Y así emprendieron viaje por el camino cuya construcción habían provocado los Guardianes, y después de trasponer el cuarto Portal, entraron en un reino espantoso: el Reino de la Ley.
En el cielo gris no había brillo ni movimiento alguno que estropeara su tonalidad.
Nada interrumpía la sombría llanura gris que se extendía por todas partes, infinitamente. No había horizonte. Aquél era un desierto limpio y brillante. En el aire se notaba la presencia de algo pasado, de algo que había desaparecido dejando un aura leve de su paso.
—¿Qué peligros podría haber aquí —preguntó Rackhir echándose a temblar—, si aquí no hay nada?
—El peligro de la más desolada de las locuras —respondió Lamsar. La llanura gris se tragó sus voces—. Cuando la Tierra era muy joven —prosiguió Lamsar, y sus palabras se perdieron en la desolación—, las cosas eran así..., pero había mares, había mares. Y aquí no hay nada.
—Te equivocas —dijo Rackhir con una leve sonrisa—. Lo he pensado y aquí hay algo..., la Ley.
—Es verdad..., pero ¿de qué sirve la Ley si no se tienen dos opciones entre las cuales elegir? Aquí hay Ley... pero privada de justicia.
Continuaron caminando acompañados por la sensación de algo intangible que en otros tiempos había sido tangible. Prosiguieron viaje por aquel mundo yermo de la Ley Absoluta.
Al cabo de cierto tiempo, Rackhir vio algo. Algo que se agitaba, desaparecía para volver a aparecer hasta que al acercarse, notaron que se trataba de un hombre. Tenía una cabeza grande, noble y firme, y su cuerpo era fuerte, pero su rostro estaba crispado en una mueca torturada, y no pareció verlos cuando se le acercaron.
Se detuvieron ante él y Lamsar tosió para llamarle la atención. El hombre volvió la enorme cabeza y los contempló, abstraído; al cabo de unos instantes, la mueca desapareció para dar paso a una expresión más sosegada y pensativa.
—¿Quién eres? —le preguntó Rackhir.
—Todavía no —dijo el hombre lanzando un suspiro—. Al parecer, todavía no. Más fantasmas.
—¿Que nosotros somos fantasmas? —Rackhir sonrió—. Pues esa parece una naturaleza más propia de ti que de nosotros.
Contempló como el hombre comenzaba a desvanecerse lentamente, hasta que su silueta se hizo menos definida y se fundió. El cuerpo pareció dar un gran salto, como un salmón que intenta saltar una presa, y entonces volvió a tener una forma más sólida.
—Creía haberme deshecho de todo lo que era superfluo, salvo mi propia y obstinada forma —dijo el hombre con tono cansado—, pero he aquí que vuelve a mí. ¿Acaso me falla la razón..., es que mi lógica ya no es lo que era?
—No temas —dijo Rackhir—, somos seres materiales.
—Justo lo que me temía. Me he pasado toda una eternidad arrancando las capas de irrealidad que oscurecen la verdad. En el último acto casi lo había logrado, y ahora os presentáis vosotros. Creo que mi mente ya no es lo que era.
—¿Acaso te preocupa que no existamos? —inquirió Lamsar despacio, con una sonrisa inteligente.
—Sabes que no es verdad... pues vosotros no existís, del mismo modo que yo tampoco existo. —Volvió la mueca, sus facciones se crisparon y el cuerpo se desvaneció otra vez para adoptar, una vez más, su naturaleza anterior. El hombre suspiró—. Me traiciono a mí mismo al contestar a vuestras preguntas, pero supongo que un poco de relajación me permitirá descansar mis poderes y prepararme para el esfuerzo de voluntad final que me conducirá a la verdad suprema, la verdad del no ser.
—Pero el no ser implica no pensar, no desear, no actuar —dijo Lamsar—. No serías capaz de someterte a semejante destino, ¿verdad?
