La llave del abismo (19 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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Pese a todo, alzó la mano con que sostenía la pistola, dispuesto a disparar. Entonces parpadeó al ver que el arma ya estaba en el suelo. Había obedecido a Moon sin ser consciente de ello.

Hubo un silencio. La habitación seguía balanceándose y vibrando, pero nadie se movió ni habló durante aquella pausa. A juzgar por su expresión, Moon parecía muy lejos de hallarse satisfecho.

—La pieza, héroe —ordenó—. Quítatela.

Mientras Daniel deslizaba los tirantes de la pieza por encima de su cabeza, Moon siguió hablando en tono cansino, las manos apoyadas en el vano de la puerta.

—¿Sabes, gran héroe? Estoy empezando a hartarme de ti. Ya es hora de que alguien te enseñe dónde está tu lugar. Tira la pieza al suelo y arrodíllate.

Hizo todo lo posible por no ceder, pero, al tiempo que ponía en juego su voluntad, sus rodillas se doblaban temblorosas. No sabía qué le estaba ocurriendo, era como si no fuese él, o como si se hubiese dividido en dos partes, ambas igualmente inútiles.

Moon, entonces, bajó las manos del marco de la puerta y se acercó. Su rostro eran sus ojos: como dos moscas en un plato de leche. Aunque intentó moverse, Daniel solo logró sentarse sobre los talones, incapaz de levantar las rodillas.
Me está haciendo algo con los ojos.

—Aún no tienes ni remota idea de lo que podemos hacer los creyentes, Daniel Kean —dijo Moon—. Te pondré ejemplos: puedo ordenar que te mates, o que mates a Ina, o que te ofrezcas a mí para ser usado, incluso que sientas «amor» por mí. No importa cuánto me odies. No importa si sabes que gocé a tu pequeña niñita oriental antes de matarla... Si te ordeno que sientas «amor» por mí, lo sentirás. Harás y serás cualquier cosa que yo quiera...

Los ojos de Moon eran grandes círculos negros, como si las letras centrales de su nombre hubiesen crecido y lo abarcaran todo. Sin embargo, Daniel se hallaba lúcido y era capaz de razonar lo que le sucedía. Incluso había logrado rescatar un dato perdido en el fondo de su memoria y forjado un plan, pero los ojos de Moon no le permitían llevarlo a cabo.

—Vamos a empezar por lo sencillo —dijo Moon cubriendo con su sombra el cuerpo arrodillado de Daniel—. Vas a usar la lengua. Solo la lengua, por ahora...

—Déjalo, por favor, déjalo... —oyó, remotísima, la voz de Ina.

—¿Celosa? —se burló Moon, y alguien rió grotescamente, quizá Lam, quizá Send—. Lo siento, no me gustas, Ina. Tu lengua, Daniel Kean. Quiero verla.

A Daniel le pareció que un gusano rosado emergía a ciegas de sus labios.

De improviso, el mundo adoptó la forma de una explosión y todos cayeron al suelo o contra las paredes como piezas de un tablero desordenado. Se oyeron gritos desde el fondo del vehículo, y los guardias y Moon giraron la cabeza.

En ese instante Daniel se dio cuenta de que Moon había dejado de mirarlo.

Podía moverse.

• •
5.7
• •

Supo que no dispondría de otra oportunidad.

Un corto trecho de aire separaba su mano izquierda de la derecha de Ina: se levantó de un salto, la aferró por la muñeca y se lanzó hacia delante, empujando a Moon, que aún estaba en el suelo. El cuerpo de Moon golpeó a Lam, pero el choque contra Botas Puntiagudas, más resistente o con más suerte, precipitó al suelo también a Daniel. Por un instante todos jugaron a incorporarse mientras las miradas de Daniel y la guardiana se cruzaban (aquellos terribles ojos azules). La pistola de la chica había caído en un lugar —por desgracia y por fortuna— inaccesible para ambos. Esa vez fue Ina quien tiró de su mano.

