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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (35 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—Venga después —dice la mujer enseguida—. Venga a cenar.

Hago una pausa.

—Le agradezco la invitación, pero…

Me interrumpe.

—Por favor. Mi abuela quiere conocerla: tiene más de noventa años, es musulmana y ella también brindó refugio a judíos durante la guerra.

Se me acelera el corazón.

—¿También es de París?

—No —dice la mujer—, somos de Albania. ¿Sabe una cosa? Los musulmanes albaneses salvaron a más de dos mil de nuestros hermanos judíos. Cuando le conté la historia de su Jacob Levy, se quedó atónita, porque no sabía que en París otros musulmanes hubiesen hecho lo mismo. Por favor, a ella le gustaría que usted viniera a contarle su historia y querría contarle a usted la suya, a su vez.

Miro a Annie, que me observa esperanzada.

—¿Puedo llevar a mi hija? —pregunto.

—Desde luego —dice Elida de inmediato—. Será un gusto conocerla, igual que a usted, y, después de contarnos nuestras historias, la ayudaremos a encontrar a este Jacob, ¿le parece? Mi abuela dice que ella sabe lo importante que es encontrar el pasado aquí, en el presente.

—Aguarde un momento, por favor —le digo.

Tapo el teléfono con la mano y le explico brevemente a Annie lo que solicita Elida.

—Tenemos que ir, mamá —dice, con toda seriedad—. La abuela de esta señora es como Mamie. Con la diferencia de que viene de Albania, en lugar de venir de Francia, y que es musulmana, en lugar de judía. Tenemos que ir a hablar con ella.

Observo a mi hija por un momento y me doy cuenta de que tiene razón. Mi abuela está en coma, pero la de Elida todavía puede hablar. Es posible que nunca sepamos toda la historia de lo que le ocurrió a mi abuela, pero puede que oír la de otra mujer que vivió en la misma época y pasó por una situación similar a la de Mamie nos ayude a comprender.

—De acuerdo —le digo a Elida—. Llegaremos alrededor de las seis. Deme la dirección, por favor.

Annie invita a Alain a venir con nosotras a Pembroke, pero él dice que prefiere quedarse con Mamie. Pasamos por el hospital a verla unos minutos y después Annie y yo volvemos a partir, con la promesa de recoger a Alain a nuestro regreso. Ha logrado conquistar a las enfermeras de noche para que hagan la vista gorda con respecto a los horarios de visita y todas conocen su historia y saben que ha estado lejos de su hermana durante casi setenta años.

Unos minutos pasadas las seis, salimos de la autopista en Pembroke. Gracias a las indicaciones que nos ha dado Elida, encontramos la dirección con bastante facilidad. Es una casa de dos pisos, pintada de azul y con persianas blancas, en un barrio pequeño y bien cuidado situado justo detrás de una iglesia católica. Annie y yo nos miramos, nos apeamos del coche y tocamos el timbre.

La mujer que abre la puerta y se presenta como Elida es mayor de lo que me había imaginado: aparenta unos cuarenta y cinco años. Tiene la piel clara y una cabellera espesa y oscura que le cubre la espalda, casi hasta la cintura. Yo nunca había conocido a ningún albanés, pero presenta todo el aspecto que yo habría esperado de alguien procedente de Grecia o de Italia.

—Bienvenidas a nuestra casa —dice y nos estrecha la mano, primero a mí y después a Annie. Tiene ojos profundos y castaños y una sonrisa amable—. Esta noche solo estamos mi abuela y yo. Mi marido, Will, está trabajando. Pasen, por favor.

Le entrego la caja de pequeños Star Pies que he traído de postre; me da las gracias y entramos tras ella por un pasillo cubierto de fotografías en blanco y negro de —supongo— familiares suyos. Nos dice que en Albania la comida principal es a mediodía, pero que esta noche han preparado una cena especial.

—Espero que les guste el pescado —dice, volviéndose un poco—, porque he preparado una vieja receta familiar que mi abuela solía hacer en Albania.

—Claro que sí —digo y Annie asiente con la cabeza—, pero no tenía que tomarse tantas molestias.

—Es un placer —dice—. Son nuestras invitadas.

Damos la vuelta y entramos en un comedor iluminado por una luz tenue, donde, a la cabecera de la mesa, está sentada una mujer que parece mucho mayor que Mamie. Tiene el rostro lleno de arrugas y el cabello níveo se le ha caído en algunas partes, de modo que la cabeza le queda medio pelada y con muchas entradas. Lleva un jersey negro y una falda larga gris y sus ojos brillantes nos miran fijamente desde detrás de unas gafas de carey enormes, desmesuradas para su cara. Dice algo en una lengua que no reconozco.

—Esta es mi abuela, Nadire Veseli —nos dice Elida a Annie y a mí—. Solo habla albanés. Dice que se alegra mucho de que hayan venido y les da la bienvenida a nuestra casa.

—Gracias —respondo.

Annie y yo nos sentamos juntas a la derecha de la anciana y Elida regresa al cabo de un momento con cuatro boles en una bandeja. Coloca uno delante de cada una de nosotras y toma asiento a la izquierda de su abuela.

