La llave del abismo (22 page)

Read La llave del abismo Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
5.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

Maya y su oponente habían saltado mucho antes. La muchacha había caído de rodillas sobre un espacio circular y dorado, y quedó un instante aturdida. Se dio cuenta de que había perdido los datos sobre la localización y postura de su adversaria.
¿Dónde estás?

Entonces la oyó, cada sonido de su cuerpo al removerse tan identificable como un código.
Va a saltar.
Se incorporó arqueándose hacia atrás, pero incluso mientras lo hacía supo que ya era demasiado tarde. El mazo de hierro de una bota se estrelló contra su barbilla haciéndole doblarse hasta el límite de sus vértebras. En una feroz combinación, el otro pie de su atacante la golpeó en medio del vientre, alzándola del suelo en medio de un arco de sangre. De algún modo logró atenuar la caída girando sobre sí misma. Sabía qué táctica estaba empleando su enemiga: impedir que se concentrara. Golpeaba, tomaba impulso, volvía a golpear, comprendiendo que, tras el cambio de espacio que había originado el choque, ella necesitaba tiempo para volver a orientarse.

Era cierto, pero ese tiempo ya había pasado.

La noche de su cerebro se iluminó con formas, con objetos. Se hallaba en un Cobertizo Clausurado: la abundancia de adornos sagrados circulares así lo atestiguaba. Los círculos indicaban el ciclo estacional del Sexto Capítulo en el que el Hijo de Dios nace, crece en un ático clausurado, escapa debido a su gran tamaño y por último tres hombres, mediante conjuros, lo devuelven «al seno de aquel que lo engendró», como requisito previo para ser engendrado de nuevo. Esta repetición de muerte y nacimiento se simbolizaba con círculos. Su adversaria se hallaba frente a ella, en un lugar identificable, flexionando sus articulaciones para atacar de nuevo. Maya sospechaba que había sido diseñada para esa clase de lucha. Necesitaba engañarla, usar algo en su beneficio. Ni pensar en armas, por supuesto: el tiempo que tardara en desenfundarlas era justo el que emplearía aquella máquina genética de anatomía flexible para destrozarla contra la pared...

La pared.

Detrás de ella. Un círculo enorme apoyado en la pared. Un solo bloque de metal. Bronce, probablemente.

Aguardó, tensa, dando la impresión de que los golpes la habían debilitado. Sintió el aire desplazarse frente a ella en una oleada de furia, un maremoto invisible, y solo entonces se movió. Saltó hacia atrás y se colgó de los bordes del círculo alzando las piernas. El impulso de su adversaria dio de lleno en el objeto, haciéndolo caer. Con las manos aún aferradas al borde, la muchacha solo necesitó guiarlo en su caída.

Oyó el seco estampido de los huesos al quebrarse. Se incorporó y comprobó que el pesado disco no se movía. Había aterrizado de rodillas sobre un círculo y acababa el combate en otro. Tal simetría le pareció de buen augurio.

—Jamás hasta ahora había visto matar a alguien con el Sagrado Ciclo Estacional del Hijo —dijo la voz mesurada y grave del doctor, que salía en aquel momento del vehículo.

Maya hizo un rápido resumen de la situación: no había otros enemigos cerca y Schaumann, al parecer, se encontraba bien. Pero ¿y Yilane?

Entonces se oyeron gritos
fuera
del Cobertizo.

—¡Es Yilane! —dijo el doctor Schaumann.

• •
6.7
• •

Ina cogió su mano y lo guió ladera abajo. Daniel ignoraba qué era lo que había visto, pero fuera lo que fuese parecía importarle mucho, ya que apretaba el paso sin soltarlo, como si temiera que Daniel quisiera escapar.

Llegaron a un terreno llano y árido, entreverado de rastrojos, más allá del cual se vislumbraban enormes ruinas. Una gruesa y herrumbrosa tubería sobresalía de la tierra y discurría entre las enfermizas plantas volviendo a hundirse poco después. En su parte central, una llave giratoria. Ina soltó la mano de Daniel, se acercó, apoyó un pie en la estructura e hizo girar la llave. Tras un quejumbroso chirrido empezó a manar agua de una espita.

