La Marquesa De Los Ángeles (28 page)

Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
10.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero una noche en que se contemplaba en un gran espejo, deslumbradora en un vestido de raso de color de marfil con alta gorguera de encaje sembrado de perlas, distinguió a su lado la sombría silueta del Conde de Peyrac, y una brusca desesperación le cayó sobre los hombros como una capa de plomo. «¿Qué importaba la riqueza y el lujo —pensaba— frente a este terrible destino: estar atada de por vida a un marido rengo y espantable?»

El Conde se dio cuenta de que era a él a quien miraba en el espejo, y se apartó bruscamente.

—¿Qué os sucede? ¿No os encontráis hermosa?

—Sí, señor —respondió ella dócilmente.

—¿Entonces…? Al menos, podríais sonreír… —Y creyó oírle suspirar quedito.

Durante los meses siguientes Angélica no tuvo más remedio que notar que el Conde prodigaba muchas más atenciones a las otras mujeres que a ella. Su galantería era espontánea, risueña, refinada, y las damas le buscaban. Jugaban a las «preciosas», como estaba de moda en París.

—Este es el palacio del
Gay Saber
—le dijo un día el Conde—. Todo lo que fue un tiempo la gracia y la cortesía de Aquitania, y por tanto, de Francia, debe encontrarse entre estos muros. Así, Toulouse acaba de celebrar los famosos Juegos Florales. La violeta de oro le ha sido concedida a un joven poeta del Rosellón. De todos los rincones de Francia y hasta del mundo vienen a Toulouse a hacerse juzgar los hacedores de rondeles, bajo la égida de Clemencia Isaura, la luminosa inspiradora de los poetas de los siglos pasados. Por tanto, no os asombréis, Angélica, si veis tantos rostros desconocidos que van y vienen por mi palacio. Si os molestan, podéis retiraros al pabellón de la Garona.

Pero Angélica no sentía deseo de aislarse. Poco a poco se dejó vencer por el hechizo de aquella vida divertida. Después de haberla desdeñado, algunas damas se dieron cuenta de que tenía ingenio y la acogieron en sus círculos. Ante el éxito de las recepciones que el Conde daba en aquella morada que, a pesar de todo, era la suya, la joven se aficionó a dirigir el orden y buen funcionamiento de la casa. Se la veía correr de las cocinas a los jardines y de las guardillas a las bodegas, seguida por sus tres negritos, a cuyos rostros divertidos se había acostumbrado.

En la ciudad había muchos moros esclavos, porque se abrían sobre aquel Mediterráneo, que no era sino un gran lago de piratería, los puertos de Aigües Mortes y Narbona. Ir por mar de Narbona a Marsella representaba una verdadera expedición. En Toulouse se rieron mucho, por entonces, de las malaventuras de un señor gascón hecho cautivo por galeras árabes. El rey de Francia lo había rescatado casi inmediatamente del sultán de los berberiscos, pero volvió muy enflaquecido y no ocultaba que entre los moros las había pasado muy negras. Sólo Kuassi-Ba impresionaba un tanto a Angélica. Cuando veía erguirse ante ella a aquel coloso sombrío con ojos de esmalte, le costaba trabajo dominar un cierto temor. Sin embargo, parecía muy amable. No se separaba del Conde de Peyrac, y él era quien guardaba en el fondo del palacio la puerta de una estancia misteriosa. Allí el Conde se retiraba todas las noches y, a veces, durante el día. Angélica estaba segura de que en aquel dominio reservado estaban las redomas y crisoles de que Enrico había hablado a la nodriza. Le hubiera gustado mucho poder entrar en él, pero no se atrevía. Fue uno de los visitantes del palacio del
Gay Saber
quien le permitió descubrir aquel nuevo aspecto de la personalidad de su marido.