—Sopa de patatas y col —dice Elida, señalando los boles con la cabeza. Coge la cuchara y le guiña un ojo a Annie—. No te preocupes. Es más exquisita de lo que parece. Viví en Albania hasta los veinticinco años y este era mi plato preferido cuando tenía tu edad.

Annie sonríe y toma un sorbo de sopa y yo hago lo mismo. Elida tiene razón: es deliciosa. No sabría decir qué especias lleva, pero resulta sabrosa y natural.

—Está muy buena —dice Annie.

—Me encanta —digo—. Tendrá que darme la receta.

—Con todo gusto —dice Elida.

Su abuela dice algo en voz baja en albanés y Elida asiente con la cabeza.

—Mi abuela querría que le contara cómo se salvó su abuela, por favor —nos traduce Elida.

La anciana asiente con la cabeza y me mira esperanzada. Le dice algo más a Elida, que vuelve a traducirlo para nosotras.

—Mi abuela dice que espera no ser grosera por pedírselo.

—En absoluto —murmuro, aunque todavía no tengo claro qué hemos venido a hacer aquí.

Durante los veinte minutos siguientes, Annie y yo les explicamos lo que hemos averiguado hace poco acerca del pasado de mi abuela y de cómo huyó de París. Mientras Elida le va traduciendo lo que decimos al albanés, su abuela presta atención, nos mira de hito en hito y asiente con la cabeza. Se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas y, en un momento dado, interrumpe a Elida en voz alta y dice varias frases en albanés.

—Me pide que le diga que la historia de su abuela es como un regalo para ella —dice Elida— y que está muy contenta de que hayan venido a nuestra casa. Dice que conviene que a las personas jóvenes, como usted y su hija, se les recuerde el concepto de unicidad.

—¿Unicidad? —pregunta Annie.

Elida se vuelve hacia mi hija y asiente.

—Nosotras somos musulmanas, Annie, pero, para nosotras, tú eres hermana nuestra, aunque seas cristiana y vengas de antepasados judíos. Yo me casé con un cristiano que viene de familia judía porque lo amo. El amor puede ir más allá de la religión. ¿Lo sabías? En el mundo actual hay demasiada división, pero ¿acaso Dios no nos ha hecho a todos?

Annie asiente con la cabeza y me mira. Sé que no está segura de cómo tiene que responder.

—Sí, supongo que sí —dice por fin.

—Por eso me puse a trabajar en la Asociación Abrahámica —explica Elida—: para tratar de promover el entendimiento entre religiones. En los años transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial, da la impresión de que buena parte de la fraternidad que existía en otro tiempo hubiese desaparecido.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con nosotras? —digo con suavidad.

La abuela de Elida dice algo y ella asiente y se vuelve hacia mí.

—Su llamada pidiendo ayuda me llegó a mí —dice— y, en nuestra cultura, eso quiere decir que ahora tengo la obligación de ayudarla. Es un código de honor llamado Besa.

—¿Besa? —repito.

Elida asiente.

—Es un concepto albanés que deriva del Corán. Significa que, si alguien acude a nosotros por una necesidad, no podemos rechazarlo. Por la Besa, mi abuela y yo las hemos invitado esta noche. Por la Besa, mi abuela, sus amigos y vecinos salvaron a muchos judíos, arriesgando su propia vida. Y es probable que también por la Besa se salvara su abuela, aunque los musulmanes de París no le diesen el mismo nombre que nosotros en Albania. Ahora mi abuela querría contarle su historia.

La anciana nos sonríe en silencio, mientras Elida se pone de pie para retirar los platos de sopa. Annie se ofrece a ayudar y, un instante después, las dos regresan con platos llenos de pescado y verduras.

—Esto es trucha asada al horno con aceite de oliva y ajo —explica Elida, cuando Annie y ella toman asiento—. Es un plato común en Albania. También hay puerros asados y ensalada de patata albanesa. Mi abuela y yo hemos querido que probaran la comida de nuestra tierra.

—Gracias —decimos Annie y yo al mismo tiempo.


Ju lutem
—dice la abuela de Elida y añade, en inglés—: de nada.

Elida sonríe.

—Sabe algunas palabras en inglés. —Hace una pausa mientras su abuela dice algo más—. Y ahora quiere hablarles de los judíos que refugió en nuestra ciudad natal: Krujë.

La abuela de Elida empieza a contarnos, mientras Elida traduce, que ella acababa de casarse cuando empezó la guerra y que su marido era un hombre famoso y muy querido en su pueblo, donde todo el mundo se conocía.

—En 1939, los italianos ocuparon nuestro país y después, en septiembre de 1943, llegaron los alemanes. —Elida va traduciendo lo que dice su abuela—. Enseguida resultó evidente que buscaban a los judíos que vivían entre los albaneses, dice mi abuela. Es que Albania se había convertido en una especie de refugio para los judíos que habían huido de Macedonia y de Kosovo y de lugares tan remotos como Alemania y Polonia.

