadie les ha agarrado por el pescuezo o les ha despedazado el hocico a patadas… Estos son representantes de los niños, doctores, abogados, madres, hombres de bien que después, cuando un hombre sale de aquí desesperado para hacerles mucho mal, no entienden que todo eso se le debe a tipos como éste que ahora nos brinda su prueba de terror.

Vi que de todos los que recibimos el ultraje ninguno se quejó: lo fuimos aceptando con los ojos cerrados, dientes apretados, acallado el sentir, sin pedir clemencia al verdugo ni siquiera con la mirada para que no sintiera placer al humillar dos veces a nuestro ya miedoso corazón.

Cuando ingresamos al presidio faltaba poco para la hora en que los reos salen con rumbo a los
Destinos,
que es el lugar donde cada uno trabaja por grupos. Así, pues, al poco rato se nos dijo que iban a destinar a los recién llegados en sus respectivas cuadrillas de trabajo. Y ahí mismo sin movernos, en línea, se presentaron reos con un par de grandes ollas conteniendo un agua que no podía definir si eran enjuagues de ropa sucia con un poco de dulce. A cada uno además se nos daba un medio pan de una onza, duro como la corteza del coco.

Pronto se presentaron unos señores llamados
cabo de vara
o capataces de trabajo que eran también reos pero que se distinguían por un servilismo sin límites y un odio terrible para sus compañeros. Eran escogidos entre los más fieros criminales. De hecho, todo hombre con más de cinco crímenes en la espalda, tenía gran oportunidad de recibir una jugosa designación como cabo de vara. Hablaban muy poco y la segunda vez aplicaban la vara, de donde les venía el nombre.

Diez reclusos tomaron por un lado, quince por el otro; veinte fueron sacados en un bote y el resto de nuestra caravana fue obligado a estar ahí sin mover una mano ni conversar. Luego hicieron otra clasificación de siete hombres entre los que fui separado.

Me enteré que nosotros siete éramos los acusados por crímenes más negros entre toda la cuadrilla que vino de Puntarenas y que esa madrugada ingresamos al presidio de San Lucas.

Por mi clase de delito se me apodó
El Monstruo
y esa fue la única forma en que se me llamó durante la mitad de los años pasados ahí. Yo mismo que llegué a extrañar cuando me citaban por nombre propio.

También se llamaba
monstruos
a los semimuchachos que incitados por el diablo mismo habían dado muerte a una mujer. Al hombre de la pata de palo y al que tenía la cadena aprisionada al cuello, se les acusaba de haber dado muerte a una hermana.

Nosotros siete fuimos llevados a un calabozo pequeño ubicado en la entrada misma del muelle donde había dos fortines estilo español custodiados por una guardia de soldados y un cañón de los tiempos de la guerra de 1856.

El aire adentro era fétido y entraba como hilos por una rendija pequeñita y tan delgada como las hojas de un cuaderno. Un medio estañón en una esquina que hedía a demonios; era el destino a nuestras necesidades.

El suelo y las paredes eran de piedra redonda, lo que hacía incómodo hasta el estar sentado. Con el tiempo me di cuenta de que ahí todo lo hacían de piedra: los caminos, las casas, los calabozos, los soldados eran de roca por la forma de obedecer y dar órdenes, y en general todo el ambiente era duro y rocoso.

Y en piedra —piedra durísima— estaban destinados a convertirse nuestros corazones también.

Creo que lo único hecho en madera eran los botes y los bongos. Y para que no se quede como un olvido, de madera eran la culata de los rifles y los platos y cucharas que los reos usaban para recibir su
alimento.

Se me hizo cuesta arriba comprender el por qué nos habían internado en este calabozo en vez de enviarnos hasta las cuadrillas de trabajadores como a los otros compañeros. Nos vimos obligados a despojarnos de nuestra ropa y quedar desnudos, ya que el calor ahí dentro era insoportable y uno de los vecinos dijo que era peligroso morir de tanto sudar y sudar. Estábamos apretujados por la estrechez del calabozo. En el lugar donde nos sentábamos, o teníamos que pasar horas en el mismo sitio, sin movernos, al hacernos a un lado, quedaba un charco de sudor.

¡Quince días!