—¡Detrás de mí, Ina! —gritó él, parapetándola con su cuerpo.

Botas Puntiagudas parecía haberse hecho daño en el hombro, y por el momento no representaba una amenaza. Moon se levantaba mientras desenfundaba el arma. Pero Lam ya se había recuperado, y le apuntaba.

Se oyó un estruendo. Daniel sintió todo lo que se puede llegar a sentir al morir, salvo la muerte.

El proyectil se había estampado contra el dintel de la puerta, pero su solo estallido, que había disuelto el marco en mil fragmentos, bastó para que Daniel volviese a resbalar. No cayó al suelo en esa ocasión: las palmas de sus manos extendidas lo impidieron. Se incorporó y corrió hacia el largo pasillo central del vehículo. Vio a Ina llegar al fondo y doblar un recodo.

—¡Hay una salida! —le gritó ella.

Se introdujo por el pasillo sin mirar atrás, sabiendo que una vez dentro se convertiría en un blanco tan fácil que Lam podría acertarle con los ojos cerrados. A menos que su teoría fuese correcta.

Oyó el nuevo disparo y se inclinó hacia delante. Percibió la bala sobre su cabeza bufando al rasgar el aire como un insecto rabioso. Estaba ileso. Siguió corriendo, llegó al final del pasillo y descubrió la salida a su izquierda. En ese momento vio que otro individuo armado, quizá el conductor, se dirigía hacia él desde el extremo frontal del vehículo y alzaba una pistola intentando afinar la puntería.

—¡Salta! —gritaba Ina desde fuera—. ¡Salta, Daniel!

Lo hizo. El conductor no había disparado, quizá porque había visto que por el mismo pasillo se acercaban sus compañeros. Ina detuvo su caída y echaron a correr hacia lo que parecían árboles.

La noche era eterna y húmeda. Daniel no tenía tiempo de mirar a su alrededor, solo a sus pies y a los de Ina, que abrían el camino. Una rama explotó en pedazos junto a ellos. Ina cambió de rumbo y Daniel la siguió. El terreno, desnivelado, empezó a exigirles más esfuerzo. Daniel descubrió que subían por una ladera, entre una pesadilla de troncos cubiertos de gotas resplandecientes. El color de aquel bosque era azul.

Se detuvieron un instante para recuperar el aliento. Ina habló dando bocanadas.

—Han caído en una trampa denebiana... Lo vi al salir: un árbol arrojado al paso del vehículo... Eso significa que hay ritualistas cerca. ¡Tenemos que...!

El problema más grave podía ser ese, pero no era el único: Daniel lo supo cuando el tronco que se hallaba en medio de ambos fue pulverizado entre un estruendo de chispas de ámbar, como si una carga explosiva colocada en su interior hubiese detonado en ese instante. Giró la cabeza para oír (más que ver) la sombras de Lam y del conductor acercándose.

—¡Allí! —gritó uno de ellos. Volvieron a disparar.

Con el corazón latiendo a la velocidad de su terror, Daniel siguió a Ina hacia la espesura que coronaba la colina. Hubo nuevas detonaciones, pero resonaron salvadoramente remotas. Al llegar a los arbustos Daniel imitó a la chica y se arrojó al suelo. Un rocío gélido y mohoso los empapó. Gatearon como animales por entre la maleza, y por un momento solo los oídos de Daniel lograron no perder a Ina. Le faltaba el aire, no tanto por el esfuerzo como por la propia atmósfera, densa, de invernadero, como si el oxígeno fuese sudor.

Ina no se detuvo al salir de los matorrales: bajó la ladera dando zancadas, con la estela de seda de su túnica desgarrada flotando tras ella. Atravesaron lo más deprisa que pudieron un terreno angosto flanqueado de colinas hasta que estas se hallaron lo bastante próximas unas de otras como para formar un desfiladero. En aquel punto hicieron un alto, y durante casi un minuto se limitaron a respirar.

—¿Estás bien? —preguntó Ina—. ¿No te han herido?

