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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (57 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—¿Y es?


Monsieur,
el hermano del rey.

—¡Estáis loco!

El joven hizo una mueca desagradable.

—¿Creéis que os he timado vuestras 1.500 libras? Parezco un fantoche, señora, pero si los informes que traigo cuestan caros es porque siempre son exactos. El hermano del rey fue el que os armó una trampa en el Louvre y el que intentó haceros asesinar. Lo sé por el mismo malandrín que apuñaló a vuestra sirvienta Margarita, y necesité nada menos que diez cuartillos de vino en «El Gallo Rojo» para sacarle la confesión.

Angélica se pasó la mano por la frente. Con voz alterada hizo a Desgrez el relato del curioso incidente de que había sido testigo algunos años antes en el castillo del Plessis-Belliére.

—¿Sabéis que ha sido de vuestro pariente el marqués du Plessis?

—Lo ignoro. Pero es posible que esté en París o en el Ejército.

—La Fronda está lejos —murmuró soñador el abogado—, pero bastaría bien poco para reanimar el tizón que aún echa humo. Evidentemente, hay muchas personas que temen que aparezca de nuevo el testimonio de su traición. —Con un ademán barrió la mesa llena de papelotes y plumas de ganso—. Resumamos la situación: la señorita Angélica de Sancé, es decir, vos misma, está bajo sospecha de poseer un tremendo secreto. El señor príncipe o Fouquet encargan la averiguación al criado. Durante años os está acechando. Por fin adquiere la certidumbre de lo que no era más que una sospecha; vos sois la que hizo desaparecer el cofrecillo, sólo vos y vuestro marido conocéis el escondrijo. Esta vez vuestro criado va en busca de Fouquet y le cede su secreto a cambio de oro contante y sonante. Desde aquel mismo instante vuestra perdición está decidida. Todos los que temen perder su pensión, su empleo, el favor de la Corte, se ligan en la sombra contra el señor tolosano que un día puede aparecer ante el rey diciendo: «¡He aquí lo que sé!» Si estuviésemos en Italia, hubieran empleado el puñal o el veneno. Pero se sabe que el conde de Peyrac es refractario al veneno, y además en Francia se prefiere dar a las cosas un aspecto legal. La estúpida cábala montada por monseñor Fontenac viene a punto. Van a hacer arrestar al hombre comprometedor bajo la acusación de brujo. Se convence al rey. Se atiza la envidia que le causa un señor tan rico. ¡Y ahí está! Las puertas de la Bastilla se cierran tras el conde de Peyrac. Todo el mundo puede respirar a gusto.

—No —dijo Angélica ferozmente—. Soy yo quien no les va a dejar respirar a gusto. Removeré cielo y tierra hasta que se me haga justicia. Iré yo misma a decir al rey
por qué
tenemos tantos enemigos.

—¡Silencio! —dijo vivamente Desgrez—. No os sofoquéis. Lleváis entre las manos una carga de pólvora de cañón, pero cuidado de que no os haga pedazos la primera. ¿Quién puede garantizaros que el rey y Mazarino no están al corriente de esta historia?

—Pero reparad —prosiguió Angélica—, eran ellos las víctimas del antiguo complot. Se trataba de asesinar al cardenal, al rey y a su hermano.

—Ya lo entiendo, hermosa, ya lo entiendo —dijo el abogado. Y continuó con un ademán de excusa—: Admito la lógica de vuestra argumentación. Pero ved, las intrigas de los grandes forman un nido de víboras. Arriesga uno la muerte tratando de desentrañar sus sentimientos. Es muy posible que el señor Mazarino haya sido puesto al corriente por uno de esos intercambios de espías de los cuales tiene el secreto. Pero ¿qué le importa al señor Mazarino un pasado del cual ha salido vencedor? El cardenal estaba en tren de negociar con los españoles la vuelta del príncipe de Condé. ¿Era el momento de añadir un crimen más al tablero sobre el cual había que pasar la esponja? El señor cardenal ha procedido como si nada hubiera oído. ¿Quieren arrestar a ese buen señor de Toulouse? Está bien, que lo arresten. Es muy buena idea. El rey sigue con buena voluntad lo que dice el señor cardenal, y además envidia la riqueza de vuestro marido. Será un juego de niños hacerle firmar la «lettre de cachet», para la Bastilla…

—¿Y en cuanto al hermano del rey? —inquirió Angélica.