—¿No tienes sed? —le dijo.

Millares de gotas hacían resplandecer su cuerpo bajo los destellos del Color. Ina no solo había bebido sino que se dejaba bañar por ellas con minuciosidad, como si le importara más lavarse que otra cosa. Daniel tenía que reconocer que también le apetecía el contacto refrescante del agua. Aunque su organismo diseñado podía resistir mucho tiempo sin beber, se sentía sucio de barro, impregnado aún del olor repulsivo de los ritualistas.

—Esta es la única agua potable de la Zona Hundida —explicó Ina cuando acabaron de quitarse el barro del cuerpo, cerrando la llave de paso—. Proviene de grandes depósitos exteriores que filtran el agua de mar para desalinizarla. También producen oxígeno y reciclan el aire en el interior de la Zona. Pero no era aquí donde quería traerte... Ven, tenemos tiempo aún. Quiero que veas algo.

Se encaminó hacia las ruinas. Daniel, que ya suponía que ese era el destino de aquella repentina excursión, guardó silencio y la siguió.

El recinto, flanqueado de paredes agujereadas, carecía de techo y el Color lo revelaba por completo. Era indudable que en épocas remotas había sido un hermoso y altivo edificio, pero Daniel no podía imaginar su forma original a partir de aquellos restos. Constaba de una especie de entrada con una gran columna de piedra y un elevado pedestal de vieja roca a la manera de un muro, bajo el cual crecían las plantas.

Pero lo más impresionante se hallaba sobre el pedestal.

—¿Qué... es eso? —murmuró Daniel, alzando la cabeza.

Los rasgos de la colosal figura eran irreconocibles, también su sexo. Daniel ni siquiera estaba seguro de si el artista había querido representar a un ser humano, porque la forma de aquel cuerpo era completamente distinta a la de cualquier persona, diseñada o biológica.

La figura se sentaba entrelazando las piernas y alzaba ambas manos, o los restos de lo que habían sido las manos, ya que algunos dedos habían desaparecido: una mostraba la palma hacia delante, la otra hacia arriba. Constituían, por lo demás, las únicas partes humanas visibles. El sitio ocupado por lo que debía de ser la cabeza era una especie de bóveda sin rostro en cuyo interior parecía haber sido instalado un altar. Sin embargo, lo verdaderamente desconcertante era el vientre. Semejaba un odre gigantesco, tenso, curvado hasta el límite, incrustado entre los muslos cruzados de la criatura. La enorme estatua estaba hecha de algo que podía ser metal, y se hallaba lamida por el óxido. En algunos sitios había sido pintada de rojo o de verde con dibujos de semilunas o cruces. Viejas guirnaldas rituales colgaban de sus brazos, pero las flores hacía mucho que se habían secado y se hallaban negruzcas y arrugadas. Un hedor a infinita humedad y podredumbre la envolvía; incesantes gotas producían ecos al caer en su interior hueco.

Impresionado con aquella majestuosa imagen, Daniel no quiso avanzar más. Ina, en cambio, caminó directamente hasta el arcaico pedestal y apoyó las manos en la piedra, en un gesto que a Daniel se le antojó calculadamente ritual. Luego se volvió hacia él sin apartar las manos y empezó a hablar; su sombra desnuda se proyectaba sobre la roca.

—Es una de las estatuas gigantes que se han hallado por todo Japón, y en muchos otros lugares del Este y el Sur. Son muy antiguas, y su significado exacto se desconoce, pero la leyenda dice que representan a la Madre, la Segunda Mujer, la que, en el Sexto Capítulo, crea a los Retoños de Dios... Es el llamado «fenómeno del Dunwich», uno de los pocos nombres no borrados de la Biblia. ¿Sabes qué significa? —Daniel negó con la cabeza—. En realidad, se pronuncia «Doowich», y deriva de
Two-witch,
o
Two-Witches:
«Dos brujas». Simbólicamente, hay dos mujeres en la fábula, aunque carnalmente sean una sola: la mujer antes de ser fecundada por Dios y la mujer fecundada que crea a los Retoños. Te supongo familiarizado con el Sexto, Daniel...

