La lista de los nombres olvidados (42 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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»Me moría de ganas de ir a la Gran Mezquita de París, porque sabía que allí habían llevado a Rose, pero mi padre me lo impidió. Me recordó que, si iba, la pondría en peligro a ella y a todos los demás, de modo que conseguí enterarme, a través de mi amigo Jean Michel, de que seguía estando a salvo. Le pedí que le dijera que yo también estaba a salvo y que no tardaría en reunirme con ella, pero nunca supe si mi mensaje le llegó. Tan solo dos días después, la policía francesa se presentó en casa para llevarnos a mi padre y a mí. Sabían que habíamos formado parte de la resistencia y aquel era nuestro castigo.

»También se llevaron a mi hermana y a mi madre y en Drancy, el campo de tránsito situado a las afueras de París, nos separaron; nos llevaron a barracones distintos y ya no volví a verlas nunca más, aunque después me enteré de que las habían deportado a Auschwitz, como a mi padre y a mí.

Los tres guardamos silencio por un momento y observo que, fuera, el sol proyecta sombras largas sobre los campos a ambos lados de la carretera interestatal. Se me revuelve el estómago cuando pienso en que se llevaron a Jacob y a su familia a un campo de exterminio. Trago saliva.

—¿Y qué le ocurrió a su familia? —pregunta Gavin a Jacob con suavidad.

Vuelve a apretarme la mano y me mira con preocupación.

Jacob respira hondo.

—Mi madre y mi hermana no sobrevivieron a la primera selección en Auschwitz. Mi madre era delicada y endeble y mi hermana era menuda, para sus doce años, y la habrán considerado incapaz de trabajar. Las llevaron directamente a la cámara de gas. Ruego que no comprendieran lo que pasaba, aunque temo que mi madre, al menos, sabía lo suficiente para darse cuenta. Supongo que debió de estar muy asustada.

Hace una pausa para serenarse. Como no me veo capaz de articular palabra mientras tanto, aguardo.

»A mi padre y a mí nos enviaron a los barracones —prosigue—. Al principio nos levantábamos el ánimo el uno al otro lo mejor que podíamos, pero él no tardó en caer gravemente enfermo. En Auschwitz había una epidemia de tifus. En el caso de mi padre, comenzó con escalofríos por la noche y después debilidad y una tos tremenda. Los guardianes lo obligaban a salir a trabajar de todos modos y, aunque los demás prisioneros y yo tratábamos de facilitarle la faena lo más posible, la enfermedad era una condena a muerte. Estuve con él la última noche, mientras la fiebre hacía estragos en su cuerpo. Murió en el otoño de 1942. Fue imposible determinar el día, la semana o el mes, porque en Auschwitz el tiempo dejaba de existir como algo normal. Murió antes de las nevadas, sin embargo, eso sí que lo sé.

—Cuánto lo siento —consigo decir por fin.

Me da la impresión de que las palabras resultan lamentablemente inadecuadas.

Jacob asiente con lentitud y se queda un rato mirando por la ventanilla, antes de volverse otra vez hacia nosotros.

—Al final, alcanzó la paz. Los que morían en los campos casi parecían niños dormidos, inocentes y despreocupados por fin, y lo mismo pasó con mi padre. Me alegré al ver el rostro de mi padre así, porque sabía que por fin era libre. En el judaísmo, la idea del cielo no está tan bien definida como en el cristianismo, pero yo creía, y lo sigo creyendo, que, de alguna manera, mi padre volvió a encontrarse con mi madre y mi hermana y eso me conforta, incluso hasta el día de hoy: la idea de que se reunieran, de que volvieran a estar juntos. —Sonríe y su sonrisa es triste y amarga—. Hay un cartel en Auschwitz que dice «El trabajo nos hace libres», pero la verdad es que lo único que nos liberaba era la muerte. Así, por fin, mi familia estaba libre.

—¿Y cómo consiguió sobrevivir? —pregunta Gavin—. Porque debió de estar en Auschwitz… ¿Cuánto tiempo? ¿Más de dos años?

Jacob asiente con la cabeza.

—Casi dos años y medio. Pero la cuestión es que no tenía otra alternativa. Le había prometido a Rose que volvería a buscarla y no podía, no quería, romper aquella promesa. Después de la liberación, volví a buscarla. Estaba tan seguro de que volvería a estar con ella, de que nos reuniríamos, de que podríamos criar juntos a nuestro hijo, de que tal vez tendríamos más hijos y escaparíamos de la sombra de la guerra.

Gavin y yo escuchamos embelesados mientras Jacob nos cuenta que regresó a París, que buscó a Rose por todas partes y que, en el fondo de su alma, estaba convencido de que ella había sobrevivido. Nos habla de la desesperación que sintió al no encontrarla y de las conversaciones que mantuvo con Alain, que estaba solo y desorientado —había perdido a toda su familia—, al cuidado de una organización internacional de refugiados.

—Finalmente vine a Estados Unidos —dice—, porque Rose y yo nos habíamos prometido que nos reuniríamos aquí. Trataba de cumplir mi parte de la promesa, ¿entienden? Por eso, todos los días de los últimos cincuenta y nueve años, he esperado en el extremo de Battery Park, que es donde habíamos quedado en encontrarnos. Siempre convencido de que ella vendría.

—¿Has ido allí todos los días? —pregunto.

Jacob sonríe.

—Casi todos los días. Trabajaba, desde luego, pero iba antes y después de trabajar. Los únicos días que no fui a esperar en el parque fueron el día que me rompí la cadera y los días posteriores, además de los días que siguieron al 11 de septiembre, en los que era imposible llegar. En realidad, yo estaba en el parque cuando el primer avión chocó contra el World Trade Center. —Guarda silencio un momento y añade en voz baja—: Fue la segunda vez en mi vida en la que vi al mundo desplomarse ante mis ojos.

Lo asimilo por un momento.

—¿Y cómo estabas tan seguro de que mi abuela vendría a reunirse contigo? ¿No habías llegado a pensar que tal vez hubiese muerto?

Reflexiona por un momento.

—No. Lo habría sentido. Me habría dado cuenta.

—¿Cómo? —pregunto con suavidad.

No pretendo faltarle al respeto, pero no me puedo imaginar que alguien aguante setenta años por una sensación. Jacob mira un momento fijamente por la ventanilla y después se vuelve hacia mí con una sonrisa leve y triste.

—Lo habría sentido en mi alma, Hope —dice—. ¿Comprendes? No ocurre a menudo en la vida, pero, cuando dos personas encuentran esa clase de conexión, la conexión que tenemos tu abuela y yo, están ligados el uno al otro para siempre. Si ella hubiese desaparecido, yo habría sentido que me faltaba una parte de mi alma. Cuando Dios nos unió, nos hizo dos mitades de un mismo todo.

De pronto, la mano de Gavin se tensa sobre la mía y me mira con los ojos bien abiertos.

—¿Qué pasa? —le pregunto.

En lugar de responderme, lo mira por el espejo retrovisor.

—¿Jacob? —pregunta—. ¿Qué quiere decir con eso de que Dios los unió?

En aquel momento, antes de que Jacob responda, entiendo a dónde quiere llegar Gavin y sé lo que Jacob está a punto de decir.

—El día que Rose y yo nos casamos —dice Jacob— nos convertimos en uno a los ojos de Dios.

Trago saliva.

—¿Estabais casados mi abuela y tú? —repito.

Jacob me mira sorprendido.

—Desde luego —dice—. Nos casamos en secreto, ¿comprendéis? Ni su familia ni la mía se enteraron. Para ellos, éramos demasiado jóvenes. Ansiábamos que llegara el día en que pudiéramos celebrar la ceremonia en su presencia, con las personas que más queríamos, pero nunca tuvimos la oportunidad.

Me esfuerzo por comprender y de pronto me doy cuenta de lo que significa: si mi abuela estaba casada con Jacob, su matrimonio con mi abuelo nunca fue legítimo. Siento otra punzada de tristeza por él, por las pérdidas que no conoció.

¿O lo sabría? En 1949, cuando fue a París, ¿se habrá enterado mi abuelo de que Jacob Levy había sobrevivido y de que su mera existencia anulaba su matrimonio con mi abuela? ¿Será posible que, por este motivo, le haya dicho a mi abuela que Jacob había muerto? Se me revuelva el estómago solo de pensarlo y caigo en la cuenta de que, posiblemente, nunca sepa la respuesta.

—¿Te casaste con mi abuela porque estaba embarazada? —me atrevo a preguntar.

—No. —Jacob mueve la cabeza de un lado a otro con vehemencia—. Nos casamos porque nos queríamos. Nos casamos porque temíamos que la guerra nos separara violentamente. Nos casamos porque sabíamos que estábamos hechos el uno para el otro. Creo que el bebé fue concebido la noche de nuestra boda, la primera vez que estuvimos juntos de esa manera.

Cierro los ojos para asimilarlo. Mi madre no había sido el producto de una aventura entre adolescentes, sino que había sido concebida en el matrimonio. Había sido fruto de la consumación del amor entre Mamie y Jacob. Ella y, por lo tanto, yo y, por lo tanto, Annie éramos todo lo que quedaba de la malhadada unión de dos almas gemelas.

—¿Te das cuenta? —pregunta Jacob después de un silencio prolongado—. Yo tenía razón todo el tiempo: Rose estaba viva. Me lo decía el corazón y ahora, por fin, volveré a verla.

Jacob se queda dormido en cuanto pasamos Providence y, a la pálida luz crepuscular, Gavin y yo guardamos silencio, cada uno abstraído en su propio mundo.

No sé lo que pasa por la cabeza de Gavin, pero su rostro parece triste y así me siento yo también. No sé por qué, cuando faltan pocas horas para un encuentro que ha tardado casi setenta años en producirse, siento vacío en lugar de júbilo. Supongo que es porque da la impresión de que se perdió mucho más de lo que se ganó. Pues sí, Mamie gozó de una vida de libertad y seguridad, dio a luz a mi madre y ella me tuvo a mí, continuando así la familia que había prometido a Jacob que protegería. Y sí, Jacob había sobrevivido todos aquellos años, todos aquellos kilómetros. Sin embargo, cada uno había llevado su carga solo, cuando no hacía falta. Como consecuencia de malentendidos o tal vez de mentiras, los dos habían perdido la clase de amor en la que yo nunca había creído.

Pero ahora sí que creo y eso me aterra, porque sé que nunca he conocido un amor semejante, ni siquiera por aproximación.

Gavin se detiene para repostar justo después de Fall River y, mientras Jacob sigue durmiendo en el asiento de atrás, me alejo del coche y llamo a Annie. Le digo que hemos encontrado a Jacob y que estamos regresando con él en el coche. Sonrío cuando se pone a chillar y corre a decírselo a Alain. También oigo, de lejos, su exclamación de entusiasmo. Le aseguro que llegaremos en dos horas o algo menos y que Jacob le contará entonces toda la historia.

—Mamá, no puedo creer que lo hayas conseguido —dice.

—No lo he hecho yo sola —digo—. Has sido tú, cielo. Y Gavin también. —Miro hacia el coche, donde está cargando gasolina, de espaldas a mí. Distraído, se rasca la coronilla. Sonrío y repito—: También Gavin.

—Gracias, mamá —dice Annie, de todos modos. En su voz advierto un cariño que hace mucho que no me llegaba y me siento agradecida por él—. ¿Y cómo es?

Le cuento que hemos encontrado a Jacob en Battery Park, que es amable y gentil y que ha seguido enamorado de Mamie todos estos años.

—Lo sabía —dice con voz queda—. Estaba segura de que no había dejado de quererla.

—Tenías razón —le digo—. Te veo en un par de horas, cielo.

Cuelgo y, mientras regreso poco a poco al coche, miro hacia arriba, donde las primeras estrellas del crepúsculo empiezan a agujerear el firmamento. Pienso en todas las noches en las que he visto a Mamie sentada junto a la ventana, esperando a aquellas mismas estrellas, y me pregunto si será esto lo que buscaba: el amor de su vida, que había estado allí todo el tiempo.