—¿El hermano del rey? Tampoco se preocupa gran cosa de que el señor Fouquet haya querido suprimirle cuando era niño. Sólo el presente cuenta para él, y en cuanto al presente, el señor Fouquet es quien le hace vivir. Lo cubre de oro, le busca favoritos. El pequeño
Monsieur
nunca ha sido muy mimado ni por su madre ni por su hermano. Tiembla ante la idea de que alguien quiera comprometer a su protector. En suma, todo este asunto se habría realizado como lo más fácil del mundo si vos no hubierais intervenido. Esperaban que, privada del sostén de vuestro marido, desapareceríais… sin ruido… no se sabe dónde. No quieren saberlo. Siempre se olvida la suerte de la esposa cuando un gran señor cae en desgracia. Tienen el tacto de deshacerse en humo. Tal vez se van a un convento, tal vez cambian de nombre. Sólo vos no habéis seguido la ley común. ¡Pretendéis reclamar justicia…! Cosa muy insolente, ¿no es verdad? Entonces, por dos veces, intentan mataros. Después, no habiéndolo logrado, Fouquet juega al demonio tentador…

Angélica lanzó un profundo suspiro.

—Es aplastante —murmuró—. A cualquier parte que vuelva los ojos, no encuentro sino enemigos, amenazas, miradas de odio, de envidia, de desconfianza…

—Escuchad, tal vez no se haya perdido nada —dijo Desgrez—. Fouquet os ofrece un modo honroso de salir adelante. No os devuelven la fortuna de vuestro marido, pero, en fin, os ponen en buena posición. ¿Qué más necesitáis?

—¡Necesito a mi marido! —exclamó Angélica furiosa, poniéndose de pie.

El abogado la miró irónicamente.

—Sois, en verdad, una persona extraña.

—¡Y vos sois un cobarde! La verdad es que, como todos los demás, estáis muerto de miedo.

—Es muy cierto que la vida de un pobre leguleyo cuenta muy poco ante los ojos de esos grandes personajes.

—¡Pues bien, conservad vuestra vida de seis sueldos! Conservadla para los tenderos que se dejan robar por sus dependientes y para los herederos celosos. No os necesito.

El abogado se levantó sin decir palabra y desplegó con lentitud un pliego de papel.

—Aquí está la cuenta de mis gastos. Veréis que no he tomado nada para mí.

—Me es indiferente que seáis honrado o ladrón.

—Un consejo más.

—No necesito vuestros consejos. Se los pediré a mi cuñado.

—Vuestro cuñado está bien resuelto a no intervenir en este asunto. Os ha recogido y os ha recomendado a mí porque, si las cosas marchan bien, sacará de ellas gloria. En caso contrario, se lavará las manos y se disculpará con el servicio del rey. Por eso os vuelvo a aconsejar: intentad ver al rey.

Le hizo un gran saludo y se encasquetó el deslucido chambergo. Ya en la puerta se volvió y dijo:

—Si me necesitáis, podéis mandarme a llamar a la taberna de «Los Tres Mazos», a la cual voy todas las noches.