XV
Discusiones fisicomatemáticas

El visitante llegó lleno de polvo. Viajaba a caballo y venía de Lyon por Nimes. Era un hombre bastante alto, de uno treinta y cinco años. Empezó a hablar en italiano, pasó después al latín, que Angélica comprendía mal, y terminó por expresarse en alemán. En esta lengua, familiar para Angélica, el Conde le presentó al viajero:

—El profesor Bernalli de Ginebra me hace el grande honor de venir a hablar conmigo de problemas científicos sobre los cuales hemos mantenido desde hace muchos años abundante correspondencia.

El forastero se inclinó con galantería completamente italiana y se confundió en protestas. Ciertamente, iba a importunar con sus discursos y fórmulas a una dama encantadora cuyas preocupaciones eran, sin duda, más ligeras. No fue ni por bravata ni por verdadera curiosidad por lo que Angélica pidió asistir a las discusiones. Sin embargo, para no ser indiscreta, sentóse en el hueco de una alta ventana que se abría al patio.

Era un día de invierno, de frío seco y sol brillante. De los patios subía el olor de los braseros de cobre en torno a los cuales se calentaban los lacayos. Angélica, con una labor de bordado en la mano, prestaba oído a las palabras de los dos hombres, sentados frente a frente junto a la chimenea, donde se mantenía sin mucho empeño una pequeña lumbre de leña.

En un principio hablaron de personas que le eran totalmente desconocida: del filósofo inglés Bacon, del francés Descartes, del ingeniero francés Blondet, contra el cual los dos hombres estaban indignados porque, decían, trataba las teorías de Galileo de paradojas estériles. De todo ello Angélica acabó por sacar en limpio que el recién llegado era partidario encarnizado del llamado Descartes, a quien su marido, por el contrario, combatía. Sentado en un sillón tapizado, en una de las posturas lánguidas que le agradaban, Joffrey de Peyrac parecía apenas más serio que cuando discutía con las damas las rimas de un soneto. Su actitud desenvuelta hacía contraste con la de su interlocutor, que se mantenía sentado muy tieso en el borde de un taburete desde el cual hablaba con verdadero apasionamiento.

—Vuestro Descartes es seguramente un genio —decía el conde—, pero ello no quiere decir que tenga razón en todo y por todo.

El italiano se excitaba.

—Me gustaría saber cómo podríais encontrarle en error. ¡Veamos! ¡El primer hombre que ha puesto a la escolástica y a las ideas abstractas y religiosas su método experimental! De aquí en adelante, en vez de juzgar las cosas como se hacía antes según los principios absolutos, se las juzgará tomando medidas y haciendo experimentos, para deducir
después
de unas y otros leyes matemáticas. Eso se lo deberemos a Descartes. ¿Cómo vos, que afectáis el espíritu realista caro a los hombres del Renacimiento, podéis no adheriros a este sistema?

—Me adhiero a él, creedlo, amigo. Estoy convencido de que, sin Descartes, nunca hubiera podido la ciencia salir de la costra de necedades en que la han enterrado los últimos siglos. Pero lo que le echo en cara es carecer de franqueza hacia su propio genio. Sus teorías están empañadas por errores flagrantes. Pero no quiero contrariaros si estáis convencido.

—He venido de Grecia atravesando montañas y ríos para aceptar vuestro desafío respecto a Descartes. Os escucho.

—Tomemos, si queréis, el principio de la gravitación, el de la atracción recíproca de los cuerpos, es decir, la caída de los mismos hacia el suelo. Descartes afirma que, cuando un cuerpo choca con otro, no puede moverlo si no tiene una masa superior a él. Así una bola de corcho que choque con una bola de hierro no podrá sacarla de su sitio.

—Es la evidencia misma. Y permitidme citar la fórmula de Descartes: «La suma aritmética de las cantidades en movimiento de las diversas partes del Universo permanece constante.»