Estaba bien. Se lo dijo, y le contó entrecortadamente lo que había comprendido mientras Moon lo amenazaba.

—Antes de subir al vehículo me obligaron a rociarme con un producto que anula los rastros de calor de la superficie del cuerpo... Cuando Moon habló de armas sensibles al calor corporal, decidí arriesgarme... Pensaba protegerte durante la huida, pero al final te expuse a las balas.

—Hiciste lo único que podíamos hacer, Daniel —afirmó Ina con vehemencia—. Al principio dudé de tu decisión. Ahora te lo agradezco.

—Aún tenemos que salir de aquí. ¿Sabes dónde estamos?

—En la antigua zona de Kansai, al oeste de Honshu —dijo Ina—. Ignoro en qué sitio exacto, pero creo que no muy lejos del Color...

Daniel se sentía más tranquilo en la paz de la noche. Alzó la vista y contempló el cielo negro, estampado de infinidad de estrellas.

—Hay quienes aseguran que pueden orientarse por las estre... —comenzó a decir.

Entonces ahogó un grito.

Las estrellas se
movían.

No de la manera imperceptible en que lo hacen los astros, sino a simple vista. Cambiaban de lugar continuamente, todas por igual, a una velocidad no muy grande pero incesante: tras cada parpadeo que daba, Daniel advertía que el mapa del cielo era otro. Parecía un inmenso caldo negro con partículas doradas en suspensión yendo de aquí para allí, chocando entre ellas, arremolinándose a kilómetros de altura.

—Son cardúmenes de peces, no estrellas —dijo Ina—. Estamos bajo el mar, no lo olvides. Lo que parece el cielo es una bóveda de cristal presurizado, Daniel. Esto es la Zona Hundida. Ocupa unos treinta mil kilómetros cuadrados de área. Los cristales que la cubren son especiales, y el sistema de ventilación muy sofisticado. La atmósfera en el interior se conserva a la misma presión que en la superficie, pese a que en algunos puntos la profundidad alcanza más de mil metros. Fue una labor colosal, los trabajos de construcción del Acristalamiento duraron más de un siglo...

—¿Por... por qué brillan? —preguntó Daniel con la vista fija en el burbujeo de luces.

—Son fosforescentes debido a la radiación del Color, ¿no lo sabías? —El tono de Ina mostraba asombro ante la pregunta. Entonces sonrió—. Lo siento. Olvidé que nunca habías estado en la Zona Hundida... Los peces en esta región desprenden luz desde hace millones de años debido al Color, Daniel.

—Es... —murmuró él, y olvidó hallar una palabra para proseguir.

—Sí, fascinante —cortó Ina en tono cansino—. Sobre todo para quien lo ve por primera vez. Abrumador, fascinante... y terrible.

—No iba a decir «fascinante». —Daniel bajó la cabeza, confuso—. A mí también me parece terrible: como una inversión de las cosas.

—Una inversión del orden natural —asintió Ina—. Pero el mundo también es esto, Daniel Kean. Lo que llamamos «natural» es únicamente aquello a lo que estamos más habituados. Para los denebianos, lo «natural» es ver peces nadando en el cielo. Vamos, debemos continuar...

—¿Crees que aún nos siguen?

—No son los hombres de Moon lo que más me preocupa. —Ina miraba de un lado a otro, y su tensión era perceptible para Daniel incluso en la penumbra—. Al salir del vehículo lo sentí: hay ritualistas cerca. No voy a mentirte: tú y yo juntos podríamos recibir ahora mismo el Gran Premio a las Presas Denebianas del Año. Somos macho y hembra, jóvenes y saludables; estamos desarmados y desnudos. —Como para acentuar la palabra llevó las manos a los jirones de la túnica y terminó de arrancarla, arrojándola sobre la hierba. Luego se apartó el pelo de la cara. La maleza le llegaba a las rodillas—. Debemos jurar algo: si nos capturan, el que pueda de los dos intentará matar a ambos.

—¿Matar?

Ina asintió, mirándolo.

