La lista de los nombres olvidados (38 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—No creo que me necesites para eso, Hope —dice—. Me da la impresión de que subestimas tu capacidad de salvarte a ti misma.

Sus palabras me envuelven y miro fijamente por la ventanilla para que no vea mis lágrimas, repentinas e inesperadas. Tal vez esto sea lo que estaba necesitando: ni el dinero de Matt ni el de sus inversores, ni alguien que me rescate, sino, simplemente, alguien que crea que puedo hacerlo por mí misma.

—Gracias —susurro, pero tan bajo que no sé si Gavin me habrá oído.

Pero lo ha hecho. Siento su mano en mi hombro y, cuando me vuelvo hacia él, aprieta una vez, con suavidad, y después vuelve a poner la mano en el volante. La piel me arde donde la ha tocado.

—Todo va a salir bien —dice.

—Lo sé —digo.

Y, por primera vez, lo digo de verdad.

Capítulo 24

N
os detenemos en una salida de la I-95 en Connecticut para repostar, desayunar e ir al lavabo. Cuando salgo del McDonald’s haciendo malabarismos con dos cafés y dos zumos de naranja sobre una bandeja, además de una bolsa con varios McMuffins, miro al otro lado de la calle, a la luz tenue de la mañana, y veo un cartel enorme que anuncia una clase de estudios bíblicos llamada «El árbol genealógico del Antiguo Testamento». Estoy a punto de apartar la mirada cuando me llama la atención un nombre familiar y, de repente, algo encaja en su sitio en mi cabeza. Me quedo boquiabierta.

—¿Qué miras? —pregunta Gavin. Vuelve a enroscar la tapa del tanque de combustible y se coloca a mi lado, junto al coche. Coge las bebidas y la bolsa del McDonald’s y las pone encima del coche—. Te has quedado como si hubieses visto un fantasma.

—Mira aquel cartel —le digo.

—«El árbol genealógico del Antiguo Testamento» —lee en voz alta—. «De Abraham a Jacob, José, etcétera». —Hace una pausa—. Vale. ¿Y?

—José era el hijo de Jacob en la Biblia, ¿verdad? —pregunto.

Gavin asiente.

—Pues sí y, de hecho, también en la Tora y creo que en el Corán, me parece. Diría que todo lo que se remonta a Abraham en el Antiguo Testamento es lo mismo en las tres religiones.

—Las tres religiones abrahámicas —murmuro, recordando las palabras de Elida—: el islamismo, el judaísmo y el cristianismo.

—Exacto —dice Gavin. Vuelve a mirar el cartel y después a mí—. Pero ¿qué te pasa, Hope? ¿Por qué te has quedado tan alucinada?

—Mi madre se llamaba Josephine —digo en voz baja—. ¿Será casualidad que le pusieran el nombre del hijo de Jacob?

Observo en el rostro de Gavin que él también se da cuenta.

—Según la historia, José era el encargado de transmitir el legado de sus padres y, por ese motivo, había que protegerlo. —Hace una pausa—. ¿Piensas que tu madre podría ser hija de Jacob?

Trago saliva y miro fijamente el cartel. Después muevo la cabeza de un lado a otro.

—¿Sabes qué te digo? Que no, es absurdo. No es más que un nombre. Además, los años no cuadran. Mi madre nació en 1944, mucho después de la última vez que mi abuela vio a Jacob Levy. No puede ser.

Levanto la vista y miro a Gavin, sintiéndome una tonta, y me sorprendo al ver que se ha quedado muy serio.

—Pero ¿y si tienes razón? —pregunta—. ¿Y si tu madre nació un año antes? ¿Y si tus abuelos sobornaron a alguien para que falsificara su partida de nacimiento? No habrá sido difícil en aquella época. Fue durante la guerra. Cualquier funcionario de poca monta pudo haber cambiado los papeles y destruido los originales. Se podía hacer fácilmente antes de que todo estuviese informatizado.