—El yo no existe. Soy la única cosa pensante de la creación..., soy casi la razón pura. Un esfuerzo más y seré lo que deseo ser..., la única verdad en este universo inexistente. Pero para ellos, primero he de deshacerme de todo lo extraño que me rodea, como vosotros mismos, por ejemplo, y entonces, podré dar el salto final que me permitirá alcanzar la única realidad.
—¿Y cuál es?
—El estado de inexistencia absoluta donde no hay nada que perturbe el orden de las cosas porque no existe un orden de las cosas.
—Una ambición nada constructiva —comentó Rackhir.
—Construcción, he ahí una palabra sin sentido... como todas las palabras, como eso que llaman existencia. El todo significa la nada..., he ahí la única verdad.
—¿Qué me dices de este mundo? Por yermo que sea, aún tiene luz y roca firme. No has logrado eliminarlo de la existencia mediante el razonamiento —le hizo notar Lamsar.
—Dejará de existir cuando yo deje de existir —repuso el hombre lentamente— , al igual que vosotros. Entonces sólo quedará la nada y la Ley reinará sin rivales.
—Pero la Ley no puede reinar..., y según tu lógica, tampoco podría existir.
—Te equivocas..., la inexistencia es la Ley. La inexistencia, la nada, he ahí el objeto de la Ley. La Ley es el camino que conduce a su estado último, el estado del no ser.
—Bien —dijo Lamsar, pensativo—, entonces será mejor que nos digas dónde encontrar el siguiente Portal.
—No hay ningún Portal.
—Si lo hubiera, ¿dónde lo encontraríamos? —insistió Rackhir.
—Si ese Portal existiera, que no existe, habría estado en el interior de la montaña, cerca de lo que antes se llamaba el mar de la Paz.
—¿Dónde estaba eso? —preguntó Rackhir, consciente de la difícil situación en la que se encontraban. No había allí hitos, ni sol, ni estrellas..., nada que les permitiera determinar el rumbo.
—Cerca de la Montaña de la Severidad.
—¿Por dónde se va? —inquirió Lamsar al hombre.
—Por allá fuera..., más allá..., en dirección a ninguna parte.
—Si tú consigues cuanto persigues, ¿adonde iremos a parar nosotros?
—A alguna parte distinta de la anterior. La verdad es que no puedo contestarte. Pero como en realidad no habéis existido nunca, por lo tanto, podéis continuar camino nimbo a la no realidad. Sólo yo soy real... y no existo.
—Así no vamos a ninguna parte —dijo Rackhir con una sonrisa presuntuosa que se transformó en un gesto ceñudo.
—Sólo mi mente mantiene a raya la no realidad —dijo el hombre—, y he de concentrarme, de lo contrario todo volverá en tropel y tendré que volver a comenzar desde el principio. Al principio, era el todo..., el Caos. Yo no creé nada.
Resignado, Rackhir tensó su arco, colocó en él una flecha y apuntó al hombre de rostro ceñudo.
—¿Deseas no ser? —le preguntó.
—Ya te lo he dicho —repuso. La flecha de Rackhir le atravesó el corazón; su cuerpo se desvaneció, se volvió sólido y cayó sobre la hierba, y de inmediato, se vieron rodeados de montañas, selvas y ríos. Se trataba de un mundo pacífico y ordenado, y Rackhir y Lamsar lo saborearon mientras continuaban viaje en busca de la Montaña de la Severidad. No parecía haber vida animal, y hablaron, asombrados, del hombre que se habían visto obligados a matar, hasta que, finalmente, llegaron a una enorme pirámide lisa que, aunque de origen natural, parecía haber sido tallada. Caminaron alrededor de su base hasta dar con una abertura.
No cabía duda de que aquella era la Montaña de la Severidad y de que no lejos de allí se extendía un océano tranquilo. Entraron por la abertura y se encontraron con un delicado paisaje. Habían logrado trasponer el último Portal y se encontraban ya en el Dominio de los Señores Grises.
Vieron árboles que parecían telarañas inmóviles.