Cuando se hubo marchado, Angélica sintió bruscos deseos de llorar. Ahora sí que estaba completamente sola. Sentía como si sobre ella pesase un cielo de tormenta, una acumulación de nubes que vinieran desde todos los puntos del horizonte: la ambición de monseñor Fontenac, el miedo de Fouquet y de Condé, la cobardía del cardenal y, más cerca, la espera desconfiada de su hermana y su cuñado, dispuestos a arrojarla de su casa a la menor señal de peligro…

Encontró en el vestíbulo a Hortensia, con el delantal blanco atado al magro talle. La casa olía a fresas y naranjas. En septiembre las buenas amas de casa hacen las confituras. Es una operación delicada e importante, entre los calderos de cobre, los panes de azúcar machacados y las lágrimas de Bárbara. La casa estaba patas arriba durante tres días.

Hortensia, que llevaba en las manos un precioso pilón de azúcar, tropezó con Florimond, que salía de la cocina agitando furiosamente un sonajero de plata con tres cascabeles y dos dientes de cristal. No hizo falta más para desatar la tormenta.

—No sólo estamos sin sitio para nada, con toda la casa ocupada —cacareó Hortensia—, sino que encima de eso no puedo dedicarme a mis ocupaciones sin tropezar con este crío que no deja de alborotar. La jaqueca me destroza las sienes. Y mientras me mato trabajando, la señora está de conversación con su abogado o corriendo calles con el pretexto de poner en libertad a un marido horroroso cuya fortuna es lo único que echa de menos.

—No grites tan fuerte —dijo Angélica—. No tengo inconveniente en ayudarte a hacer las confituras. Tengo muy buenas recetas del Mediodía.

Hortensia, con su pilón de azúcar en la mano, se irguió como si estuviese envuelta en una túnica de actriz trágica.

—¡Jamás —dijo ferozmente—, jamás consentiré que tus manos toquen el alimento que preparo para mi marido y mis hijos! No olvido que tu marido está vendido al diablo, puede echar el mal de ojo, preparar venenos. Bien podría ser que te hubieras convertido en su alma condenada. Gastón ha cambiado desde que estás aquí.

—¡Tu marido! Ni siquiera lo miro.

—Te mira él a ti… más de lo conveniente. Debieras comprender que tu presencia aquí se prolonga de un modo anormal. Dijiste que venías sólo por una noche…

—Te aseguro que estoy haciendo cuanto puedo por aclarar la situación.

—Tus trámites acabarán por hacer que se fijen en ti, y conseguirás que a ti también te arresten.

—En el punto a que he llegado, me pregunto si no estaría mejor en prisión. Por lo menos, me alojarían de balde y sin historias.

—No sabes de lo que hablas, hermosa —dijo con burla Hortensia—. Hay que pagar diez sueldos diarios, y a mí, que soy tu única parienta, me los vendrían a pedir.

—No es tan caro. Es menos de lo que te doy, sin contar los trajes y las joyas que te he dado.

—Con dos niños, habrá que pagar treinta sueldos al día…

Angélica dio un suspiro de cansancio.

—Ven aquí, Florimond —dijo al niño—. Ya ves que molestas a tu tía Hortensia. El vapor de las confituras se le sube a la cabeza y divaga.

El niño se precipitó hacia ella agitando su brillante sonajero, lo cual llevó al colmo el furor de Hortensia.

—¡Es como ese sonajero! —dijo—. Nunca han tenido mis hijos uno parecido. Te quejas de que no tienes dinero, y le compras a tu hijo un juguete tan caro.

—¡Tenía tantas ganas…! Y además, ese sonajero no es tan caro. El hijo del zapatero remendón de la esquina tiene uno igual.

—Todo el mundo sabe que la gente del pueblo no sabe ahorrar. Miman a sus hijos y no les dan ninguna educación. Antes de comprar objetos superfluos, no olvides que estás en la miseria y que no tengo intención alguna de mantenerte.

—No te lo pido —dijo Angélica, como si hubiera recibido un latigazo—. En cuanto vuelva Andijos, iré a vivir a la posada.

Hortensia se encogió de hombros y se echó a reír con lástima.

—Decididamente, eres más estúpida de lo que me imaginaba. No sabes lo que son las leyes y los trámites judiciales. Tu marqués de Andijos no te traerá nada.

