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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (5 page)

BOOK: La isla de los hombres solos
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El camino fue duro.

El barro a veces atascaba a las bestias más arriba de la barriga y me hacían arrastrado sobre el lodazal.

Cuando llegué hasta la cárcel era una sola pelota de lodo y en el calabozo se fue secando; quedé como si me hubieran usado de molde para hacer una olla y todo movimiento para desprender la costra me dolía. Y por eso estaba ahora así en la Cárcel del Cantón Central por tres días sin alimento, sin poder casi ni dormir y lleno de temores.

Cuando se me hizo presente ante el señor Alcalde y le narré lo que había pasado, éste, con un dejo de bondad en las palabras, me advirtió:

—Ya le he dicho, Jacinto, que la verdad expresada le favorece y toda mentira se le ha de tomar como agravante a la hora de imponer una sentencia. Usted nos cuenta ahora una historia bastante buena…, pero aquí tengo una declaración suya dicha ante el testimonio de la mitad de un pueblo. Mire: aquí tiene el expediente y estas son las firmas: si no me equivoco esta firma es la de su hermano que estaba presente y que firmó con todos los demás vecinos haciendo constar haber escuchado de sus labios la forma en que lanzó a su mujer y luego a la niña sobre el cauce del río. Aquí está bien claro que a todas las preguntas respondió usted afirmativamente y que por lo tanto los hechos que ahora me declara tienen que ser tomados por este Tribunal como fuera de la realidad…

¿Me pregunta usted si no tuve abogado?

Uno de ellos me visitó, hizo muchas preguntas sobre lo que yo tenía en mi rancho. Pero todo mi capital eran estas dos manos sucias y duras sobre una tierra que no me pertenecía por no tener cartas de venta o escrituras.

Y después de estas dos manos duras y sucias no tenía ya nada más en el mundo, por lo que el abogado entendió que con mi causa ni iba a sacar fama ni dinero.

Se me dijo que estuviera preparado para trasladarme al presidio de San Lucas.

¿Prepararme? ¡Si no tenía nada que llevar!

Mis vestidos llenos de remiendos se quedaron en el rancho y los chanchos y las gallinas y dos fotografías y un mundo bonito que mis ojos ya nunca más iban a volver a ver.

Estaba, pues, listo para iniciar el camino que jamás soñé fuera tan largo, tan infame, lleno de miedo y maldosidad.

Alguna vez durante mi vida vi a los seres que llevan presos.

En un rancho vecino, una vez encontré metido en una jaula de bejucos a un pajarillo azul y rojo calladito en su percha con un río de triste en cada uno de sus ojos.

Pero nunca pude adivinar el porqué de la honda tristeza del pájaro.

Ahora sé lo que es tener durante muchos años una mano atada a la otra mano, una pierna a la otra pierna y el alma entera amarrada a la miseria. Ahora sé cuál es el valor de los hombres que por estar solos son.

¿Cómo es que somos nosotros los reos?

Alguna tarde en el comisariato de Don Abel escuché hablar sobre el presidio de San Lucas.

Aprendí por el decir de un hombre, que sentado sobre un saco de arroz daba sorbos y más sorbos a media botella de ron, contaba las cosas más extrañas sobre un lugar donde imperaba el miedo, el dolor, el engaño y la crueldad en todas sus manifestaciones. Y él decía en palabras feas cosas terribles del presidio que le hacían a uno parar los pelos y que luego daban frío al recordar.

Así llegué a saber que no había pena de muerte en Costa Rica, pero a los reos les enviaban a una isla donde de todas formas se iban muriendo poco a poco por las enfermedades o por el verdugo encargado de dar palos al reo por la más insignificante de las causas.

Por todo lo que escuché, ya sabía, pues, a dónde eran enviados los hombres más malos del mundo hasta el tiempo en que, si no se han muerto, es necesario hacerles regresar a todos los lugares de donde vinieron.

Y sigan matando, robando y cometiendo violaciones para vengarse de la saña y el mal con que los trataron rejas adentro.

Después me enteré de que era tan cierto el horror del penal, que no había en todo Costa Rica ni siquiera una iglesia dedicada al Santo de los Médicos ni tampoco una escuela, un caserío o un pueblo llamado San Lucas.

La mente de las personas asocia a San Lucas con lo más bajo, lo más fiero y torpe que la creación humana ha dado.

En mitad de una noche me sacaron del calabozo de la cárcel en Puntarenas hasta donde se me había traído desde mi pueblo.

Un bongo tan grande como una lancha de vela nos estaba esperando.

En la puerta de la cárcel nos recibió la carreta de los reos. Era una carreta de hierro, como una jaula, jalada por tres pares de bueyes que se usaban en ese tiempo para sacar a los reos de la cárcel con todo y sus grillos y conducirlos al destino donde se tenía que trabajar. También era la manera como se traía a los reos desde todos los pueblos de la república hasta Puntarenas, para luego enviarlos a San Lucas.