Aquí y allá había estanques azules poco profundos, con espejos de agua y graciosas rocas que surgían dentro de ellos y alrededor de sus orillas. A lo lejos, las suaves colinas se fundían en un horizonte amarillo pastel, teñido de rojo, naranja y azul.
Se sintieron grandes, torpes, como voluminosos gigantes, al pisar la hierba fina y corta. Tuvieron la sensación de estar destruyendo la santidad de aquel lugar.
Entonces vieron que una muchacha caminaba hacia ellos.
Se detuvo cuando se fueron acercando a ella. Vestía unas túnicas negras cuyos pliegues volaban a su alrededor como agitados por el viento, pero no había viento. La muchacha tenía el rostro pálido y afilado, y unos ojos negros, enormes y enigmáticos. De su largo cuello pendía una joya.
—Sorana —dijo Rackhir con voz apagada—, estabas muerta.
—Desaparecida —dijo ella—. Y vine a parar aquí. Me avisaron que llegarías y decidí venir a tu encuentro.
—Pero éste es el Domino de los Señores Grises..., y tú sirves al Caos.
—Es verdad... pero el Tribunal de los Señores Grises acoge a muchos, vengan de la Ley, del Caos o de donde sea. Acompáñame, te llevaré hasta allí.
Asombrado, Rackhir dejó que los condujera por el extraño terreno, y Lamsar fue tras él.
En otros tiempos, Sorana y Rackhir habían sido amantes en Yeshpotoom— Kahlai, la Fortaleza Impía, donde el mal florecía y era hermoso. Sorana, hechicera y aventurera, carecía de conciencia, pero sentía un gran aprecio por el Arquero Rojo, pues éste había llegado una noche a Yeshpotoom—Kahlai, cubierto de sangre, después de haber sobrevivido a un extraño combate entre los Caballeros de Tumbru y los Bandoleros de Loheb Bakra. Habían transcurrido siete años desde entonces, y él la había oído gritar cuando los Asesinos Azules habían entrado sigilosamente en la Fortaleza Impía, dispuestos a asesinar a los hacedores del mal. Aquel grito lo había sorprendido cuando se disponía a marcharse apresuradamente de Yeshpotoom—Kahlai, y le había parecido poco sensato investigar algo que, a todas luces, había sido un grito de muerte. Y ahí la tenía, ante él..., y si estaba allí, entonces sería por un poderoso motivo, y por conveniencia de ella. Por otra parte, a Sorana le interesaba servir al Caos, por lo que más le valía sospechar de ella.
En la lejanía vieron unas enormes tiendas de un tono gris rielante que, a la luz, parecían compuestas por todos los colores. Entre las tiendas, la gente se movía con lentitud, y de aquel lugar emanaba un aire de inactividad.
—Aquí es donde los Señores Grises reúnen su tribunal transitorio —dijo Sorana sonriéndole y tomándolo de la mano—. Vagan por sus tierras y llevan consigo pocos artefactos y casas provisorias, como puedes ver. Te darán la bienvenida si les resultas interesante.
—Pero ¿van a ayudarnos?
—Pregúntale a ellos.
—Estás comprometida con Eequor del Caos —le hizo notar Rackhir—, y debes ayudarla a ella y no a nosotros, ¿no es así?
—Te ofrezco una tregua —le dijo con una sonrisa—. Sólo puedo informar al Caos de vuestros planes y, si los Señores Grises os ayudaran, debo decirles cómo, si logro averiguarlo.
—Eres franca, Sorana.
—Aquí hay hipocresías más sutiles..., y la mentira más sutil de todas es la pura verdad —dijo mientras entraban en la zona de altas tiendas y se dirigían a una en particular.