El Sexto era un Capítulo muy inquietante, y aunque Daniel lo había leído, como cualquier otra persona, había intentado apartarlo de la memoria. Sin embargo, recordaba con nitidez que trataba de un viejo que vivía con su hija en una casa del bosque y lograba crear a dos vástagos monstruosos. El peor permanecía oculto hasta el final en un Cobertizo Clausurado y era destruido mediante brujería en la cima de una colina, mientras que al otro lo devoraban unos perros. La interpretación más común afirmaba que Dios podía tener descendencia con los hombres si se efectuaban ciertos ritos cíclicos de los que el Capítulo hablaba solo con metáforas.

—No soy creyente, ya te dije —contestó Daniel—. Y, si debo ser sincero, esa cosa me repugna...

—Es un símbolo sagrado de la naturaleza —dijo Ina frunciendo el ceño y mirando hacia la estatua, como extrañada de que alguien pudiese decir eso de una figura como aquella—. No tiene nada de repugnante. Lo que ocurre es que es algo ajeno a nuestras conciencias, como esa columna de piedra que tocas... o como tu propio cuerpo.

Daniel no veía nada sagrado en la gigantesca figura, pero no quería discutir.

—Te contaré una cosa. —Ina lo miraba sin dejar de tocar la piedra—. Es una historia que me contaron cuando estudiaba con mi maestra Mitsuko en Tokio, y que explica de alguna manera el Fenómeno del Doowich. Se dice que, hace muchos eones, las mujeres no éramos como los hombres, tan repulsivamente esbeltas, de piel tersa, fría y armónica silueta y bellos y desagradables rostros, sino grandes, plenas, hermosas como esta figura, de carne colgante y velluda y enormes vientres. Esa figura era debida a que en nuestro interior, antaño... —se llevó la mano al vientre y sonrió tras una pausa—... habitaba la vida.

Daniel conocía aquella leyenda. Bijou se la había contado después de leerla en viejos textos basados en el Sexto. Recordó que Bijou le había dicho que era solo un cuento: la ciencia aún no había determinado si realmente las mujeres habían sido capaces de realizar tamaña cosa en otros tiempos.

—No me refiero a esa triste imitación que es la criatura biológica —continuó Ina—, sino a la transformación sagrada de una mujer en Madre. No me preguntes cómo, yo no lo entiendo. Pero los sabios afirman que no es preciso entenderlo sino
creerlo.
El Sexto lo explica mediante metáforas: la mujer seguía un Ciclo semejante al Ciclo Estacional del Capítulo, con una etapa roja, otoñal, en la que expulsaba sangre, y una etapa blanca, invernal, en la que manaba leche. Dos ciclos, dos brujas, dos mujeres. Etapa roja de Halloween, blanca del Solsticio. El cuerpo de la mujer crecía convirtiéndose en un templo. No había necesidad de laboratorios. La vida se desarrollaba dentro de nosotras, y nuestra carne era como una bóveda y hospedaba a los seres. Pero Dios, tras la caída del Color, acabó con todo eso... —Torció los labios en una mueca de odio—. Nos hizo crear monstruos, y las autoridades impidieron que volviéramos a ser Madres. Con el paso del tiempo, nos transformamos en réplicas vuestras: figuras inútiles, llenas de detalles inútiles, trampas de carne...

Daniel se encogió de hombros.

—Ina, se dicen muchas cosas sobre nuestros antepasados: que eran más ágiles que nosotros, que estaban cubiertos de pelo... Puede ser cierto, pero nadie ha...