La triste predicción de Hortensia se realizó demasiado bien. Cuando apareció el marqués de Andijos, seguido del fiel Kuassi-Ba, hizo saber a Angélica que en Toulouse todos los bienes del conde estaban bajo sello. No había podido traer más que mil libras, prestadas bajo promesa de secreto por dos de los grandes arrendatarios del prisionero. Las joyas de Angélica, la vajilla de oro y plata y la mayor parte de los objetos preciosos que contenía el palacio del
Gay Saber,
incluso los lingotes de oro y plata, habían sido secuestrados y depositados, en parte, en Toulouse y, en parte, en Montpellier.

Andijos parecía desconcertado. Ya no tenía su facundia y fachenda habituales y lanzaba en derredor miradas furtivas. Contó que Toulouse había entrado en efervescencia como consecuencia del arresto del conde. Ante el rumor de que el arzobispo tenía la culpa, se había producido un verdadero motín frente al palacio episcopal. Algunos regidores se entrevistaron con Andijos y le pidieron que se pusiese a su cabeza para rebelarse contra la autoridad real, ni más ni menos. Al marqués le había costado un trabajo inaudito poder salir de Toulouse para volver a París.

—Y ahora, ¿qué pensáis hacer? —le preguntó Angélica.

—Permanecer en París algún tiempo. Mis recursos, como los vuestros, son, ¡ay!, limitados. He vendido una vieja casa de labranza y un palomar. Acaso pueda comprar un puesto en la Corte…

Su acento, tan saltarín en otro tiempo, tenía algo lamentable como una bandera a media asta.

«¡Oh, estas gentes del Mediodía! —pensó Angélica—. ¡Grandes juramentos, grandes risotadas! Y luego, si llega la desdicha, los fuegos artificiales se apagan.»

—No puedo comprometeros —dijo en voz alta—. Gracias por vuestros servicios, señor de Andijos. Os deseo buena suerte en la Corte.

Andijos le besó la mano en silencio y desapareció un poco avergonzado.

Angélica, en el vestíbulo, se quedó contemplando la puerta de madera pintada de la casa del procurador. ¡Por esa puerta, cuántos criados habían salido ya, abandonándola, con los ojos bajos, pero huyendo, con alivio, de su ama en desgracia! Kuassi-Ba se había acurrucado a sus pies. Angélica acarició la crespa cabezota, y el gigante sonrió como un niño. Mil libras eran algo. A la noche siguiente Angélica hizo el proyecto de marcharse de la casa de su hermana, cuya atmósfera se iba poniendo intolerable. Llevaría consigo a la criadita bearnesa y a Kuassi-Ba. En París, por fuerza habrían de encontrarse posadas modestas. Aún le quedaban unas cuantas alhajas y el traje de oro. ¿Qué se podría sacar por todo ello?

El niño que esperaba empezaba a moverse, pero apenas pensaba en él y no la emocionaba como la había emocionado Florimond. Pasado el primer movimiento de alegría, se daba cuenta de que la llegada de un segundo hijo en aquellos momentos era casi una catástrofe. En fin, no había que mirar muy adelante en el porvenir si se quería conservar intacto el valor.

La mañana siguiente le trajo algo de esperanza con la llegada de un paje de la casa de la señorita de Montpensier, magnífico en su librea de gamuza adornada de oro y terciopelo negro.

Hasta a la misma Hortensia le hizo impresión. La
Grande Mademoiselle
pedía a Angélica que fuese a verla al Louvre, por la tarde. El paje aclaró que la señorita ya no estaba en las Tullerías, sino en el Louvre. Temblando de impaciencia, Angélica atravesó a la hora señalada el puente de Notre-Dame, con gran decepción de Kuassi-Ba, que miraba de reojo el Puente Nuevo. Pero Angélica no quería que la molestasen los mercaderes y mendigos.

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