En otro reino de la Tierra, la enorme horda atravesaba en una loca carrera los pastizales del norte, dando gritos y cantando tras su jefe, un jinete de negra armadura. Se iban acercando cada vez más a la solitaria Tanelorn; sus abigarradas armas brillaban en las nieblas del atardecer. Al igual que una marejada hirviente de insensatos, la turba avanzaba, impulsada por el odio histérico hacia Tanelorn que Narjhan había sembrado en sus corazones. Ladrones, asesinos, chacales, buscadores de carroña... era una horda de famélicos, pero era enorme...
En Tanelorn, los rostros de los guerreros se ensombrecían a medida que los batidores y exploradores entraban en la ciudad portando mensajes y cálculos sobre la fuerza del ejército de pordioseros.
Brut, vestido con la armadura plateada propia de su rango, sabía que habían transcurrido dos días completos desde que Rackhir partiera con destino al Desierto de los Suspiros. Tres días más y la ciudad sería engullida por la poderosa chusma de Narjhan; sabían que no había posibilidades de detener su avance. Podían marcharse y dejar a Tanelorn abandonada a su destino, pero no lo hicieron. Ni siquiera el débil Uroch lo hizo. Porque Tanelorn, la Misteriosa, les había otorgado un poder secreto que cada uno de ellos creía suyo, una fuerza que los llenó después de haber sido hombres vacíos. Se quedaron por puro egoísmo, porque abandonar Tanelorn a su destino habría, significado volver a ser hombres vacíos, algo que todos temían.
Brut, el jefe, preparó la defensa de Tanelorn, una defensa que podría haber bastado para contener al ejército de pordioseros, pero que no sería suficiente para luchar contra ellos y el Caos. Brut se estremeció al pensar que si el Caos había dirigido todas sus fuerzas contra Tanelorn, no tardarían en encontrarse todos llorando en el Infierno.
Sobre Tanelorn se elevó una nube de polvo, levantada por los cascos de los caballos de los batidores y los mensajeros. Uno de ellos traspuso la puerta mientras Brut vigilaba. Detuvo su cabalgadura ante el noble. Era un mensajero de Kaarlak, situada junto al Erial de los Sollozos, una de las ciudades más importantes y más cercanas a Tanelorn.
—Pedí ayuda en Kaarlak —anunció jadeando el mensajero—, pero tal como suponíamos, jamás han oído hablar de Tanelorn y sospecharon que fuese un emisario del ejército de pordioseros enviado para tenderles una trampa a sus nuevas fuerzas. Supliqué a los Senadores que nos auxiliaran, pero se negaron.
—¿No estaba allí Elric? Él conoce Tanelorn.
—No, no estaba. Se rumorea que está luchando contra el Caos, pues los esbirros enviados por éste capturaron a Zarozinia, su esposa, y ha ido tras ellos. Al parecer, el Caos está cobrando fuerzas en todos los confines de nuestro reino.
Brut palideció.
—¿Qué me dices de Jadmar..., nos enviará Jadmar sus guerreros? —inquirió el mensajero con urgencia, pues muchos habían sido enviados a solicitar ayuda a las ciudades más cercanas.
—No lo sé —respondió Brut—, pero da igual, pues el ejército de pordioseros se encuentra a apenas tres días de marcha de Tanelorn, y las fuerzas jadmarianas tardarían dos semanas en llegar hasta aquí.
—¿Y Rackhir?
—No sé nada de él, y aún no ha regresado. Tengo el presentimiento de que no volverá. Tanelorn está perdida.
Rackhir y Lamsar hicieron una reverencia ante los tres hombrecitos, sentados en la tienda, pero uno de ellos les dijo, impaciente:
—No os humilléis ante nosotros, amigos, pues nosotros somos más humildes que nadie.
Los dos hombres se incorporaron y esperaron a que volvieran a dirigirles la palabra.
Los Señores Grises daban por sentada la humildad, pero al parecer, ésa era su mayor ostentación, pues era para ellos motivo de orgullo. Rackhir se dio cuenta de que tendría que recurrir a la adulación sutil y no estaba seguro de poder hacerlo, pues él era guerrero y no cortesano ni diplomático. Lamsar también se dio cuenta de la situación y dijo: