Me muerdo la lengua cuando estoy a punto de añadir algo acerca de limitarse a trabajar de manitas. Se encoge de hombros.
—Es que no me hacía feliz. No como me hace el hecho de trabajar con las manos. Me di cuenta de que, si no podía ser artista en el sentido tradicional… y he de reconocer que, con o sin la Escuela de Bellas Artes, no soy Miguel Ángel… podía crear arte de alguna forma, si podía hacer algo por los demás… y eso es lo que hago.
—Pero arreglas cañerías y cosas así —le digo, con un hilo de voz.
Ríe.
—Pues sí, porque forma parte del trabajo, pero también construyo plataformas de madera, pinto casas, instalo ventanas y persianas y reformo cocinas. Hago cosas que quedan bonitas y eso me hace feliz. Para mí es como convertir la ciudad en una obra de arte inmensa, casa por casa.
Lo miro fijamente y no me lo puedo creer.
—¿Lo dices en serio?
Se encoge de hombros.
—No es lo que soñaba cuando era niño —dice—, pero me he dado cuenta de que nunca me había sentido yo mismo hasta que vine a parar al cabo Cod. La vida no sale como la planeamos, pero es posible que, al final, salga como tiene que ser, ¿no te parece?
Asiento lentamente.
—Creo que sí.
Tomó la decisión de encontrarse a sí mismo y está contento con lo que ha encontrado. Me pregunto si algún día seré capaz de hacer lo mismo. He llegado a tomarme la vida como una serie de puertas cerradas y no se me había ocurrido hasta ahora que, en algunos casos, lo único que tengo que hacer es abrirlas.
—No sabía todo esto acerca de ti —digo en voz baja, después de una pausa.
Gavin vuelve a encogerse de hombros.
—Nunca me lo habías preguntado.
Miro hacia abajo y trago saliva.
Finalmente llegamos a la dirección de Battery Place. Alzo la vista para contemplar el edificio: tiene una fachada de ladrillo que le da un aspecto más antiguo y tendrá como una docena de pisos. Parece pequeño en comparación con los que están situados más al norte, pero hay algo que, en mi opinión, le da un toque encantador y tradicional. Al cabo de un momento advierto con sorpresa que me recuerda un poco a Francia.
—Hemos llegado —dice Gavin y me sonríe—. ¿Estás lista?
Asiento con la cabeza. El corazón me late a mil por hora. Me cuesta creer que tal vez estemos a punto de localizar a Jacob.
—Estoy lista.
Según la nota de Elida, Jacob vive en el apartamento 1004, de modo que llamamos allí primero. Como nadie responde, Gavin se encoge de hombros y empieza a llamar a otros al azar, hasta que alguien nos abre.
—
Voilà
—dice y aguanta la puerta para dejarme pasar.
Dentro, el vestíbulo está iluminado por una luz tenue y justo al frente hay una escalera estrecha. Miro alrededor.
—¿No hay ascensor? —pregunto.
Gavin se rasca la cabeza.
—Parece que no. Vaya, ¡qué extraño!
Empezamos a subir las escaleras y, cuando llegamos al quinto piso, me avergüenza reconocer que me cuesta respirar.
—Supongo que tendría que hacer más ejercicio —observo—. Estoy jadeando y sin aire, como si en toda mi vida no hubiese subido jamás una escalera.
Gavin, que viene detrás de mí, suelta una carcajada.
—No lo sé. Dejando aparte el jadeo y que no tengas aire, no me da la impresión de que necesites hacer ejercicio.
Me vuelvo a mirarlo, con el rostro arrebolado, y se limita a sonreír. Muevo la cabeza de un lado a otro y sigo subiendo, pero me siento halagada.
Por fin llegamos al décimo piso y tengo tanta prisa por saber si Jacob sigue viviendo allí que ni me molesto en recuperar el aliento antes de llamar a la puerta del número 1004.
Todavía respiro con dificultad cuando se abre y aparece una mujer más o menos de mi edad.
—¿Qué desean? —pregunta, mirándonos a los dos.
—Estamos buscando a Jacob Levy —dice Gavin, supongo que al darse cuenta de que no me salen las palabras.
La mujer mueve la cabeza de un lado a otro.
—Aquí no hay nadie con ese nombre. Lo siento.
Se me cae el alma a los pies.
—Tendrá como noventa años y es de origen francés.
La mujer se encoge de hombros.
—Ni idea.
—Nos parece que antes vivía aquí —dice Gavin—, por lo menos hasta hace un año.
—Mi esposo y yo nos hemos mudado en enero —dice la mujer.
—¿Está segura? —le pregunto con un hilo de voz.
—Me da la impresión de que me daría cuenta si tuviéramos aquí a un abuelete —dice la mujer y pone los ojos en blanco—. De todos modos, el portero vive en el apartamento 102, por si quieren preguntarle a él.