Cuando llego junto a Gavin, me mira y me sonríe con dulzura.

—¿Estás bien? —me pregunta.

Lo observo mientras retira la manguera del depósito del coche, la vuelve a dejar en la palanca y enrosca la tapa.

—Sí —le digo.

Miro el asiento de atrás, donde Jacob duerme profundamente, y de pronto me embarga la emoción y me echo a llorar a lágrima viva.

—Es verdad —digo—. Todo es cierto.

No espero que me comprenda, pero lo hace.

—Ya lo sé —murmura.

Me acerca a él y me abraza; apoyo la cabeza en su pecho, lo rodeo con los brazos y siento que me desahogo. Lloro mientras me estrecha y no estoy muy segura de si lloro por Jacob y Mamie o por mí.

Nos quedamos allí de pie un buen rato, sin hablar, porque no hacen falta las palabras. Ahora sé que el príncipe existe, que las personas que más te quieren te pueden salvar y que tal vez el destino tenga un plan más grande de lo que podemos comprender. Ahora sé que los cuentos de hadas se pueden volver realidad, si tenemos el valor de seguir creyendo.

Capítulo 28

STAR PIE

INGREDIENTES

3 tazas de harina

1 cucharadita de sal

3 cucharadas de azúcar granulado

1 taza de materia grasa (margarina o mantequilla)

1 huevo batido

1 cucharadita de vinagre blanco

1 taza + 4 cucharadas de agua, por separado

1 taza de higos secos picados

1 taza de ciruelas secas picadas

1 taza de uvas moradas o verdes, sin semillas, cortadas en rebanadas y por separado

6 cucharadas de azúcar moreno

1 cucharadita de canela

1/2 taza de almendras fileteadas

1 cucharada de semillas de amapola

azúcar con canela para espolvorear (3 partes de azúcar mezcladas con 1 parte de canela)

PREPARACIÓN

  1. Para preparar la tapa de masa, tamizar la harina, la sal y el azúcar granulado. Con dos cuchillos o un robot de cocina, cortar y añadir la materia grasa hasta que la mezcla adquiera la consistencia de migas gruesas. Añadir el huevo, el vinagre y 4 cucharadas de agua a la mezcla seca y mezclar con un tenedor y después con las manos enharinadas hasta formar una bola de masa.
  2. Dejar enfriar la masa en la nevera 10 minutos y después dividirla en dos partes. Estirar una mitad en forma de círculo y apretarla en un molde para pasteles de 23 centímetros. Reservar la otra mitad.
  3. Precalentar el horno a 180 grados.
  4. En un cazo mediano de fondo grueso, mezclar los higos, las ciruelas, media taza de uvas cortadas, el azúcar moreno, la canela y una taza de agua. Revolver a fuego entre mediano y alto hasta que el azúcar se disuelva y la mezcla empiece a hervir. Bajar a fuego medio bajo, tapar y cocinar 20 minutos. Destapar y cocer entre 3 y 5 minutos más, sin dejar de revolver, hasta que se haya evaporado casi todo el líquido y la mezcla adquiera la consistencia de una mermelada espesa. Retirar del fuego.
  5. Mientras se enfría el relleno, esparcir una capa fina de almendras sobre una bandeja y tostarlas en el horno entre 7 y 9 minutos, hasta que se doren un poco.
  6. Retirar del horno las almendras tostadas e incorporarlas a la mezcla de frutas. Añadir las semillas de amapola y la otra media taza de uvas cortadas. Revolver bien para mezclar todo.
  7. Echar la mezcla de frutas sobre la base de masa ya preparada. Estirar el resto de la masa formando un cuadrado de 25 × 25 centímetros. Cortarla en tiras de 1,25 centímetros de ancho y distribuir las tiras en forma de estrella, entrecruzándolas por encima de la masa. Espolvorear con abundante azúcar con canela.
  8. Hornear 30 minutos o hasta que la tapa de masa se dore. Retirar del horno y dejar enfriar del todo. Se conserva en la nevera hasta 5 días. Se puede servir frío o a temperatura ambiente.

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