—Los denebianos no nos matarán. Les somos mucho más útiles con vida. Utilizan a los diseñados del exterior para someterlos a sus rituales, basados en interpretaciones extremas del Quinto Capítulo: nos darán drogas que harán que nuestro cuerpo se vuelva gris y se desprenda a trozos, como dice la Biblia que ocurrió con los cuerpos de la familia en cuya granja cayó el Color. Te aseguro que no es la clase de vida que vas a desear vivir, Daniel, de modo que júrame que me matarás si llega el momento... —Daniel lo hizo, estremecido, y ella juró lo mismo.

Quedaron mirándose en silencio. Para Daniel, de repente, el pacífico bosque que los rodeaba se había llenado de pisadas, sombras y ojos brillantes.
Cosas que reptan y se arrastran.

—Bien, sigamos —dijo Ina—. Con suerte, llegaremos al Color en cuanto crucemos estas colinas. A partir de ahí podré guiarte al laboratorio de Kushiro.

Daniel bajó la cabeza. No había perdido la esperanza de salvar a Yun, pero, por mucho que se repetía a sí mismo que Moon solo había intentado provocarlo, se le antojaban cada vez más remotas las posibilidades de hallar a su hija con vida.

Ina no le permitió aferrarse al silencio. Sus palabras tampoco fueron compasivas.

—Es muy probable que no volvamos a ver a las personas que intentamos proteger, Daniel, pero no podemos arriesgarnos a perderlas solo a causa de nuestro desánimo. Si retrocedemos, nos encontraremos con Moon. En caso contrario, quizá tengamos alguna posibilidad de llegar antes que él y salvar a tu hija. Tú mismo lo dijiste: nos hubieran matado, de todas formas.

Daniel asintió, comprendiendo que Ina tenía razón.

Reanudaron la marcha bordeando las colinas hasta llegar a un espeso juncal. Ina propuso atravesarlo para no ser vistos desde el exterior. Al introducirse por él crearon un mundo de crujidos. Las altas plantas apenas se movían con el aire circundante, hacía calor y la humedad del ambiente resultaba pegajosa. El largo pelo de Daniel se enredaba a veces entre los juncos, obligándolo a realizar frecuentes pausas.

—¿De dónde han salido tantas plantas y árboles? —le preguntó a Ina—. Deben de estar diseñados para sobrevivir en un lugar sin la luz del sol...

—Lo están —dijo Ina—. Son diseños genéticos preparados para crecer en estas condiciones. Los ritualistas los plantan para realizar sus ceremonias, y también para alimentarse. Ellos mismos se han diseñado a lo largo de generaciones, y se afirma que algunos han conseguido ver en la oscuridad y respirar solo un par de veces al día. Lo que no han podido diseñar son sus mentes: han enloquecido encerrados aquí dentro, como habitantes de un acuario humano. Sus leyes y conocimientos no son los nuestros, pero son poderosos creyentes del Quinto y Sexto Capítulos.

Daniel se quedó mirándola. Las sombras de los juncos cruzaban el rostro en penumbra de Ina White y sus labios carnosos, entreabiertos.

No sabía cómo decirle lo que estaba pensando: él mismo se sentía aturdido ante lo que recordaba haber experimentado. Cuando habló, lo hizo con lentitud, escogiendo las palabras.

—Ina, no puedo entender cómo Moon lo logró, pero me obligó realmente a
hacer
lo que me ordenaba... Fue algo muy extraño... Quizá se trató de simple sugestión, pero no podía evitar obedecerle... Era como si mi cuerpo no fuera mío.

—Tu cuerpo no es tuyo —replicó Ina—. Es solo un vestido. Es tan ajeno a ti, y al mismo tiempo tan peligroso, como podrían serlo estos juncos. Así sucede desde que fuimos creados, Daniel. Lo único que de verdad nos pertenece es la conciencia, que es como un faro que iluminara las tinieblas. Ser creyente significa controlar la luz de ese faro de tal manera que podamos hacer cosas con ella, además de iluminar.

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