—Está en el pajar, llenando botellas, señora.
Angélica prosiguió su camino. Se movía como una autómata. No sabía por qué iba en busca de Nicolás, pero quería verle. Desde la escena del bosquecillo Nicolás no había vuelto a levantar los ojos hacia ella, limitándose a cumplir su servicio de lacayo con esmero mezclado con desgana. Hallóle en la bodega ocupado en llenar de vino jarras y botellones que le traían sin cesar otros lacayos. Vestía una librea amarilla con adornos azules que el señor de Sancé había alquilado para la ocasión. Lejos de parecer ridículo con aquel disfraz, el joven campesino no carecía de elegancia. Se irguió al ver a Angélica e hizo la profunda reverencia que el mayordomo Clemente les había enseñado durante horas enteras a todos los criados de la casa.
—Te buscaba, Nicolás.
—Señora Condesa…
Lanzó una mirada a los lacayuelos que esperaban con sendas jarras en la mano.
—Pon un mozo en tu puesto durante unos instantes y sigúeme.
Ya fuera, se pasó la mano por la frente. En verdad, no sabía exactamente lo que iba a hacer, pero la exaltación se apoderaba de ella y la invadía con el olor embriagante de los charcos de vino derramados en el suelo. Empujó la puerta de un pajar vecino: allí también flotaba el pesado aroma del vino, pues habían estado llenando botellas durante buena parte de la noche. Ahora los barriles estaban vacíos y el pajar desierto. Estaba oscuro y hacía calor.
Angélica apoyó las manos en el fuerte pecho de Nicolás. Y de repente se desplomó sobre él, sacudida por sollozos sin lágrimas.
—Nicolás —gemía—, compañero mío, dime que no es verdad. Que no van a llevarme, que no van a entregarme a él. ¡Apriétame, apriétame muy fuerte! ¡Dime que no he de irme de aquí…!
—Señora Condesa…
—¡Cállate! ¡Ay, no seas malo también tú! —Y añadió con voz ronca que casi ella misma no reconoció por suya—: Apriétame, apriétame fuerte. ¡Es todo lo que te pido!
Nicolás pareció vacilar. Después, sus robustos brazos de labrador se cerraron sobre su frágil talle. El pajar estaba completamente a oscuras. El calor de la paja amontonada producía una especie de tensión estremecida semejante a la de la tormenta. Angélica, enloquecida, embriagada, se frotaba la frente contra el hombro de Nicolás. De nuevo se sentía rodeada por el deseo salvaje del hombre, pero esta vez se abandonó a él.
—¡Ay —suspiraba—, tú eres bueno! ¡Tú eres mi amigo! Quisiera que me amases… Sólo una vez quiero ser amada por un hombre joven y hermoso… ¿Comprendes?
Anudó los brazos en torno a la nuca maciza del hombre y le obligó a inclinar el rostro hacia ella. Había bebido también él, y su aliento tenía el aroma del vino ardiente. Nicolás suspiró:
—¡Marquesa de los Angeles…!
—Quiéreme —balbució ella besándole—. Sólo una vez. Después me marcharé. ¿No me quieres? ¿Es que ya no me quieres?
Respondió él con un gruñido sordo y, alzándola entre sus brazos, titubeó en la sombra y fue a caer con ella sobre el montón de paja.
Angélica se sintió a un tiempo extrañamente lúcida y como desprendida de todas las contingencias humanas. Acababa de penetrar en otro mundo: flotaba por encima de cuanto había sido su vida hasta entonces. Aturdida por la oscuridad total del pajar, el calor y el olor a sitio cerrado, intentó ante todo dominar su pudor, que quería imponerse a pesar suyo. Apretando los dientes, se repetía que no había de ser «el otro» el primero… Así se vengaría, ésa sería su respuesta al oro que creía poder comprarlo todo…
Lució de pronto el fulgor de un farol a través del pajar y en la puerta se alzó un grito de mujer horrorizada. Nicolás, de un salto, se echó a un lado. Angélica vio una forma maciza precipitarse sobre el lacayo. Reconoció al viejo Guillermo y se agarró a él con todas sus fuerzas. Ágilmente, Nicolás se encaramó a las tablas del techo y abrió un boquete en él. Le oyeron saltar y huir. La mujer, en el umbral, seguía dando gritos. Era tía Juana. Angélica soltó a Guillermo, se echó sobre ella y le hundió repetidas veces en el brazo las uñas como garras.
