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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (40 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Sin embargo, jamás podría regresar. Lo sabía.

Oía voces acaloradas en la habitación que daba al frente. Habría querido levantarse y decirles que dejaran de pelear, pero no podía hacerlo. No correspondía. A los treinta y siete años, Josephine ya era mayor para que su madre le dijera lo que tenía que hacer. Rose no había sabido proteger a su hija, no le había inculcado las cosas que tiene que inculcar una buena madre. Si pudiera volver a comenzar, tomaría otras decisiones. No se había dado cuenta, cuando era más joven, de que el destino se podía decidir en un momento y de que las decisiones más nimias nos pueden cambiar la vida. Lo sabía entonces, cuando ya era demasiado tarde para cambiar nada.

En aquel momento, Ted entró en la habitación. Rose oyó sus pasos firmes y seguros y olió el aroma suave y dulce de los cigarros que le gustaba fumar en el porche, mientras escuchaba por radio los partidos de los Red Sox.

—Jo ha vuelto a las andadas —dijo él. Ella abrió los ojos y vio que la miraba fijamente, preocupado—. ¿La oyes?

—Sí —se limitó a decir Rose.

Ted se rascó la nuca y suspiró.

—No lo entiendo. Le encanta pelearse con ellos.

—No le he enseñado a amar —dijo Rose con suavidad—. Es culpa mía.

Por eso —Rose lo sabía—, Josephine apartaba a los hombres que la querían: porque ella siempre había guardado las distancias con su hija, porque le aterraba confiar en la persona que más quería y porque sabía que a las personas que uno quiere un buen día se las pueden llevar sin previo aviso. No había sido su intención enseñarle aquello a Josephine, pero lo había hecho.

—No es culpa tuya, querida —dijo Ted.

Se sentó a su lado en el sofá y la acercó a él. Ella respiró hondo y se dejó abrazar. Lo quería. No como había amado a Jacob o a su familia en Francia, porque a todos ellos los había querido con el corazón abierto. Cuando a uno se le cierra el corazón, ya no puede sentir lo mismo. Sin embargo, lo quería como mejor sabía y era consciente de que él la quería a su vez con intensidad. Se daba cuenta de que él ansiaba cruzar la línea divisoria que los separaba. Ojalá ella pudiera decirle cómo hacerlo, pero lo malo era que lo ignoraba.

—Claro que es culpa mía —dijo Rose al cabo de un momento.

Guardaron silencio, mientras Josephine le gritaba a su novio que él acabaría dejándola algún día, de modo que no tenía sentido que ella le diera otra oportunidad.

»Óyela —añadió poco después—. Lo que dice podría haber salido de mi boca.

—Eso es absurdo. Tú nunca me echaste así. No es el ejemplo que le diste.

—No —se limitó a decir Rose.

Sin embargo, lo que quería decir era que nunca lo había echado, porque jamás lo había dejado entrar. Ella era un castillo rodeado por muchas defensas. Ted solo había llegado hasta el montículo de hierba situado después del primer foso; quedaban muchas más murallas por escalar y había que librar muchas más batallas para llegar a su corazón. Sin embargo, Ted no lo sabía. Mejor así.

Los dos vieron por la ventana que Hope se acercaba a la casa desde el patio de atrás, donde había estado jugando en la arena, al borde de las dunas. Rose la había estado vigilando —solo tenía cinco años— y esperaba que tardara lo suficiente para no oír a su madre discutiendo con el último hombre que había hecho entrar en la vida de la niña.

—Iré a entretenerla —dijo Ted y se dispuso a ponerse en pie.

—No —dijo Rose—, iré yo.

Besó a Ted en la mejilla y se dirigió hacia la puerta. Hope se volvió y se le iluminaron los ojos cuando su abuela salió al porche de atrás. A Rose se le hizo un nudo en la garganta y estuvo un rato sin poder hablar: Hope se parecía tanto a como era Danielle hacía mucho tiempo que a veces a Rose le costaba contemplarla sin ver el pasado, sin ver a su hermana pequeña, cuyo destino no quería imaginar del todo.

—¡Mamie! —exclamó Hope con alegría. Sus rizos castaños, muy similares a los largos que la propia Rose lucía en su juventud, se mecían con la brisa marina y sus extraordinarios ojos verdes, del color del mar y con motas doradas, brillaban de entusiasmo—. ¡He cogido un cangrejo, Mamie! ¡Muy grande! ¡Tenía pinzas y todo!

—¿Un cangrejo? —Rose sonrió a su nieta—. ¡Qué barbaridad! ¿Y qué has hecho con él?

Hope sonrió y elevó la mirada hasta su abuela, pestañeando.

—Mamie, ¡lo dejé ir! ¡Como tú me dijiste!

—¿Yo te he dicho eso?

Hope asintió con la cabeza una sola vez, con seguridad.

—Me dijiste que nunca hiciera daño a nada ni a nadie, si podía evitarlo, y el cangrejo es alguien.

Rose sonrió y se agachó para abrazar a la niña.

—Lo has hecho muy bien, mi vida.

Del interior le llegaron las voces airadas de Josephine y su novio, que se chillaban el uno al otro. Carraspeó, con la esperanza de disimular el ruido.

—Quedémonos aquí fuera un ratito —dijo a su nieta—. ¿Qué te parece si te cuento un cuento?

Hope sonrió y se puso a saltar.

—¡Me encantan tus cuentos, Mamie! ¿Me puedes contar el del príncipe que le enseñaba a la princesa a ser valiente?

—Claro que sí, cielo.

Rose se sentó en una tumbona de cara al mar y Hope se encaramó a su regazo, dejó colgando sobre el borde de la silla las piernas morenas por el sol y se acurrucó sobre su pecho. Pronto sería demasiado grande para seguir haciéndolo. Rose deseaba que aquellos momentos duraran para siempre, porque, mientras pudiera sostener a su nieta en el regazo y contarle cuentos, podría mantenerla a salvo y protegida.

»Había una vez, en un país muy lejano, un príncipe y una princesa que se enamoraron —empezó y, a medida que su boca pronunciaba las palabras conocidas, el corazón se le partía y amenazaba con saltársele del pecho.

Por eso había hecho lo que hizo y ella lo sabía. Por eso había salido corriendo, había huido de París, le había dado la espalda a todo. Aquella niña que tenía en los brazos no habría estado allí si Rose se hubiese quedado y hubiese aceptado su destino. En eso sabía que había hecho bien. Lo que pasa es que en la vida las decisiones no estaban tan claras. Al menos, no las trascendentales. Para dar vida a Josephine y después a Hope, ella había tenido que renunciar a otras vidas. No había manera de justificar un precio así, ¡ninguna manera!

—¡Más, Mamie, cuéntame más! —reclamó Hope, saltando sobre el regazo de su abuela, mientras Rose hacía una pausa en el cuento conocido.

Rose alborotó el cabello de su nieta y le sonrió.

—Pues bien, el príncipe le dijo a la princesa que tenía que ser fuerte y valiente y que tenía que hacer lo que estuviera bien, aunque fuera difícil.

—¡Eso es lo que me dices siempre, Mamie! —interrumpió Hope—. ¡Que haga lo que esté bien! ¡Aunque cueste!

Rose asintió con la cabeza.

—Eso es. Siempre tienes que hacer lo correcto. El príncipe le dijo a la princesa que él tenía que salvarla, porque eso era lo correcto. Lo que pasa es que, para salvarla, tenía que enviarla lejos, muy lejos, a las costas de un reino mágico; pero la princesa no había estado nunca en aquel reino mágico, porque quedaba muy, muy lejos, al otro lado del inmenso mar, aunque a menudo había soñado con él. Ella sabía que en aquel gran reino había una reina que iluminaba con su luz el mundo entero.

—¿De noche también? —preguntó Hope, aunque ya había oído la historia cientos de veces.

—De noche también —la tranquilizó Rose.

—Como una lámpara de noche —dijo Hope.

—Pues sí, algo muy parecido a una lámpara de noche —dijo Rose, sonriendo—, porque la lámpara hacía que todo el mundo se sintiera a salvo, como tú te sientes segura con tu lámpara de noche.

—Me gusta esa reina.

—Era una reina muy amable —aseguró Rose a su nieta—, muy buena y muy justa. La princesa sabía que, si podía llegar hasta el reino de aquella reina, estaría a salvo y que, algún día, el príncipe iría a reunirse con ella allí.

—Porque se lo había prometido —dijo Hope.

—Sí, porque se lo había prometido —dijo Rose en voz baja—. Le había prometido que se reuniría con ella al otro lado del foso que rodeaba el gran trono de la reina, donde brillaba la luz. Entonces la princesa cruzó el mar para llegar al reino de la reina sabia y allí estuvo, por fin, a salvo. Mientras la princesa esperaba al príncipe, conoció a un mago fuerte y amable, que se dio cuenta de que ella era una princesa, aunque iba vestida de pobre. Le dijo a la princesa que la quería y que la protegería todos los días de su vida.

—Pero ¿y el príncipe? —preguntó Hope—. ¿No va a venir?

Rose sabía que Hope le haría aquella pregunta, porque siempre se la hacía. Hope había nacido en un país que creía en lo de vivir felices y comer perdices y cinco años no bastaban para aprender que aquello solo pasaba en los cuentos de hadas. Sin embargo, aquello era, efectivamente, un cuento de hadas, se recordó Rose, de modo que respondió de la única forma que sabía, porque, de vez en cuando, ella también necesitaba creer en los cuentos de hadas.

—Claro que sí, cielo —dijo Rose, parpadeando para disimular las lágrimas y estrechando a su nieta—. El príncipe vendrá y, algún día, la princesa lo volverá a ver.

Capítulo 26

-¿A
dónde vamos? —pregunta Gavin mientras me sigue a la calle.

Cuando echo a correr por Whitehall, despierto la curiosidad de los transeúntes. Una pareja —son turistas con camisetas «I Love New York» y cámaras colgadas del cuello— me señala y me fotografía. Paso de todos ellos y llego como una flecha a State Street. Gavin se pone a mi lado.

—¿Qué haces, Hope?

—Jacob está en Battery Park —le digo, sin dejar de correr.

Pasamos junto a un edificio colonial de ladrillo, a la derecha, y observo que es una iglesia católica. Me pregunto fugazmente si Jacob habrá imaginado que Mamie se había puesto en la piel de una musulmana y, después, en la de una católica, y que todas las imágenes que tenía de la divinidad habían quedado amontonadas en un hermoso enredo.

—¿Cómo sabes que está allí? —pregunta Gavin.

Nos detenemos para dejar pasar el tráfico, antes de cruzar como flechas State Street para llegar al espacio verde brillante de Battery Park.

—Por los cuentos de mi abuela —le digo.

Me muero por cruzar la calle, pero Gavin, tal vez porque lo presiente, me pone una mano en el brazo hasta que se interrumpe la circulación.

Parece confuso, pero cruza delante de mí y después frena un poco y me sigue. Pasamos corriendo junto a los turistas que pasean, los retratistas callejeros y los vendedores ambulantes de comida, en dirección a la gruesa barandilla oscura que separa del agua el borde de la isla. Apoyo las manos en el metal frío y, por encima de las aguas turbulentas, clavo la vista en la estatua de la Libertad, que mira hacia el sudeste, a la entrada del puerto de Nueva York. Supongo que el suyo habrá sido el primer rostro que veían los inmigrantes cuando divisaban la isla de Manhattan.

»Jacob siempre ha estado presente en los cuentos que me contaba mi abuela —murmuro, mientras miro fijamente a la reina con su antorcha, la que yo había contemplado tantas tardes durante el verano que pasé en Nueva York, sin darme cuenta de que debería haberla reconocido por los cuentos de Mamie.

Aparto la vista de la estatua de la Libertad y escudriño toda la barandilla, primero hacia la izquierda y después hacia la derecha. A pesar del frío otoñal y del viento que nos azota desde el agua, cubre la acera un mar de turistas. Estoy a punto de sumirme en la desesperación. Tal vez sea imposible encontrarlo entre tanta gente.

Gavin no dice nada; parece darse cuenta de que estoy absorta en mi propio mundo. Sin embargo, cuando el pánico empieza a apoderarse de mí y empiezo a pensar que tal vez me haya equivocado, siento que su mano se cierra con suavidad sobre la mía y la sujeto con una fuerza que me sorprende. No quiero que me suelte.

Cuando me dispongo a decir: «Tal vez me he equivocado», lo veo. Sin soltar la mano de Gavin, empiezo a desplazarme hacia la derecha, siguiendo la hilera de bancos, a lo largo de la barandilla resplandeciente. No sé cómo de pronto tengo la certeza de que es él, de que es Jacob, pero estoy segura antes, incluso, de verle la cara. A su lado hay apoyado un bastón y tamborilea con los dedos de la mano izquierda sobre la barandilla, como suele hacer mi hija, distraída.

»Es él —le digo a Gavin.

El hombre está de cara a la estatua de la Libertad y la observa con fijeza, como si no pudiera apartar la vista. Tiene el cabello blanco como la nieve, aunque la coronilla se le está quedando calva, y lleva un abrigo largo y oscuro que a mí me parece que tiene algo de majestuoso.

»El príncipe —murmuro, más para mí misma que para Gavin.

Cuando estamos a pocos metros de él, de pronto vuelve la cabeza y me mira de frente. En aquel instante desaparece cualquier duda. Es él.

Se queda inmóvil, con la boca apenas entreabierta, y yo también y nos miramos sin pestañear. Se parece muchísimo a Annie: en su rostro se dibujan todos los rasgos cuyo origen Rob ha cuestionado alguna vez. La misma nariz estrecha y aguileña. El mismo hoyuelo en la barbilla. La misma frente alta y majestuosa. Y, mientras nos observamos fijamente el uno al otro, reconozco algo más: detrás de las gafas de armazón oscuro, tiene mis mismos ojos, los ojos verde mar con motas doradas que, como Mamie siempre me decía, eran la cosa que más le gustaba observar del mundo.

—Jacob Levy —digo en voz baja y, más que una pregunta, es una afirmación, porque ya lo sé.

A mi lado, siento que la mano de Gavin aprieta la mía y advierto que se da cuenta, un minuto después que yo, de lo mucho que se parece Jacob a mi hija y de lo que eso significa.

Jacob asiente lentamente, sin apartar la vista.

—Me llamo Hope —le digo con dulzura y doy un paso más— y soy nieta de Rose.

Se le llenan los ojos de lágrimas.

—Ha sobrevivido —murmura.

Asiento lentamente y Jacob se me acerca, con la mirada clavada en mí. Aparto la mano de Gavin y me aproximo a Jacob, hasta que quedamos a un paso el uno del otro. Extiende la mano y lenta y tímidamente la dirige hacia mi rostro. Me adelanto un poco más, hasta que siento su mano en la mejilla: es áspera y nudosa, pero nunca había sentido nada tan suave.

»Ha sobrevivido —repite.

Entonces me estrecha entre sus brazos y noto que tiembla cuando se pone a sollozar. Lo abrazo a mi vez y me doy cuenta de que las lágrimas también asoman a mis ojos. Siento que abrazo un trozo del pasado, la pieza que faltaba para completar el rompecabezas. Estoy abrazando, con setenta años de retraso, a quien fue el amor de la vida de mi abuela y, a menos que esté loca, a menos que haya imaginado en este hombre los rasgos de mi hija y mis propios ojos, estoy abrazando al abuelo que nunca supe que tenía.

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