—Pero ¿por qué harían mis abuelos algo así?

—Para que pareciera que tu abuelo era el padre —dice Gavin. Se pone a hablar rápidamente y le brillan los ojos—. Para que a tu madre jamás se le ocurriera dudarlo. Para que tu abuela no tuviera que hablarle de Jacob a nadie. Dices que no se trasladaron al cabo Cod hasta que tu madre cumplió cinco años. A esa edad, habría sido casi imposible determinar si habían hecho trampas con una diferencia de un año, sobre todo si decían que era alta para su edad. ¿Y si en realidad hubiese tenido seis años?

Siento que, de pronto, me he quedado sin aire.

—No puede ser —susurro—. Mi madre hasta se parecía a mi abuelo: tenía el cabello castaño y liso, ojos marrones, los mismos gestos.

—El cabello castaño y los ojos marrones son rasgos bastante comunes —señala Gavin— y, de todos modos, no sabemos el aspecto que tenía Jacob, ¿verdad?

—Supongo que no —murmuro.

—Tienes que reconocer que, si tu madre fuese hija de Jacob, tendríamos resueltas muchas cosas, como lo que sucedió con el bebé y por qué tu abuela siguió adelante con su vida tan rápido después de perder a Jacob.

—Pero ¿por qué habrá seguido adelante tan rápido? —pregunto.

Esa es la parte que no entiendo.

—Debió de pensar que Jacob ya había muerto. Puede que tu abuelo fuese amable y le brindase la oportunidad de sobrevivir y de dar a su hija una vida de verdad y tal vez aprovechó esa oportunidad, porque le pareció que era lo que tenía que hacer.

—¿Quieres decir que nunca quiso a mi abuelo? —pregunto, porque me duele pensar algo así—. ¿Que él solo fue un medio para alcanzar un fin?

—No, seguro que lo quiso —dice Gavin—. Tal vez de una forma diferente a como quería a Jacob, pero él le brindó, a ella y a tu madre, una buena vida.

—El tipo de vida que Jacob habría querido que tuvieran —digo.

Gavin hace un gesto de asentimiento.

—Pues sí.

—Pero, si eso es cierto, ¿qué consiguió mi abuelo? —pregunto, abrumada de golpe por la tristeza—. ¿Una esposa que nunca lo quiso como él merecía que lo quisieran?

—Puede que él supiera todo el tiempo que las cosas serían así —dice Gavin— y que la quisiera tanto que no le importara. Puede que tuviera esperanzas de que ella se enamorase de él. Puede que le bastara con tenerla allí, con saber que la protegía, con hacer de padre para su hija.

Miro hacia otro lado. Ojalá pudiese preguntarle a mi abuelo qué era lo que había sentido y cómo lo había racionalizado, suponiendo que Gavin tenga razón. Lo malo es que se ha ido hace tiempo. Me pregunto si las respuestas y los secretos que guardaban seguirán ocultos para siempre. Sé que así será, si Mamie no despierta nunca más. En realidad, incluso aunque despierte, no hay ninguna seguridad de que recuerde algo.

—¿Crees que mi madre lo llegó a saber? —pregunto y me apresuro a añadir—: Suponiendo que sea verdad, claro.

—Apostaría a que no —dice Gavin con voz suave—. Da la impresión de que lo único que tu abuela quería era dejarlo todo atrás para siempre.

Cuando volvemos a subir al coche, me doy cuenta de que me he puesto a llorar. No sé cuándo he empezado, pero el hueco de mi corazón parece haberse agrandado más y más. Hasta hace poco, mi abuela había sido, simplemente, una mujer algo triste que, por casualidad, procedía de Francia y tenía una panadería. Ahora, mientras voy pelando una capa tras otra de la persona que es en realidad, me doy cuenta de que su tristeza debía de ser mucho más profunda de lo que yo pensaba y que se ha pasado la vida disimulando, envuelta en secretos y mentiras.