—¡Callaos, vieja loca…! ¿Tenéis empeño en que estalle un escándalo, en que el marqués de Andijos recoja sus trastos y se marche con sus promesas y regalos? Entonces se habrían acabado vuestras piedras de los Pirineos y vuestras golosinas. ¡Callaos, si no queréis que os hunda el puño en esa boca sin dientes!
Aldeanos y criados acudían llenos de curiosidad desde los pajares próximos. Angélica vio venir a la nodriza y detrás de ella a su padre, que, no obstante su andar inseguro por haber bebido con exceso, continuaba vigilando como buen amo de casa el orden del festín.
—¿Sois vos, Juana, quien lanza esos gritos de mujer a quien el diablo hace cosquillas?
—¡Cosquillas! —exclamó la solterona—. ¡Ay, Armando, me muero!
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Vine aquí a buscar un poco de vino. Y en ese pajar he visto…
—Tía Juana ha visto un animal, no sabe si una serpiente o un hurón —interrumpió Angélica—, pero la verdad, tía, que no es para alborotar… Haríais mejor en volver a la mesa, y allí os llevarían vuestro vino.
—Eso es, eso es —aprobó el barón, con voz pastosa—. Para una vez, Juana, que intentáis servir de algo, molestáis a demasiada gente.
«No ha intentado servir de nada —pensaba Angélica—. Me espiaba, me ha seguido. Vive desde hace tanto tiempo en el castillo, sentada frente a su labor de tapicería como una araña en medio de su tela, que nos conoce a todos mejor que nos conocemos a nosotros mismos; nos huele, nos adivina. Me vino siguiendo. Ha pedido al viejo Guillermo que la acompañase con la linterna.»
Sus dedos seguían hundiéndose en los brazos de la anciana.
—¿Me habéis comprendido? —murmuró—. De esto, ni una palabra, porque si no, juro que os enveneno con unas hierbas que conozco.
La tía Juana lanzó un suspiro y puso los ojos en blanco. La referencia a su collar la había dominado aún más que la amenaza. Con los labios fruncidos, pero en silencio, siguió a su hermano.
Una mano ruda detuvo a Angélica y la obligó a detenerse. Sin suavidad ninguna, el viejo Guillermo le quitó de los cabellos y el vestido las briznas de paja que se habían quedado prendidas. Angélica levantó los ojos hacia él e intentó adivinar la expresión de su rostro barbudo.
—Guillermo —murmuró—, quiero que comprendas…
—No necesito comprender, señora —respondió en alemán, con altanería que fue para ella como una bofetada—. Me basta con lo que vi.
Levantó el puño en la sombra y gruñó una injuria.
Angélica irguió la cabeza y volvió al festín. Al sentarse a la mesa buscó con la vista al marqués de Andijos y lo vio en el suelo, debajo de su taburete, durmiendo como un bendito. Parte de los invitados se habían marchado o estaban dormidos, pero en el prado aún seguía el baile.
Rígida, Angélica continuó presidiendo su comida de bodas.
La irritación que sentía por aquel acto inacabado, por aquella venganza que no había podido realizar, la llenaba de dolor hasta la punta de las uñas. Había perdido al viejo Guillermo. Monteloup la rechazaba. No le quedaba sino ir a reunirse con su esposo rengo.