Gavin y yo le damos las gracias y emprendemos el descenso.
—¿Te parece que hemos venido hasta aquí en vano? —le pregunto, mientras bajamos.
—No —dice Gavin con firmeza—. Creo que Jacob se ha trasladado a otro sitio y que hoy lo vamos a encontrar.
—¿Y si ha muerto? —me atrevo a decir.
No había querido considerar esa posibilidad, pero sería absurdo no hacerlo.
—El marido de Elida no ha encontrado una partida de defunción —dice Gavin—. Tenemos que pensar que aún sigue vivo en alguna parte.
Cuando llegamos a la planta baja, Gavin llama a la puerta del apartamento 102. Nadie contesta y nos miramos. Gavin vuelve a golpear, esta vez más fuerte, y siento alivio cuando, poco después, oigo pasos que se acercan a la puerta. Abre una mujer de mediana edad, con rulos y bata.
—¿Qué pasa? —pregunta—. No me digan que se han vuelto a estropear las cañerías del séptimo. No me puedo ocupar.
—No, señora —dice Gavin—. Buscamos al portero.
La mujer resopla.
—Es mi marido, pero no vale para nada. ¿Qué quieren?
—Estamos buscando al señor que vivía en el apartamento 1004 —digo—: Jacob Levy. Creemos que se mudó hace cosa de un año.
Frunce el ceño.
—Pues sí. ¿Y qué?
—Tenemos que encontrarlo —dice Gavin—. Es muy urgente.
Entorna los ojos.
—No serán ustedes de Hacienda o algo así, ¿no?
—¿Cómo? Claro que no —digo—. Somos…
Pero no sé cómo continuar. ¿Cómo le digo que soy nieta de la mujer de la que estaba enamorado hace setenta años y que hasta podría ser su nieta?
—Somos familiares —informa Gavin con soltura. Me señala con la cabeza—. Ella es familiar.
Las palabras me llenan de aflicción.
La mujer me escudriña un instante más y se encoge de hombros.
—Es igual. Ahora les doy la dirección que dejó para que le enviásemos la correspondencia.
Se me acelera el corazón mientras ella vuelve a entrar en el apartamento arrastrando los pies. Gavin y yo volvemos a mirarnos, pero estoy demasiado nerviosa para decir nada.
La mujer reaparece enseguida con una hoja de papel.
—Jacob Levy. El año pasado se cayó y se rompió la cadera —dice—. Llevaba aquí veinte años, ¿saben?, pero no hay ascensor y, cuando volvió del hospital, no podía subir las escaleras, con la cadera así y todo eso, de modo que el propietario le ofreció el apartamento vacío que está aquí, al final del vestíbulo. El apartamento 101. Pero el señor Levy dijo que quería tener buena vista. Difícil de contentar, diría yo. Así que se mudó a finales de noviembre.
Me entrega la hoja de papel con una dirección en Whitehall Street, junto con un número de apartamento.
—Nos pidió que le enviáramos allí la última factura —dice la mujer—. No tengo ni idea de si sigue allí, pero de aquí se fue allí.
—Gracias —dice Gavin.
—Gracias —repito.
Está a punto de cerrar la puerta cuando alargo la mano.
—Espere —digo—. Una cosa más.
—¿Sí?
Parece inquieta.
—¿Estaba casado?
Contengo la respiración.
—Que yo sepa, no había ninguna señora Levy —dice la mujer.
Cierro los ojos, aliviada.
—¿Cómo… cómo era? —pregunto al cabo de un momento.
Me mira con recelo, pero después parece ablandarse un poco.
—Era agradable —dice por fin—. Siempre muy amable. Algunos de los demás inquilinos que viven aquí nos tratan como a criados, a mi esposo y a mí. En cambio, el señor Levy siempre fue muy amable. Siempre me llamaba «señora» y siempre decía «por favor» y «gracias».
Me hace sonreír.
—Gracias —le digo—. Gracias por decírmelo.
Estoy a punto de volverme, cuando vuelve a hablar.
—Siempre parecía triste, sin embargo.
—¿Triste? —pregunto.
—Sí. Todos los días salía a dar una vuelta y siempre regresaba por la noche, cuando había oscurecido, y daba la impresión de que había perdido algo.
—Gracias —susurro y me embarga la tristeza cuando nos alejamos y salimos por la puerta.
Parece que todas aquellas noches que Mamie se sentaba a esperar a que salieran las estrellas Jacob también salía a buscar algo.
Tardamos quince minutos en cruzar hacia el este hasta Whitehall Street y nos dirigimos hacia el sur a buscar la dirección que nos ha dado la mujer del portero. Resulta ser un edificio de aspecto moderno que se eleva por encima de los que hay alrededor. No hay portero. ¡Menos mal! No tendremos que explicar nuestra misión a nadie más.