Ahora quiero más que nunca que despierte, para poder decirle que no está sola y que la comprendo. Quiero escuchar la historia de su propia boca, porque, a estas alturas, tenemos demasiadas conjeturas. Me doy cuenta de que ya no sé de dónde procedo. No tengo ni idea. Nunca he conocido a la rama paterna de mi familia —ni siquiera sé quién es mi padre— y ahora resulta que todo lo que sabía de la parte materna era mentira.

—¿Estás bien? —pregunta Gavin con suavidad.

Aún no ha puesto en marcha el motor. Solo está sentado a mi lado, observándome llorar.

—Ya no sé quién soy —digo al cabo de un rato.

Asiente, como si lo comprendiera.

—Yo sí lo sé —se limita a decir—: eres Hope y eso es lo único que importa.

A pesar de lo incómodo que resulta, con la consola central del coche entremedias, cuando me atrae hacia él y me estrecha entre sus brazos, me resulta lo más natural y agradable del mundo.

Cuando por fin me suelta y murmura: «Será mejor que volvamos a la carretera para que no se nos haga demasiado tarde», me da la impresión de que solo han transcurrido unos segundos, aunque, según el reloj, el abrazo ha durado varios minutos. No me ha parecido suficiente.

Al llegar a la autopista, veo una bandeja de vasos que pasa volando por la ventanilla y me doy cuenta de que hemos dejado la comida del McDonald’s sobre el techo. Las carcajadas nos ayudan a aliviar la tensión triste.

—En fin, no tenía hambre, después de todo —dice Gavin, mirando por el espejo retrovisor el lugar donde supongo que el resto del desayuno que no hemos tomado se ha esparcido por toda la calzada.

—Yo tampoco —coincido.

Me sonríe.

—¿A Nueva York?

—¡A Nueva York!

Son poco más de las diez cuando acabamos de lidiar con el tráfico y salimos de la FDR Drive para entrar en Houston Street, en Manhattan. Gavin va siguiendo las indicaciones del GPS y yo miro alrededor, mientras él zigzaguea de una calle a otra, esquivando por poco a los transeúntes y los taxis detenidos.

—Detesto conducir en Nueva York —dice, sonriendo.

—Pues lo haces de maravilla —le digo.

Trabajé aquí en prácticas un verano, en mi época de estudiante, y después he vuelto unas cuantas veces, pero ha pasado más de una década desde la última vez que estuve y todo me resulta diferente. La ciudad parece más limpia de lo que recordaba.

—Según el GPS, casi hemos llegado —anuncia Gavin al cabo de unos minutos—. A ver si podemos aparcar.

Encontramos un garaje y caminamos hasta la salida. Mientras Gavin guarda el comprobante que le da el encargado, yo, nerviosa, apoyo el peso del cuerpo en una pierna y después en la otra. Estamos a apenas unas manzanas de la última dirección conocida de Jacob Levy. Puede que en menos de diez minutos nos encontremos frente a él.

Gavin me entrega un plano que ha impreso de una página web. Hay una estrella marcada cerca del extremo sur de Battery Place y doy un respingo al ver lo cerca que vive Jacob de la zona cero. Me pregunto si habrá sido testigo de la tragedia del 11 de septiembre. Parpadeo unas cuantas veces y me tranquilizo. Miro hacia el norte, hacia el hueco en la silueta de los edificios en el que solía levantarse el World Trade Center, y me da una punzada de tristeza.

—Esta era la parte de la ciudad que más me gustaba —le digo a Gavin cuando emprendemos la marcha—. Trabajé aquí un verano, cuando estaba en la universidad, para un bufete situado en la periferia del centro. Los fines de semana tomaba la línea N o la R hasta el World Trade Center, allí me compraba una Coca-cola en la zona de restaurantes y me iba caminando por Broadway hasta Battery Park.

—¿De verdad? —dice Gavin.

Sonrío.