A la mañana siguiente cuatro carrozas y dos pesados coches tomaban el camino de Niort. A Angélica le costaba trabajo creer que todo aquel despliegue de caballos y postillones, aquellos gritos y chirridos de ballesta, fueran en honor suyo. Tanto polvo removido para la señorita de Sancé, que nunca había conocido otra escolta que un viejo mercenario armado de pica, era inimaginable.
Lacayos, sirvientes y músicos se amontonaban en los grandes coches con los equipajes. Al sol del camino, entre vergeles floridos, veíase desfilar aquel cortejo de rostros morenos. Risas, canciones, rasgueo de guitarras, dejaban al pasar, junto con el olor a estiércol de los caballos, un dejo de despreocupación. Los hijos del Sur volvían a su mediodía chispeante, perfumado de ajo y vino.
Maese Clemente Tonnel era el único que en medio de tan alegre compañía adoptaba aires de importancia. Contratado para la semana de las bodas, había pedido que por favor le volviesen a llevar a Niort, lo cual ahorraba pagarle una escolta. Pero la noche misma de la primera etapa vino a hablar con Angélica. Le ofrecía quedarse a su servicio, ya como mayordomo, ya como lacayo. Explicó que había servido en París, en casa de grandes señores cuyos nombres citó; pero, habiendo vuelto a Niort, de donde era oriundo, para arreglar la herencia de su padre carnicero, un lacayo intrigante le había quitado su último empleo. Desde entonces buscaba una casa honrada y de cierto rango para ejercer en ella sus funciones. De aspecto serio, aunque un tanto presumido, había conquistado los favores de la sirvienta Margarita. Esta le aseguró que un nuevo lacayo diestro en su oficio sería bien acogido en el palacio de Toulouse. El señor Conde estaba rodeado de gentes diversas y de todos los colores, que no desempeñaban bien su oficio. Todos holgazaneaban al sol y el más perezoso era sin duda alguna el intendente encargado de dirigirlos, Alfonso. Angélica, pues, contrató a maese Clemente. La intimidaba sin saber por qué, pero le agradaba que hablase como todo el mundo, es decir, sin aquel insoportable acento que empezaba a exasperarla. Aquel hombre frío, flexible, casi demasiado servil en sus muestras de respeto y en sus atenciones, aquel criado desconocido ayer, representaría para ella su provincia.
En cuanto salieron de Niort, la capital de los pantanos, con su pesada torre negra como hierro fundido, el cortejo de la señora de Peyrac se precipitó de golpe hacia la luz. Sin darse casi cuenta, Angélica se encontró en medio de un paisaje inusitado, sin sombras, rayado en todos sentidos por las viñas. Pasaron no lejos de Burdeos. Después, el maíz verde alternó con las vides. En las cercanías del Béarn los viajeros fueron recibidos en el castillo del señor Antonio de Caumont, marqués de Péguilin, duque de Lauzun. Angélica contempló con asombro mezclado de diversión a aquel hombrecillo que, merced a su gracia y a su ingenio, era, afirmaba Andijos, «el muchacho más adulado» de la Corte. El mismo rey, que presumía de serio, no podía resistirse a las ocurrencias de Péguilin, que le hacían soltar la carcajada en pleno consejo.
Precisamente Péguilin estaba en esos momentos en sus tierras, seguramente purgando alguna insolencia excesiva a Mazarino. Pero no parecía estar demasiado afligido y contaba miles de historias. Angélica, poco acostumbrada a la jerga galante entonces de moda en la Corte, no comprendía la mitad de sus cuentos, pero la etapa fue alegre y entretenida y le sirvió de descanso. El duque de Lauzun se quedaba extasiado ante su belleza y la lisonjeaba en improvisados versos.
—¡Ay, amigos míos! —exclamaba—. Me pregunto si la
Voz de Oro del Reino
no irá a perder su nota más alta.
Así fue como Angélica oyó hablar por primera vez de, la
Voz de Oro del Reino.