—¡No! —exclamó Joffrey de Peyrac levantándose con tal brusquedad que hizo estremecerse a Angélica—. ¡No! Eso no es sino una falsa evidencia, y Descartes
no hizo el experimento.
Le hubiera bastado, para darse cuenta de su error, tomar una pistola y disparar una bala de plomo de una onza contra una bola de trapos apretados de un peso superior a dos libras. La bola de trapos se hubiera movido de su sitio.

Bernalli miró al Conde con estupefacción.

—Confieso que me confundís, pero vuestro ejemplo ¿está bien elegido? En este experimento del tiro, ¿entra tal vez un elemento nuevo? ¿Cómo llamarlo? La violencia…, la fuerza…

—Es sencillamente la velocidad. Pero no es un elemento específico del tiro. Cada vez que un cuerpo se mueve, ese elemento entra en juego. Lo que Descartes llama la cantidad de movimiento es la ley de la velocidad y no una suma aritmética de las cosas.

—Y si la ley de Descartes no es buena, ¿cuál otra veis?

—La de Copérnico, cuando habla de la atracción de los cuerpos. Esa propiedad invisible, semejante a la del imán, no se puede medir, pero tampoco se puede negar.

Bernalli, con el puño cerrado sobre la boca, meditaba.

—Ya he pensado un poco en todo eso, y discutí sobre ello con el mismo Descartes cuando le encontré en La Haya antes de marcharse a Suecia, donde, ¡ay!, debía morir. ¿Sabéis qué me respondió? Me dijo que esa ley de la atracción había que descartarla porque existía en ella «alguna cosa oculta» y parecía a priori herética y sospechosa.

El Conde de Peyrac se echó a reír.

—Descartes era un cobarde, y sobre todo no quería perder los mil escudos de pensión que le daba Mazarino. Se acordaba del pobre Galileo, que tuvo que retractarse en el tormento de la Inquisición de su «herejía del movimiento de la Tierra», y que más tarde murió suspirando: «Y sin embargo, se mueve…» También cuando Descartes, en su
Tratado del Mundo,
adoptó la teoría del polaco Copérnico
De Revolutionibus orbium coelestium,
se guardó muy bien de afirmar el movimiento de la Tierra. Se limitó a decir: «La Tierra no se mueve, sino que es arrastrada por un torbellino.» ¿No es un eufemismo encantador?

—Veo que no sois demasiado benévolo con el pobre Descartes —dijo el genovés—, aunque le consideráis un genio.

—Les tengo un doble rencor a los grandes espíritus cuando se muestran mezquinos. Descartes, desdichadamente, se preocupaba del pan cotidiano, que tenía asegurado gracias a las liberalidades de los grandes. Añadiré que, en mi opinión, se mostró como un genio en las matemáticas puras, pero no era muy fuerte en dinámica ni en física en general. Sus experimentos sobre la caída de los cuerpos, si es que en realidad ha intentado verdaderos experimentos materiales, son embrionarios. Hubiera sido menester, para completarlos, que enunciase un hecho extraordinario que, en mi sentir, no es imposible, y es que
el aire no está vacío.

—¿Qué queréis decir? Ciertamente, vuestras paradojas me aturden.

—Digo que el aire en que nos movemos bien pudiera no ser en realidad sino un elemento denso, algo como el agua en que viven los peces; elemento con cierta elasticidad, cierta resistencia; en suma, un elemento invisible a nuestros ojos, pero real.

—Me espantáis —repitió el italiano, que se levantó agitado y dio unos pasos por la estancia. Se detuvo, abrió varias veces la boca como un pez, sacudió la cabeza y volvió a sentarse junto a la chimenea—. Me vienen tentaciones de trataros de loco, y, sin embargo, dentro de mí hay algo que aprueba lo que decís. Vuestra teoría sería el término de mis estudios sobre los líquidos. ¡Ah, no me arrepiento de este peligroso viaje, que me proporciona el gozo insigne de hablar con un gran sabio! Pero tened cuidado, amigo. Si yo mismo, que no he pronunciado jamás palabras de la audacia de las vuestras, estoy considerado como hereje y me veo obligado a desterrarme en Suiza, ¿qué no os puede suceder a vos?