Esa carreta servía también como de cocina ambulante, ya que una vez descargados los reos y apartados los bueyes, se jalaban unas planchas de hierro con huecos y poniendo pedazos de madera bajo de ellas, se iniciaba la cocinada.

A las cuatro de la tarde esa misma carreta uncía las tres parejas de bueyes y regresaba con los reos hasta la cárcel. Iban entonces los reos cansados, como monos, con las manos crispadas sobre los hierros y extendiendo sus garras cuando alguien se acercaba, para que les diera un peso de plata o una media libra de tabaco.

Era corriente ver ese espectáculo de las manos de los reos salidas en espera de que los que pasaban junto a ellos en un acto de condolencia les diera algo.

Pues esa fue también la forma en que se nos condujo al muellecito de la Punta y en cuatro viajes fuimos trasladados los cincuenta reos.

Otros compañeros venían diciendo que tuve una gran suerte ya que solamente tres días pasé en los calabozos de Puntarenas, porque casi siempre se espera un mes en reunir la cuota de hombres para enviar hasta la Isla Infernal y es cuando todos los pobres diablos tienen que estar presos en la forma en que yo estuve: con piernas y manos atadas a las cadenas que se encontraban empotradas en la pared y las que se cerraban sobre mis carnes con un candado grande como del tamaño de un plato de comer.

Tres días tirados sobre el saloso líquido del que estaba lleno el calabozo, ya que los que nos apiñábamos en él y que éramos como una docena, teníamos que hacer nuestras necesidades ahí mismo.

El hedor era terrible y cuando nos tiraban en unos tarros viejos un poco de frijoles sin sal y una tortilla, tenía que hacer esfuerzos para comer, aunque era tan poco que en verdad podemos decir que no comíamos.

Con el pasar de los años se acostumbra uno a esas cosas como el pan de cada día.

Estaba con nosotros un tal Generoso, muchacho de catorce años nativo de San Ramón y se encontraba muy enfermo. El viaje de tantos días encadenado en una carreta de presos ramonenses le empeoró la enfermedad que padecía y ahora se, pasaba vomitando.

En esas situaciones la consideración humana no tiene razón de ser. Nos trataban como cerdos y como tal pensábamos y nos llegamos a sentir al juzgar por el aspecto asqueroso y gruñón que se va adquiriendo. Por eso cuando Generoso vomitó sobre uno de nuestros compañeros, éste tomó sus cadenas y le pegó fuertemente en la cabeza. Conmigo también lo hizo Generoso cuando horas después se acurrucó a mi lado; pero mi tiempo de estar preso era poco y el infierno de la indiferencia humana todavía no se me alojaba en el pecho. Con todo cariño limpié su boca con la manga de mi camisa, aunque él, al sentir mi ademán, se acurrucó sobre sí mismo esperando lo peor.

Era muy diferente este mi estado de ánimo con otros años después en que apostaba mi papa de cada semana a que un viejo se iba a morir y si eso no sucedía, llegaba a donde estaba el enfermo y le escupía la cara por haber sido el culpable de que yo perdiera lo mejor en la ración de la comida una vez cada semana.

Junto a Generoso venía también Juan Antonio, su hermano un poco mayor que él y me enteré de eso porque cuando un compañero maltrataba a Generoso, intentaba romper la cadena para lanzarse sobre el que molestaba al enfermo. Aunque era un intento vano como de toro después de la capada.

Estos dos hermanos habían dado muerte a una mujer y a pesar de sus trece años y medio de Generoso y los quince de Juan Antonio, les condenaron a la pena indeterminada, lo que quería decir para siempre en la cárcel, que era la misma pena que se me impuso por la muerte de María Reina y mi chiquita.

Generoso era un muchacho apacible y puede que fuera así por su propia enfermedad. Juan en cambio no revelaba nada de paz. Nunca me enteré de los pormenores de cómo se había cometido el crimen, pero casi estaba seguro de que la persona que planeó todo fue el hermano mayor de Generoso, pues éste con su carita de niña y sus formas amables no denunciaba estampa de asesino.

El bongo que alquiló el gobierno para llevarnos a San Lucas era de esos que sirven para llevar ganado a Puntarenas desde todos los puertos del golfo de Nicoya.

Un oficial de vara con grado de sargento estaba parado en el muelle de piedras que existe en la Punta, el potrero más avanzado de Puntarenas, y tenía una lámpara de aceite de ballena en sus manos con la que alumbraba un papel donde está escrito nuestro nombre o apodo.

Con el reflejo de una luz debilucha de esa lámpara vi a mis compañeros: reses todos como yo que poco a poco íbamos enfilando hasta el centro de la ganadera.

Iba un anciano muy blanco y muy triste que a mí se me antojó se parecía mucho a esa semblanza del Padre Eterno que ocupa el centro en las imágenes de la Santísima Trinidad. En un lado, allá, vi a otro de los compañeros que le faltaban los pies y se arrastraba con muletas de palo. Era el único que no portaba cadena. La mayoría eran hombres de aspecto pensativo y saludable. Generoso, Juan Antonio y yo éramos los más jóvenes de la comitiva.

Dos hombres a los que cuidaban con suma especialidad un par de soldados, me llamaron la atención. En vez de estar como todos nosotros con los pies o las manos atados a una cadena, llevaban por el contrario las manos metidas en un artefacto de lo más extraño que conocí: se trataba de un par de varillas de hierro con una plancha en el centro y dos orificios en ambos lados; parecían dos enterradores de cementerio cargando un ataúd: dentro de esos dos orificios unas argollas pendientes de las mismas varillas. Llegué a saber que esos hierros de forma tan extraña se les llamaba
carlancas de hombro,
y luego en el presidio encontraría más de diez parejas que caminaban, trabajaban y dormían con esa carlanca doble al hombro. Todo, absolutamente todo, tenían que hacerlo ambos al mismo tiempo. Si era necesario el hacer una necesidad entonces ambos tenían que ponerse de cuclillas al mismo tiempo y cuando uno de ellos se cansaba de estar en una posición cuando dormía, le era necesario despertar al otro para que cambiara también. Me enteré que esas carlancas de hombro eran destinadas como una medida de seguridad para los hombres que habían intentado la fuga o los que fueron capturados después de fugarse, o simplemente si a un hombre se le tenía sospechas de ser peligroso para la fuga. Y lo más que me extrañó fue que esos hombres se hubieran fugado estando antes como nosotros con los hierros que llevaba yo atados al pie o a las manos. Una fuga con estos pesos me parecía tanto más imposible cuando pesaban hasta tres cargas de maíz algunas de esas cadenas.

Con el tiempo también entendí que era posible la fuga con tales cadenas. El equilibrio del ser humano se acostumbra tanto a los hierros que el peso adicional se va formando como parte de sí mismo y deja de sentirse con el pasar de los años. Si es que no ha tenido la desgracia de que el pegar constante de la cadena no le forme una úlcera en la piel el mismo día del herraje —que es como se llama la acción de darnos cadenas en pies y manos—, entonces hasta se puede jugar pelota o brincar con la cadena, correr o nadar.

Los condenados a la carlanca de hombro mueven su cuerpo en tal forma que llegan a obtener una precisión tan admirable hasta el extremo de que el que camina detrás coloca su pie en la huella exacta que dejó el compañero de adelante.

Dos horas duró el viaje desde Puntarenas al presidio de San Lucas. Un pequeño
inconveniente
le sucedió al teniente que mandaba nuestra manada de reos. Al salir de la confluencia que hacen las aguas del Estero, un hombre, no se sabe ni cómo, logró aflojar una de las tablas en el costado de la ganadera y se lanzó al mar. Hubo movimiento. El reo asomó la cabeza. Sonaron las armas. La ganadera siguió adelante. Desde las tablas entreabiertas vimos cómo los tiburones se daban un banquete con el reo.

El mar se embraveció por un rato y altas olas brincaban y se metían de lleno colándonos de arriba abajo.

—¿Nos quitarán las cadenas si intenta hundirse este lanchón? —le pregunté a un compañero.

—Hay que estar loco para pensar en eso —me respondió—. Si hay posibilidad de que esta cacharpa se hunda, los soldados usarán los salvavidas y a los reos que nos embista un perro… ¡Nos iremos a pique! Y no es la primera vez que sucede eso.

En verdad con los años sucedió un accidente como el citado y nosotros vimos a quinientas varas del presidio, cómo todos los reos lanzaban gritos desesperados ante la mirada indiferente del coronel.

—Aquí todos somos como ganado.

¡Somos ganado!

Con el tiempo me llegaría a dar cuenta de la verdad que encerraban las palabras de amargo dichas por mi compañero.

En la madrugada llegamos hasta el muelle de San Lucas.

Todo estaba iluminado con las ya citadas lámparas de aceite de ballena que lanzaban sobre la obscuridad un reír de sombras, como el de las almas que penan por las noches en la calle de los pueblos donde no tienen cementerio.

Un grupo de soldados, arma presente, nos estaban esperando. Un reo con una olla de café caliente empezó a repartir entre los custodios. A nosotros ni siquiera nos miraban a pesar de que temblábamos de frío.

Un momento después llegó un hombre moreno al que todos llamaban Felipón y que después nos enteramos era uno de los verdugos oficiales del penal con grado de sargento en la armería.

Este hombre con un látigo en la mano y sin que ninguno de nosotros le diera motivo, empezó a lanzar latigazos a diestra y siniestra sobre nuestras espaldas y al mismo tiempo con gritos aullantes como de congo que rompían en dos el silencio calmoso ahora de las olas, advertía que tal iba a ser el tratamiento en el penal si no obedecíamos formalmente todas las órdenes que nos iban a dar.

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