—Es el cantante más grande de Toulouse —le explicaron—. Desde la época de los grandes trovadores el Languedoc no ha conocido otro semejante. Le oiréis, señora, y no podréis menos de sucumbir a su encanto.
Angélica intentaba no desilusionar a sus huéspedes poniendo cara seria. Todas aquellas gentes le eran simpáticas, y a pesar de su trivialidad la trataban siempre con gentileza. El aire excesivamente caliente, los edificios con techados de teja, las hojas de los plátanos, todo lo veía del color del vino blanco. Pero, a medida que iban llegando al fin del viaje, Angélica sentía la impresión de que le pesaba cada vez más el corazón.
La víspera de su entrada en Toulouse se alojaron en uno de los palacios del Conde de Peyrac, un castillo de piedra clara de estilo Renacimiento. Angélica disfrutó de la comodidad de uno de los baños, que tenía piscina revestida de mosaicos. Margarita la servía solícita. Temía que el polvo y el calor del camino hubieran oscurecido aún más el color del rostro de su señora, cuyo cálido tono mate desaprobaba en silencio. Margarita la ungió con ungüentos diversos y, después de hacerla tender sobre una camilla, le dio masajes con energía y la depiló por completo. Angélica no se sintió sorprendida de aquella costumbre, que antaño, en los tiempos en que había baños romanos en todas las ciudades, era de práctica usual hasta entre la gente del pueblo. Ahora, sólo las jóvenes de la alta sociedad se sometían a ella. Era de muy mal tono que una gran dama conservase en el cuerpo pelos superfluos.
Pero mientras su doncella se preocupaba tanto por lograr que tuviese un cuerpo perfecto, Angélica no podía menos de sentir una especie de horror. «No me tocará —se repetía—. Antes me tiraré por la ventana.» Pero nada podía detener ya la carrera loca, el torbellino que la arrastraba.
A la mañana siguiente, enferma de miedo, subió por última vez a la carroza que en pocas horas había de llevarla a Toulouse. El marqués de Andijos se sentó a su lado. Estaba contentísimo, canturreaba, charlaba.
Pero ella no le oía. Desde hacía algunos minutos se había dado cuenta de que el postillón amenguaba el paso de los caballos. A cierta distancia del coche, multitud de gente de pie y de a caballo impedía el paso. Cuando la carroza se detuvo se oyeron mejor cantos y gritos al ritmo de tamboriles.
—¡Por San Severino! —exclamó el marqués dando un salto—. Creo que vuestro esposo sale a nuestro encuentro.
—¡Ya!
Angélica notó que se había puesto pálida. Los pajes abrieron las portezuelas. Tuvo que bajar del coche, a la arena de la carretera, bajo un sol implacable. El cielo estaba azul oscuro. Un hálito quemante se alzaba de los campos de maíz a ambos lados del camino. Una comparsa abigarrada le salió al encuentro. Vestidos con trajes extraños a grandes rombos rojos y verdes, una nube de niños saltaba haciendo cabriolas inverosímiles, para venir a estrellarse a los pies de los caballos, cuyos jinetes, también con libreas extravagantes de raso rosa, iban tocados con plumas blancas.
—¡Los príncipes del amor! ¡Los cómicos de Italia! —exclamó gozoso el marqués abriendo los brazos en un ademán de entusiasmo peligroso para quienes le rodeaban—. ¡Ah, Toulouse, Toulouse, Toulouse!
La multitud abrió paso. Una gran silueta desequilibrada y bamboleante apareció vestida de púrpura y apoyándose en un bastón de ébano. A medida que el tal personaje se adelantaba cojeando podía distinguirse, bajo una amplia peluca negra, un rostro tan poco agradable de mirar como el conjunto de su figura. Dos profundas cicatrices le cruzaban la sien y la mejilla izquierda y le cerraban a medias el párpado. Tenía los labios gruesos y estaba enteramente afeitado, lo cual era contrario a la moda y añadía algo insólito al aspecto del curioso espantajo.