—Miraba hacia la estatua de la Libertad y pensaba en lo inmenso que era el mundo, allá fuera, más allá de la costa este. Pensaba en todas las posibilidades que tenía y todas las cosas que podía hacer en la vida.

Me interrumpo y miro hacia abajo.

—Qué bien —dice Gavin con suavidad.

Muevo la cabeza de un lado a otro.

—Era una niñata estúpida —farfullo al cabo de un momento—. Resulta que la vida no es tan inmensa como yo pensaba que podía ser.

Gavin se detiene y me pone una mano en el brazo, de modo que paro yo también.

—¿Qué quieres decir?

Me encojo de hombros y miro alrededor. Me siento estúpida, en una acera en pleno Manhattan, con Gavin mirándome con tanto detenimiento. Sin embargo, como me observa fijamente, esperando una respuesta, por fin alzo la cabeza y lo miro a los ojos.

—Esta no es la vida que yo esperaba tener —digo.

Gavin mueve la cabeza de un lado a otro.

—Nunca lo es, Hope. Ya lo sabes, ¿no? La vida nunca resulta como la planeamos.

Suspiro. No espero que me entienda, pero trato de explicárselo:

—Mira, Gavin: tengo treinta y seis años y en la vida no me ha ocurrido ninguna de las cosas que yo quería. Algunos días, cuando me despierto, pienso: «¿Cómo he llegado hasta aquí?». Como que un día simplemente te das cuenta de que ya no eres joven, ya has elegido y es demasiado tarde para cambiar nada.

—Nunca es demasiado tarde —dice Gavin—, aunque sé a qué te refieres cuando describes lo que sientes.

—¿Y cómo lo sabes? —Mi voz suena más brusca de lo que pretendía—. Tienes veintinueve años.

Suelta una carcajada.

—No hay una edad mágica en la que se te acaban todas las opciones, Hope. Tú tienes tantas posibilidades de cambiar tu vida como yo de cambiar la mía. Lo que quiero decir es que a nadie la vida le sale como esperaba. Sin embargo, lo que determina que seas feliz o no es tu manera de enfrentarte a la adversidad.

—Tú eres feliz —le digo y me doy cuenta de que, más que una afirmación, parece una acusación—. Quiero decir que pareces tener todo lo que quieres.

Vuelve a reír.

—Hope, ¿de verdad piensas que, cuando era niño, soñaba con dedicarme a hacer reparaciones?

—No lo sé —farfullo—. ¿Era así?

—¡Pues no! Quería ser artista. Era el niño más extravagante del mundo. Le pedía a mi madre que me llevara al Museo de Bellas Artes de Boston para poder contemplar las pinturas y le decía que me iría a vivir a Francia y que sería pintor, como Degas o Monet: los que más me gustaban.

—¿Querías ser artista? —le pregunto, incrédula.

Reanudamos la marcha hacia la dirección de Jacob Levy que nos han dado.

Gavin ríe entre dientes y me mira.

—Hasta traté de ingresar en la EBAB…

—¿La EBAB?

—Vaya, ya veo que no eres aficionada al arte. —Gavin me guiña un ojo—. Es la Escuela del Museo de Bellas Artes de Boston. —Hace una pausa y se encoge de hombros—. Tenía las notas y cumplía los requisitos técnicos, pero no pude conseguir suficientes becas para pagarme los estudios. Mi madre no podía hacerse cargo y no quise pedir millones de préstamos y endeudarme para el resto de mi vida, de modo que aquí estoy.

—¿Entonces no fuiste a la universidad?

Gavin ríe.

—No es eso. Fui a la Estatal de Salem con una beca y me especialicé en educación, porque pensé que, si no podía ser artista, sería profesor de arte.

—¿Has sido profesor de arte? —pregunto.

Gavin asiente con la cabeza y yo prosigo:

—Pero ¿qué ocurrió? ¿Cómo es que no lo sigues siendo?

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