Distinguíamos el día de la noche al abrirse una rejilla dos veces al día, por donde nos pasaban un poco de frijoles duros y una tortilla más una botella de agua. Nuestro cuerpo abotagado por el calor casi no llamaba el hambre. Pero la sed era espantosa. Los muros del calabozo estaban empotrados cerca del mar hasta el extremo que continuamente se escuchaba el retumbar de las olas contra la muralla. Y cuando una ola grande daba de lleno sobre lo alto del muro entonces se filtraba un chorrito en la pared. Era el momento en que por turnos pegábamos los labios a la piedra para sorber ese fresco hilo de mar que aunque salobre y malo, significaba algo en aquel terrible horno que durante el día era sólo brasa, y como sucede siempre junto al mar, hacía un frío tremendo en altas horas de la madrugada. Entonces nuestro único remedio era el temblar y apretujarnos el uno contra el otro, puesto que entre nuestro grupo ninguno tenía ni siquiera un pedazo de gangoche como cobija.

Con la finalidad de hacer más extensa la comida, me daba el trabajo de contar los frijoles que nos servían y como hoy recuerdo, eran 200 y la tortilla que pesaba una onza.

Algunas veces las tortillas tenían la orilla horadada con signo evidente del lugar donde las ratas habían merodeado, pero para un presidiario esos principios de higiene, de asco, de aseo, no tienen la menor importancia: también se suelen comer las ratas y de verdad que tienen una carne muy sabrosa.

Al tercer día murió Generoso.

Nos dimos cuenta que estaba muerto porque el silencio aterrador de las horas con aquel monótono chillar del oleaje allá abajo chocando contra el muro, empezó a ser taladrado por un gemido que se fue haciendo intermitente hasta que alguien gritó:

¿Quién es el perro que llora?

Y el que hizo la pregunta era otro de los esclavos. Seguro era un hombre duro que no gustaba que nadie llorara. Yo, que hacía ya muchos días tenía unos deseos inmensos de llorar a gritos, quise seguir la corriente del que gemía para lograr así un escape a mi amargura; pero al fin olvidé mi propósito por temor al grito de insulto.

El gemido se fue haciendo más y más doloroso y subió en su tono hiriente hasta que nos dimos cuenta que era Juan, hermano de Generoso, el enfermo, quien lloraba. A tientas me acerqué a él hasta entender que mantenía la cabeza de Generoso entre sus piernas desnudas en tanto que acariciándole el cabello murmuraba quedito:

—¡Pobrecito, yo te maté, yo te maté!

El soldado que cuidaba nuestra puerta escuchó el llanto por largo rato y después gritó:

—¿Qué es lo que pasa ahí adentro
culiolos?

—Aquí hay un muerto, hay un muerto, abran la puerta para sacarlo.

—¿Qué dice, qué pasa?

—¡Aquí hay un muerto!

Generoso estaba ahí desnudo y su hermano decía haciendo coro:

—¡Aquí hay un muerto…, un muerto…, un muerto! —como si se tratara de repetir el golpe de las olas contra el muro.

¡Cuándo se pudra lo tiran al estañón! —respondió el soldado, y luego la misma voz añadió—: Sigan con sus trucos y verán que ha de haber más de uno para meter dentro de ese estañón.

Se refería al estañón lleno de excrementos ubicado en una esquina del calabozo y que solamente era sacado de ahí cuando rebasaba.

Imaginó el soldado que nuestra palabra era una farsa y teníamos alguna intención mala para obligarle a abrir la puerta.

Una voz entre los compañeros empezó a hablar sobre esa
carroña
que no era posible quedarse entre nosotros porque se iba a poner todo pestífero.

—Delicado mi lindo —respondió otro con ironía en la voz.

Y entendía la pulla ya que más hediondez de la emanada desde el estañón era posible que existiera.

En la tarde, cuando se nos vino a dar el pan, el poco de frijoles y agua —pues una vez a la semana se nos daba pan en vez de tortilla— hubo un desacuerdo entre nosotros de proporciones tales que casi hay otro difunto.

Se trataba que tanto Juan como yo queríamos sacar a Generoso, y otros cuyo rostro no miraba, insistían en que más hediondo que el estañón no podía estar el muerto y que escondiéndolo por unos cuatro días o más en cada tiempo de comida podíamos recibir la ración que le tocaba a Generoso.

Reconocí que la proposición no dejaba de ser tentadora, pero también era posible un contagio que hiciera ahorrar la ración de nosotros en toda una vida.

Al final se resolvió que gritando todos sacarían el cadáver.

Vino una cuadrilla de
enterradores
que eran los reos encargados de las labores en el cementerio. Eran hombres que gozaban en el penal de una confianza reconocida y no era para menos: habían tenido que recoger los pedazos de más de un reo que en el libro de la Guardia se anotó como
muerte por la fiebre…

Eran hombres con cara dura que no tenían cadenas en los pies y que andaban sin camisa.

Generoso —lo vimos cuando abrieron la puerta y ayudamos a sacarlo del calabozo— estaba completamente desnudo. Los enterradores al colocarlo en una camilla de madera le miraban en una forma que a mí me pareció sumamente extraña. Había muerto con su rostro hermoso de mujer que él tenía y la fiebre si acaso le acentuó más los colores ahora de un tenue color rosa ya pálido y sobre los labios se había prendido un color como de vino rancio. Su cuerpo recto como un cuate y flaco como el hueso, estaba ahí custodiado por sus dos manos fláccidas y marchitas, desgajadas como miembros cortados que le caían a los costados.

El resultado de la mirada extraña de los enterradores lo conocí por Juan que a su vez lo llegó a saber de labios de un confidente y es que se habían llevado a Generoso al cementerio; pero antes lo detuvieron en un rancho abandonado en donde le bañaron, le vistieron con una vieja bata de mujer que no se sabe ni cómo llegó hasta el presidio y luego los cuatro bestias, uno después del otro…

¡Ay!, ¡es que muros adentro el hombre llega a olvidar muy pronto que tiene de herencia un corazón humano para volverse zopilote o menos que un zopilote!

Esos días de calabozo que para nuestro pensamiento iban a durar años, no pasaron de los quince. Luego supimos que es una prueba a la que es sometido el novato para que se dé cuenta del castigo que le esperaba en caso de cometer alguna falta, y eso cuando ha llegado hasta el penal acusado de un gran crimen.

Los castigos, como los vamos a ver, eran varios, pero el más corriente era sentenciar a un hombre para que tuviere que permanecer tres meses, seis, o un año metido en esa inhumanidad que son los calabozos hasta el extremo que a veces, cuando salía del castigo, la luz del día hería los ojos dejándole cegado para siempre.

En alguna otra oportunidad en que el ideal era matar a un reo en una forma diplomática, se le condenaba al castigo a base de pan y agua una vez al día solamente, hasta que…

Hoy, en lo lejano del tiempo que ha pasado, se me hace el recuerdo que fueron muchas las ocasiones en que pasé a base de pan y agua como castigo y en iguales situaciones a las que he dejado narradas, pero por tiempo muy poco ya que entonces no se quería atentar contra mi vida.

Es la verdad para decirla y hay que citar que en el ambiente extraño en que se desarrollaba el presidio, lo posible no era llevar una falta que mereciera castigo, sino dejar de cometerla.

Yo vi alguna vez un reo al que se le dio una ración de palos, más un mes de calabozo, por mirar de hurtadillas a las piernas de la esposa del señor comandante cuando ella pasaba a su lado.

Especialmente me impresionó un detalle de los primeros días dentro del calabozo, en ese tiempo en que me estaba «estrenando» como presidiario: en el instante en que el centinela daba tres toques sobre el riel anunciando las tres de la mañana, se iniciaba en la isla un ruido que iba creciendo poco a poco como lo hace el río en las llenas hasta convertirse en un escándalo al por mayor. Era en el principio como una campana que sonaba, luego otra y al final todas juntas sonaran formando el carillón de la miseria.

Y así de momento como se inició, poco a poco, la voz de silencio impuesta por los cabos de vara iba mermando las conversaciones hasta que la madrugada quedaba como despojada de cadenas.

Eran los reos que después de formar filas de a cincuenta empezaban a mover los pies y sus cadenas pegaban sobre las piedras. Casi por el sonido del arrastrar de la cadena por sobre las piedras, se puede adivinar qué clase de reo es su portador: si ducho, viejo o joven, enfermo o rebelde. Cada uno de ellos tenía forma de tratar a su compañera cuando la iba arrastrando por los caminos.

Eran cadenas de quinientos reos que marchaban a los Destinos de Tumba Bote; Destino Caleta; Destino Infiernillo; Destino Pedregal, La Cuesta, Cirial, etcétera. Así eran los nombres de las salinas, canteras de piedra, caminos carreteros, y demás.

Ese mismo ruido ensordecedor no se volvía a escuchar sino a las cuatro o cinco de la tarde, en que las filas de los reos bajando de los cerros por los caminos pedregosos o los fangos del invierno, se acercaban lentamente, tomados de la mano cuando estaban enfermos, con la misma tristeza de su partida, como únicamente sabe caminar el reo que lleva la amarga cruz de una cadena y le baja desde el hombro cuando es larga, o que se le enreda entre las piedras y los palos del sendero, cuando es corta.

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