—¡Bah —dijo el Conde—, yo no intento convencer a nadie, a no ser a espíritus iniciados y capaces de comprenderme! Ni siquiera tengo la ambición de registrar y editar el resultado de mis trabajos. Me entrego a ellos por placer, lo mismo que me divierto haciendo versos para cantarlos a amables damas. Estoy tranquilo en mi palacio tolosano, ¿y quién va a venir a buscarme querella?

—El ojo del poder está en todas partes —dijo Bernalli lanzando en derredor una mirada escéptica.

En aquel mismo instante Angélica creyó percibir no lejos de ella un ruido ligerísimo, y le pareció que un tapiz se había movido, experimentando una impresión muy desagradable. Desde aquel momento no siguió sino con distracción la conversación de los dos hombres. Su mirada se prendía inconscientemente del rostro de Joffrey de Peyrac. La penumbra que iba invadiendo la habitación, en el crepúsculo temprano del invierno, atenuaba las desfiguradas facciones del caballero, y sólo se veían sus ojos negros de lumbre apasionada y el brillo de sus dientes en la sonrisa que acompañaba con desenvoltura a sus palabras más graves. La turbación se apoderó del corazón de Angélica.

Cuando Bernalli se retiró para arreglarse antes de la comida, Angélica cerró la ventana. Los lacayos estaban colocando luces sobre las mesas, mientras una sirvienta reanimaba la lumbre. Joffrey de Peyrac se levantó y se acercó al hueco de la ventana donde estaba su mujer.

—Muy silenciosa estáis, amiga. Es, por otra parte, vuestra costumbre. ¿Os habéis dormido escuchando nuestros discursos?

—No, al contrario, me interesaron muchísimo —dijo lentamente Angélica, y por primera vez sus ojos no rehuyeron la mirada de su marido—. No pretendo haberlo comprendido todo, pero os confesaré que tengo más afición a este género de discusiones que a las poesías de las damas o de sus pajes.

Joffrey de Peyrac puso un pie en el escalón del hueco de la ventana y se inclinó para mirar a Angélica con atención.

—Sois una curiosa mujercita. Creo que empezáis a ceder, pero no cesáis de asombrarme. He empleado muchas y diversas seducciones para conquistar a la mujer que deseaba, pero nunca pensé en las matemáticas.

Angélica no pudo menos de reírse mientras una llama le subía a las mejillas. Bajó los ojos con un poco de confusión y, para cambiar de tema, preguntó:

—Entonces, en ese laboratorio misterioso que Kuassi-Ba guarda con tanto celo, ¿os entregáis a experimentos de física?

—Sí y no. Tengo algunos aparatos para mediciones, pero el laboratorio me sirve sobre todo para trabajo de química con metales como el oro y la plata.

—¡La alquimia! —repitió Angélica emocionada, y la visión del castillo de Gil de Retz pasó ante sus ojos—. ¿Por qué queréis siempre oro y plata? —preguntó con súbito ardor—. Diríase que los buscáis por todas partes, no sólo en vuestro laboratorio, sino también en España, en Inglaterra y hasta en esa menguada mina de plomo que mi familia poseía en el Poitou… Y Molines me dijo que también tenéis una mina de oro en los montes Pirineos. ¿Para qué queréis tanto oro…?

—Hace falta mucho dinero para ser libre, señora. Y ved lo que dice maese Andrés el Capellán a la cabeza de su libro
El arte de amar:
«Para ocuparse de amor, no hay que tener preocupaciones por la vida material.»

Other books

A Secret Gift by Ted Gup
Cates, Kimberly by Stealing Heaven
Lecture Notes by Justine Elyot
Jilted by Varina Denman
The Tyranny of E-mail by John Freeman
A Greater World by Clare Flynn
Board Approved by Jessica Jayne
Hunter's Woman by Kaitlyn O'Connor
The Listening Sky by Dorothy Garlock