—Fue Dios, Daniel —cortó Ina, y en su voz había una mezcla de intensas emociones en las que parecía despuntar la amargura—. Dios nos arrebató nuestra verdadera forma y pervirtió los lugares destinados a la vida dentro de nosotras. Dejamos de ser madres de humanos y nos convertimos en incubadoras de sus criaturas... Por eso la vida comenzó a diseñarse en laboratorios. Pero quedan estas viejas estatuas en conmemoración de lo que fuimos...

Hizo una pausa y su mirada pareció adentrarse en sí misma.

—Perdona, pero... —la interrumpió Daniel—. ¿No crees que deberíamos seguir? Dijiste que el laboratorio estaba cerca...

Por un momento pensó que ella se había enfadado. Los ojos castaños de Ina White ardían. Un instante después, sin embargo, su semblante se relajó.

—Tienes razón —dijo—. Te pido disculpas. De hecho, los secretos del Sexto pertenecen a niveles de nuestra naturaleza muy remotos que tú no puedes comprender... Solo que... Pero no importa.

Se apartó del pedestal y caminó lentamente hacia el exterior.

• •
6.8
• •

Antes de que el vehículo se estrellara contra el Cobertizo, Yilane había salido de la zona del baño por la puerta trasera luchando contra dos ágiles oponentes. Sus adversarias no llevaban armas y solo vestían collares ceñidos y recias botas, pero, además de superarlo en número, contaban con la ventaja de haber sido diseñadas genéticamente para el combate. Aunque Yilane era un experto luchador, empezaba a equivocarse. Y cuando una de ellas, de espaldas en el suelo, lo atrapó del cuello con sus fuertes piernas, pensó que quizá había cometido la equivocación final.

Cerró los ojos, preparado para recibir el golpe de la otra, pero un estruendo hizo que los abriera. Vio a la chica que iba a golpearlo adornando con el interior de su cabeza la piedra gris. Frente a él, Maya enfundaba su arma humeante. Entonces las largas columnas de músculo que lo aferraban se separaron, permitiéndole incorporarse. Se volvió hacia la que le había hecho la presa y apoyó un pie sobre ella.

—No sois simples ritualistas. ¿Quién os ha enviado?

El pie de Yilane se movía con los jadeos de su prisionera. La carne de esta era brillante, húmeda, oscura. Sus ojos, en la penumbra del bosque artificial, eran dos manchas blancas con botones de ébano en el centro.

—Un hombre llamado Moon —dijo al fin.

—¿Quién más?

—Solo hablé con él. —La luchadora lo miraba con temor—. Por favor, deja que me vaya...

—Vete —dijo Yilane quebrándole la garganta con el talón. Luego se volvió hacia Maya—. No necesitaba ayuda. No grité por eso.

—No te ayudé porque gritaras —replicó ella.

El silencio era inmenso. En aquel bosque no había rumor de hojas, ni otras luces que no fuesen las del cielo, cambiantes, remotas. Yilane, de pie sobre la roca donde había luchado, le dio la espalda a Maya y elevó la vista. Allí, en el cristal, a medio centenar de metros por encima de su cabeza, un calamar enorme se alimentaba parsimonioso. El joven contempló a la criatura con una unción casi religiosa, como si deseara estar junto a ella en ese instante.

—Yin Lane —dijo la muchacha—, ¿vas a seguir perdiendo el tiempo haciendo como que te has ofendido, o vendrás con nosotros al Cobertizo Clausurado? Hemos de decidir lo que vamos a hacer.

—Lo que vamos a hacer está bastante claro. Ya sabemos que Moon ha querido eliminarnos, y ahora eliminaremos a Moon.

Other books

The Bachelor Pact by Rita Herron
Seeing Forever by Vanessa Devereaux
Game Change by John Heilemann
Dixie Lynn Dwyer by Her Double Delight
The Root Cellar by Janet Lunn
All Wound Up by Stephanie Pearl-McPhee
Magician's Fire by Simon Nicholson