»En 1943, varias familias judías acudieron a nuestra pequeña ciudad, Krujë, en busca de refugio —prosigue Elida, mientras su abuela le va contando la historia en su lengua materna—. Mi abuelo fue uno de los ciudadanos que se mostró dispuesto a alojar refugiados. La familia que fue a vivir con ellos, dice mi abuela, se apellidaba Berenstein y procedía de Mati, en Alemania. Ella todavía los recuerda.

Elida hace una pausa y entonces la abuela dice en inglés, lentamente y con mucho cuidado:

—Ezra Berenstein, el padre. Bracha Berenstein, la madre. Dos hijas: Sandra Berenstein y Ayala Berenstein.

Elida asiente con la cabeza.

—Pues sí, los Berenstein. Las hijas eran muy pequeñas: apenas cuatro y seis años. La familia había huido al comenzar la guerra y poco a poco se habían ido desplazando hacia el sur, escondiéndose.

La abuela de Elida sigue hablando y ella reanuda la traducción.

»Mi abuela dice que ella y su marido eran pobres y que, a causa de la guerra, las provisiones eran bastante escasas, pero acogieron a los Berenstein en su casa. Toda la ciudad lo sabía, pero, cuando llegaron los alemanes, nadie los traicionó. En una ocasión, los alemanes fueron a su casa y el señor y la señora Berenstein se escondieron en el ático, mientras mi abuela y mi abuelo simulaban que Sandra y Ayala eran hijas suyas, niñas musulmanas. A partir de entonces, vistieron a todos los Berenstein como si fueran campesinos y mi abuelo se fue con ellos y los ayudó a trasladarse a un pueblo pequeño en las montañas cercanas. Al cabo de un tiempo, mi abuela los siguió. Vivieron allí con los Berenstein, ayudando a protegerlos, hasta 1944, cuando los Berenstein siguieron su camino hacia el sur, en dirección a Grecia.

Me doy cuenta de que, a medida que escucho la historia, los ojos se me llenan de lágrimas. Echo un vistazo a Annie y me doy cuenta de que parece igual de conmovida.

—¿Y qué fue de los Berenstein? —pregunto—. ¿Consiguieron ponerse a salvo?

—Durante mucho tiempo, mi abuela no lo supo —dice Elida—. Ella y mi abuelo rezaban por ellos todos los días. Cuando los alemanes fueron derrotados en Albania, a finales de 1944, el país cayó en manos de los comunistas y los albaneses no podían comunicarse con el exterior. En 1952, mis abuelos recibieron una carta de los Berenstein: los cuatro estaban vivos y residían en Israel; agradecían a mis abuelos lo que habían hecho, extender la Besa, y Ezra Berenstein escribió que había jurado corresponder a mis abuelos, si ellos alguna vez necesitaban ayuda. A mis abuelos no les permitieron responder y temían que los Berenstein pensaran que habían muerto o, peor aún, que los habían olvidado.

La abuela de Elida añade algo y ella sonríe y le responde en albanés. Se vuelve hacia nosotras y nos dice:

—Le he dicho a mi abuela que conozco el resto de la historia, así que puedo contarla yo misma. Yo tenía veinticinco años cuando cayó el comunismo, en 1992, y nuestro país se volvió a abrir al mundo. Sin embargo, el comunismo nos había destruido, ¿saben? Éramos muy pobres. No teníamos futuro en Albania, pero tampoco teníamos dinero para marcharnos. Yo vivía con mi abuela y con mis padres. Mi abuelo había muerto varios años antes. Un día, llamaron a nuestra puerta.

—¿Era Ezra Berenstein? —interrumpe Annie con impaciencia.

—No —responde Elida con una sonrisa—, pero vas bien encaminada. El señor Berenstein había muerto hacía varios años, al igual que su esposa, pero las hijas, Sandra y Ayala, nunca habían olvidado el tiempo que estuvieron en la casa de mis abuelos. Para entonces ya eran cincuentonas y estaban tratando de lograr que otorgaran a mis abuelos el premio Justo entre las Naciones, que se concede a quienes han salvado judíos poniendo en peligro su propia vida. Entonces se encontraban a la puerta de nuestra casa, casi cincuenta años después de su primer viaje a Albania en busca de refugio, con el deseo de devolver a mis abuelos lo que ellos les habían dado.

»Mi abuela les explicó que la Besa no se devuelve —prosigue Elida—; en todo caso, no en la tierra. Les dijo que había sido su obligación ayudarlos, su obligación para con Dios y con la humanidad, y que estaba muy contenta de que hubieran sobrevivido y llevado una vida dichosa. Ayala vivía entonces en Estados Unidos y se había casado con un hombre muy acaudalado, un médico llamado William; se había convertido al cristianismo y tenían dos hijos varones, le dijo a mi abuela. Dijo que todo se lo debía a mi abuela, porque, sin su ayuda, ni ella ni su familia habrían sobrevivido. Dijo a mi abuela que quería ayudarnos a salir de Albania y traernos a Estados Unidos y un año después, tras conseguirnos los visados, fue lo que hizo. Mis padres decidieron quedarse en Albania, pero mi abuela y yo nos trasladamos aquí, a Boston, para emprender una nueva vida.

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