—Es el apartamento 2232 —digo a Gavin, mientras nos dirigimos a los ascensores.
Se abren las puertas y aprieto el número 22. Doy golpes impacientes con los pies mientras se cierran las puertas.
—Vamos, vamos, vamos —murmuro cuando el ascensor comienza a subir lentamente.
Gavin me coge la mano y me la aprieta.
—Lo vamos a encontrar, Hope —dice.
—No sé cómo darte las gracias por todo lo que has hecho para ayudarme —digo y hago una pausa bastante larga para mirarlo a los ojos y sonreír.
Por un instante, el tiempo se detiene y estoy segura de que está a punto de besarme, pero entonces suena la campanilla del ascensor y se abren las puertas. Hemos llegado.
Vamos volando por el pasillo, primero a la derecha y después a la izquierda, hasta el apartamento 2232. Es el último del lado derecho y, mientras Gavin llama a la puerta, miro por la ventana que hay al final del pasillo. Ofrece una vista hermosa sobre el extremo sur de Manhattan, por encima del agua. Sin embargo, ahora no me puedo concentrar en eso. Me vuelvo hacia la puerta y deseo que se abra.
Pero nadie contesta. No se oyen pasos en el interior.
—Vuelve a probar —digo.
Gavin asiente con la cabeza y llama de nuevo, esta vez más fuerte. Nada. Trato de no sentirme totalmente abatida. ¿Y ahora qué?
—Otra vez —digo con voz débil.
Gavin aporrea la puerta con tanta fuerza que se abre la que está enfrente, al otro lado del pasillo. Aparece una anciana que nos mira fijamente.
—¿A qué viene tanto jaleo? —pregunta, molesta.
—Perdón, señora —dice Gavin—. Estamos tratando de localizar a Jacob Levy.
—¿Y no pueden golpear como personas normales? —pregunta—. ¿Tienen que echar la puerta abajo?
—Es que no contesta —le digo, abatida. Respiro hondo—. ¿Sigue viviendo aquí? ¿Sigue…?
Se me pierde la voz, pero lo que quiero preguntarle es si sigue vivo. Es espantoso querer saber algo así.
—Cálmese —dice la mujer—. No sé dónde está. Ni siquiera lo conozco. Por favor, tengan la bondad de no armar tanto jaleo, que quiero ver la televisión.
Cierra de un portazo antes de que podamos añadir nada más. Me tiemblan las rodillas y me tengo que apoyar en la pared. Gavin se coloca a mi lado y me pasa el brazo por los hombros.
—Lo vamos a encontrar, Hope. Está aquí. Lo sé.
Asiento, aunque no consigo creérmelo. ¿Y si, después de tanto esfuerzo, descubrimos que hemos llegado demasiado tarde por unos meses? Otra vez me pongo a mirar por la ventana situada al final del pasillo y contemplo la hermosa vista, mientras las lágrimas me empañan la visión. A nuestros pies se extienden unas cuantas manzanas cortas de Manhattan que acaban en el extremo verde de Battery Park. Más allá, al otro lado de las aguas de color azul intenso del puerto de Nueva York, aparecen Governors Island, a la izquierda, y Ellis Island, a la derecha. Me pregunto si allí habrán estado Jacob y mi abuela cuando llegaron por primera vez al país. Detrás de Ellis Island está Liberty Island, donde veo la estatua de la Libertad, con la antorcha en alto. Brilla a la luz del sol y por un instante pienso en la libertad que representa. ¿Cómo habrá sido entrar por primera vez en este país a través de Ellis Island y pasar junto a un símbolo tan poderoso de todo lo que representa esta nación?
Entonces, de pronto, algo encaja en su sitio y me quedo boquiabierta.
—Gavin —le digo, cogiéndolo del brazo—, ya sé dónde está.
—¿Cómo dices? —pregunta, sorprendido.
—Sé dónde está Jacob —digo—. La reina. La reina con la antorcha. ¡Dios mío! ¡Ya sé dónde está!
MERENGUES DE COCCIÓN LENTA
INGREDIENTES
2 claras de huevo
1/2 taza de azúcar blanco
1 cucharadita de extracto de vainilla
1/2 taza de pepitas de chocolate
PREPARACIÓN
Rose
Era julio de 1980 y estaba sentada, con los ojos cerrados, en el salón del hogar que Ted había creado para ella. Fuera hacía tanto calor que ni la brisa salada del mar que entraba por las ventanas bastaba para refrescarla. En días como aquel añoraba París, por la manera en que, incluso en la canícula, la ciudad parecía resplandecer. Allí no resplandecía nada, salvo el agua, y eso le parecía a Rose una tentación cruel. La provocaba, al recordarle que, si se embarcaba y se dirigía hacia el este, acabaría por llegar a su casa, a las costas lejanas de su país de origen.